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lunes, 31 de agosto de 2015

LAS ELECCIONES EN TUCUMÁN Y LA CUESTIÓN DE LA DEMOCRACIA POLÍTICA

En los análisis políticos del trotskismo argentino juega un papel central la noción de crisis política, que suele ser equiparada al agotamiento del capitalismo y su imposibilidad por ofrecer concesiones a los trabajadores y demás sectores populares. La crítica a fondo de esta posición requiere un trabajo extenso, que no estamos en condiciones de realizar en este momento. Sin embargo, y dada la urgencia política de la cuestión (formular un diagnóstico equivocado implica elaborar una línea política errada), es conveniente desarrollar las consecuencias que tiene la mencionada noción en la caracterización del papel del Estado en la coyuntura actual.

Los recientes sucesos de Tucumán ofrecen la oportunidad de realizar el análisis mencionado en el párrafo anterior. Como es sabido, las elecciones celebradas en esa provincia el pasado 23 de agosto (que dieron el triunfo al candidato kirchnerista a la gobernación de la provincia, Manzur) estuvieron teñidas por denuncias de fraude y diversos hechos violentos (varios militantes del Partido Obrero fueron detenidos – al momento de escribir estas líneas siguen presos – por defender las urnas en uno de los lugares de votación). Además, el 24 de agosto la policía tucumana reprimió ferozmente una manifestación en la plaza central de la capital de la provincia.

Marcelo Ramal, uno de los principales dirigentes del Partido Obrero, se refirió así a lo acaecido en Tucumán: “Lo que puso de manifiesto Tucumán excede por mucho a una «crisis de representación». Es el agotamiento del propio Estado, como lo plantea la propuesta de Manifiesto que discute la mesa del Frente de Izquierda. La democracia política solamente puede ser lograda por un gobierno de los trabajadores.” (Prensa Obrera, 27/08/2015).

Ramal dice expresamente que lo ocurrido no es una “crisis de representación”, esto es, el cortocircuito entre los partidos burgueses y sus votantes (el fraude expresa esta crisis, porque indica que los partidos tienen que recurrir a procedimientos ilegales para atribuirse el voto de los ciudadanos). Va mucho más allá y sostiene que es el Estado quien está “agotado”.

¿Qué debemos entender por “agotamiento del Estado?

Antes de responder la pregunta es necesario tener en claro cuáles son las funciones del Estado en una sociedad capitalista. En primer lugar, el Estado ejerce la representación de los intereses del conjunto de la clase capitalista, más allá de que en tal o cual momento determinado esté controlado por alguna/s fracción/es de la misma. Frente a las tendencia de cada capitalista individual de privilegiar sus intereses particulares por sobre los del conjunto de su clase, el Estado se yergue como el capitalista colectivo, que pone límites al egoísmo individual y estabiliza el sistema en su conjunto. El ejercicio de esta función hace que el Estado deba enfrentarse a fracciones de la burguesía para preservar la reproducción del sistema; al hacer esto, refuerza su propia legitimidad, porque aparece como el representante de los intereses del conjunto de la sociedad. En segundo lugar, el Estado es el instrumento de dominación que permite la explotación de los trabajadores por la clase dominante; sin Estado no hay apropiación del plusvalor por la clase capitalista. Para cumplir esta función, el Estado emplea no sólo la violencia, sino el otorgamiento de concesiones y la producción de una ideología que fomenta la fragmentación de las luchas de los trabajadores (de hecho, en condiciones normales de dominación capitalista, la violencia es un recurso secundario). En síntesis, en ambas funciones el Estado se desempeña como el capitalista colectivo: en el primer caso, enfrentando a las distintas fracciones de la burguesía; en el segundo caso, haciendo frente a los trabajadores y demás sectores populares.

Si tomamos literalmente la afirmación de Ramal, el “agotamiento del Estado” significa que éste se halla imposibilitado de cumplir con las dos funciones mencionadas en el párrafo anterior. Nada de eso ha ocurrido. El Estado conserva su función de regular la economía en interés del conjunto de la clase dominante. En este punto, Ramal debería mostrar de qué manera los distintos episodios de fraude electoral mellan esta función, pero no emprende esta tarea en su artículo. El Estado conserva también su capacidad de controlar, mediante la represión, las concesiones y la ideología, a la clase trabajadora. Una aclaración. Esta capacidad de control tiene por objetivo evitar que la clase obrera cuestione la propiedad privada de los medios de producción (la cuestión de la que no se habla bajo el capitalismo). Ahora bien, aun aceptando que los trabajadores tucumanos se hubieran volcado masivamente a las calles para repudiar el fraude y exigir la convocatoria de nuevas elecciones, ¿en qué medida esto demuestra el agotamiento de la capacidad del Estado para controlarlos? De hecho, quienes canalizan el reclamo por el fraude electoral son políticos que representan a la burguesía (la UCR y el PRO). Ramal confunde una impugnación al personal que ejerce el gobierno en Tucumán (¿es preciso aclarar que el actual gobernador – Alperovich – y el candidato “vencedor” en las elecciones – Manzur – representan lo más podrido de la burguesía argentina?) y a los mecanismos de selección del mismo (las elecciones fraudulentas) con la puesta en discusión de las reglas (capitalistas) del juego político.

Ramal también afirma que “la democracia política solamente puede ser lograda por un gobierno de los trabajadores”. Tal como está formulada, la afirmación es radicalmente falsa. La democracia política es uno de los mecanismos de dominación de la burguesía, pues implica separar al ciudadano (que ejerce su derecho de voto cada n años o n meses) del trabajador que es explotado en la producción (¿se vota en la fábrica, en la oficina, en la casa de comercio?). La democracia política establece el límite entre lo que podemos elegir (quién será la cara visible del gobierno de la burguesía) y aquello que debemos aceptar sin remedio (la explotación capitalista). Desde el punto de vista de los trabajadores, la democracia tiene sentido en la medida en que sea abolida la propiedad privada de los medios de producción y se elimine así la separación entre el ciudadano y el trabajador. Esto no puede ser logrado de ninguna manera bajo el capitalismo. En todo caso, la lucha en Tucumán es por lograr condiciones transparentes para el ejercicio del sufragio. De ningún modo vamos a negar que eso sea importante para los trabajadores, pero hay que tener presente en todo momento que el sufragio “transparente” puede lograrse bajo las condiciones del capitalismo; de ahí que los políticos burgueses (muchos de los seguidores del candidato opositor Cano, militaron hasta cinco minutos atrás con el prócer Alperovich) sean quienes están en mejores condiciones para canalizar las movilizaciones del pueblo tucumano.

