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jueves, 18 de julio de 2013

HABERMAS Y LA ACCIÓN COMUNICATIVA




Nota
:
Para la redacción de estos apuntes trabajé con la siguiente edición: Habermas, Jürgen. (1989). Teoría de la acción comunicativa. Madrid: Taurus.


Habermas recupera tres modelos de acción de la teoría social contemporánea:

a) Acción teleológica. Puede ser definida como una intervención teleológica en el mundo, es decir, como una acción que tiene por objetivo la obtención de un fin determinado. Habermas indica expresamente que Max Weber (1864-1920) construyó su tipo ideal de la acción racional con arreglo a fines[1] para interpretar a la acción teleológica. En la acción teleológica el mundo material y los demás individuos son objetivados por el actor de la acción, que los ve como medios u obstáculos para cumplir el fin o los fines que se propone.

¿Cómo se establece el criterio de racionalidad para este tipo de acción?

Para hacer posible una interpretación racional es preciso que existan estándares de enjuiciamiento de la acción que tanto el agente como el intérprete acepten como válidos. Habermas señala que Weber plantea que, para ello, es preciso que el intérprete abandone su posición de tercero exterior a la situación (como es el caso del científico en las ciencias naturales) y acepte jugar el rol de implicado (así sea virtualmente) en la situación[2], para poder someter a examen una pretensión de validez problemática y, si es necesario, criticarla.

b) Acción regulada por normas: En ellas el actor, al entablar una relación con otras personas, se comporta de manera subjetivamente “correcta” al observar determinadas normas de acción vigentes. La corrección de su acción no se deriva de la eficaz adecuación entre los medios y los fines propuestos (como en el caso de la acción teleológica), sino que es el resultado de la creencia del actor en la validez de las normas vigentes. Este comportamiento del actor es, a la vez, objetivamente correcto en la medida en que las normas que cree vigentes están justificadas en el círculo de sus destinatarios.

¿Qué sucede con el criterio de racionalidad en este caso?

Una forma fácil de eludir el problema de la racionalidad consiste en constatar descriptivamente si una acción concuerda o no con una norma dada, y si dicha norma rige socialmente o no. De modo que se examina si la acción se realiza conforme a las normas socialmente aceptadas, y aquí termina la cuestión. Pero la cuestión puede ser estudiada de un modo más complejo, y en este punto aparece otra vez la cuestión de la racionalidad. Como se indicó arriba, en la acción regulada por normas el actor está convencido subjetivamente de que está cumpliendo las normas “correctas”. Esta conformidad del actor ser encuentra asociada con el problema de la “rectitud” de las normas. El actor puede estar convencido no sólo en un sentido pragmático (las reglas son correctas porque son las que acepta la comunidad), sino en un sentido axiológico (las reglas son correctas porque se adecuan a determinados valores éticos). En este plano se abre el espacio para una interpretación racional, claro que Habermas indica que el problema es complejo, pues resulta difícil establecer algún criterio absoluto para comparar las distintas pretensiones de validez de normas diferentes. Aceptar la posibilidad de una interpretación racional supone rechazar el camino fácil del escepticismo (que conduce hacia el “todo da lo mismo” de las posturas relativistas), y “basarse en un cotejo entre la vigencia social y la validez, construida contrafácticamente, de un contexto normativo dado” (p. 150). En otras palabras, el intérprete se ve forzado al enjuiciamiento práctico-moral de normas de acción.

c) Acción dramatúrgica: En este caso el actor descubre algo de sí ante un público. El actor expresa un deseo, un sentimiento, un estado de ánimo, un secreto, confiesa un hecho, etc. La acción no consiste solamente en descubrir alguna de estas cosas, sino también en convencer al público de la autenticidad de la vivencia, comportándose de acuerdo (o en forma consistente) con lo dicho.

¿Cómo se definen el concepto de racionalidad para este caso?

Habermas afirma que la racionalidad reside aquí en la existencia de una concordancia entre lo revelado por el actor y su conducta. En otras palabras, existen ciertas conductas que se suponen asociadas a determinados sentimientos, a la expresión de ciertas vivencias, etc. La interpretación racional de las acciones dramatúrgicas tiene que sacar a la luz, por tanto, los casos de distorsión o no correspondencia entre los sentimientos expresados y las conductas que acompañan a la presentación de dichos sentimientos por el actor. El intérprete tiene que sacar a luz los casos de engaño, autoengaño, distorsión, etc. Para ello tiene que afectar la comparación entre lo expresado y lo actuado. La crítica psicoterapéutica es una muestra la posibilidad de una interpretación racional de las acciones dramatúrgicas.

