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martes, 15 de septiembre de 2020

DERECHOS HUMANOS, SOCIEDAD Y ESTADO CURSO 2020 – CLASE N° 13

“El dinero es como la grasa del cuerpo político,

que si abunda en demasía impide su agilidad

y si es poca significa que está enfermo.”

William Petty (1623-1687), economista irlandés.

 


Bienvenidas y bienvenidos a la décimo tercera clase del curso.

Hoy continuaremos nuestro recorrido por la filosofía de los contractualistas; es el turno de John Locke (1632-1704), filósofo inglés y uno de los fundadores del liberalismo político. Su obra Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil (1690) [1] es, a la vez, una justificación de la “Revolución Gloriosa” de 1688 [2] y una defensa de los principios fundamentales del liberalismo. El capítulo 5 de la obra, dedicado a la propiedad, constituye una pieza central en el armado de la concepción política del liberalismo, al considerar a la propiedad como un derecho natural, anterior a la sociedad política. Para justificar la existencia de la propiedad, sostiene que la misma tiene origen en el trabajo. Como el trabajo es imprescindible para la existencia humana, la propiedad es natural a la existencia de los individuos mismos. Además, Locke procura explicar la existencia de riqueza en manos de algunos individuos, recurriendo para ello a la asignación convencional de un valor a los metales preciosos. De ese modo, quienes esos metales pueden adquirir cosas en una cantidad mayor de la que precisan para vivir.

Vayamos a la clase propiamente dicha.


El trabajo como origen y fuente de la propiedad privada:

En esta clase nos limitaremos a exponer, de manera somera, el argumento de Locke. En el origen de los tiempos, la propiedad común:

“Dios, que ha dado en común el mundo a los hombres, también les ha dado la razón, a fin de que hagan uso de ella para conseguir mayor beneficio de la vida, y mayores ventajas. La tierra y todo lo que hay en ella le fueron dados al hombre para soporte y comodidad de su existencia. (…) todos los frutos que la tierra produce naturalmente, así como las bestias que de ellos se alimentan, pertenecen a la humanidad comunitariamente, al ser productos espontáneos de la naturaleza”. (p. 56).

 

La propiedad común es, sin embargo, una propiedad abstracta, pues la naturaleza no se deja apropiar sin ejercer alguna acción sobre ella. En otras palabras, los frutos que la tierra produce naturalmente y los animales que se alimentan de ellos sólo pueden ser apropiados por los seres humanos si interviene una actividad que opera como mediadora entre ellos y la naturaleza. Locke lo plantea así:

“Aunque nadie tiene originalmente un exclusivo dominio privado sobre ninguna de estas cosas [los frutos y los animales] tal y como son dadas en el estado natural, ocurre, sin embargo, que, como dichos bienes están ahí para uso de los hombres, tiene que haber necesariamente algún medio de apropiárselos antes de que puedan ser utilizados de algún modo o resulten beneficiosos para algún hombre en particular. El fruto o la carne de venado que alimentan al indio salvaje, el cual no ha oído hablar de cotos de caza y es todavía un usuario de la tierra en común con los demás, tienen que ser suyos; y tan suyos, es decir, tan parte de sí mismo, que ningún otro podrá tener derecho a ellos antes de que su propietario haya derivado de ellos algún beneficio que dé sustento a su vida.” (p. 56).

La actividad que vuelve concreta a la propiedad común, y la convierte al mismo tiempo en propiedad privada, es el trabajo. El párrafo claro es el siguiente:

“Aunque la tierra y todas las criaturas inferiores pertenecen en común a todos los hombres, cada hombre tiene, sin embargo, una propiedad que pertenece a su propia persona; y a esa propiedad nadie tiene derecho, excepto él mismo. El trabajo de su cuerpo y la labor producida por sus manos podemos decir que son suyos. Cualquier cosa que él saca del estado en que la naturaleza la produjo y la dejó, y la modifica con su labor y añade a ella algo que es de sí mismo, es, por consiguiente, propiedad suya. Pues al sacarla del estado común en el que la naturaleza la había puesto, agrega a ella algo con su trabajo, y ello hace que no tengan ya derecho a ella los demás hombres.” (p. 56-57).