Por último, al terminar de escribir estas líneas José Kobak, dirigente del Partido Obrero, y Santiago y Alejandro Navarro, militantes del Polo Obrero, se encuentran detenidos por defender las urnas de votación en la localidad de Los Ralos (Tucumán). Además de exigir su libertad, queda claro cuál es el carácter de nuestra democracia: mientras que Alperovich y su clan se dedicaron alegremente a hacerse ricos, los militantes populares terminan presos por defender la democracia.



Villa del Parque, lunes 31 de agosto de 2015

martes, 2 de septiembre de 2014

HUELGAS, PIQUETES Y DEMOCRACIA

El dato político más importante de las jornadas de lucha del 27 y 28 de agosto fue la confirmación de que la izquierda clasista ha pasado a ser un actor de peso en el movimiento obrero. De por sí, esto genera un nuevo escenario político. Así, la mención, cada vez más frecuente, del Partido Obrero por parte de Cristina Fernández, Capitanich, Sergio Berni, los dirigentes de la burocracia sindical, los intelectuales de la burguesía, es un indicador de la nueva situación.

El crecimiento de la izquierda clasista pone en discusión los límites de la democracia argentina, que permanecieron inalterados desde la restauración democrática (1983) hasta la actualidad. Las discusiones rutinarias, en las que los políticos del PJ, la UCR, el macrismo, el socialismo de Binner, el “mesianismo” de Carrió, aburren y se aburren mutuamente, dejan de ser importantes y pasan a ser resignificadas a partir de la irrupción de la izquierda. Un ejemplo de esto es el tema de los piquetes, un clásico en las intervenciones públicas de los políticos de la burguesía argentina. Según ellos, y dejando de lado los matices, los piquetes (sobre todo entendidos en su forma de corte de rutas y calles) constituyen una práctica repudiable, pues, y más allá de la mayor o menor legitimidad del reclamo, impiden el ejercicio del derecho a circular por parte de otros ciudadanos.

Las jornadas del 27 y 28 de agosto pusieron otra vez en el centro del escenario político a la discusión en torno al piquete, como consecuencia de su utilización por la izquierda clasista. Como sucedió en el paro nacional del 10 de abril pasado, los periodistas e intelectuales de la burguesía plantearon una y otra vez que el éxito del paro se debió no a la decisión de los trabajadores de ir a la huelga, sino a la intimidación generada por los cortes de rutas y calles. No podemos entrar aquí en la discusión en torno al alcance del paro nacional del 28 de agosto, pues ello ampliaría demasiado los límites de este artículo. Basta decir que, y a pesar del funcionamiento (más parcial que pleno) de los colectivos, las calles estuvieron semivacías, en un ambiente que se parecía más a un día feriado que a una jornada laborable. Frente a ello, la explicación de los intelectuales burgueses fue: “la culpa la tiene el piquete”. El argumento es simple: las principales vías de acceso a la Capital fueron cortadas por piqueteros, quienes impidieron así que quienes querían ir a trabajar pudieran hacerlo. Estos intelectuales plantean la cuestión como un conflicto entre derechos abstractos. De un lado, el derecho a protestar; del otro, el derecho a circular por los caminos de la República  (al que se suma el derecho a trabajar). En esta compulsa entre derechos abstractos, se privilegian los segundos frente al primero. De modo que los piqueteros proceden de modo antidemocrático, pues conculcan los derechos de los demás apelando al uso de la violencia. En todo momento se remarca que, puesto que el piquete es una expresión violenta, descalifica a quienes tanto a quienes lo practican como a su reclamo.

La prédica incansable de periodistas y opinadores profesionales contra los piquetes se apoya en una cuestión de fondo, que ellos nunca sacan a la luz. Nuestra democracia, tal como existe desde 1983, se sustenta en el reconocimiento del capitalismo como la única forma posible de organización social. En el caso que nos ocupa, esto se plasma en una afirmación de los derechos abstractos y en una negación sistemática de los derechos concretos (más claro, de la concreción de esos derechos abstractos). Así, el derecho a una vivienda digna está garantizado por nuestra Constitución, siempre y cuando el destinatario de ese derecho esté en condiciones de pagar el importe del precio de compra de la vivienda o, en su defecto, el alquiler de la misma. Así, el derecho a la protesta está garantizado…siempre que no afecte los derechos de los demás. Pero la realidad es diferente al mundo de las abstracciones.

En todo conflicto laboral, empresarios y trabajadores se encuentran en condiciones de desigualdad. Los primeros disponen de la propiedad de los medio de producción y de abogados, periodistas, funcionarios y policías que les son adictos; los segundos, poseedores de la fuerza de trabajo, sólo cuentan con su organización y con la solidaridad de los otros trabajadores. Por ejemplo, si una empresa despide a parte o a la totalidad de sus trabajadores, éstos pueden accionar legalmente contra la empresa, pero no pueden estar mucho tiempo sin trabajar. O bien obtienen un triunfo rápido, o bien tienen que llegar a un acuerdo con la empresa para cobrar una indemnización sin pasar por la amansadora interminable de un juicio laboral. El empresario, ante una huelga prolongada, cuenta con recursos como para seguir llevando su tren de vida; el trabajador tiene una capacidad de resistencia monetaria infinitamente más reducida. Por eso los trabajadores saben que tienen que hacer “visible” su conflicto o sufrir una derrota aplastante.

El piquete es una de las respuestas obreras a la dispar relación de fuerzas entre capital y trabajo. Mientras que la burguesía procura encapsular el conflicto al interior de la empresa, para mantener la impresión de que se trata de un problema privado, los obreros necesitan salir de esa dinámica, enfatizando el carácter esencialmente político del conflicto. Al abandonar los límites de la empresa y cortar el tránsito de una calle, los trabajadores imprimen un nuevo carácter a su lucha, la transforman en un conflicto que desde el vamos es político, porque fuerzan la intervención directa del Estado.