Frente a estos tres modelos de acción, Habermas propone el modelo de la acción comunicativa. Este es el tipo de acción en el que la interacción entre los actores sólo puede tener lugar si los actores llegan a un acuerdo sobre sus relaciones con el mundo y con los otros autores. Dicho de manera más exacta, los actores tienen que ponerse de acuerdo (o existir un acuerdo entre ellos), antes de la acción misma, acerca de sus pretensiones de validez que potencialmente se apoyan en razones. Este acuerdo intersubjetivo sobre las pretensiones de validez que se van a considerar válidas exige la argumentación por cada actor de sus propias pretensiones, que pueden ser sometidas a crítica por los otros actores. La acción comunicativa es, por lo tanto, un proceso de construcción de consenso (y se basa en este proceso para poder llevarse a cabo) intersubjetivo acerca de valores compartidos acerca del mundo objetivo. Para Habermas la acción comunicativa es la clave para entender el papel de la comprensión en las ciencias sociales, porque en este tipo de acción es preciso que los distintos actores relacionen sus diferentes pretensiones de validez por medio de la argumentación y la crítica. Esto puede aplicarse a la relación del intérprete (científico social) con los actores sociales. El intérprete no se encuentra separado del actor, sino que se ve obligado a adoptar, desde el vamos, sus pretensiones de validez, porque sólo de ese modo puede someterlas a crítica.

Para entender mejor el punto de vista de Habermas es preciso decir algunas palabras sobre la perspectiva comprensivista en las ciencias sociales.

El concepto de mundo de la vida fue desarrollado por Alfred Schütz (1899-1959), quien aludía así al hecho de que la sociedad está plagada de sentido, de que las personas vivimos en un mundo cargado de sentido. Para poder vivir cotidianamente, nos vemos obligados (todos) a realizar un proceso constante de comprensión de sentido, tanto de las conductas de las otras personas, como de los objetos culturales que utilizamos, etc. A diferencia de la posición de otros autores, para quienes la comprensión es sólo una herramienta metodológica utilizada para estudiar los rasgos específicos de las ciencias sociales (aquellos que no pueden ser analizados recurriendo a la observación y la experimentación, como es el caso de las ciencias naturales), Schütz considera que la comprensión es la forma misma en que experimentamos la experiencia misma de vivir en el mundo de la vida. La comprensión es fundamental para poder vivir en el mundo y, por lo tanto, es el principal recurso empleado por los legos en la vida cotidiana. Es por eso que los legos formulan toda una serie de conceptos a partir de esta comprensión, conceptos que constituyen la base del trabajo de los científicos sociales. La sociología tiene que trabajar sobre esta primera comprensión de la realidad social, y realizar una nueva comprensión, esta vez en términos científicos (formulando reglas y regularidades generales, que trascienden los casos particulares).

Anthony Giddens (n. 1938) va a retomar esta cuestión al desarrollar su concepción de la doble  hermenéutica. Así, mientras que en el ámbito de las ciencias naturales, los científicos se enfrentan a realidades desprovistas de sentido (y realizan, por tanto, una interpretación de esa realidad, es decir, ponen ellos el sentido a los hechos), en el campo de las ciencias sociales, los científicos hacen frente a una realidad que ya está plena de sentido (el cual es desarrollado, como vimos, por los legos en la vida cotidiana). Hay, por tanto, una primera hermenéutica, cuando los científicos interpretan el sentido de los conceptos elaborados por las personas comunes, y una segunda hermenéutica, cuando los científicos interpretan las elaboraciones de los otros científicos.

Habermas plantea en este punto su diferencia con las concepciones empiristas (u objetivistas) de las ciencias sociales. El intérprete no se enfrenta a una realidad social vacía de sentido o de significados, como es, por ejemplo, el caso de un físico que estudia el comportamiento de las partículas subatómicas. Se encuentra con un ámbito en el que los actores cargan de sentido a todas las cosas y a todas las acciones. En otras palabras, se encuentra frente a una realidad que ya ha sido interpretada. De este modo, el problema de la comprensión (entendida como herramienta fundamental de las ciencias sociales) al enfrentarse a “objeto” de estudio consiste en que el científico encuentra un lenguaje ya elaborado por los participantes para explicar dicha realidad, y el intérprete no puede utilizar ese lenguaje sin someterlo a crítica (pues aceptarlo sin más significaría renunciar a toda pretensión de elaborar una ciencia social).
En palabras de Habermas,

“la problemática específica de la comprensión consiste en que el científico social no puede servirse de ese lenguaje con que ya se topa en el ámbito objetual como de un instrumento neutral. No puede «montarse» en ese lenguaje sin recurrir al saber preteórico que posee como miembro de un mundo de la vida, saber que él domina intuitivamente como lego y que introduce sin analizar en todo proceso de entendimiento.” (p. 158).

Este saber preteórico es la base interpretativa de toda comprensión. Para accederse a una comprensión científica es preciso, por tanto, partir de dicho saber y someterlo a crítica, para poder avanzar de lo particular a lo general.

Como quedó aclarado, para Habermas es imposible pensar la interpretación de la sociedad desde un supuesto “espacio exterior” a la misma. Los científicos sociales no parte de la nada si no de un saber preteórico, saber que han incorporado a partir de su participación en la sociedad. En este sentido, Habermas rescata el aporte de H.Skjervheim, quien puso el acento entre dos actitudes básicas del científico:

“Quien en el papel de primera persona observa algo en el mundo o hace un enunciado acerca de algo en el mundo adopta una actitud objetivante. Quien, por el contrario, participa en una comunicación y en el papel de primera persona (ego) entabla una relación intersubjetiva con una segunda persona(alter), que, a su vez, en tanto que alter ego, se relaciona con ego como con una segunda persona, adopta no una actitud objetivante, sino, como diríamos hoy, una actitud realizativa.” (p. 159).