Sin la intervención del trabajo, así más no sea el ejercicio de la fuerza necesaria para arrancar una manzana del árbol, es imposible obtener nada de la naturaleza, aunque ella haya sido otorgada en propiedad común a los hombres. Como las personas requieren de la naturaleza para satisfacer sus necesidades, el trabajo es condición ineludible de la existencia humana. En este punto, cobra fuerza el argumento lockeano, pues al sostener que la propiedad privada tiene su origen en el trabajo, se concluye que la propiedad también es una condición permanente de la existencia humana.

El trabajo es el creador de la propiedad. Por tanto, el trabajador es el primer propietario privado de la historia:

“El trabajo, al ser indudablemente propiedad del trabajador, da como resultado que ningún hombre, excepto él, tenga derecho a lo que ha sido añadido a la cosa en cuestión, al menos cuando queden todavía suficientes bienes comunes para los demás.” (p. 57).

Locke introduce una restricción para la propiedad surgida del trabajo. El trabajador sólo puede apropiarse aquello que efectivamente pueda consumir. Si excede dicho límite, desperdicia los frutos de la tierra, pues éstos se echan a perder, y perjudica así a sus congéneres, que no pueden disfrutarlos.

“La misma ley de la naturaleza que mediante este procedimiento nos da la propiedad, también pone límites a esa propiedad. (…) Todo lo que uno pueda usar para ventaja de su vida antes de que se eche a perder será aquello de lo que esté permitido apropiarse mediantes su trabajo. Mas todo aquello que excede lo utilizable será de otros. Dios no creó ninguna cosa para que el hombre la dejara echarse a perder o para destruirla.” (p. 59).

La propiedad de la tierra se adquiere también por medio del trabajo.

“Toda porción de tierra que un hombre labre, plante, mejore, cultive y haga que produzca frutos para su uso será propiedad suya. (…) Este derecho suyo no quedará invalidado diciendo que todos los demás tienen también un derecho igual a la tierra en cuestión y que, por lo tanto, él no puede apropiársela, no puede cercarla sin el consentimiento de todos los demás comuneros, es decir, del resto de la humanidad. Dios, cuando dio el mundo comunitariamente a todo el género humano, también le dio al hombre el mandato de trabajar; y la penuria de su condición requería esto de él. Dios, y su propia razón, ordenaron al hombre que sometiera la tierra, esto es, que la mejorara para beneficio de su vida, agregándole algo que fuese suyo, es decir, su trabajo. Por lo tanto, aquel que obedeciendo el mandato de Dios sometió, labró y sembró una parcela de la tierra añadió a ella algo que era de su propiedad y a lo que ningún otro tenía derecho ni podía arrebatar sin cometer injuria.” (p. 60).

Locke responde así a una cuestión de política práctica: durante la Revolución Inglesa de la década de 1640, los diggers [Cavadores] [3] defendieron la propiedad común de la tierra y fueron duramente reprimidos. La Revolución Gloriosa consolidó el poder político de la burguesía, y la base de este poder era la propiedad privada, siendo la propiedad de la tierra el núcleo de toda propiedad. Es por ello que Locke dedica tanta atención al problema de justificar la propiedad privada de la tierra. En un país en el que abundaba la gran propiedad en manos de parásitos (me refiero aquí a los lores), es irónico que Locke afirme que la apropiación privada de la tierra tiene origen en el trabajo del productor directo. Pero el argumento tiene sentido si se tiene presente que, al principio del capítulo que estamos analizando, había postulado la propiedad en común de la tierra y de los frutos y animales que ella produce. Era preciso encontrar un medio para justificar la apropiación privada de aquello que era originalmente de propiedad común, y ese medio es el trabajo. Ahora bien, también la propiedad privada de la tierra está sometida a la condición que rige para sus frutos y para los animales que se nutren de éstos: nadie puede apropiarse de más tierra de la que precisa para satisfacer sus necesidades.