Entonces, el piquete, lejos de ser un mero enfrentamiento entre trabajadores irracionales (y/o confundidos) y automovilistas enajenados, constituye la expresión concreta del carácter político de la lucha entre capital y trabajo. He aquí el secreto de la condena unánime del piquete por la burguesía. He aquí también la importancia de la reivindicación del piquete por los trabajadores y la izquierda clasista. El piquete irrita tanto a nuestra burguesía porque desnuda que la relación entre capital y trabajo es una relación política, no un contrato entre individuos que prestan voluntariamente su consentimiento. Al cortar calles y rutas, los trabajadores sacan el conflicto del ámbito privado y lo traspasan al ámbito público, “politizando” así el conflicto.

Como indicamos más arriba, la democracia argentina restaurada tuvo por eje el reconocimiento del carácter natural del capitalismo. Al reivindicar el piquete, la izquierda clasista traspone los límites de esa democracia. En este punto es preciso hacer una aclaración. Las luchas obreras que se han ido desarrollando en los últimos meses (Gestamp, Lear, Emfer-Tatsa, Donnelley, etc.) tienen carácter defensivo, esto es, procuran frenar las suspensiones y despidos. No se proponen modificar radicalmente la relación capital – trabajo. Pero la utilización del piquete y de variadas formas de movilización callejera hace que las luchas trasciendan el ámbito de la fábrica. Los periodistas e intelectuales que despotrican contra los piquetes, haciendo referencia a los prejuicios que generan los piqueteros a los automovilistas, juegan sucio. En verdad, lo que les importa es suprimir los piquetes para borrar toda huella de que las luchas entre capital y trabajo son luchas políticas.

La cuestión de los piquetes pone en discusión el carácter de nuestra democracia, tal como ésta ha sido concebida desde 1983 en adelante. La democracia argentina (como la democracia capitalista en general) tiene como punto de partida una rígida separación entre los ámbitos del ciudadano y del trabajador. Así, la ciudadanía garantiza participar en la elección de los gobernantes y la igualdad de los ciudadanos ante la ley (por ejemplo, un ciudadano = un voto). En cambio, el trabajador se encuentra con condiciones políticas bien diferentes; en su lugar de trabajo, las decisiones acerca de qué producir, cómo producirlo, en qué cantidad y para quién, son tomadas por los dueños de la empresa, sin que se lo consulte en lo más mínimo. El lugar de trabajo es una dictadura, no una democracia. Como el trabajo es aquello que la mayoría de las personas hacen la mayor parte de sus vidas, resulta que las personas viven buena parte de su tiempo en condiciones de dictadura, aprendiendo en la práctica que no pueden tomar decisiones propias acerca de su existencia. Ahora bien, la separación a la que hicimos mención más arriba garantiza que esta situación no sea percibida. Por política se entiende el ámbito de las elecciones, de los partidos, del Congreso, etc. En cambio, el lugar de trabajo es un sitio a-político, en el sentido de que las reglas de juego imperantes en él han sido instituidas por individuos que celebraron un contrato estando en condiciones adecuadas para expresar su consentimiento. Más claro, la relación capital – trabajo es vista como el producto del contrato, y no como una relación política de sometimiento y explotación del trabajo por el capital. El individualismo (“cada uno debe cuidar su propia espalda”) es la expresión práctica de esta situación.

La izquierda clasista, al plantear el carácter político del enfrentamiento entre capital y trabajo, quiebra el consenso establecido a partir de 1983. Frente a las revoluciones “culturales” propuestas por el progresismo y el kirchnerismo, la izquierda patea el tablero, al plantear que la única democratización en serio de nuestra sociedad pasa por el establecimiento de la democracia en el lugar de trabajo. Para ello es preciso abordar la cuestión de la propiedad privada, pues ella es el secreto del poder de los empresarios. Sólo así será posible establecer una democracia que supere la escisión entre lo abstracto de los derechos y su concreción en la práctica.

Al principio de este artículo afirmamos que el dato más significativo del paro del 27 y 28 de agosto fue la constitución de la izquierda clasista como actor político significativo. Lejos de ser expresiones coyunturales, el piquete y el reconocimiento de la lucha de clases entre empresarios y trabajadores apuntan al núcleo de las relaciones de poder en la sociedad argentina. Por ello, y más allá de los desafíos que se abren para la izquierda y el movimiento obrero, el ascenso de la izquierda clasista es el fenómeno político más importante desde 1983.


Villa Jardín, martes 2 de septiembre de 2014

martes, 24 de septiembre de 2013

DEMOCRACIA, SUFRAGIO UNIVERSAL Y SOCIALISMO EN EL TESTAMENTO POLÍTICO DE ENGELS





Para mi hijo Nicolás.

Este texto continúa el artículo publicado aquí el jueves 19 de septiembre. Prosigo el comentario de la “Introducción” de Friedrich Engels a Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850”, de Karl Marx (1).

Luego de lo expuesto en los artículos anteriores, podemos pasar a la evaluación engelsiana del uso del sufragio universal masculino por los socialistas alemanes. Engels comienza indicando que los socialistas europeos habían adoptado, inicialmente, una actitud de desconfianza hacia la extensión del sufragio. Así, por ejemplo: 

“Los obreros revolucionarios de los países latinos se habían acostumbrado a ver en el derecho de sufragio una añagaza, un instrumento de engaño en manos del gobierno.” (p. 25).

Es verdad que en el Manifiesto Comunista se afirmaba la necesidad de luchar por la democracia y, por ende, por la extensión del derecho de voto, “como una de las primeras y más importantes tareas del proletariado militante.” (p. 25). Pero sólo en la década de 1860 los socialistas alemanes emprendieron en serio la lucha electoral. El éxito de su acción, medido por el crecimiento de los votos del partido (la socialdemocracia alemana pasó de 102.000 votos en 1871 a 1.787.000 votos a principios de la década de 1890) es considerado por Engels como uno de los méritos del partido alemán.