En el campo de la sociología, el intérprete está obligado a participar (en un sentido virtual en la mayoría de los casos) en la acción para poder comprender cabalmente las pretensiones de validez del actor. Entonces, se plantea un problema para la comprensión que consiste en determinar en qué medida esa participación del actor no afecta la posibilidad de construir una teoría que vaya más allá, que trascienda las condiciones particulares de esa acción específica.

Habermas plantea que en la acción comunicativa es todavía más fuerte la exigencia de participación indicada en el punto anterior de este cuestionario. Para Habermas, sólo es posible comprender la acción comunicativa si el intérprete tiene una participación, al menos virtual, en la misma. Ahora bien, esta participación plantea dificultades teóricas, porque surge la cuestión de en qué medida la comprensión del intérprete que participa de la acción tiene un status diferente de la del lego. En otras palabras, se origina el problema del porqué conceder a la interpretación del científico un valor diferente al de la compresión realizada por el resto de los mortales. En este punto, Habermas señala que existe una diferencia significativa entre los actores y el intérprete que adopta una actitud realizativa; los primeros, tienen sus propias intenciones de acción; el segundo, carece de ellas y persigue intenciones que corresponden a un sistema diferente del de la acción misma (ese sistema que persigue el intérprete es el de la ciencia). El científico social, al participar en la acción, se despoja de sus atributos de actor y se concentra en adoptar el rol de hablante y oyente para poder desentrañar el proceso del entendimiento. Sólo a partir de este camino es posible lograr la objetividad del científico en las ciencias sociales. Sin embargo, el problema de la objetividad de la participación del intérprete no está resuelto del todo, pues subsiste la cuestión de que esa participación lo implica en la acción (como vimos, en el caso de la acción comunicativa dicha implicación es imprescindible). Dada la naturaleza de la acción comunicativa (construcción de consenso mediante la discusión de distintas pretensiones de validez de los actores), el científico social se encuentra obligado a juzgar dichas pretensiones de validez para poder realizar una interpretación racional de las mismas. El problema consiste, por tanto, en dónde fundar los criterios de validez del intérprete para garantizar que dicha interpretación sea objetiva. Habermas considera que no es viable la respuesta de un intérprete que se transforme en un observador objetivante (es decir, alguien que mire desde afuera la situación estudiada).

Habermas distingue la interpretación de los distintos tipos de acción. Así, en el caso de la acción teleológica, la interpretación es racional en la medida en que tomamos en serio las pretensiones del actor y las sometemos a una crítica que se basa en nuestro saber y en la comparación del curso que efectivamente siguió la acción con el curso ideal que debió haber seguido la misma.

En la acción regulada por normas procuramos analizar la relación entre la pretensión de validez normativa que el actor vincula a sus acciones y la existencia efectiva de esas normas en la sociedad, su alcance social y los supuestos filosóficos y éticos en los que se apoyan.

En la acción dramatúrgica el observador examina la correspondencia entre lo expresado por el actor y su conducta.

En los tres casos presentados existe un desnivel metodológico relevante entre el plano de la interpretación de la acción y el plano de la acción interpretada. En otras palabras, el actor no posee ninguna capacidad para discutir la interpretación realizada por el científico social. Los supuestos de la interpretación de la acción no pueden ser discutidos por quien realiza efectivamente ésta.

Este desnivel metodológico desaparece en el caso de la acción comunicativa. Aquí:

“la diferencia entre el plano conceptual de la coordinación lingüística de la acción y el plano conceptual de la interpretación que como observadores hacemos de esa acción, deja de funcionar como filtro protector (…) el actor dispone de una competencia de interpretación igual de compleja que la del observador. El actor no solamente está provisto ahora de tres conceptos del mundo [el mundo objetivo, el mundo subjetivo, el mundo de sus acciones], sino que también puede emplearlos reflexivamente.” (p. 167).

El hecho de dotar a los actores de esta facultad hace que el observador (el intérprete) pierda su posición privilegiada y modifica la situación en la cuestión de la racionalidad. Ya no puede hacerse, como en los casos anteriores, una distinción entre la interpretación descriptiva y la interpretación racional, sino que la interpretación tiene que ser desde el vamos racional. ¿Qué se entiende por racional? Justamente la interpretación racional que hace el intérprete que participa de la acción, y que puede ser sometida a crítica por los actores que realizan la acción.

En los modelos de la acción teleológica, la acción regulada por normas y la acción dramatúrgica, una diferencia fundamental entre el plano de la coordinación lingüística de la acción y el análisis que hace el observador de dicha acción. En otras palabras, en estos tres modelos se da por supuesto que existe una distancia infranqueable entre el lenguaje de los actores y el lenguaje del observador; el observador tiene que tratar el lenguaje del actor como si se tratara de algo ajeno, de algo exterior. Es justamente por medio de esta distancia que se sustenta la pretensión de superioridad del análisis científico. Esta actitud es la que a lo largo del texto Habermas califica como objetivante.

