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lunes, 28 de noviembre de 2022

MARCUSE Y LA CRÍTICA DEL CAPITALISMO AVANZADO

 

Berkley University, 1964

Herbert Marcuse (1898-1979) fue un filósofo alemán, uno de los exponentes más notables de la llamada Escuela de Frankfurt. Es autor de varias obras importantes, entre las que se destaca Razón y Revolución [1], en la que analiza a la filosofía hegeliana como los orígenes de la teoría social. A diferencia de otros representantes de la Escuela, como Max Horkheimer (1895-1973) y Theodor Adorno (1903-1969), que fueron tomando distancia de la militancia política, Marcuse adoptó posiciones combativas en la década de 1960, apoyando tanto al movimiento estudiantil norteamericano como a las campañas de oposición a la Guerra de Vietnam.

El artículo "El individuo en la «Gran Sociedad»" (1966) [2] constituye una crítica al programa propuesto por Lyndon B. Johnson (1908-1973) al ser reelecto como presidente de EE.UU. en 1964 [3]. En el texto pueden distinguirse dos grandes líneas argumentales. Por un lado, Marcuse lleva a cabo una refutación del programa de Johnson a partir del expediente de confrontar los discursos y las promesas del presidente con la realidad de la sociedad estadounidense de mediados de los '60. Más allá de la maestría con que Marcuse realiza la mencionada refutación, esta línea argumental tiene un interés marcadamente histórico y, por tanto,  quedará relegado a un lugar secundario en estos comentarios. Por otro lado, Marcuse fundamenta su crítica al programa de la "Gran Sociedad" en una serie de formulaciones teóricas centradas en el examen de la relación entre el proceso de trabajo y las características que asume el individuo en dichas sociedades. Nuestro interés estará concentrado en esta segunda línea argumental.

Marcuse caracteriza a la sociedad estadounidense como una "sociedad industrial avanzada" (p. 136). Es, por tanto, una sociedad capitalista, basada en la propiedad privada de los medios de producción, pero no se trata de un capitalismo "libre" al estilo de los siglos XVIII y XIX, basado en la iniciativa privada de empresarios industriales y agrícolas, "responsables individualmente de sus propias decisiones, de las propias elecciones y de los propios riesgos". (p. 146). Por el contrario, la economía capitalista "ha superado el nivel al cual las unidades individuales de producción se enfrentan recíprocamente en la libre competencia" (p. 147). Es un "capitalismo organizado" (p. 147), en el que el aumento incesante de la productividad del trabajo, la incorporación de la ciencia y la tecnología a la producción y la conformación de grandes empresas transnacionales que compiten entre sí por el mercado mundial son los rasgos preponderantes.

El capitalismo propio de una sociedad industrial avanzada es tan productivo que necesita regular todos los ámbitos de la vida de las personas. La base de su poder es la apropiación del plusvalor (el trabajo no pagado por el capitalista a los trabajadores), y para poder hacer efectiva esa apropiación es preciso vender las mercancías. Es por esto que el capitalismo se ve obligado a avanzar sobre el "tiempo libre" de los individuos, para conseguir que se transformen en compradores compulsivos. En este sentido, puede afirmarse que se ha convertido en la primera sociedad verdaderamente totalitaria de la historia. Así, las personas "viven en una sociedad donde están sometidas (...) a un aparato que, comprendiendo la producción, distribución y consumo, actividad material e intelectual, trabajo y tiempo libre, política y diversión, determina su vida cotidiana, sus necesidades y aspiraciones." (p. 138).

Marcuse afirma que es una sociedad que requiere del "derroche socialmente necesario", de la "obsolescencia planificada", del armamento, de la publicidad y de la manipulación (p. 135). En contra de los dichos de los economistas del sistema, que califican al capitalismo de "organización racional y eficiente" de la producción, la sociedad productora de mercancías se ha convertido en la mayor derrochadora de recursos materiales y humanos de la historia. Su capacidad destructiva no tiene parangón, y explica a partir de que el objetivo del sistema productivo es la producción de plusvalor y no la satisfacción de necesidades humanas.

Marcuse resume así las características de esta sociedad:

"Una sociedad que una abundancia y libertad en la dinámica del desarrollo ilimitado y del desafío constante es el ideal de una sociedad basada en la perpetuación de la miseria. Esa sociedad requiere de una miseria creada cada vez más artificialmente, es decir, la necesidad cada vez más grande de bienes de abundancia. En un sistema semejante, los individuos deben pasar la vida en la lucha competitiva por la existencia, para satisfacer la necesidad de productos del trabajo cada vez mayores, y los productos del trabajo deben aumentar porque es necesario venderlos con provecho y el monto del provecho depende de la mayor productividad del trabajo." (p. 135).

Marcuse utiliza la categoría "sociedad industrial avanzada" porque bajo esa designación agrupa tanto al capitalismo de EE.UU. como al socialismo de la URSS. Es preciso hacer esta aclaración, dado que Marcuse apenas si menciona a la URSS en el artículo. Aquí carecemos de espacio para examinar detenidamente esta cuestión, pero hay que decir que este agrupamiento efectuado por Marcuse tiende a oscurecer tanto el tratamiento del capitalismo norteamericano como el del socialismo soviético, pues subsume a ambos en la lógica de la producción industrial. Ahora bien, esta pretendida lógica que va más allá del capitalismo y del socialismo no es otra cosa que una especie de fetichización de la tecnología. De hecho, Marcuse deja de lado la cuestión de la propiedad privada de los medios de producción en tanto rasgo fundamental del capitalismo, y centra su atención en "la progresiva transferencia del poder del individuo al aparato técnico y burocrático, del trabajo viviente al muerto, del control personal al telecontrol, de una máquina o grupo de máquinas a todo un sistema mecanizado." (p. 139). Hay aquí una especie de eco de la referencia que hace Max Weber (1864-1920) a la "jaula de hierro" de la burocracia. Como la producción industrial tiene, en tanto producción, ciertas características comunes, Marcuse puede pretender equiparar la URSS a los EE.UU, pero al hacer esto, complica la percepción de los aspectos específicos de cada una de estas sociedades.