“El primer gran servicio que los obreros alemanes prestaron a su causa fue  mero hecho de su existencia como Partido Socialista (…) Pero además prestaron otro: suministraron a sus camaradas de todos los países un arma nueva, muy afilada, al enseñarles a utilizar el sufragio universal.” (p. 24).

¿Cuáles son, según Engels, las propiedades de esta “arma nueva”?

Tres son las virtudes del sufragio:

a) Permite realizar un recuento periódico de las fuerzas del proletariado, contribuyendo así a evitar las acciones a destiempo;

b) Extiende la propaganda socialista a lugares donde sería muy difícil llegar de otro modo;

c) crea una tribuna (el Parlamento) en la que los dirigentes socialistas están a salvo de persecuciones.

Como puede verse, las virtudes del sufragio se concentran en la propaganda. No obstante, va más allá y parece vislumbrar en el sufragio un medio de transformación social. Engels retoma la tesis del Partido Socialista francés y afirma que el sufragio, tal como lo emplearon los socialistas, dejó de ser un medio de engaño y se convirtió en “instrumento de emancipación” (p. 25).

La experiencia histórica muestra que la “emancipación” por medio del sufragio universal tiene límites muy precisos, que son los de la misma sociedad burguesa. Y, si se entiende por emancipación (o por condición imprescindible para lograr dicha emancipación) la abolición de la propiedad privada de los medios de producción, es claro que el sufragio no lleva en esa dirección. El Estado capitalista es, nos guste o no, capitalista; como Estado en general es, además, un instrumento de opresión. 

Las afirmaciones anteriores no implican, por cierto, desconocer la importancia de las libertades democráticas para los trabajadores y demás sectores populares. Significan, en cambio, tener conciencia de los límites de ese camino.

En el caso de Engels, la lectura de la experiencia alemana con el sufragio le hace pensar que por esa vía es posible traspasar las condiciones políticas existentes y avanzar hacia la revolución: 

“Hoy podemos contar ya con dos millones y cuarto de electores. Si este avance continúa, antes de terminar el siglo habremos conquistado la mayor parte de las capas medias de la sociedad, tanto los pequeños burgueses como los pequeños campesinos y nos habremos convertido en la potencia decisiva del país, ante la que tendrán que inclinarse, quiéranlo o no, todas las demás potencias.” (p. 34).

El pasaje que hemos citado tiene una importancia fundamental en el texto, en la medida en que plantea de modo preciso la concepción de Engels acerca de los cambios acaecidos en las condiciones de la lucha revolucionaria en el período posterior a 1848.

Antes de comenzar a examinar la concepción engelsiana, corresponde formular una observación. En 1895 Alemania no era una república democrática, sino una monarquía constitucional. De ahí que los avances electorales de la democracia no se tradujeron en modificaciones sustanciales del sistema político alemán. La dominación de la burguesía y de los junkers no corría ningún riesgo. No había ninguna situación revolucionaria a la vista. De modo que la afirmación acerca de que la socialdemocracia podía convertirse en la “potencia decisiva” tiene que ser considerada dentro de márgenes muy estrechos. En el mejor de los casos, los socialistas podían convertirse en la “potencia decisiva” en el Parlamento (y esto en el sentido de alcanzar la mayoría parlamentaria). El avance electoral no era, por tanto, el camino para la conquista del poder en las condiciones de Alemania.

En el pasaje que estamos comentando, Engels afirma que antes de terminar el siglo XIX “habremos conquistado” a la mayor parte de las capas medias de la sociedad. En 1895 (como también, por ejemplo, en 1900) no existía una crisis revolucionaria. La dominación de la burguesía no estaba puesta en discusión. La “conquista” de las capas medias se llevaba a cabo, pues, en condiciones de hegemonía burguesa. Y la hegemonía burguesa supone, precisamente, la aceptación de las reglas de juego impuestas por la burguesía. La participación en las elecciones significaba la renuncia momentánea (o definitiva, según el caso) a la vía revolucionaria para la conquista del poder. La historia de Alemania entre 1895 y 1914 muestra que la dirigencia de la socialdemocracia consideraba a la revolución, a lo sumo, como un ideal.

En un terreno más práctico, la participación (exitosa, por cierto) en las elecciones abría una variedad de posibilidades de ascenso social a los dirigentes revolucionarios. Además, la exigencia de mantener en pie una maquinaria electoral eficiente se traducía en el desarrollo de un aparato partidario cada vez más vasto. Este aparato, que ofrecía oportunidades de vida a un importante número de dirigentes y militantes, pasaba a ser un fin en sí mismo. Algo de esto aparece reflejado en el texto:

“Al comprobarse que las instituciones estatales en las que se organiza la dominación de la burguesía ofrecen nuevas posibilidades a la clase obrera para luchar contra estas mismas instituciones, se tomó parte en las elecciones a las dietas provinciales, a los organismos municipales, a los tribunales industriales, se le disputó a la burguesía cada puesto, en cuya provisión mezclaba a su vez una parte suficiente del proletariado.” (p. 26). 

La participación en las elecciones para una multiplicidad de organismos obligaba, como es de esperarse, a destinar una parte cada vez mayor de los recursos del partido a esas actividades. El crecimiento de la estructura partidaria era una consecuencia de ello. La lógica de la organización devora a la lógica revolucionaria.

Pero, además, la “conquista” de las capas medias en el marco de una situación no revolucionaria tiene impacto sobre la ideología del partido socialista. Tanto los pequeños burgueses como los pequeños campesinos (en general, todas las “capas medias”) respetan la propiedad. En todo caso, su radicalismo consiste en proponer medidas que defiendan la pequeña propiedad y fijen limitaciones a la gran propiedad. Esto tiene poco que ver, por cierto, con la reivindicación socialista de la propiedad colectiva de los medios de producción. El hecho de que las capas medias voten al partido socialista no significa que hayan adherido a la ideología socialista. La conquista (sin comillas) de las capas medias es un proceso complejo, que sólo puede concretarse plenamente en el marco de una situación de crisis revolucionaria, donde los pequeños burgueses vacilan en su convicción sobre el carácter “natural” del capitalismo. 