“Esta apropiación de alguna parcela de tierra, lograda mediante el trabajo empleado en mejorarla, no implicó prejuicio alguno contra los demás hombres. Pues todavía quedaban muchas y buenas tierras, en cantidad mayor de la que los que aún no poseían terrenos podían usar. De manera que, efectivamente, el que se apropiaba una parcela de tierra no les estaba dejando menos a los otros; pues quien deja al otro tanto como a éste le es posible usar, es lo mismo que si no le estuviera quitando nada en absoluto.” (p. 61).

La propiedad privada es aceptada en la medida en que no afecta la posibilidad del prójimo de hacerse también de tierra en propiedad. Y todo esto es legitimado por el trabajo sobre la tierra, que crea la propiedad para el trabajador. El problema, y Locke lo abordará más adelante, consiste en explicar: a) cómo surgió la propiedad privada de los terratenientes ingleses, que poseen muchas más tierras que las que pueden adquirir mediante su trabajo; b) cómo se justifica la apropiación privada de todas las tierras en Gran Bretaña, pues la misma deja afuera de la propiedad a muchos nativos de las islas británicas.

Pero el trabajo no sólo es creador de propiedad privada. También es creador del valor. Mucho antes que los fisiócratas [4] y que Adam Smith (1723-1790), Locke afirma el hecho fundamental de la ciencia económica: 

“Es el trabajo lo que introduce la diferencia de valor en todas las cosas. Que cada uno considere la diferencia que hay entre un acre de tierra en el que se ha plantado tabaco o azúcar, trigo o cebada y otro acre de esa misma tierra dejado como terreno comunal, sin labranza alguna; veremos, entonces, que la mejora introducida por el trabajo es lo que añade a la tierra cultivada la mayor parte de su valor.” (p. 67).

Locke aplica esta noción a la tierra misma:

“Es (…) el trabajo lo que pone en la tierra la gran parte de su valor; sin trabajo, la tierra apenas vale nada. Y es también al trabajo a lo que debemos la mayor parte de los productos de la tierra que nos son útiles. Pues lo que hace que la paja, el grano y el pan producidos por aquel acre de trigo [se refiere a un acre de trigo cultivado en Inglaterra, en contraposición a un mismo acre en territorio indígena en América] sean más valiosos que lo que pueda producir naturalmente un acre de tierra sin cultivar es enteramente un efecto del trabajo.” (p. 69).

Es el trabajo y no la tierra la que genera valor. Esto es así porque el trabajo constituye el mediador eterno entre nosotros y la naturaleza. Locke rompe así con el pensamiento feudal, que consideraba a la tierra como lo más valioso. 

Además de tomar nota de la centralidad del trabajo en la generación del valor, Locke también percibe la importancia de la división del trabajo. El párrafo que sigue puede considerarse como clásico:

“Porque no son sólo el esfuerzo de quien empuñó el arado, ni el trabajo de quien trilló y cosechó el trigo, ni el sudor del panadero las únicas cosas que hemos de tener en cuenta al valorar el pan que nos comemos, sino que también debemos incluir el trabajo de quienes domesticaron a los bueyes que sacaron y transportaron el hierro y las piedras; el de quienes fabricaron la reja del arado y dieron forma a la rueda del molino y el de quienes construyeron el horno o cualquiera de los utensilios, que son numerosísimos, empleados desde el momento en que fue sembrada la semilla hasta que el pan fue hecho. Todo debe añadirse a la cuenta del trabajo y ha de considerarse como efecto suyo.” (p. 69-70).

La valoración positiva del trabajo se contrapone al desdén de la concepción clásica (por ejemplo, Platón) hacia el mismo. Locke realiza en el plano de la filosofía política una ruptura semejante a la llevada a cabo por la física de los siglos XVI y XVII. La relevancia que le atribuye al trabajo es análoga al papel que juega el experimento en la nueva física. 