Luego de describir la sociedad norteamericana de mediados de la década de 1960, Marcuse pasa a examinar, en la segunda parte del artículo, la posición que ocupa en ella el individuo. Como paso previo a esto, hace un breve recorrido por la evolución del concepto de individuo desde el siglo XVI. A diferencia de los enfoques tradicionales, que parten de un dualismo entre cuerpo y alma, Marcuse propone una distinción diferente, que pone especial énfasis en la relación del individuo con el sistema productivo. Así, desde la Reforma protestante el individuo se halla escindido en dos esferas:

"Por una parte, se tiene el desarrollo del sujeto moral e intelectual libre; por la otra, el desarrollo del sujeto de libre iniciativa en libre concurrencia. Podemos decir también que el individuo en la lucha por sí mismo, por la autonomía moral e intelectual, y el individuo en la lucha por la existencia, están separados." (p. 145).

En Descartes (1596-1650) ambos aspectos del individuo se encuentran todavía unificados en el cogito [4]: "el individuo es el sujeto de la ciencia que comprende y conquista la naturaleza al servicio de la nueva sociedad, y el sujeto de la duda metódica, de la razón crítica contra todos los prejuicios existentes." (p. 145). Pero el desarrollo de la producción mercantil deshace esa frágil unidad y escinde de manera permanente a las personas. Esta separación se expresa en la filosofía a través de dos corrientes: por un lado, "el individuo como sujeto de la lucha capitalista por la existencia, de la competencia económica y de la política" (p. 145), que aparece en la obra de filósofos como Hobbes (1588-1679), Locke (1632-1704), Adam Smith (1723-1790) y Bentham (1748-1832); por otro lado, "el sujeto de la autonomía individual, moral e intelectual" (p. 145) es el eje de la filosofía del Iluminismo, de Leibnitz (1646-1716) y de Kant (1724-1804).

Como quiera que sea, más allá de la persistencia de la escisión, la vigencia del capitalismo "liberal" permitía cierto grado de unificación entre los dos aspectos mencionados arriba, haciendo la salvedad de que la misma se circunscribía a un número muy limitado de individuos. Autores como Locke ya habían percibido la necesidad de la ligazón entre libertad y propiedad; dicho en otros términos, se requieren ciertas condiciones materiales para lograr hacer efectiva la autonomía del individuo. En el capitalismo del siglo XVIII, sólo "los empresarios agrarios e industriales" (p. 146) cumplían esa condición. Más allá de que también estaban sometidos a la lógica de la competencia, "podía considerárselos como los representantes vivos de la cultura individualista" (p. 146).

La erosión del "capitalismo liberal" en la segunda mitad del siglo XIX, y el desarrollo del capitalismo monopolista suprimieron las condiciones de existencia del empresariado a las que hacíamos referencia en el párrafo anterior. La escisión entre el individuo que busca su autonomía y el individuo que lucha por su existencia quedó sancionada en la realidad.

En el contexto del capitalismo "organizado" del siglo XX, el único resquicio que  queda para que el individuo pueda expresarse libremente es el de la literatura y las artes. Sin embargo, Marcuse demuestra que esta liberación es engañosa. En primer lugar, porque el avance del capitalismo sobre todos los demás aspectos de la vida humana, convierte a la imaginación y a la creatividad cada vez más en instrumentos del marketing y de la publicidad. En segundo lugar, porque el espacio de las artes se ha mercantilizado de forma creciente. Por último, y esto es lo más importante, la liberación que permite la creación artística sólo puede hacerse extensible a una minoría, mientras que la mayoría de las personas están condenadas a la monotonía del trabajo alienado.

En una sociedad en la que el capital transforma a la creatividad en instrumento que sirve para incrementar la productividad o para vender más mercancías, el individuo se enfrenta a la disyuntiva de, o bien encontrarse "a sí mismo en el momento en que aprende a limitarse y a reconciliar la felicidad con la infelicidad: autonomía significa resignación." (p. 148), o bien volverse auténtico "en la medida en que está excluido, dedicado a las drogas, enfermo, genial." (p. 148).

La difusión del trabajo alienado basado en la propiedad privada de los medios de producción alteró de tal modo a las personas, que autonomía se ha transformado en sinónimo de locura, en tanto que el "ciudadano común define la libertad y la felicidad en los términos del gobierno y de la sociedad antes que con los suyos propios." (p. 149).

La ciencia, mucho antes que el arte, se ha incorporado al aparato productivo del capitalismo. Marcuse señala que la "civilización tecnológica" requiere de la "inteligencia científica y tecnológica en el proceso de producción material, y no cabe duda de que esta inteligencia sea creativa" (p. 154). Pero la creatividad de los científicos y de los tecnólogos, lejos de ser un camino de liberación, está subordinada a las necesidades de la reproducción ampliada del capital. Se trata, según Marcuse, de una creatividad "anómala" (p. 155), porque es perfectamente funcional a la preservación del trabajo alienado.

La educación tampoco escapa a la lógica del capitalismo desarrollado. Lejos de ser liberadora (o peligrosa para el orden existente), es una herramienta más de dominación. Así, "la educación es considerada indispensable por la ley y el orden constituidos" (p. 156). Ahora bien, si la educación pretende ser algo más que la transmisión de habilidades para venderse mejor en el mercado laboral, es preciso que esté en contradicción la estructura capitalista de la sociedad, pero ello "entraría en conflicto con los poderes privados y públicos que financian hoy la educación" (p. 157).

