Loïc Wacquant (Montepellier,
1960) es un sociólogo francés, discípulo de Pierre Bourdieu. A diferencia de
otros exponentes del mundo académico, que suelen huir de los problemas
terrenales como de la peste, Wacquant se ha comprometido con la denuncia del
neoliberalismo y de las miserias sociales que éste ha potenciado. Es, pues, un
representante del progresismo en el mundo académico, alguien que siente
malestar por la situación social y que no elige esconder la cabeza ante una
realidad que es cualquier cosa menos bonita. Sin embargo, y precisamente porque
Wacquant pretende transformar lo existente, su concepción del papel de la
sociología (de la teoría social en general) expresa las limitaciones de un
modelo de ciencia social que la burguesía (permítaseme el uso de este término “perimido”)
ha construido a su imagen y semejanza.
Para explicar lo anterior,
elegí un texto breve de Wacquant, “Pensamiento crítico como disolución de la doxa”, reunido en una compilación de sus
trabajos titulada Las dos caras de un
gueto: Ensayos sobre marginalización y penalización. (1).
En el artículo, Wacquant
aborda la cuestión de los alcances del pensamiento crítico en ciencias
sociales. Para ello comienza definiendo las distintas acepciones del término crítica:
“Se
pueden atribuir dos acepciones al término «crítica». En primer lugar, una
acepción que podría denominarse «kantiana», que designa, en la línea del
pensamiento del filósofo de Königsberg, el examen evaluativo de las categorías
y formas de conocimiento con el fin de determinar su validez y su valor
cognitivos; en segundo lugar, una acepción marxiana, que se dirige con las
armas de la razón hacia la realidad sociohistórica para sacar a la luz las
formas ocultas de dominación, con el fin
de hacer aparecer, en negativo, las alternativas que esas formas obstruyen y
excluyen (Max Horkheimer definía como «teoría crítica» aquella teoría que es a la vez explicativa,
normativa, práctica y reflexiva). A mi juicio, el pensamiento crítico más
fructífero es el que se sitúa en la confluencia de estas dos tradiciones y que,
por tanto, une la crítica epistemológica y la crítica social, y cuestiona de
forma constante, activa y radical las formas establecidas de pensamiento y las
formas establecidas de vida colectiva, el «sentido común» o la doxa (incluida la doxa de la tradición crítica) y las relaciones sociales y políticas
tal como se establecen en un determinado momento en una sociedad dada.” (p.
205).
Para Wacquant, la teoría
social tiene que combinar la crítica epistemológica y la crítica de las relaciones
sociales existentes. En otras palabras, debe encarar a la vez la crítica del
sentido común de la sociedad y la crítica de la política de esa sociedad. Es
más, la crítica se potencia en la medida en que pueda darse la confluencia de
los dos aspectos de la misma. En palabras de Wacquant:
“El
pensamiento crítico es aquel que nos proporciona, a la vez, los medios para
pensar el mundo tal como es, y tal como podría ser.” (p. 206).
¿Quién puede estar en contra
de una frase tan simpática? Salvo los defensores recalcitrantes del orden
existente, todo pichón de científico y/o teórico social pondría la firma debajo
de la misma sin pensar demasiado. Haría esto, en parte porque en un mundo que
se caracteriza por el predominio de las desigualdades, la frase expresa un
sentimiento inconformista y un anhelo de cambio; en parte, también, porque la
frase levanta la autoestima del científico social, que aparece como un factor
central en el cambio social, al ser el encargado de “proporcionar” las
herramientas para llevar adelante el cambio social.
No obstante, si algo enseña (o
debería enseñar) el llamado pensamiento crítico es a desconfiar de las frases
que son aceptadas por casi todo el mundo. De hecho, cualquier hijo de vecino
sin estudios universitarios interpelar a los intelectuales “críticos”:
“ –
Todo muy lindo, señores académicos, pero yo saco muy pocas ventajas del
predominio de las buenas intenciones en el mundo universitario. Mientras
ustedes medran con la crítica, pues gracias a ella sacan chapa de progres y
obtienen becas, cargos y otras yerbas, yo tengo que seguir viajando en tren o
en colectivo a mi trabajo, donde el gerente no permite ninguna manifestación
del pensamiento crítico. Y, a fin de mes, me importa mucho más tener dos mangos
para la comida que todas sus reflexiones sobre la necesidad de darle palos al
sentido común.”
Es cierto que los académicos
progresistas suelen conceder muy poca entidad a estos reproches. De hecho,
prefieren ignorarlos y seguir hablando de las bondades del pensamiento “crítico”.