La afirmación engelsiana del sufragio no tiene, pues, validez universal. Su sentido debe buscarse en las condiciones concretas del movimiento europeo de fines del siglo XIX. Aquí el hito fundamental es la Comuna de París (1871). Engels atribuye la derrota al aislamiento político de los obreros parisinos, que no pudieron o no supieron armar una alianza con otras clases y sectores sociales. La caída de la Comuna marcó el final de una etapa del movimiento obrero europeo.

“La rebelión al viejo estilo, la lucha de clases con barricadas, que hasta 1848 había sido decisiva en todas partes, estaba considerablemente anticuada.” (p. 27). 

Después de la Comuna, el centro del movimiento obrero se desplazó desde Francia hacia Alemania. En este marco, la preocupación de Engels pasaba por evitar que la burguesía forzara a los trabajadores a una insurrección aislada de los otros sectores populares. Engels tiene presente en todo momento la derrota de los obreros franceses. Evitar el aislamiento político, impedir que una insurrección apresurada desangrara a la clase obrera: he aquí los ejes de la reflexión engelsiana. 

“En Francia, los socialistas van dándose cada vez más cuenta de que no hay para ellos victoria duradera posible a menos que ganen de antemano a la gran masa del pueblo, lo que aquí equivale a decir a los campesinos.” (p. 32).

La lucha electoral, al permitir la difusión de las ideas socialistas entre el conjunto de los sectores populares, contribuía a evitar el aislamiento político de la clase trabajadora. La insurrección aislada era la pesadilla de Engels, quien pensaba que esta podía provocar una sangría entre el proletariado y retrasar la victoria de este por décadas. La valoración positiva del sufragio va de la mano, entonces, con la preocupación por evitar que la burguesía llevara al proletariado hacia acciones inútiles.

Villa del Parque, martes 24 de septiembre de 2013   

NOTAS:

(1) Para la redacción de este trabajo utilicé la traducción española de la “Introducción” de Engels, incluida en la siguiente edición: Marx, Karl. (1973). Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850. Buenos Aires: Anteo. (pp. 9-38).

lunes, 1 de octubre de 2012

DEMOCRACIA Y CAPITALISMO SEGÚN EL PROGRESISMO ARGENTINO: NOTAS A UN ARTÍCULO DE ATILIO BORÓN (III)


Ya hemos visto en las notas anteriores que Borón sostiene que democracia y mercado son incompatibles. Los gobiernos neoliberales de la década del ’90 expresaron dicha incompatibilidad recortando al máximo las instancias propias del “capitalismo democrático”. El debilitamiento de los Estados y su subordinación a las ETN son los indicadores más crudos de esta tendencia. Este es, palabras más, palabras menos, el núcleo del argumento defendido por Borón.

“La soberanía popular que se expresa en un régimen democrático debe necesariamente encarnarse en un estado nacional (…) ¿Cuál es el drama de la de nuestra época? Que los estados, especialmente en la periferia capitalista, han sido conscientemente debilitados, cuando no salvajemente desangrados, por las políticas neoliberales a los efectos de favorecer el predominio sin contrapesos de los intereses de las grandes empresas. Como consecuencia de lo anterior los estados latinoamericanos se convirtieron en verdaderos «tigres de papel» incapaces de disciplinar a los grandes actores económicos y, mucho menos, de velar por la provisión de los bienes públicos que constituyen el núcleo de una concepción de la ciudadanía adecuada a las exigencias de fin de siglo.” (p. 124).

¿Cómo es posible hablar de soberanía popular en un sentido fuerte si la sociedad es capitalista? El capitalismo supone la explotación y el sometimiento de los trabajadores. Ambos se verifican en el proceso de producción. Soberanía popular implica (si la expresión quiere decir algo) que el pueblo decide de manera autónoma sobre su propio destino; más claro, significa que cada persona tiene autonomía para tomar las decisiones que atañen a su existencia. Autonomía equivale a control sobre las condiciones materiales que la hacen posible. Un trabajador que pasa su vida pensando en como hacer para llegar a fin de mes carece de control sobre sus condiciones de existencia. ¿Cómo puede, entonces, ser soberano? Por más que el progresismo de vueltas en torno a esta cuestión, la falta de autonomía no se transmuta en soberanía.

Ahora bien, Borón sostiene su argumento tomando como punto de partida la escisión entre economía y política. Todas sus disquisiciones y elucubraciones acerca de las diferencias entre mercado y democracia se apoyan en la supuesta separación entre las mencionadas esferas de la sociedad, escisión que se da bajo el capitalismo. A nuestro juicio, todas las limitaciones del progresismo se derivan de la incomprensión de la relación entre economía y política. Borón puede contraponer la democracia y la soberanía popular al mercado porque considera que economía y políticas son compartimentos separados, y que una puede imponerse sobre la otra a partir de una determinada relación de fuerzas; así, en el neoliberalismo, la economía dicta su mandato a la política; así, en el capitalismo “democrático” de la segunda posguerra, la política sometió a la economía. Es, por cierto, una forma de pensar no dialéctica.

La relación entre economía y política puede ser abordada adecuadamente si se considera que ambas esferas de actividad sólo son separables con fines analíticos. Economía y política son dos aspectos de una misma totalidad, que es la sociedad capitalista. En este sentido, mercado y democracia, para usar los términos empleados por Borón, son las dos caras de la misma moneda. Considerarlos como esferas antagónicas implica «comprar» la explicación que el capitalismo da de sí mismo. Además, desde un punto de vista práctico, significa negar el hecho de que existe una democracia capitalista que es perfectamente funcional a la explotación de la fuerza de trabajo. En la década del ’90 el neoliberalismo latinoamericano coexistió sin grandes sobresaltos con un abanico de gobiernos democráticos. La incompatibilidad planteada por Borón no se manifestó en el terreno de lo real.