Marcuse expresa esto con claridad:

"Kant consideraba como fin de la educación que los jóvenes debían ser educados, no según la condición presente del género humano, sino según una condición futura y mejor, o sea, según la idea de humanitas. Esta meta implica una vez más la subversión de la condición humana presente." (p. 157).

Marcuse tiene bien presente que la raíz de las características que asume la "sociedad industrial avanzada" se encuentra en la organización del trabajo. Toda la estructura productiva está dedicada a la producción de plusvalor y a su apropiación por los capitalistas. No se puede modificar el carácter de la sociedad si no se transforma el contenido y los fines del proceso laboral. No hay ninguna posibilidad de vivir una vida libre en las condiciones sociales existentes.

Marcuse sostiene que es imposible la libertad de las personas en una sociedad en la que impera el trabajo alienado. Para avanzar hacia la emancipación de los seres humanos es preciso transformar radicalmente las condiciones en las que se realiza el trabajo. Así, "esta búsqueda del individuo creador en el seno de la sociedad industrial avanzada implica directamente la organización social del trabajo" (p. 149).

En otras palabras,

"La autonomía [del proceso laboral frente al aparato técnico existente] presupone (...) un cambio fundamental en las relaciones de productores y consumidores con el aparato mismo. En su forma actual, éste controla al individuo al cual sirve: alienta y satisface las necesidades agresivas y conformistas que reproducen las formas de control." (p. 151).

Aunque Marcuse tiene claro que la transformación de la sociedad va de la mano con la modificación revolucionaria de la organización del trabajo, no muestra la misma claridad cuando tiene que exponer los caminos para realizar esa transformación. Es por eso que se vuelve imprescindible detenerse en este punto.

Para empezar, Marcuse opta por la negativa, indicando qué caminos no pueden ser considerados como la transformación radical del proceso de producción. Descarta tres senderos:

a) La reintroducción de modos de trabajo cercanos al artesanado y a las actividades manuales, más la reducción del aparato mecánico. (p. 150). En este punto hace dos consideraciones. Primero, la producción en una sociedad industrial avanzada supone tanto la estandarización como la mecanización. Segundo. Más allá del sendero capitalista que ha tomado la mecanización, es oportuno recordar que la liberación de los individuos del trabajo físico es un logro de la humanidad, en tanto permite avanzar en la eliminación de la división entre trabajo intelectual y trabajo manual. Marcuse escribe que "eliminar la necesidad de la fuerza-trabajo individual sería el triunfo más grande para la industria y la técnica" (p. 150). De modo que un retorno a formas artesanales de producción no sólo es inviable desde el punto de vista de la tecnología productiva moderna, sino que también sería una regresión en términos del desarrollo humano. Una transformación radical del proceso de trabajo tiene, pues, que mirar hacia el futuro con los instrumentos del presente, y no regodearse en la contemplación de un pretendido pasado idílico.

b) La separación rígida entre el mundo laboral, en el que reinan la mecanización y la estandarización, y el mundo exterior al trabajo (el "afuera" del proceso de producción). De manera que, mientras trabajan, los individuos se comportan como simples engranajes de un proceso que no controlan y que está regido por una lógica que no les es propia. El individuo "como persona autónoma y creativa, se desarrolla más allá del proceso laboral material, y fuera y más allá del tiempo y del espacio requerido para 'ganarse el pan' o producir los alimentos y servicios necesarios." (p. 151).

Para analizar esta segunda posibilidad, Marcuse recurre a la distinción marxista entre "reino de la libertad y reino de la necesidad". Marx sostiene que el proceso de trabajo es el "reino de la necesidad" porque el ser humano se ve obligado a trabajar para hacer frente a "la naturaleza, la miseria y la necesidad" (p. 152). En otras palabras, las personas están sometidas a la obligación del trabajo porque sólo mediante la mediación del proceso laboral podemos obtener de la naturaleza las cosas para satisfacer nuestras necesidades. La frase bíblica "ganarás el pan con el sudor de tu frente" expresa con suma precisión esta situación.

Ahora bien, frente a la realidad del "reino de la necesidad" en el capitalismo, Marx plantea que puede pasarse al "reino de la libertad" mediante una revolución que suprima la propiedad privada de los medios de producción e instaure "una organización social del trabajo guiada por modelos de una extrema racionalidad en la satisfacción de las necesidades individuales para una sociedad tomada globalmente. (...) presupone el control colectivo del proceso de producción por los mismos productores." (p. 152). Este control colectivo del trabajo implica la eliminación de la alienación y la concreción de la libertad de los individuos. El punto clave para entender el pasaje del "reino de la necesidad" al "reino de la libertad" radica en la revolución liderada por los trabajadores. Sin embargo, Marcuse no dice una palabra acerca de la cuestión.

Si la revolución es descartada, la separación entre el mundo laboral y el "más allá" del trabajo queda limitada a las condiciones de la "sociedad industrial avanzada". Marcuse analiza esta opción recurriendo a la categoría marxista de tiempo libre. Marx distingue entre el tiempo en que la persona se halla sometida a la producción para satisfacer sus necesidades, y el "tiempo libre", que es tiempo que se encuentra bajo el control del individuo: "éste sería libre de satisfacer las propias necesidades, de desarrollar las facultades propias y los propios placeres" (p. 152). Como se indicó en el párrafo anterior, el "tiempo libre" es posible en la medida en que se modifique revolucionariamente la estructura actual de la producción.

Marcuse señala con acierto que "la libertad también es cuestión de cantidad, número, espacio: requiere soledad, distancia, disociación - el espacio libre, no ocupado, una naturaleza no destruida por el comercio y la brutalidad." (p. 152). Sin estas condiciones, el "tiempo libre" se convierte en una de las tantas ficciones que engalanan (¡oscurecen!) el contenido real de las relaciones sociales.