Menciona al pasar algunas consecuencias del papel que atribuye al trabajo en la sociedad moderna.

En primer lugar, la razón es concebida en términos instrumentales: 

“Dios, que ha dado en común el mundo a los hombres, también les ha dado la razón, a fin de que hagan uso de ella para conseguir mayor beneficio de la vida, y mayores ventajas.” (p. 56).

En segundo lugar, el hombre pasa a ser el homo oeconomicus, concentrado en adquirir una propiedad y en maximizar sus ganancias.

“Dios (…) ha dado el mundo para que el hombre trabajador y racional lo use; y es el trabajo lo que da derecho a la propiedad, y no los delirios y la avaricia de los revoltosos y los pendencieros.” (p. 61).

En tercer lugar, el Estado debe dedicarse al crecimiento de la riqueza, mediante el desarrollo de la capacidad productiva del trabajo:

“[Es] preferible tener muchos hombres a tener vastos dominios; el aumento de tierras y el derecho de emplearlas es el gran arte del príncipe; (…) un príncipe que sea prudente y que, mediante leyes que garanticen la libertad, proteja el trabajo honesto de la humanidad y dé a los súbditos incentivo para ello, oponiéndose al poder opresivo y a las limitaciones de partido, pronto se convertirá en alguien demasiado fuerte como para que sus vecinos puedan competir con él.” (p. 69).


El dinero y la acumulación desigual de riqueza

Pero Locke no se limita a sostener que el trabajo genera la propiedad privada. Si sólo hiciera esto, su defensa del orden burgués quedaría trunca, pues el desarrollo de la economía mercantil implica la acumulación diferencial de riqueza o, dicho en otros términos, la diferencia creciente de riqueza entre las distintas clases sociales. En este caso, su problema consiste en encontrar un elemento, diferente del trabajo, que permita acumular tierra y otras cosas en grandes cantidades, independizándose así de los límites de la acumulación por el propio trabajo.

El dinero es la respuesta propuesta por Locke a la acumulación desigual de riqueza en la sociedad.

“El oro, la plata y los diamantes son cosas que han recibido su valor del mero capricho o de un acuerdo mutuo; pero son de menos utilidad para las verdaderas necesidades de la vida. (…) de estos objetos durables [los metales preciosos] podía acumular tantos como quisiese, pues lo que rebasaba los límites de su justa propiedad no consistía en la cantidad de cosas poseídas, sino en dejar que se echaran a perder, sin usarlas, las que estaban en su poder. (…) Así fue como se introdujo el uso del dinero: una cosa que los hombres podían conservar sin que se pudriera, y que, por mutuo consentimiento, podían cambiar por productos verdaderamente útiles para la vida, pero de naturaleza corruptible. (…) Y así como los diferentes grados de laboriosidad permitían que los hombres adquiriesen posesiones en proporciones diferentes, así también la invención del dinero les dio la oportunidad de seguir conservando dichas posesiones y de aumentarlas.” (p. 72-73).

El trabajo es el creador de propiedad privada, pero pone severas limitaciones a la misma. No se puede apropiar aquello que no puede ser consumido por el apropiador. Está claro que la burguesía no puede surgir de este modo. Locke introduce pues la cuestión de los metales preciosos, cuyo valor es establecido por convención y que, justamente por ser “inútiles” para el sostenimiento de la propia existencia, pueden ser acumulados sin perjudicar la propiedad comunal de los demás. Pero nos pide, a la vez, que aceptemos que esos bienes especiales sirven para acumular bienes perecederos y tierras. En otras palabras, es la propia voluntad de las personas la que crea tanto la riqueza como la riqueza.