En el modelo de la acción comunicativa este tratamiento del lenguaje es imposible. La participación del intérprete en la acción derriba la distancia que lo separa con el actor, cuestión que se ve reforzada con el reconocimiento por parte del intérprete de que “el agente dispone de una competencia de interpretación igual de compleja que la del observador” (p. 167). Este punto es importante, pues permite defender la inexistencia de la neutralidad valorativa en la sociología comprensiva orientada en base al modelo de la acción comunicativa. También permite entender las razones por las que Habermas dedica especial atención a estudiar la relevancia de los trabajos de la hermenéutica filosófica para dicha sociología comprensiva.

Las estructuras internas del proceso de entendimiento, por sus mismas características, definen dos orientaciones diferentes. De un lado, estas estructuras sirven para que los actores (y aquí se incluye, en un contexto de acción comunicativa, al intérprete) puedan acceder a un determinado contexto, y en este marco juzgar críticamente las distintas pretensiones de validez. De otra parte, las mismas estructuras sirven para trascender la situación particular propia del entendimiento, y acceder a la posibilidad de pensar críticamente las condiciones bajo las cuales se realiza un proceso de entendimiento particular. En palabras de Habermas, “las mismas estructuras que posibilitan el entendimiento suministran también la posibilidad de un autocontrol reflexivo del proceso del entendimiento.” (p. 170).

La racionalidad instrumental (a la que también denomina cognitiva-instrumental) es la racionalidad propia de las acciones teleológicas, es decir, aquellas en la que los actores se proponen determinados objetivos y consideran al medio que los rodea (incluidas las personas) como objetos sobre los cuales operar o con los que se debe contar para poder realizar la acción con eficacia. Es la racionalidad de la tradición empirista y consiste en la manipulación y en la adaptación inteligente al entorno que rodea al actor. La medida de la racionalidad está dada por la eficacia en la obtención de los fines propuestos con los medios que se ha elegido.

La racionalidad comunicativa hace referencia a un tipo de acción diferente, en la que el actor interactúa con otros actores que se encuentran en pie de igualdad con él en cuanto a la pretensión de validez inicial. Surge a través de la formulación de un consenso intersubjetivo al que llegan los actores luego de exponer cada uno sus argumentos a favor de las pretensiones de validez que les son propias. De este modo, los actores aseguran la unidad del mundo objetivo y de la intersubjetividad del contexto en que desarrollan sus vidas. Mientras que en la acción teleológica el eje de la racionalidad pasa por la manipulación instrumental del entorno (utilizarlo para nuestros propios fines sin entablar ningún diálogo con él), en la acción comunicativa es el entendimiento comunicativo el que da sentido a la racionalidad. Este entendimiento supone que los actores exponen argumentos, que estos argumentos son susceptibles de crítica, y que pueden llegar a un consenso sobre las pretensiones de validez que formulan.

La racionalidad comunicativa supone necesariamente el involucramiento (aunque sea virtual) del intérprete en la acción, pues sólo así es posible que pueda evaluar correctamente las pretensiones de validez de los actores. Como también se señaló, esto plantea serias dificultades al momento de justificar el carácter científico de la labor del intérprete comunicativo, pues el nombrado involucramiento implica un abandono de la llamada neutralidad valorativa, esto es, la distancia que se establece entre los valores del actor y los valores del investigador. En todo momento el intérprete tiene que asumir que su interpretación se apoya en un saber preteórico que comparte con el actor.

Ahora bien, si lo expresado en el párrafo anterior es correcto, y el intérprete tiene que adoptar una actitud realizativa, la pretensión de objetividad de la sociología comprensiva tiene que apoyarse en estructuras de racionalidad comprehensivas y generales. Esta exigencia se deriva del hecho de que una sociología que acepte que el intérprete procede siempre a partir de un saber previo a su reflexión teórica (saber que comparte con el actor) tiene el inconveniente de que puede caer en el relativismo cultural e histórico, es decir, estar siempre atada a un mundo de la vida determinado en lo cultural y en lo histórico. En otras palabras, la sociología comprensiva no podría salir de un contexto particular y le resultaría imposible, por tanto, elaborar conceptos y reflexiones teóricas generales.

Habermas sostiene que la exigencia de objetividad tiene que demostrar que la estructura interna de los procesos de entendimiento[3] “posee en un determinado sentido una validez universal” (p. 192). La cuestión se complica porque el mismo Habermas afirma que esta validez universal no puede fundarse ni en bases metafísicas ni recurriendo a un programa de pragmática trascendental. En rigor, Habermas no propone una única salida a esta situación, sino que esboza tres caminos posibles: a) desarrollar el concepto de acción comunicativa en términos de una gramática formal, que reconstruya los supuestos formales de los actos de habla propios de la acción comunicativa (p. 193); b) evaluar la fecundidad empírica de los distintos elementos de la pragmática formal (p. 193-194); c)  reelaborar los planteamientos sociológicos de teoría de la racionalización social que ya existen. Este último es el camino elegido por Habermas en la obra. Mediante un recorrido que va de Weber a Parsons, se propone desarrollar los problemas que pueden resolverse con una teoría de la racionalización basada en los supuestos de la acción comunicativa.