En el contexto de la "sociedad industrial avanzada" resulta imposible plantear la existencia de "tiempo libre" en el sentido pensado por Marx. El capital se ha vuelto omnipresente en la vida cotidiana, y no puede permitirse dejar espacios que no estén colonizados por su propia lógica. Dado que se trata de una sociedad que, gracias al aumento incesante de la productividad, produce mucho más de lo que necesita, la venta de mercancías se convierte en un momento fundamental del proceso social. En otros términos, sin venta no hay apropiación del plusvalor por el capitalista. De este modo, TODO el tiempo de la persona tiene que estar al servicio del capital.

Marcuse utiliza la categoría "holgura" (leasure) para referirse a la forma que adopta el tiempo de las personas fuera del que dedican al proceso laboral. Se trata de un tiempo alienado, funcional a las necesidades de reproducción del capital. La libertad deja paso a la posibilidad de elegir entre distintas mercancías, y eso es todo. Lejos de ser un espacio propio, en el que puede desplegar su imaginación, el tiempo se vuelve una "jaula de hierro" para el individuo. Su capacidad creadora queda reducida a la banalidad: "lo que queda a la creatividad fuera del proceso técnico de trabajo se sitúa en la esfera de los hobbies, del 'hágalo usted mismo', de los juegos." (p. 152).

De hecho, el capitalismo encuentra en la organización de la "holgura" una fuente adicional de ganancias. Así Marcuse escribe que

"La condición holgada [pertenece] a una sociedad represiva. En tal sociedad, cuando la jornada de trabajo está considerablemente reducida, la condición holgada debe ser organizada, inclusive administrada. El obrero, el empleado, el dirigente afronta la condición de holgura con la cualidad, las actitudes, los valores correspondientes a su situación en la sociedad; se apropia de su ser-para-los-demás. Su actividad o pasividad en la holgura es simplemente una prolongación o una recreación de su actividad social; él no es un 'individuo'." (p. 153).

De este modo, en la "sociedad industrial avanzada" se cierra el círculo y el capital se apropia del tiempo completo de los individuos. Es por esto que puede afirmarse que el capitalismo se ha vuelto una sociedad verdaderamente totalitaria, en el sentido de que tiende a regular todos los aspectos de la vida humana según las necesidades de la reproducción ampliada del capital.

c) El socialismo, entendiendo por tal la variante del mismo llevada a la práctica en la URSS. Marcuse no dice demasiado sobre esta alternativa en el texto, aunque está claro que la descarta: 1) porque el socialismo es una de las formas que asume la "sociedad industrial avanzada" y se trata, por tanto, de una variante de organización laboral que se asienta en la persistencia del trabajo alienado; 2) porque el socialismo soviético adopta una actitud ambigua o abiertamente hostil frente a la revolución o a la rebelión de los pueblos del Tercer Mundo. (p. 143).

Para finalizar, hay que decir que el análisis de Marcuse, con toda su profundidad, deja de lado o resuelve incorrectamente un par de cuestiones fundamentales que sólo puedo esbozar aquí.

En primer término, Marcuse descarta implícitamente a la clase obrera como actor decisivo del proceso revolucionario. En todo el artículo (y esto resulta muy significativo desde el punto de vista de la posición marxista clásica), Marcuse ubica a un único agente revolucionario, que está constituido por los pueblos del Tercer Mundo, que se rebelan tanto en contra del capitalismo como en contra del socialismo. (p. 142). Hay que tener presente algo que ya fue planteado en estos comentarios, que es la "unificación" realizada por Marcuse de capitalismo y socialismo bajo el paraguas del concepto de "sociedad industrial avanzada".

En segundo término, dicha categoría de "sociedad industrial avanzada" oscurece la distinción específica entre capitalismo y socialismo, al desplazar el eje del análisis social desde el ámbito de las relaciones sociales de producción (clases sociales) hacia el ámbito de la técnica involucrada en el proceso productivo. Marcuse parece adherir aquí a las concepciones fetichistas de la técnica, que convierte a ésta en el factor omnipotente del proceso social.

A modo de conclusión. En este artículo Marcuse demuestra que la libertad y la autonomía del individuo no es posible en el marco de una "sociedad industrial avanzada", organizada en torno al trabajo alienado.

 

 

Villa del Parque, lunes 28 de noviembre de 2022


NOTAS:

[1] Reason and Revolution: Hegel and the Rise of Social Theory (1° edición: Oxford University Press).

[2] El título original en inglés es "The Individual in the Great Society". Se publicó por primera vez en ALTERNATIVES, nº 1, (1966), issue 1: 14-16, 20 and issue 2: 29-35.

Para elaborar esta ficha se utilizó la traducción española preparada por Ítalo Manzi, "El individuo en la «Gran Sociedad»", incluida en Marcuse, H. (1970). La sociedad opresora. Caracas, Venezuela: Tiempo Nuevo. (pp. 133-162).

[3] Johnson era vicepresidente de John F. Kennedy (1917-1963), y sucedió a éste cuando fue asesinado en Dallas el 22 de noviembre de 1963. En 1964 se presentó como candidato para un nuevo período presidencial y derrotó en las elecciones al candidato republicano Barry Goldwater (1909-1998).

[4] Término latino que puede traducirse al español como “(yo) pienso”.


lunes, 18 de octubre de 2010

COMENTARIOS A "EL DERECHO A LA PEREZA", DE PAUL LAFARGUE (II)

En segundo lugar, Lafargue se dedica a demostrar que el progreso técnico se transforma en un eslabón más en la cadena que somete al trabajador. Hay que detenerse en este punto pues constituye una de las muestras más evidentes de la mencionada "insensatez" del capitalismo. Ante todo, hay que empezar por recordar lo evidente. El progreso tecnológico implica un ahorro de fuerza de trabajo humana; en otras palabras, las máquinas reemplazan trabajo realizado directamente por las personas. El desarrollo de la técnica crea, entonces, las condiciones para que las personas se liberen progresivamente del trabajo físico. Sin embargo, la paradoja del capitalismo radica en que se trata de una forma de sociedad que incentiva como ninguna el desarrollo tecnológico, pero este progreso no va acompañado de un descenso ni de la intensidad del trabajo para los trabajadores, ni de una reducción de la jornada laboral acorde con la magnitud de la productividad. Lafargue afirma: "la pasión ciega, perversa y homicida del trabajo transforma la máquina liberadora en un instrumento de servidumbre de los hombres libres: su productividad los empobrece." (p. 204). "A medida que la máquinas se perfecciona y quita el trabajo del hombre con una rapidez y una precisión constantemente crecientes, el obrero, en vez de prolongar su descanso en la misma proporción, redobla su actividad como si quisiera rivalizar con la máquina." (p. 204).