Lejos de la incompatibilidad pregonada por Borón, el capitalismo requiere de una democracia (capitalista) para legitimar la explotación de la fuerza de trabajo. A diferencia de otras formas de organización social, en las que la violencia jugaba un papel central en la apropiación del excedente por la clase dominante, el capitalismo se basa en la apropiación de la plusvalía generada por trabajadores libres. Los productores directos son sujetos jurídicos iguales a los patrones. Marx expresó esta situación aludiendo a “la doble liberación” de los trabajadores bajo el capitalismo; el obrero es “libre” de la propiedad de los medios de producción, pero al mismo tiempo se ha visto liberado de toda forma de dependencia personal (esclavitud, servidumbre, etc.). Es esta “doble liberación” la que genera la posibilidad misma de la democracia capitalista. La igualdad jurídica en el mercado (derivada de la igualación de las mercancías en tanto productos del trabajo humano abstracto) requiere de la figura del ciudadano. El capital, cuya dominación adquiere la forma de dictadura en la fábrica a partir de la propiedad privada de los medios de producción, necesita de la ciudadanía y de lo público para esconder su dictadura, para presentarla como el resultado del libre consentimiento de las partes en el contrato. En el capitalismo no hay explotación si los trabajadores son libres; dicho con otras palabras, la legitimidad de la dictadura es producto de la libertad del trabajador. Esta libertad entra en contradicción con un estado que únicamente otorgue la ciudadanía  a grupos privilegiados. ¿Cómo legitimar la dictadura en el proceso de trabajo si la esfera política es también una dictadura? La dictadura requiere de la democracia, de la forma capitalista de democracia. A su vez, la ciudadanía, para dejar de ser una mera abstracción, requiere de la presencia de su contrario (la ausencia de derechos), porque así puede adquirir legitimidad. Las reflexiones de Borón sobre el papel del Estado permiten explicar este último punto.

De la crítica de Borón al neoliberalismo se desprende que una de sus características de éste es la pérdida de peso del Estado en los países dependientes. Sin entrar a discutir la pertinencia de esta caracterización, cabe decir que concibe al Estado como independiente o autónomo respecto a la lógica del capital, puesto que Borón dice que su papel es “disciplinar a los grandes actores económicos” (p. 124).

Borón lamenta el debilitamiento del Estado y sostiene en varios pasajes del artículo que la salida del neoliberalismo pasa por la recuperación de la capacidad de regulación del Estado sobre la economía. Para no multiplicar las citas textuales, basta con reproducir el siguiente pasaje:

“…la fenomenal desproporción entre estados y megacorporaciones constituye una amenaza formidable al futuro de la democracia en nuestros países. Para enfrentarla es preciso, (a) construir nuevas alianzas sociales que permitan una drástica reorientación de las políticas gubernamentales y, por otro lado, (b) diseñar y poner en marcha esquemas de cooperación e integración supranacional que hagan posible contraponer una renovada fortaleza de los espacios públicos democráticamente constituidos al poderío gigantesco de las empresas transnacionales.” (p. 125).

O sea que la democracia existía en América Latina con anterioridad al neoliberalismo. Si no, no tendría sentido afirmar, como lo hace Borón, que el futuro de la democracia está amenazado. Además, la democracia pre-neoliberalismo se caracterizaba, al parecer, por su capacidad para actuar como contrapeso de las grandes empresas. Nada de esto es verdad en términos históricos, pero nuestro autor no se achica ante las dificultades.

La frase que sigue contiene el núcleo del pensamiento de Borón:

“La «locura» de pretender acabar con el desempleo, redistribuir ingresos, recuperar el control social de los principales procesos productivos, profundizar la democracia y afianzar la justicia social no es más irreal y «utópica» que la que, en su momento, encarnó la propuesta neoliberal de Hayek y Friedman.” (p. 131). Las “locuras” de Borón son el horizonte político del progresismo, sobre todo de su variante de izquierda. Profundización de la democracia y justicia social son las “locuras” propuestas. Según Borón, esto es posible mediante el fortalecimiento del Estado.

En este punto cobra sentido la cita realizada más arriba, en la que Borón sostiene que el problema principal de nuestra época es el debilitamiento de los Estados de la periferia. El drama de nuestra época no es la pérdida de la capacidad de control del Estado, sino las derrotas experimentadas por la clase obrera en las décadas del ´70 y del ’80. Como indicamos oportunamente, Borón deja de lado esta cuestión. Prestar atención a la lucha de clases supondría considerar que política y economía van juntas, de modo que ya no podría postularse la autonomía del Estado tal como lo hace nuestro progresista.

Si el Estado constituye una esfera más o menos autónoma de la economía, tiene sentido afirmar que el drama de nuestra época es la debilidad del Estado. Pero si el Estado (y la forma capitalista de la democracia) es inseparable de la acumulación capitalista y resulta moldeado por la lógica del capital, el discurso progresista de Borón termina por reafirmar, aunque no sea esa su intención, la dominación capitalista.

El Estado, lejos de ser neutral o independiente, es el representante de la clase capitalista en su conjunto. Los capitalistas se ven compelidos, por la acción de la ley del valor, a competir entre sí. Esta competencia puede poner en riesgo las condiciones para la reproducción de la sociedad capitalista. Por ejemplo, si la extensión de la jornada laboral quedara en manos de los empresarios, la misma se extendería a 14, 16, 18 o quién sabe cuántas horas, afectando la salud de la clase trabajadora. Al fijar límites precisos a la jornada laboral, el Estado promueve una explotación más racional de la fuerza de trabajo.

La escisión economía–política cultivada por el pensamiento progresista ignora el papel fundamental desempeñado por el Estado en la reproducción del capital. La lógica del Estado moderno es la lógica del capital. La preocupación del Estado por el crecimiento económico es, en las condiciones del capitalismo, preocupación por la expansión de la plusvalía, es decir, es preocupación por el mantenimiento y la racionalización de la explotación capitalista.

Al representar los intereses de la clase capitalista en su conjunto, el Estado interviene poniendo en caja a los empresarios que se pasan de rosca en la explotación de la fuerza de trabajo. Al hacer esto, el Estado aparece como el representante de los intereses de la sociedad, como el árbitro entre intereses contrapuestos. De este modo, los “excesos” de la dictadura capitalista en el proceso de producción son la fuente de legitimación del Estado. La democracia capitalista se monta sobre esa actuación del Estado. Los progresistas separan la actuación del Estado de su relación con la lógica del capital y terminan recomendando la expansión del Estado para “enfrentar” al capital. Su prédica, lejos de poner en dificultades al capital, no hace más que reforzar la dominación capitalista.