“Ahora bien, como el oro y la plata, al ser poco útiles para la vida de un hombre en comparación con la utilidad del alimento, del vestido y de los medios de transporte, adquieren su valor, únicamente, por el consentimiento de los hombres, siendo el trabajo lo que, en gran parte, constituye la medida de dicho valor, es claro que los hombres han acordado que la posesión de la tierra sea desproporcionada y desigual. Pues mediante tácito y voluntario consentimiento, han descubierto el modo en que un hombre puede poseer más tierra de la que es capaz de usar, recibiendo oro y plata a cambio de la tierra sobrante; oro y plata pueden ser acumulados sin causar daño a nadie (…) Esta distribución desigual de las cosas según la cual las posesiones privadas son desiguales ha sido posible al margen de las reglas de la sociedad y sin contrato alguno; y ello se ha logrado, simplemente, asignando un valor al oro y a la plata, y acordando tácitamente la puesta en uso del dinero”. (p. 74).

La propiedad privada y su distribución desigual se originan en el estado de naturaleza. Son anteriores a la sociedad y al Estado. Ningún elemento de violencia entra en constitución. En este sentido, Locke formula la versión burguesa del origen del capital. Mucho tiempo después, en 1867, Karl Marx (1818-1883) sometería a una crítica implacable a dicha versión en El Capital (1867).

En nuestro próximo encuentro virtual analizaremos los capítulos 8 y 9 de la obra. Les agradezco mucho su atención.

 

Villa del Parque,  martes 15 de septiembre de 2020


NOTAS:

[1] Todas las citas de la obra han sido tomadas de la traducción de Carlos Mellizo: Locke, J. (2000). Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil: Un ensayo acerca del verdadero origen, alcance y fin del Gobierno Civil. Madrid: Alianza.

[2] Se denomina así a un episodio de la historia inglesa, que representó la consumación de las revolución burguesa en ese país. El derrocamiento del monarca Jacobo II (1633-1701) y la asunción al trono de Guillermo de Orange (1650-1702) terminó con la monarquía absoluta y consolidó el régimen parlamentario. La burguesía se aseguró así el control del poder político.

[3] Grupo cristiano radical que tomó parte en la Revolución burguesa inglesa de la década de 1640. Fundado por Gerrard Winstanley (1609-1676) en 1649, su objetivo era la abolición de la propiedad privada de la tierra.

[4] Corriente de pensamiento económico desarrollada en Francia durante el siglo XVIII. Su principal representante es François Quesnay (1694-1774). El núcleo de su teoría consistía en la afirmación de que el trabajo agrícola era la fuente de la riqueza de las naciones. 

miércoles, 9 de septiembre de 2020

DERECHOS HUMANOS, SOCIEDAD Y ESTADO CURSO 2020 – CLASE N° 12

 

“Quien funda un Estado y le da leyes debe suponer a todos

los hombres malos y dispuestos a emplear su malignidad

natural siempre que la ocasión se los permita.”

Maquiavelo (1469-1527), filósofo y político italiano



 

Bienvenidas y bienvenidos a la duodécima clase del curso.

En nuestro encuentro anterior presentamos la concepción del estado de naturaleza del filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679). Este autor es el primero de los contractualistas, es decir, del grupo de filósofos que postularon que la sociedad era el resultado de un pacto o contrato entre los individuos, convenio que permitía salir del mencionado EN. A diferencia de filósofos como Aristóteles (384-322 a. C.), que sostenían que el SH era un ser social por naturaleza (no podía vivir fuera de la sociedad), los contractualistas afirmaban que la sociedad era artificial y que la condición natural de los SH era el EN.

Ahora nos corresponde estudiar cómo concibe Hobbes el surgimiento del Estado. Para ello trabajaremos los capítulos XVII y XVIII del Leviatán (1651). [1]

En fin, pasemos a la clase.


El capítulo XVII, titulado “De las causas, generación y definición de un Estado”, da comienzo a la segunda parte del Leviatán, dedicada precisamente al Estado.

Hobbes retoma los resultados obtenidos en el capítulo XIII, donde examinó la condición de los SH en el EN.

¿Cuál es la causa final y el fin de los SH?

Hobbes responde que “es el cuidado de su propia conservación” (p. 137). Dada que esa es la finalidad que mueve la existencia de las personas, éstas quieren abandonar la guerra de todos contra todos (que, como hemos visto la clase anterior, es propia del EN) y lograr “una vida más armónica”. Es por ello que admiten la restricción de su libertad. Es por ello que aceptan la creación del Estado.