En el marco de un proceso laboral en el que impera la propiedad privada de los medios de producción, la tecnología se transforma cada vez más en un dispositivo de alienación. ¿Cómo podría esperarse que la tecnología represente un alivio para los trabajadores cuando el objetivo de la producción es el valor de cambio y no el valor de uso? Si el trabajo produce mercancías, el goce y el placer de las personas son atendidos sólo en la medida en que puedan venderse y comprase. A ningún empresario en su sano juicio le interesa que la tecnología mejore la condición de los trabajadores; la tecnología sirve como herramienta para someter a los trabajadores y enfrentar a la competencia.

Lafargue señala que "para potenciar la productividad humana, en necesario reducir las horas de trabajo y multiplicar los días de pago y feriados" (p. 211); "para obligar a los capitalistas a perfeccionar sus máquinas de madera y de hierro, es necesario elevar los salarios y disminuir las horas de trabajo de las máquinas de carne y hueso." (p- 211). La organización del trabajo basada en la propiedad privada impone el antagonismo entre empresarios y trabajadores; de ahí que las máquinas aparezcan como un rival de los trabajadores, y que el desarrollo tecnológico sea promovido en la medida en que el costo de introducir tecnología sea inferior al coste de producir con fuerza de trabajo humana. Lafargue indica que el capitalismo no fomenta el desarrollo tecnológico porque actúe como un "progresista" nato, sino que hacer eso le conviene en su lucha contra los trabajadores. Esto sirve para desmitificar la imagen de sentido común del empresario como un elemento "progresista" y "racional" en la sociedad. Independientemente de que el desarrollo tecnológico también obedece a los vaivenes de la lucha entre capitalistas (competencia), hay que insistir en que la introducción de tecnología responde a las necesidades de la lucha del empresario contra los trabajadores. En el marco del trabajo alienado, la tecnología obedece a la lógica del capital.

En tercer lugar, y puesto que el eje del proceso económico radica en el valor de cambio, el sentido común dominante considera que la laboriosidad, la sobriedad y la obediencia son las virtudes cardinales del trabajador. En una sociedad en que la Joda (así, con mayúscula) representa el Bien, el objetivo último de los "ganadores" (los que han sabido hacer dinero), se pide a los trabajadores que sean sobrios, responsables y, en lo posible, que no jodan con pedidos de aumentos de salarios y otras cosas que suelen reclamar; en otras palabras, los trabajadores tienen que ser una encarnación de la "cultura del trabajo" y entender que el trabajo es la esencia misma de la personalidad humana (o, por lo menos, de la personalidad de los trabajadores). Lafargue emplea la ironía y reparte palos tanto a empresarios como a trabajadores con el fin de mostrar todo la hipocresía y el absurdo de esta concepción. Así, la sobriedad que se pide a los trabajadores tiene su contrapartida en la presión constante sobre la burguesía para que compre mercancías producidas en cantidad creciente. "La abstinencia a que la que se condena a la clase productiva obliga a los burgueses a dedicarse al sobreconsumo de los productos que ella produce en forma desordenada. (p. 205). "Para cumplir su doble función social de no productor y de sobreconsumidor, el burgués debió no solamente violentar sus gustos modestos, perder sus hábitos laboriosos de hace dos siglos y entregarse al lujo desenfrenado a las indigestiones trufadas y a los libertinajes sifilíticos, sino también sustraer al trabajo productivo una masa enorme de hombres a fin de procurarse ayudantes." (p. 206).

Dado que la base del poder de la burguesía reside en la apropiación del plusvalor, y que este plusvalor sólo se realiza al venderse la mercancía, la compra y consumo de mercancías se transforma en el imperativo categórico de la burguesía y de los sectores sociales que participan de su dominación. La clase dominante de la sociedad capitalista se ve dominada, a su vez, por las cosas (las mercancías). Así, mientras que la clase trabajadora está encadenada a la "cultura del trabajo", la burguesia se halla sometida a la "cultura del consumo". La existencia humana pasa a estar regulada en su totalidad por las necesidades de la reproducción se capital.

Como se desprende del análisis anterior, el capitalismo, que ha llevado el desarrollo de la técnica a niveles nunca vistos en la historia, y que ha conseguido que la humanidad disponga por primera vez en su existencia de más bienes de los que necesita, se ha convertido en la forma de dominación más omnipotente de la historia. Como bien lo demuestra Lafargue, son los propios trabajadores lo que exigen trabajar más (p. 201, 202), aun cuando sea ese mismo trabajo el que debilita constantemente su posición frente a los empresarios. La "cultura del trabajo" es la expresión naturalizada e internalizada del sometimiento y de la esclavitud de los trabajadores, la expresión políticamente correcta de la explotación de los obreros por los empresarios, la forma elegante de manifestar su (de los trabajadores) renuncia a una vida dedicada al goce y a la expansión de sus capacidades.

