El dato
político más importante de las jornadas de lucha del 27 y 28 de agosto fue la
confirmación de que la izquierda
clasista ha pasado a ser un actor de peso en el movimiento obrero. De por
sí, esto genera un nuevo escenario político. Así, la mención, cada vez más
frecuente, del Partido Obrero por parte de Cristina Fernández, Capitanich, Sergio
Berni, los dirigentes de la burocracia sindical, los intelectuales de la
burguesía, es un indicador de la nueva situación.
El crecimiento de la
izquierda clasista pone en discusión los límites de la democracia argentina, que permanecieron inalterados desde la
restauración democrática (1983) hasta la actualidad. Las discusiones
rutinarias, en las que los políticos del PJ, la UCR, el macrismo, el socialismo
de Binner, el “mesianismo” de Carrió, aburren y se aburren mutuamente, dejan de
ser importantes y pasan a ser resignificadas a partir de la irrupción de la izquierda.
Un ejemplo de esto es el tema de los piquetes,
un clásico en las intervenciones públicas de los políticos de la burguesía
argentina. Según ellos, y dejando de lado los matices, los piquetes (sobre todo
entendidos en su forma de corte de rutas y calles) constituyen una práctica
repudiable, pues, y más allá de la mayor o menor legitimidad del reclamo,
impiden el ejercicio del derecho a circular por parte de otros ciudadanos.
Las jornadas del 27 y 28 de
agosto pusieron otra vez en el centro del escenario político a la discusión en
torno al piquete, como consecuencia de su utilización por la izquierda
clasista. Como sucedió en el paro nacional del 10 de abril pasado, los
periodistas e intelectuales de la burguesía plantearon una y otra vez que el
éxito del paro se debió no a la decisión de los trabajadores de ir a la huelga,
sino a la intimidación generada por los cortes de rutas y calles. No podemos
entrar aquí en la discusión en torno al alcance del paro nacional del 28 de
agosto, pues ello ampliaría demasiado los límites de este artículo. Basta decir
que, y a pesar del funcionamiento (más parcial que pleno) de los colectivos,
las calles estuvieron semivacías, en un ambiente que se parecía más a un día
feriado que a una jornada laborable. Frente a ello, la explicación de los
intelectuales burgueses fue: “la culpa la tiene el piquete”. El argumento es simple: las principales vías de acceso a
la Capital fueron cortadas por piqueteros, quienes impidieron así que quienes
querían ir a trabajar pudieran hacerlo. Estos intelectuales plantean la
cuestión como un conflicto entre derechos abstractos. De un lado, el derecho a
protestar; del otro, el derecho a circular por los caminos de la República (al que se suma el derecho a trabajar). En
esta compulsa entre derechos abstractos, se privilegian los segundos frente al
primero. De modo que los piqueteros proceden de modo antidemocrático, pues
conculcan los derechos de los demás apelando al uso de la violencia. En todo
momento se remarca que, puesto que el piquete es una expresión violenta,
descalifica a quienes tanto a quienes lo practican como a su reclamo.
La prédica incansable de
periodistas y opinadores profesionales contra los piquetes se apoya en una
cuestión de fondo, que ellos nunca sacan a la luz. Nuestra democracia, tal como
existe desde 1983, se sustenta en el reconocimiento del capitalismo como la
única forma posible de organización social. En el caso que nos ocupa, esto se
plasma en una afirmación de los derechos abstractos y en una negación
sistemática de los derechos concretos (más claro, de la concreción de esos
derechos abstractos). Así, el derecho a una vivienda digna está garantizado por
nuestra Constitución, siempre y cuando el destinatario de ese derecho esté en
condiciones de pagar el importe del precio de compra de la vivienda o, en su
defecto, el alquiler de la misma. Así, el derecho a la protesta está garantizado…siempre
que no afecte los derechos de los demás. Pero la realidad es diferente al mundo
de las abstracciones.
En todo conflicto laboral,
empresarios y trabajadores se encuentran en condiciones de desigualdad. Los
primeros disponen de la propiedad de los medio de producción y de abogados,
periodistas, funcionarios y policías que les son adictos; los segundos, poseedores
de la fuerza de trabajo, sólo cuentan con su organización y con la solidaridad
de los otros trabajadores. Por ejemplo, si una empresa despide a parte o a la
totalidad de sus trabajadores, éstos pueden accionar legalmente contra la
empresa, pero no pueden estar mucho tiempo sin trabajar. O bien obtienen un
triunfo rápido, o bien tienen que llegar a un acuerdo con la empresa para
cobrar una indemnización sin pasar por la amansadora interminable de un juicio
laboral. El empresario, ante una huelga prolongada, cuenta con recursos como
para seguir llevando su tren de vida; el trabajador tiene una capacidad de
resistencia monetaria infinitamente más reducida. Por eso los trabajadores
saben que tienen que hacer “visible” su conflicto o sufrir una derrota
aplastante.