Hacer otra cosa implicaría replantearse el sentido y el contenido del propio
trabajo, y este camino conduce a padecer problemas crónicos de digestión. Así,
pues, la desconexión entre el pensamiento académico y la inmensa mayoría de las
personas que viven en un mundo marcado por multiplicidad de formas de
explotación y sometimiento, es casi absoluta y es profundizada en todo momento
por el discurso y la práctica de los académicos progresistas. Wacquant llega a
expresar esto al responder a la pregunta acerca de la influencia del pensamiento “crítico” en la
actualidad:
“Arriesgándome
a contradecirme, me atrevería a decir que es a la vez extremadamente fuerte y
terriblemente débil. Fuerte en el sentido de que nunca las capacidades teóricas
y empíricas de comprensión del mundo han sido tan grandes como ahora (…) nunca
ha habido tantos investigadores en ciencias sociales, ni tantos intelectuales
en un sentido amplio, como en nuestros días (…), surge la tentación de concluir
que nunca la razón ha tenido tantas posibilidades de triunfar sobre la
arbitrariedad histórica de los asuntos humanos. Y, sin embargo, este mismo
pensamiento crítico es terriblemente débil, por una parte, porque con demasiada
frecuencia se deja encerrar y ahogar en el microcosmos universitario (…) y, por
otra, porque en la actualidad se encuentra frente a una verdadera muralla china
simbólica formada por el discurso neoliberal y sus derivados, que han invadido
todas las esferas de la vida cultural y social, y porque debe hacer frente,
además, a la concurrencia de un falso pensamiento crítico que, bajo la
apariencia de un lenguaje supuestamente progresista que se refiere al sujeto,
la identidad, el multiculturalismo, la diversidad y la mundialización, invita a
la sumisión frente a las fuerzas del mundo, y concretamente a las fuerzas del
mercado. “(p. 206-208).
Wacquant caracteriza con
precisión la situación del pensamiento “crítico”. De un lado, fortalecimiento
de su influencia en el mundo académico (hoy cualquier programa de una asignatura
social para la escuela secundaria, terciaria o universitaria plantea entre sus
objetivos, “promover el pensamiento crítico”); del otro, extrema debilidad al
momento de constituirse en una fuerza capaz de contribuir a la realización de
cambios concretos de la estructura social. En criollo, y sin temor al
reduccionismo, cabe decir que el pensamiento “crítico” puede ser definido como “jarabe
de pico”, en la medida en que su predominio en el discurso académico es
directamente proporcional a su inoperancia en el plano de la práctica social.
Pero Wacquant falla en
desarrollar las causas de la impotencia del pensamiento “crítico”. En el fondo,
su diagnóstico no va más allá de la enunciación de causas intelectuales, sin
atender a las causas materiales. Así, la falta de resultados de la crítica
obedece a que el campo intelectual se encuentra dominado por una verdadera “internacional
neoliberal”, que difunde aquello que nuestro autor llama “la falsa ciencia”,
esto es, los postulados del neoliberalismo. (p. 210). Es decir, los teóricos
sociales son muchos pero no pueden horadar la coraza del neoliberalismo. El
dominio de las instituciones académicas y de los organismos internacionales por
los neoliberales garantiza su hegemonía en el plano intelectual. De paso, cabe acotar que el predominio del
pensamiento neoliberal no nace de un repollo o de las bondades de las ideas
neoliberales, sino que es el resultado de las tremendas derrotas sufridas por
los trabajadores en las décadas del ’70 y del ’80 del siglo pasado.
Pero si esto es así, ¿por
qué las instituciones universitarias siguen produciendo tantos intelectuales “críticos”?,
¿por qué la burguesía financia a tantos candidatos al papel de “enterradores”
del mundo neoliberal? Como todos sabemos, los empresarios no actúan por caridad
y no hay razones por las que hagan una excepción con los intelectuales “críticos”.
¿Por qué mantener a tantos intelectuales que les patean en contra?
No es este el lugar para
desarrollar todas las complejidades de la cuestión de la formación de los
intelectuales en la sociedad capitalista. Prefiero optar por indicar una
cuestión, a sabiendas de que se trata de un reduccionismo, aunque sea un
reduccionismo necesario, debido a que ha sido olvidada por los intelectuales “críticos”.