En el plano teórico más general, las cuestiones tratadas por Lafargue son manifestaciones del carácter alienado que asume el trabajo en la sociedad capitalista, cuestión que Marx analizó con maestría en los Manuscritos de 1844. En este punto hay que ubicar la categoría de valor de uso y su subordinación al valor de cambio en el capitalismo. Que el objetivo primordial del proceso de trabajo sea el valor de cambio tiene consecuencias fundamentales para la sociedad; así, las personas pasan a ser meros soportes de las operaciones necesarias para la reproducción del capital. Las relaciones sociales, que son relaciones entre personas, pasan a ser vistas como relaciones entre cosas; las personas mismas son cosificadas y se transforman en mercancías.

El valor de uso, que, como dijimos anteriormente, es la propiedad que poseen las cosas de satisfacer determinadas necesidades humanas, queda relegado a un puesto secundario en la producción capitalista. Es, por supuesto, una condición necesaria para que las mercancías sean vendibles (no puede venderse algo que no satisfaga alguna necesidad), pero su papel no va mucho más allá. Como sucede con la primacía del valor de cambio, esta subordinación al valor de uso también tiene importantes consecuencias sociales. Si la producción tuviera como eje el valor de uso, la satisfacción de necesidades pasaría a ser el centro del proceso productivo. El goce de los individuos, y no la lógica de reproducción del capital, constituiría la norma que guiaría el desarrollo del aparato productivo. No se trata aquí de establecer una distinción abstracta entre necesidades "naturales" (hegemonía del valor de uso) y necesidades "artificiales" (hegemonía del valor de cambio), pues ello implicaría partir de una concepción esencialista de la naturaleza humana (postulando una esencia inmutable de la que se derivarían ciertas necesidades naturales). Fijar la atención en la categoría de valor de usos supone, en cambio, enfatizar el hecho de que en la sociedad capitalista la satisfacción de necesidades está regida por la lógica del valor de cambio y no por las personas. En este contexto, pensar en la posibilidad misma de un capitalismo "sustentable", de un capitalismo "amigable", resulta grotesco.

En cuarto lugar, Lafargue fustiga duramente a los trabajadores por haber aceptado la "locura" del trabajo. En este punto, nuestro autor rechaza toda "adoración " populista de los trabajadores y critica su adhesión a la insensatez consistente en trabajar cada vez más. No se trata, por cierto, de una recriminación "paternalista" propia de un intelectual "superado; tampoco de una manifestación de desprecio hacia la "estupidez" del proletariado. Lafargue, que es militante y teórico a la vez, busca provocar la reacción de los interpelados. Al revés de nuestros académicos que se sienten cómodos frente a la ausencia de todo debate, Lafargue precisa de la discusión. Su modelo no es el becario del CONICET, sino el militante revolucionario. Sólo si se tiene en cuenta esto pueden entenderse plenamente tanto sus argumentos como forma elegida para exponerlos.

Para concluir, hay que decir unas palabras sobre el camino que propone Lafargue para superar la "cultura del trabajo". Ante todo, hay que comenzar por notar que Lafargue no atribuye los efectos devastadores de la "cultura del trabajo" a una maldición de la naturaleza o a el capricho divino. Estos efectos son el resultado de una determinada forma de organización del proceso de producción. Cualquier intento de modificar la situación existente debe tener en cuenta, por tanto, dicha forma de organización. Además, hay que tener en cuenta que el desarrollo de la tecnología en el capitalismo crea, POR PRIMERA VEZ EN LA HISTORIA, la posibilidad de reducir la jornada de trabajo a una mínima expresión sin afectar la productividad. Puede decirse que hoy, mucho más que en tiempos de Lafargue, el capitalismo ha proporcionado las herramientas para que TODAS las personas puedan desarrollarse plenamente y gozar de la existencia.

Frente a un marxismo supuestamente "puritano", Lafargue se erige en defensor de la reorganización del proceso de trabajo para garantizar el derecho al goce de todos los individuos. Así, "para que tome conciencia de su fuerza, el proletariado debe aplastar con sus pies los prejuicios de la moral cristiana, económica y librepensadora; debe retornar a sus instintos naturales, proclamar los Derechos de la Pereza, mil veces más nobles y más sagrados que los tísicos Derechos del Hombre, proclamados por los abogados metafísicos de la revolución burguesa; que se limite a trabajar no más de tres horas por día, a holgazanear y comer el resto del día y de la noche." (p. 203).

La reivindicación de una jornada laboral de 3 horas resulta interesante, más allá de la cifra en sí, porque alerta contra una tendencia predominante en los movimientos revolucionarios de tipo soviético a privilegiar un enfoque "productivista" por sobre todas las demás consideraciones. No se trata de negar la necesidad de producir, sino de acentuar la cuestión de que, en un régimen socialista viable, la producción tiene que estar al servicio de la satisfacción de las necesidades de las personas. En definitiva, hacer del valor de uso el centro alrededor del cual gire todo el sistema productivo. En palabras de Lafargue, "a fin de encontrar trabajo para todos los improductivos de la sociedad actual, a fin de dejar la maquinaria industrial desarrollarse indefinidamente, la clase obrera deberá, como la burguesía, violentar sus gustos ascéticos, y desarrollar indefinidamente sus capacidades de consumo. En vez de comer por día una o dos onzas de carne dura como el cuero - cuando la come -, comerá sabrosos bifes de una o dos libras, en vez de beber moderadamente un vino malo, más católico que el papa, beberá bordeaux y borgoña, en grandes y profundas copas, sin bautismo industrial, y dejará el agua a los animales." (p. 212).

Buenos Aires, lunes 18 de octubre de 2010

domingo, 17 de octubre de 2010

COMENTARIOS A "EL DERECHO A LA PEREZA", DE PAUL LAFARGUE (I)

En el comienzo del primer capítulo del Libro Primero de El Capital (1867), Karl Marx (1818-1883) formula la distinción entre valor de uso y valor de cambio. El primer concepto alude a la capacidad que posee un bien o servicio para satisfacer necesidades de las personas; el uso es, por tanto, la utilización de la cosa por el individuo para realizar su goce. (1). El segundo concepto, en cambio, designa a la capacidad que posee una mercancía (bien o servicio) de ser cambiada en el mercado por otras mercancías; a diferencia del valor de uso, el valor de cambio presupone necesariamente la existencia del mercado. (2). En El capital, si bien reconoce que es el sustrato material del valor de cambio (3), Marx no desarrolla la concepción del valor de uso.