Villa del Parque, jueves 18 de julio de 2013


[1] En la acción racional con arreglo a fines el actor social tiene un perfecto conocimiento de los medios con que cuenta y sabe con precisión el fin que se propone. A partir de este conocimiento elige el camino más económico para obtener el fin deseado, y realiza la acción. Weber tomó como modelo la acción del empresario capitalista para elaborar este tipo ideal. En la medida en que las acciones que se realizan en el mundo real más se aproximan a la acción racional con arreglo a fines, disminuye la necesidad de recurrir a explicaciones de tipo psicológico para comprenderlas. En otras palabras, en la acción que se guía totalmente por la racionalidad medios-fines, la intención expresada explícitamente por el actor nos da una perfecta comprensión de los motivos del actor. No es preciso indagar nada más.
[2] En el caso de la acción teleológica las interpretaciones racionales se hacen “en actitud realizativa, ya que el intérprete presupone una base de enjuiciamiento compartida por todas las partes implicadas.” (p. 149).
[3] La estructura racional interna de los procesos de entendimiento comprende: “a) las relaciones de los actores con el mundo y los correspondientes conceptos de mundo objetivo, mundo subjetivo y mundo social; b) las pretensiones de validez que son la verdad proposicional, la rectitud normativa y la veracidad o autenticidad; c) el concepto de un acuerdo racionalmente motivado, es decir, de un acuerdo  basado en el reconocimiento intersubjetivo de pretensiones de validez susceptibles de crítica; d) el proceso de entendimiento como negociación cooperativa de definiciones compartidas de la situación.” (p. 192-193).

martes, 16 de julio de 2013

RESEÑA: DURKHEIM, DETERMINACIÓN DEL HECHO MORAL (1906)




Nota bibliográfica:
Para la redacción de esta reseña se ha utilizado la siguiente edición: Durkheim, Emile. (2000). Sociología y filosofía. Madrid: Miño y Dávila. (pp. 59-86). Es la traducción española de un artículo publicado en el BULLETIN DE LA SOCIÉTÉ FRANçAISE DE PHILOSOPHIE. Incluye una parte de la discusión que tuvo lugar en la reunión llevada a cabo el 11 de febrero de 1906.

Este texto de Durkheim tiene por objetivo principal establecer en qué consiste la realidad moral y cuáles son los caminos para comprenderla. En este sentido, se enmarca dentro de una línea central de su teoría sociológica, consistente en establecer el hecho de que la realidad social no puede ser reducida a la suma agregada de los individuos que la componen, y a que esta realidad genera un substrato propio, colectivo, diferente al de los pensamientos e intenciones meramente individuales de las personas.

Para cumplir su propósito, Durkheim comienza por establecer las principales características del hecho moral:

a) Se trata de reglas investidas de una autoridad especial, es decir, que son obedecidas porque ordenan (noción del deber – Durkheim apunta que este aspecto del hecho moral se asemeja a la concepción kantiana del deber -);

b) Las personas no realizan sus actos sólo porque les son ordenados, es necesario también que éstos contengan un cierto grado de “deseabilidad”, es decir, que su ejecución sea deseada por el sujeto que realiza el hecho moral (difiere en este punto de la concepción kantiana). En este sentido, Durkheim plantea que la noción de deber es el elemento más abstracto del hecho moral, mientras que la “deseabilidad” se encuentra en estrecho contacto con la sensibilidad del individuo. En resumen, todo hecho moral implica una combinación de noción de deber y de idea del bien (esta constituye la base última de la deseabilidad) (p. 60).

Luego de caracterizar el hecho moral y de aclarar sus acercamientos y diferencia con la concepción de Kant (1724-1804), Durkheim se plantea la cuestión de por qué existen los hechos morales (p. 61). En este marco, emprende una crítica de la posición individualista metodológica. Así, sostiene que la calificación de moral nunca fue aplicada a un acto cuyos objetivos fueran exclusivamente individuales, y que ningún individuo constituye en sí mismo un carácter moral. De lo anterior infiere que

si hay una moral, no puede tener por objetivo sino el grupo formado por una pluralidad de individuos asociados, es decir, la sociedad, bajo la condición, no obstante, de que la sociedad pueda ser considerada como una personalidad cualitativamente diferente de las personalidades individuales que la componen. La moral comienza, pues, allí donde comienza el apego a un grupo, cualquiera que sea.” (p. 62).

En verdad, Durkheim retoma aquí y aplicadas al estudio de los hechos morales, sus tesis enunciadas en las obras de la década de 1890, acerca de la irreductibilidad de los hechos sociales a los hechos individuales. De este modo, la sociedad, que sobrepasa al individuo, es una cosa buena que tiende a ser deseada por éste; la sociedad, en esta relación, se presenta a la vez como una cosa buena (algo deseable) y como una autoridad moral cuyos preceptos de conducta  adquieren carácter obligatorio.

Las afirmaciones contenidas en el párrafo anterior no implican que Durkheim proponga la aceptación pasiva por el individuo de la moral imperante en una sociedad. Aquí afirma que

“la sociedad que la moral nos prescribe desear o querer, no es la sociedad tal como aparece ante ella misma, sino la sociedad tal como es o tal como tiende realmente a ser.” (p. 62).