Si los empresarios y el Estado pagan la formación y la subsistencia de tantos
intelectuales críticos, es porque la labor de los mismos les reditúa algún
beneficio. Nótese que, mientras que todo asalariado sabe por amarga experiencia
que todo tiene precio en este mundo, los intelectuales “críticos” olvidan con
facilidad que su manutención obedece a un propósito definido. El Estado y los
empresarios financian a los intelectuales “críticos”, les dejan jugar con sus
abstracciones y con sus proyectos, porque de ese modo garantizan que sean
absolutamente inofensivos. Esto es así porque el precio que pagan los
intelectuales “críticos” por el sostén que les proporcionan el Estado y los
empresarios es su radical alejamiento de las luchas de aquellos que sostienen
con su trabajo al sistema capitalista en su conjunto. Desde esta óptica, y más
allá de las intenciones personales de tal o cual científico social, los
trabajadores o, más genéricamente, los pobres son útiles en la medida en que
les permiten justificar su “derecho” a percibir un salario, una beca o un
premio. En el límite, es preciso que haya pobres y que haya explotación porque
de ese modo el intelectual “crítico” puede justificar la presentación de sus
trabajos sobre la pobreza y la explotación. El intelectual “crítico” de esta
época precisa del mantenimiento de la miseria y de la explotación, pues la supresión
de éstas lo dejaría sin derecho al salario.
El encierro en el ámbito
académico no es una tara pasajera de los intelectuales “críticos”, sino que es
la condición misma de su supervivencia. Las instituciones académicas en general
funcionan aislando a los intelectuales potencialmente peligrosos para el
sistema capitalista en cápsulas de rebeldía inofensiva. Guste o no, los papers no cambiarán el mundo, así como
tampoco un discurso que mente reiteradamente a los pobres y a los trabajadores.
En una sociedad mercantil, en la que todo se compra y se vende, y en la que sin
dinero es imposible sobrevivir, los intelectuales “críticos” compran su derecho
a la existencia con la aceptación acrítica de las reglas de juego capitalistas.
Esta es la causa de la
debilidad del pensamiento “crítico” mencionada por Wacquant. Decir que su
impotencia obedece al predominio del neoliberalismo es no decir demasiado,
puesto que en toda sociedad donde una clase ejerce la dominación, las ideas de
esa clase son las que predominan en la sociedad. La pólvora ya ha sido
descubierta…
Wacquant es certero al momento
de aludir al peso de los intelectuales que trabajan directamente para el
sistema (los “neoliberales”), pero es extremadamente vago al momento de
explicar la incapacidad de los “críticos”. En mi opinión, el problema radica en
que hablar de la impotencia de los intelectuales “críticos” supone referirse a
los límites mismos del mundo académico (aún del progresismo académico). Hacerlo
supone poner en peligro las fuentes de la propia manutención, y eso es algo que
los “críticos” no están dispuestos a hacer. De este modo, se opera el “milagro”
de que quienes supuestamente más aborrecen al sistema capitalista terminan por
convertirse en pilares del mismo.
La solución al dilema del
intelectual “crítico” no se encuentra en la academia ni en los libros. Desde
que el mundo es mundo, las transformaciones sociales han sido obra de las masas
y no de los filósofos. Cuando Wacquant alude a la crítica kantiana, omite que
dicha crítica formaba parte del proyecto político de la burguesía, que le
disputaba el poder a la nobleza. Ni hablar del marxismo, que sostenía que el
socialismo sólo era posible en la medida en que encarnara en la clase trabajadora.
Las transformaciones sociales son obra de las multitudes, no de los
intelectuales. Verdad olvidada en estos tiempos que corren.
¿En qué clase social, en qué
sectores políticos, se apoyan los intelectuales “críticos” para cambiar el
mundo? Es difícil pensar que el mundo pueda ser cambiado de raíz por los
intelectuales. Tampoco por los profesionales que mandan a sus hijos a las universidades.
El capitalismo sólo puede ser transformado en otra cosa por quienes padecen la
explotación, por quienes sufren en carne propia la realidad que es tratada de
modo abstracto por los académicos. El intelectual “crítico” es impotente en la
medida en que elige, por convicción o por necesidad, aislarse de los
explotados. ¿Qué estar del lado de los explotados es difícil y no parece haber
perspectivas de cambio real? ¡Más vale! Pero, ¿es posible estar en otro lugar
si se rechaza visceralmente la explotación capitalista?
En pocas palabras, ¿se puede
ser intelectual “crítico” aceptando la explotación capitalista y alejándose de
quienes la sufren?
Si la respuesta es no, está
claro que hay que asumir riesgos y entender que la búsqueda de la comodidad no
es el camino para cambiar la realidad. Nada de esto es novedoso. Las cosas
siempre han sido difíciles cuando se trata de luchar contra quienes detentan el
poder en la sociedad.
Villa del Parque,
lunes 7 de enero de 2013
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