El piquete es una de las respuestas
obreras a la dispar relación de fuerzas entre capital y trabajo. Mientras que
la burguesía procura encapsular el conflicto al interior de la empresa, para
mantener la impresión de que se trata de un problema privado, los obreros
necesitan salir de esa dinámica, enfatizando el carácter esencialmente político
del conflicto. Al abandonar los límites de la empresa y cortar el tránsito de
una calle, los trabajadores imprimen un nuevo carácter a su lucha, la transforman
en un conflicto que desde el vamos es político, porque fuerzan la intervención
directa del Estado.
Entonces, el piquete, lejos
de ser un mero enfrentamiento entre trabajadores irracionales (y/o confundidos)
y automovilistas enajenados, constituye la expresión concreta del carácter
político de la lucha entre capital y trabajo. He aquí el secreto de la condena
unánime del piquete por la burguesía. He aquí también la importancia de la
reivindicación del piquete por los trabajadores y la izquierda clasista. El
piquete irrita tanto a nuestra burguesía porque desnuda que la relación entre
capital y trabajo es una relación política, no un contrato entre individuos que
prestan voluntariamente su consentimiento. Al cortar calles y rutas, los
trabajadores sacan el conflicto del ámbito privado y lo traspasan al ámbito
público, “politizando” así el conflicto.
Como indicamos más arriba,
la democracia argentina restaurada tuvo por eje el reconocimiento del carácter
natural del capitalismo. Al reivindicar el piquete, la izquierda clasista
traspone los límites de esa democracia. En este punto es preciso hacer una
aclaración. Las luchas obreras que se han ido desarrollando en los últimos
meses (Gestamp, Lear, Emfer-Tatsa, Donnelley, etc.) tienen carácter defensivo,
esto es, procuran frenar las suspensiones y despidos. No se proponen modificar
radicalmente la relación capital – trabajo. Pero la utilización del piquete y
de variadas formas de movilización callejera hace que las luchas trasciendan el
ámbito de la fábrica. Los periodistas e intelectuales que despotrican contra
los piquetes, haciendo referencia a los prejuicios que generan los piqueteros a
los automovilistas, juegan sucio. En verdad, lo que les importa es suprimir los
piquetes para borrar toda huella de que las luchas entre capital y trabajo son
luchas políticas.
La cuestión de los piquetes
pone en discusión el carácter de nuestra democracia, tal como ésta ha sido
concebida desde 1983 en adelante. La democracia argentina (como la democracia
capitalista en general) tiene como punto de partida una rígida separación entre
los ámbitos del ciudadano y del trabajador. Así, la ciudadanía garantiza
participar en la elección de los gobernantes y la igualdad de los ciudadanos
ante la ley (por ejemplo, un ciudadano = un voto). En cambio, el trabajador se
encuentra con condiciones políticas bien diferentes; en su lugar de trabajo,
las decisiones acerca de qué producir, cómo producirlo, en qué cantidad y para
quién, son tomadas por los dueños de la empresa, sin que se lo consulte en lo
más mínimo. El lugar de trabajo es una dictadura, no una democracia. Como el
trabajo es aquello que la mayoría de las personas hacen la mayor parte de sus
vidas, resulta que las personas viven buena parte de su tiempo en condiciones
de dictadura, aprendiendo en la práctica que no pueden tomar decisiones propias
acerca de su existencia. Ahora bien, la separación a la que hicimos mención más
arriba garantiza que esta situación no sea percibida. Por política se entiende
el ámbito de las elecciones, de los partidos, del Congreso, etc. En cambio, el
lugar de trabajo es un sitio a-político, en el sentido de que las reglas de
juego imperantes en él han sido instituidas por individuos que celebraron un
contrato estando en condiciones adecuadas para expresar su consentimiento. Más
claro, la relación capital – trabajo es vista como el producto del contrato, y
no como una relación política de sometimiento y explotación del trabajo por el
capital. El individualismo (“cada uno debe cuidar su propia espalda”) es la
expresión práctica de esta situación.
La izquierda clasista, al
plantear el carácter político del enfrentamiento entre capital y trabajo,
quiebra el consenso establecido a partir de 1983. Frente a las revoluciones
“culturales” propuestas por el progresismo y el kirchnerismo, la izquierda
patea el tablero, al plantear que la única democratización en serio de nuestra
sociedad pasa por el establecimiento de la democracia en el lugar de trabajo.
Para ello es preciso abordar la cuestión de la propiedad privada, pues ella es
el secreto del poder de los empresarios. Sólo así será posible establecer una
democracia que supere la escisión entre lo abstracto de los derechos y su
concreción en la práctica.
Al principio de este
artículo afirmamos que el dato más significativo del paro del 27 y 28 de agosto
fue la constitución de la izquierda clasista como actor político significativo.
Lejos de ser expresiones coyunturales, el piquete y el reconocimiento de la
lucha de clases entre empresarios y trabajadores apuntan al núcleo de las
relaciones de poder en la sociedad argentina. Por ello, y más allá de los
desafíos que se abren para la izquierda y el movimiento obrero, el ascenso de
la izquierda clasista es el fenómeno político más importante desde 1983.
Villa Jardín, martes
2 de septiembre de 2014
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