A partir de todas estas consideraciones generales, Durkheim dedica el resto del artículo al análisis de la realidad moral. Sostiene que ésta última puede dividirse en dos aspectos: el aspecto objetivo y el aspecto subjetivo. En su artículo Durkheim dedicará su atención al primero de los dos aspectos. Para ello plantea la conveniencia de saber dónde se encuentra la realidad moral. Durkheim sostiene que las reglas morales se nos presentan como un conjunto de máximas, de reglas de conducta que pretenden regir la vida en sociedad. Pero esta definición no basta, porque hay muchas más reglas que las morales que nos prescriben qué debemos hacer y qué no hacer. Para encontrar lo específico de las reglas morales frente a otros tipos de reglas, Durkheim va a proceder estudiando qué reacciones se producen cuando las reglas son violadas. Aquí, como en otros de sus trabajos, Durkheim vuelve a poner el acento en la sanción, a la que define como “una consecuencia del acto, que no resulta del contenido del acto, sino del hecho de que éste no es conforme a una regla preestablecida. Porque hay una regla anteriormente establecida, y porque el acto es un acto de rebelión contra esta regla, es por eso que entraña una sanción. Aquí desarrolla in extenso los dos aspectos del hecho moral que fueron mencionados arriba; mientras que, por un lado, la regla va asociada a la noción de deber (y en este punto Durkheim apunta que este carácter va dirigido en contra del utilitarismo), también va asociada a cierta deseabilidad que hace más fácil su cumplimiento. No se trata, pues, del mero deber, sino que también este deber tiene que estar asociado a alguna forma de idea del bien. Durkheim señala que esta dualidad del hecho social también se manifiesta en lo sagrado.

Toda el segundo apartado del artículo (pp. 73-83) está dirigido a demostrar la afirmación formulada arriba acerca de que la moral no puede tener su origen en el individuo, sino en el grupo. “La vida comienza allí donde comienza la vida en grupo, porque solamente allí la abnegación y el desinterés toman un sentido.” (76). Como puede verse, esta posición se encuentra radicalmente enfrentada a la del individualismo metodológico.

Por último, en el tercer apartado del artículo (pp. 83-86) Durkheim procura enfrentar la crítica que se le hace y que dice que su posición frente a los hechos morales deriva en la aceptación fatalista de la moral imperante en una sociedad dada. Aquí aclara lo que considera un “malentendido” y afirma que el individuo no debe renunciar de ningún modo a formular sus protestas contra aquellas reglas morales con las que no esté de acuerdo.

”Pero, sea como fuere, no podemos aspirar a otra moral que la que es reclamada por nuestro estado social. Hay en esto un punto de referencia objetivo, con el cual deben relacionarse siempre nuestras afirmaciones. La razón que juzga en estas materias no es, pues la razón individual movida no se sabe por qué inspiraciones interiores, por qué preferencias personales; es la razón que se apoya en el conocimiento, elaborado tan metódicamente como es posible, de una realidad social dada, a saber: la realidad social. De la sociedad, y no del yo, depende la moral.” (p. 85).

En definitiva, es la ciencia la que puede proporcionarnos una guía para orientarnos en el vasto océano de las realidades morales. Y Durkheim se preocupa por dejar en claro que la ciencia, que opera metódicamente acumulando paulatinamente información, no puede brindarnos ni soluciones exactas, ni puede dar respuesta inmediata a nuevas situaciones. En dichos casos, son los individuos quienes deben tomar las decisiones. Sin embargo, esto se halla bien lejos de los principios del individualismo metodológico.

En resumen, en este artículo Durkheim demuestra que los hechos morales no son construcciones individuales sino que se trata, por el contrario,  de reglas que brotan de la sociedad misma.

Villa del Parque, martes 16 de julio de 2013

viernes, 12 de julio de 2013

ELSTER Y LA EXPLICACIÓN INTENCIONAL EN LAS CIENCIAS SOCIALES: NOTAS DE LECTURA




Jon Elster (n. 1940) es uno de los representantes más significativos del marxismo analítico, esa extraña combinación de elementos de la teoría marxista con el individualismo metodológico.

A continuación presento unas notas de lectura sobre el texto: Elster, Jon. (1990). El cambio tecnológico: Investigaciones sobre la racionalidad y la transformación social. Barcelona: Gedisa. (Traducción al español por Margarita Mizraji). Trabajé con una fotocopia de la Introducción a la primera parte (no se observa paginación), del (¿capítulo?) 3 (pp. 65-81) y de las notas (pp. 208-219).

Elster considera que el criterio más fructífero para realizar una clasificación de las ciencias consiste en considerar las diversas modalidades de explicación científica, pues ellas se encuentran en estrecha relación con las estrategias de formación de teorías. Afirma que “sólo ciertos tipos de teorías pueden llegar a dar explicaciones satisfactorias en un campo determinado.” (p. 4 - de la fotocopia -). Elster distingue tres modalidades de explicación: la causal, la funcional y la intencional. También discrimina entre tres campos de investigación científica: física[1], biología[2] y ciencias sociales. (p. 4)[3].