El proceso de trabajo, en su forma capitalista, está centrado en el valor de cambio (más exactamente, en la producción de plusvalor). Para el capitalista, el objetivo del proceso productivo es la producción de mercancías que puedan venderse en el mercado. En el fondo, no le interesa qué mercancía produce, sólo le importa qué se venda. Toda su "responsabilidad social" concluye allí.

La hegemonía del valor de cambio engendra la paradoja de que el capitalismo, lejos de tener presente las necesidades de los individuos, impone a las personas sus propias necesidades, en la forma de la creación de la compulsión a la compra de todo tipo de mercancías. No es la satisfacción de las personas la que guía el rumbo del proceso productivo, sino el goce y la satisfacción del capital a través de la producción de cantidades crecientes de plusvalor. En el capitalismo desarrollado se da el caso curioso de que los individuos tienen que estar permanente insatisfechos para que el capital pueda gozar con el plusvalor. En un correlato de la teoría del fetichismo de las mercancías, la esfera del goce se desplaza desde las personas hacia las cosas (el capital).

Aunque Marx no dedica su atención a la problemática del valor de uso, El capital proporciona una indicación para entender la relación entre la hegemonía del valor de cambio y el papel secundario asumido por el valor de uso. La clave para comprender por qué las cosas son las que gozan en el capitalismo se encuentra en la forma en que está organizado el proceso de trabajo. Es en este punto que El derecho a la pereza cobra una enorme actualidad.

Paul Lafargue (1842-1911) (4) fue un militante socialista francés, una de las figuras más importantes de la generación de marxistas que se formó en contacto directo con Marx y Friedrich Engels (1820-1895). Estaba casado con Laura Marx (1845-1911) y realizó una tarea infatigable de difusión de las ideas marxistas, a través de numerosos textos, muchos de ellos presentados en el formato folleto. Como buen militante, su interés por las cuestiones teóricas estaba soldado con la preocupación por transformar la realidad, y esto debe ser tenido en cuenta al momento de abordar la lectura de sus obras.

El derecho a la pereza fue redactado en 1880 y publicado por partes en el periódico socialista francés L'ÉGALITÉ. Posteriormente, y estando preso por "favorecer y propugnar la muerte y el pillaje", Lafargue revisó el folleto y preparó su edición definitiva en 1883. En un tiempo en el que el mayor riesgo que corre un intelectual académico es el de perecer de alguna indigestión, no está mal discutir los argumentos de un texto que fue trabajado por su autor en la cárcel, siendo este autor un militante que tenía claro que la búsqueda de conocimiento no debía ser separada del compromiso político.

En la lectura que voy a proponer de El derecho a la pereza es fundamental tener presente la categoría de valor de uso. Mediante el empleo de la misma, es posible desarmar el sentido común capitalista acerca del trabajo y comprender bajo qué condiciones pueden emanciparse las personas de la dominación del trabajo alienado y convertirse en dueños de su propio destino.

¿En qué consiste el sentido común sobre el trabajo? Básicamente, en la creencia en que el trabajo es bueno en sí mismo, y que constituye el camino que debe elegir el individuo para mejorar en tanto persona. En otras palabras, el trabajo nos hace mejores pues nos permite superarnos, al obligarnos a ser responsables. Frente a los innegables males de nuestra época, el sentido común capitalista suele proponer como solución el retorno a la "cultura del trabajo". El trabajo divide, pues, a las personas en dos grandes grupos: los trabajadores, serios y responsables, a los que les corresponde por mérito ascender en la escala social; los "vagos" los que "no quieren trabajar!, que quedan fuera del mundo del trabajo por su propia indolencia. El trabajo proporciona al sentido común de la burguesía unas herramientas insustituibles para discriminar entre réprobos y elegidos; el éxito, que en nuestra sociedad se mide por la cantidad de dinero acumulado, es presentado como un resultado del esfuerzo en el trabajo. En este simpático cuentito para personas que creen que el sentido de la vida se resume en los catálogos de Frávega o Garbarino, las diferencias sociales son el resultado del esfuerzo diferencial de los individuos. Los que ganan lo hacen porque pusieron lo que hay que poner, esto es, esfuerzo y trabajo. Los que pierden merecen su suerte, porque no se esforzaron lo suficiente.

La visión del sentido común tiene la ventaja de la sencillez, la cual se ve reforzada por el hecho de que asume el punto de vista individualista. Es el trabajo del propio individuo, su propio esfuerzo, el responsable del lugar que ocupa esa persona en la sociedad. No hay que preocuparse por las estructuras, las clases sociales o la dinámica del capitalismo. Sólo es preciso concentrarse en los motivos de cada individuo para trabajar duro.

De yapa, la concepción del sentido común goza de la valoración positiva que ese mismo sentido común le otorga al trabajo. Es, si se permite la expresión, una concepción "más respetable". ¿Quién podría oponerse al trabajo? Sólo alguien que quiere vivir a costa de los demás, o alguien que es "vago" por naturaleza.

Lafargue desarma la concepción del sentido común mediante el despliegue de una serie de operaciones conceptuales. En primer lugar, saca al trabajo del ámbito abstracto e individualista en que lo sitúa el sentido común, y lo ubica en el contexto general de la sociedad capitalista. sí, mientras que el sentido común suele presentar al trabajo como una actividad realizada por el trabajador para su propio beneficio, Lafargue considera al trabajo en su carácter capitalista, como actividad condicionada y formateada en el sentido de las necesidades de reproducción del capital. Esto permite evitar muchos equívocos. Así, por ejemplo, cuando se habla de "cultura del trabajo" debe tenerse en cuenta que se está hablando de "cultura del trabajo capitalista".