Adam Smith escribió alguna vez que el gobierno era una creación de los ricos para defender sus propiedades de los pobres. Sería bueno que el progresista Borón tuviera en cuenta las palabras del liberal Smith antes de alzar la voz a favor de la expansión del Estado como solución al “drama de nuestra época”.


Buenos Aires, lunes 1 de octubre de 2012

sábado, 22 de septiembre de 2012

DEMOCRACIA Y CAPITALISMO SEGÚN EL PROGRESISMO ARGENTINO: NOTAS A UN ARTÍCULO DE ATILIO BORÓN (II)


En la nota anterior hicimos referencia a la tesis de Borón acerca de la existencia de una incompatibilidad entre el neoliberalismo y la democracia. Esta tesis descansa en una particular concepción de la democracia y del capitalismo, que es propia del progresismo.

El capitalismo es una forma de organización social basada en la propiedad privada de los medios de producción y en el trabajo asalariado. Gracias a la propiedad privada, la burguesía explota a los trabajadores, apropiándose de manera gratuita del plusvalor generado en el proceso de trabajo. La explotación de la clase trabajadora (la apropiación de plusvalor) es el mecanismo por el cual la burguesía produce y reproduce su poder social. A diferencia de las clases dominantes propias de formas de organización social anteriores, la burguesía sólo emplea la violencia directa contra el conjunto de la clase trabajadora de manera excepciona. En condiciones normales, ejerce su dominación por medio de la “coerción económica”; desprovistos de medios de producción y envueltos en una sociedad mercantil en la que todo se compra con dinero, los trabajadores se ven compelidos por la fuerza de la necesidad a vender su fuerza de trabajo en el mercado a cambio de un salario. Mientras que en otras sociedades el Estado era indispensable para extraer el excedente de los productores, en el capitalista puede permanecer de manera aparente al margen de la explotación, pues la misma cobra la apariencia de un asunto privado, fruto del acuerdo entre empresarios y trabajadores, rubricado en un contrato. De este modo, se esfuma parcialmente el carácter de instrumento de dominación que posee el Estado en cuanto tal.

A pesar de su carácter esquemático, la descripción presentada en el párrafo precedente es fundamental para comprender la naturaleza de la relación entre capitalismo y democracia. La omnipotencia del empresario en el proceso de producción (él decide qué, cómo y en qué cantidad se produce) es la contracara de la supuesta neutralidad del Estado en los conflictos sociales, argumento esgrimido al momento de defender su carácter de “árbitro” en los mismos. La distinción entre lo público y lo privado, propia del capitalismo, encuentra su basamento en la dictadura del empresario en el lugar de trabajo. Trasladada la explotación al ámbito de lo privado, lo público se constituye como ámbito de la “libertad”. Esta “libertad” es funcional a la dictadura capitalista, pues su presencia anula el carácter político de la dominación capitalista en el lugar de trabajo. Marx expresa esto al aludir a “la doble liberación del trabajador” bajo el capitalismo. En ese sentido, cabe decir que la democracia brota de las entrañas mismas del capitalismo, y que la democracia es tanto más profunda cuanto es más sólida la explotación de los trabajadores.

Capitalismo y democracia no son incompatibles: la democracia capitalista es la garantía más sólida de la profundización de la explotación capitalista, entendida esta última en los términos en que la hemos definido más arriba.

Borón pasa por alto las consideraciones que hemos formulado en los párrafos precedentes. Para defender su tesis de la incompatibilidad entre capitalismo y democracia, Borón se ve obligado a efectuar una seria de reducciones. La primera de ellas consiste en reducir el capitalismo a “los mercados”. No es casual que el apartado del artículo dedicado a analizar la incompatibilidad entre capitalismo y democracia se titula precisamente “Mercados y democracia. Cuatro contradicciones” (p. 104).

Borón caracteriza a la globalización como un período de “auge de los mercados” (p. 104). Más en detalle: “la naturaleza de los mercados, las clases y las instituciones económicas del capitalismo cambió extraordinariamente a lo largo del último medio siglo” (p. 118).

¿En qué consisten los cambios experimentados por el capitalismo entre 1950 y 2000?

Borón afirma que: “Los mercados se han vuelto crecientemente oligopólicos, su competencia despiadada, y la gravitación de las firmas planetarias es inmensa. Además se proyectan en una dimensión planetaria.” (p. 118). O sea, su definición de la globalización gira en torno a la consideración del mercado como el nivel privilegiado del análisis, y al reconocimiento de que las empresas transnacionales (ETN a partir de aquí) se han convertido en los factores decisivos en la economía capitalista.

Borón remarca el peso adquirido por las ETN en la economía mundial, y el impacto político del mismo: “Nos importa, ante todo, señalar la magnitud del desequilibrio existente entre el dinamismo de la vida económica – que ha potenciado la gravitación de las grandes firmas y empresas monopólicas en las estructuras decisorias nacionales – y la fragilidad o escaso desarrollo de las instituciones democráticas eventualmente encargadas de neutralizar y corregir los crecientes desequilibrios entre el poder económico y la soberanía popular en los capitalismos democráticos.” (p. 119; la cursiva es mía). Más aún: “En virtud de estas transformaciones, los monopolios y las grandes empresas que «votan todos los días en el mercado» han adquirido una importancia decisiva (…) en la arena donde se adoptan las decisiones fundamentales de la vida económica y social.” (p. 120). “…las empresas transnacionales y las gigantescas firmas que dominan los mercados se han convertido en protagonistas privilegiados de nuestras débiles democracias.” (p. 121). Para Borón, las ETN que dominan los mercados se han vuelto más poderosas que los Estados, y son ellas las que toman las decisiones fundamentales de la vida económica, social y política. La explicación es seductora y resulta atractiva para el progresismo, pues permite imaginar al capitalismo como un sistema gobernado por una “mesa chica” de ETN (las “corporaciones” tan caras a nuestro discurso progresista). Las teorías conspirativas se sienten en su salsa en este escenario. Los “malos” pueden ser identificados y todos contentos. No obstante, cabe acotar que, como ocurre al momento de fundamentar el carácter de la globalización, Borón aporta muy pocas pruebas de sus lapidarias afirmaciones. En el artículo analizado, hay apenas algunos datos comparativos sobre el tamaño de las ETN y el PBI de varios Estados (p. 119).