Ahora bien, la explicación intencional es la característica central de las ciencias sociales frente a las ciencias naturales (física y biología definidas en el sentido amplio que lo hace Elster) porque “el bloque básico en las ciencias sociales, la unidad elemental de explicación es la acción individual guiada por alguna intención” (p. 5). De este modo, para que haya explicación intencional es preciso que exista intención por parte del actor. En otras palabras, “explicar la conducta intencionalmente es equivalente a demostrar que es conducta intencional, es decir, conducta realizada para lograr una meta. Explicamos una acción intencionalmente (…) cuando podemos especificar el estado futuro que se pretendía crear.” (p. 66).

Elster sostiene que, mientras que la explicación intencional es característica de las ciencias sociales lo mismo puede decirse de la explicación causal respecto a la física (p. 4) y de la explicación funcional en relación a la biología (p. 4). La explicación intencional (o teleológica) ha sido descartada en una fecha relativamente reciente en física (p. 5); en biología, la explicación intencional era propia de las teorías predarwinianas (p. 5).

Una conducta intencional supone que esa conducta tiene por objetivo lograr una meta. Ahora bien, Elster sostiene que la conducta intencional incluye, además de metas[4], también creencias: “Un agente intencional elige una acción que cree será el medio para su  meta. A su vez, esta creencia está relacionada con diversas creencias acerca de asuntos fácticos, relaciones causales entre medios y fines, etc.” (p. 66). De este modo, una conducta intencional consiste en una relación triádica entre acción, deseo y creencia. Ahora bien, justamente porque las creencias y deseos necesitan ser explicados, la explicación intencional está muy lejos del análisis de conducta. (p. 66).

Elster emplea razón como término común para designar a las creencias y a los deseos. (p. 66). En este punto, sostiene que “la explicación intencional incluye mostrar que el actor hizo lo que hizo por una razón” (p. 66).

¿Qué significa actuar por una razón? Elster distingue entre actuar con una razón, que significa que el actor tiene razones para hacer lo que hace (pero no implica, necesariamente, que la acción responda a esas razones, porque la misma puede darse de manera no intencional o casual); y actuar por una razón, es decir, cuando el actor tiene razones para hacer lo que hace y, además, hizo lo que hizo debido a dichas razones (p. 66). En otros términos, cuando el actor actúa por una razón existe una conexión plena entre la acción y las razones de ella. Elster es especialmente cuidadoso en aclarar este punto, pues de la confirmación de que la acción se realiza por una razón es posible inferir la explicación funcional. Así, “el requisito de que el actor hace lo que hace por una razón implica que la razón es causalmente eficiente para producir la acción, pero no queda agotada por dicha deducción. Debemos agregar que las razones causan la acción «en la forma correcta», es decir, no por casualidad. Por lo tanto, debemos excluir no sólo las «coincidencias del primer tipo», en las que algo diferente de las razones provoca la acción, de la que son razones, sino también las «coincidencias del segundo tipo», en las que las razones realmente causan la acción de la que son razones, pero lo hacen de un modo no convencional.” (p. 66).

Elster descarta de plano la utilidad del concepto de inconsciente en las ciencias sociales. De hecho, sostiene que “el concepto de intenciones inconscientes no es más coherente que la cuadratura del círculo” (p. 67). Esto se explica a partir de la concepción que tiene de la conducta intencional, a la que considera como “esencialmente relacionada con el futuro” (p. 66). En la introducción a la primera parte de la obra ya había trazado, en este sentido, una distinción importante entre la explicación funcional (propia de la biología) y la explicación intencional (propia de las ciencias sociales): “la explicación intencional difiere de la funcional en que la primera puede estar dirigida hacia el futuro distante, mientras que la última es típicamente miope y oportunista.” (p. 5-6). Los actores intencionales pueden adoptar estrategias del tipo “un paso atrás y dos adelante”, en tanto que en la evolución biológica sólo se llega a esos resultados por casualidad. Es por esto que, volviendo a la cuestión del papel del inconsciente, Elster descarta la utilidad de este en las ciencias sociales. En rigor, la acción intencional es tal justamente porque los actores son plenamente conscientes de las razones por las que actúan de ese modo y no de otro.

Elster concibe a la consciencia “como un medio de representación, una pantalla interna sobre la que lo físicamente ausente puede tener presencia y marcar una diferencia para la acción en el presente. Operacionalmente, la conciencia puede detectarse a través de la capacidad de desarrollar estrategias indirectas o de esperar en situaciones cualitativamente nuevas.” (p. 67).

Elster afirma que, más allá de cómo se defina el concepto de racionalidad[5], dice que su uso tiene que reservarse para los casos en que tiene poder explicativo, “es decir, que nunca habría que caracterizar una creencia, una acción o un modelo de conducta como racional a no ser que se esté dispuesto a afirmar que la racionalidad explica lo que se dice es racional.” (p. 67-68). Todo otro uso del concepto de racionalidad tiene que aclararse.