Lafargue escribe: "Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de las naciones donde domina la civilización capitalista (...) Esta locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda por el trabajo, llevado hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de sus hijos. (...) En la sociedad capitalista, el trabajo es la causa de toda degeneración intelectual, de toda deformación orgánica." (p. 195). "Nuestra época es, dicen, el siglo del trabajo; es, en efecto el siglo del dolor, de la miseria y de la corrupción." (p. 198).

Así, frente al sentido común convencional, que sostiene que el trabajo es la fuente de todas las virtudes, Lafargue patea el tablero y afirma que, por el contrario, el trabajo es fuente de degradación. Frente al sentido común que dice que el trabajo es creador de riqueza, Lafargue sostiene que el trabajo es creador de miseria. ¿Cómo es posible que la actividad que genera efectivamente la riqueza de la sociedad capitalista se transmute en su opuesto? La respuesta a este interrogante se encuentra en la organización capitalista del proceso productivo.

En el capitalismo, el objetivo del proceso de trabajo es la producción de plusvalor, esto es, trabajo no pagado al trabajador y que es apropiado por el capitalista en virtud de su propiedad privada de los medios de producción. El valor de uso (la satisfacción de las necesidades de las personas) ocupa un lugar subordinado frente al valor de cambio. La hegemonía de este último permite explicar que la inmensa productividad del trabajo no desemboque en un aumento del ocio de los trabajadores, sino en una intensificación del ritmo de trabajo. Puesto que el trabajador no controla el proceso, su opinión no es considerada al momento de decidir qué, cómo y cuánto producir. Si la productividad del trabajo aumenta, es necesario producir cada vez más para así generar una masa mayor de plusvalor.

Lafargue expresa así el imperativo de la producción capitalista: "Trabajen, trabajen, proletarios, para aumentar la riqueza social y sus miserias individuales; trabajen, trabajen, trabajen, para que , volviéndose más pobres, tengan más razones para trabajar y ser miserables. Tal es la ley inexorable de la producción capitalista." (p. 201). Sólo a partir de la hegemonía del valor de cambio puede entenderse la búsqueda desesperada por producir cada vez más mercancías en un mundo que ya está saturado de mercancía de todo tipo de color y de pelaje. En este punto cobra todo su sentido la afirmación de Lafargue de que el trabajo engendra "miseria" y "corrupción". La productividad del trabajo hace que el trabajador sea cada vez más miserable frente a una masa siempre creciente de mercancías que no puede poseer; la corrupción invade todos los resquicios de la sociedad puesto que todo el proceso productivo está regido por el valor de cambio y, por ende, todo tiene su precio.

De este modo, Lafargue transforma a la "cultura del trabajo" en una pesadilla grotesca, en la que las personas actúan guiadas por un impulso insensato a producir cada vez más. Claro que esta "insensatez" no es otra cosa que la lógica misma de la producción capitalista.

Buenos Aires, domingo 16 de octubre de 2010

NOTAS:

En todas las citas de El Capital utilizo la edición preparada por Pedro Scaron para Siglo XXI Editores (1º edición, 1975). En mi caso dispongo de un ejemplar de la 21º edición, publicada en México D. F. por la citada editorial. La traducción, advertencia y notas corresponden al citado Scaron. Para indicar la página correspondiente de la edición Siglo XXI procedo de la siguiente manera:I corresponde al número de Libro de la obra (recordar que El Capital está constituido por cuatro libros); 1 al número de volumen de la edición Siglo XXI (esta edición publicó los tres primeros libros en 8 volúmenes); 6 hace referencia al número de página de la edición Siglo XXI.

En este comentario utilizo la traducción de El derecho a la pereza realizada por María Celia Cotarelo y que se encuentra incluida en Sartelli, Eduardo. (2005). Contra la cultura del trabajo: Una crítica marxista del sentido de la vida en la sociedad capitalista. Buenos Aires: Ediciones Razón y Revolución. (pp. 193-221). Este volumen reúne, además, un conjunto de trabajos que tienen por objeto comentar y/o desarrollar aspectos del texto de Lafargue.

(1) "La utilidad de una cosa hace de ella un valor de uso. (...) El valor de uso se efectiviza únicamente en el uso o en el consumo. Los valores de uso constituyen el contenido material de la riqueza, sea cual fuere la forma social de ésta." (Marx, El capital, I, 1: 44)

(2) "En primer lugar, el valor de cambio se presenta como relación cuantitativa, proporción en que se intercambian valores de uso de una clase por valores de uso de otra clase (...) salta a la vista que es precisamente la abstracción de sus valores de uso lo que caracteriza a la relación de intercambio entre las mercancías. (...) En cuanto valores de uso, las mercancías son, ante todo, diferentes en cuanta a la cualidad; como valores de cambio, sólo pueden diferir por su cantidad, y no contienen, por consiguiente, ni un solo átomo de valor de uso." (Marx, El capital, I, 1: 45-46).

(3) "...ninguna cosa puede ser valor si no es un objeto para el uso. Si es inútil, también será inútil el trabajo contenido en ella; no se contaría como trabajo y no constituirá valor alguno." (Marx, El capital, I, 1: 50-51).

(4) Para los datos biográficos y un comentario de los principales trabajos de Lafargue, así como también una valoración general de su obra y actuación, puede consultarse el trabajo de Sartelli, "Trabajo y subversión: Paul Lafargue y la crítica marxista de la sociedad burguesa", incluido en Sartelli, Eduardo. (2005). Contra la cultura del trabajo: Una crítica marxista del sentido de la vida en la sociedad capitalista. Buenos Aires: Ediciones Razón y Revolución. (pp. 11-96).