“El predominio de los nuevos leviatanes en esta «segunda decisiva arena» de la política democrática, que es la que verdaderamente cuenta a la hora de tomar las decisiones fundamentales, confiere a aquéllos una gravitación fundamental en la esfera pública y en los mecanismos decisorios del Estado, con prescindencia de las preferencias en contrario que, en materia de políticas públicas, ocasionalmente pueda expresar el pueblo en las urnas.” (p. 121). El camino que va desde la centralidad del mercado y la hegemonía del capital financiero hasta la entronización de las ETN como sujetos decisivos de la economía capitalista, termina conduciendo a una teoría conspirativa del capitalismo, que postula que las políticas estatales son dictadas por los “leviatanes” (las ETN). La globalización no sería otra cosa que la expresión de la voluntad de estas empresas. Cabe decir que este argumento, desarrollado por el progresismo durante la década del ’90, se modificó en su forma, pero no en su esencia, en la primera década del siglo XXI.  Así, por ejemplo, el “kirchnerismo” afirmó repetidas veces que su enemigo eran las corporaciones, planteando que existía un antagonismo entre éstas y la reafirmación de la acción estatal. Tanto en uno y otro caso, las interpretaciones progresistas niegan el carácter de clase del Estado, atribuyéndole a las ETN (hoy las corporaciones) todos los males del mundo. Según este punto de vista, el capitalismo no es una totalidad, una forma de organización social total, sino que es un rejuntado de lógicas individuales, entre las que priman las de las ETN. Para lograr esto es preciso dejar de lado el nivel de la producción. En otras palabras, se deja de lado la explotación de la clase obrera por la clase capitalista y se pasa al terreno gelatinoso de la “maldad” y /o el “egoísmo” de las corporaciones. El lector imaginará ya que clase social se beneficia con la adopción de esta concepción de la sociedad…

“La fenomenal aceleración experimentada por la velocidad de rotación del capital – gracias al desarrollo de la microelectrónica, las telecomunicaciones y la computación -  (…) Por una parte, (…) estas modificaciones en el desarrollo de las fuerzas productivas tuvieron una influencia considerable (…) a la hora de definir la pugna hegemónica en favor del capital financiero y en desmedro de los sectores de la burguesía más ligados a la producción de bienes y servicios, revirtiendo de ese modo el resultado que había cristalizado en la fase de la inmediata posguerra.” (p. 118). A la caracterización de la globalización formulada en el párrafo anterior hay que agregarle, pues, la hegemonía del capital financiero sobre la burguesía industrial. Hay que decir que Borón es muy parco al abordar esta cuestión, a punto tal que no vuelve a tratar el tema en el resto del artículo. La resolución de la supuesta pugna hegemónica entre capital financiero y capital industrial se despacha con el pasaje citado.

La teoría de Borón sobre la globalización puede ser resumida así: la nueva etapa del capitalismo se caracteriza por el predominio del capital financiero sobre el capital industrial y por el dominio de las ETN sobre los Estados.

Ahora bien, hasta donde sabemos, el capitalismo es una forma de organización social estructurada en torno a la apropiación por la burguesía del plusvalor generado por la clase trabajadora. Suena antiguo, pero ninguna “revolución cultural” ha conseguido modificar este dato de la realidad. La fuente primordial del poder capitalista se encuentra en el nivel de la producción, entre otras cosas, porque sin plusvalor no hay capital ni dominación capitalista. Suena simple, y probablemente sea esquemático, pero lo simple es lo más difícil de aprehender en el campo de la teoría social.  

Decir que se ha producido un desplazamiento del poder desde el capital industrial hacia el capital financiero implica oscurecer el papel de la producción en la constitución de la sociedad capitalista. Implica dejar de lado, como cosa secundaria, aquello que la mayoría de las personas hacen la mayor parte de sus vidas, que es trabajar.

El argumento de Borón parece impresionante y cuenta con muchos adeptos en estos tiempos que corren. El capitalismo ha sido corrompido por la especulación desarrollada a partir de la hegemonía del capital financiero, y se trata de volver a su pureza virginal, encarnada por el capital industrial. Sin embargo, por mucho que se esfuerce Borón, un peso depositado en un banco no se reproduce a sí mismo por el mero hecho de estar depositado allí. El dinero no engendra dinero, no se fecunda a si mismo. Para poder multiplicarse, requiere ser incorporado al ciclo del capital productivo. Si esto no ocurre, no hay capital financiero que valga. A lo sumo, si se crea dinero “ficticio”, las crisis con su tendal de destrucción de fuerzas productivas, se encargan de poner las cosas en orden. Nada nuevo bajo el sol, pero Borón deja prolijamente de lado estas cuestiones.

Para hacerse una idea del significado político de la teoría defendida por Borón es conveniente revisar su descripción de la impotencia política de los trabajadores bajo el imperio de la globalización: “Los trabajadores podrán organizar huelgas, invadir tierras, ocupar fábricas y sitios urbanos, y casi invariablemente la respuesta oficial oscilará entre la represión y la indiferencia, pero pocas veces será el temor.” (p. 121). Borón sitúa las causas de dicha impotencia en el nivel del mercado, en la omnipotencia de las ETN que dominan los mercados y en el predominio del capital financiero. Y deja de lado las derrotas que profundizaron la debilidad de la clase obrera en el nivel de la producción. En un sentido, en la teoría de la globalización planteada por Borón, los trabajadores aparecen un una posición de exterioridad frente al centro de la sociedad, que es el mercado.

En la nota siguiente examinaremos las consecuencias políticas de la concepción de la globalización defendida por Borón.

Buenos Aires, sábado 22 de septiembre de 2012