Elster indica en el gráfico de página 65 que la conducta racional se divide en satisfacerte y optimizadora. Si bien reconoce que “la explicación en términos de optimización sigue siendo el caso paradigmático de la explicación en las ciencias sociales fuera de la psicología” (p. 69), afirma que hay dos razones que permiten sostener que la identificación de la racionalidad con la optimalidad[6] no vale para la generalidad. La primera de ellas es el argumento especial para satisfacer, que es un resultado de los problemas de optimización sin soluciones bien definidas (ver su desarrollo en p. 70). La segunda remite al argumento general para satisfacer, que es un derivado de las paradojas de información. Este argumento “requiere que no definamos racionalidad en términos de creencia dadas, sino que preguntemos si las creencias son irracionales. Esto significa que a la pregunta “¿Puede esta acción ser explicada como una conducta optimizante?, podemos dar respuestas diferentes, dependiendo de si las creencias son consideradas como constantes o como variables de conducta. Si adoptamos un concepto «delgado» de racionalidad, definida con respecto a creencias dadas, solamente se aplica el argumento especial para satisfacer. El argumento general tiene fuerza si adoptamos un criterio más amplio de racionalidad, que también requiere racionalidad en la recolección de información y la formación de creencias.” (p. 70).

Elster sostiene que el concepto de racionalidad tiene que reservarse sólo para los casos en los que tiene poder explicativo. Es importante destacar que Elster indica que pueden formularse varias definiciones de racionalidad. Rechaza que racionalidad y optimalidad sean sinónimos. Es por eso que formula una definición mínima de racionalidad, en la que ésta “implica consistencia de metas y creencias” (p. 68).

Elster ubica la teoría de los juegos en el marco de su análisis de la racionalidad estratégica, esto es, una variante de la conducta racional optimizadora[7]. Define la racionalidad estratégica como “un axioma de simetría: el agente actúa en un medio de otros actores, ninguno de los cuales puede suponerse menos racional o sofisticado que él mismo. Entonces, cada actor necesita anticipar las decisiones de los demás antes de tomar la propia, y sabe que hacen lo mismo con respecto a los demás y a él.” (p. 71). En este punto, la teoría de los juegos[8] ofrece un instrumento para formalizar este enfoque estratégico de la conducta humana.

Como ya indicamos, Elster emplea la teoría de los juegos para estudiar la racionalidad estratégica. En este marco, distingue entre la teoría del juego cooperativo, que “supone que grupos de agentes pueden actuar juntos contra otros grupos y no investiga la posibilidad ni las condiciones para que se produzca dicha cooperación” (p. 72), y la teoría del juego no cooperativo, que “postula decisiones racionales individuales” (p. 72). Siendo consecuente con su posición individualista metodológica, considera que la teoría del juego cooperativo es menos fructífera que la del juego no cooperativo, pues la primera no indica los caminos por los cuales los actores sociales actúan unidos, en tanto que la segunda trabaja con el supuesto de que su conducta obedece a motivos exclusivamente individuales.

Dentro de los juegos no cooperativos, Elster distingue los juegos que tienen una estrategia dominante, es decir, aquellos “en los que cada participante o jugador tiene un curso de acción o estrategia que es su mejor opción sin considerar cómo eligen los demás.” (p. 72). En el caso del juego de los prisioneros, el egoísmo opera como la estrategia dominante. Así, es “racional para cada individuo actuar de un modo que, cuando es adoptado por todos, es desastroso para todos. Aunque en este juego la recompensa de cada uno está afectada por la decisión de todos, la decisión de cada uno puede tomarse independientemente de las decisiones de todos.” (p. 72). El egoísmo consiste, por tanto, en elegir sin tomar en cuenta a los demás.

Elster afirma que la racionalidad basada en el concepto de conducta racional relativa a deseos y creencias dadas y consistentes, es “extremadamente débil” (p. 81). Se trata de una forma de racionalidad formal, mientras que lo que hay que lograr es que las personas tengan racionalidad real, en las formas gemelas de juicio y de autonomía: “La fórmula de explicación racional-cum-intencional de la acción en términos de deseos y creencias, complementadas con la explicación causal de las creencias y deseos mismos, puede resultar engañosa y superficial. Si las personas son agentes en un sentido real y no sólo los soportes pasivos de sus estructuras de preferencias y sistemas de creencias, entonces necesitamos entender cómo son posibles el juicio y la autonomía. En mi opinión, éste es el problema sobresaliente no resuelto tanto en filosofía como en las ciencias sociales.” (p. 81).

Villa del Parque, viernes 12 de julio de 2013


[1] Es importante tener en cuenta que Elster define a la física en un sentido amplio, haciendo alusión con ella al estudio, en general, de la naturaleza inorgánica (incluiría bajo el término de física, por ejemplo, a la química y a la astronomía, entre otras). (p. 4).
[2] Como en el caso de la nota anterior, define a la biología en un sentido amplio, reuniendo bajo dicha denominación a todas las ciencias que se ocupan del estudio de la naturaleza orgánica. (p. 3).
[3] Elster dice que no cree que “las disciplinas estéticas puedan lograr explicaciones científicas o deban tender a lograrlas” (p. 4).
[4] A las que también da la denominación de “deseos”. (p. 66).
[5] Elster define racionalidad como “consistencia de metas y creencias” (p. 68).
[6] El concepto de optimización implica que “el agente racional elige una acción que no solo es un medio para un fin, sino el mejor de todos los medios que cree disponibles.” (p. 68).
[7] Ver al respecto el cuadro de la página 55, en el que Elster grafica su clasificación de los distintos tipos de conducta.
[8] Elster dice que la teoría de los juegos también podría haberse denominado “teoría de las decisiones interdependientes” (p. 71).