En el EN, la condición de los SH es “miserable” porque

“no existe poder visible que los tenga a raya y los sujete, por temor al castigo, a la realización de sus pactos y a la observancia de las leyes de naturaleza.” (p. 137). [2]

Hobbes señala que las LN son contrarias a nuestras pasiones naturales, las cuales nos conducen a la parcialidad, al orgullo, a la venganza, etc. Por eso es imposible confiar en las promesas, en la palabra de las personas, dado que somos seres egoístas por naturaleza. La conclusión a la que llega el filósofo es:

“Los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza para proteger a los seres humanos, en modo alguno.” (p. 137).

En otras palabras, la condición natural de los SH consiste en hacerse la guerra entre sí, puesto que cada uno de ellos quiere preservar su vida y para ello precisa apropiarse de los bienes que desean también sus congéneres. El resultado es la mencionada guerra de todos contra todos. Las bases filosóficas del argumento hobbesiano son el individualismo metodológico y el esencialismo. Como ya vimos estas cuestiones en la clase anterior (y volveremos sobre ellas al estudiar a otros contractualistas), no es necesario detenernos aquí. La crítica de esas bases filosóficas no debe opacar el descubrimiento de Hobbes: el monopolio de la violencia como el fundamento del Estado. El autor inglés tiene en claro que en una sociedad mercantil impera el egoísmo, el cual sólo puede ser moderado y contenido por la amenaza de la fuerza. [3]

El análisis de Hobbes es descarnado. Toda la existencia humana hasta la aparición del Estado está marcada por la lucha de todos contra todos. Antes de la conformación de las naciones, las pequeñas familias se dedicaban a “robarse y expoliarse” como forma de comercio. Más tarde, las ciudades y los reinos hicieron lo mismo:

“Se esfuerzan cuanto pueden para someter o debilitar a sus vecinos, mediante la fuerza ostensible y las artes secretas, a falta de otra garantía; y en edades posteriores se recuerdan con honores estos hechos.” (p. 137).

Ahora bien, ¿cómo se constituye un Estado?, ¿cuáles son sus características?

En primer lugar, no tenemos un Estado cuando se da “la conjunción de un pequeño número de personas” (p. 138). Eso no da seguridad frente a las invasiones de los vecinos. Hobbes indica que no existe un número preciso de cuántas personas son necesarias para poder hablar de Estado, pues lo importante es la relación con los países vecinos, la comparación con la fuerza del enemigo.

En segundo lugar, el Estado no es la mera existencia de una “gran multitud”. Hace falta que entre sus integrantes no predominen los “particulares juicios y particulares apetitos”, pues si eso ocurre la multitud se estorba, de manera que “esa oposición mutua reduce su fuerza [la de la multitud] a la nada” (p. 138). Unos pocos que estén “en perfecto acuerdo” pueden someter a esa multitud desunida. [4]

En tercer lugar, hace falta que el gobierno dure más que el tiempo necesario para triunfar en una batalla o en una guerra. El Estado debe ser permanente para evitar la disgregación ocasionada “por la diferencia de intereses” (p. 139). Esa disgregación implica el retorno al Estado de naturaleza, a la guerra de todos contra todos.

Hobbes compara a los SH con las abejas y las hormigas, animales sociales que no obedecen a un poder común. Aquellos tienen una inteligencia natural, carecen de razón; en cambio, los SH poseen “buena inteligencia” entre ellos porque por “pacto, es decir, de modo artificial” (p. 140). Debido a ello se requiere “algo más que haga su convenio constante y obligatorio; ese algo es un poder común que los mantenga a raza y dirija sus acciones hacia el beneficio colectivo.” (p. 140).

Ahora podemos reiterar la pregunta: ¿cómo se constituye el Estado?

“[Por el acto de] conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o una asamblea de hombres, todos los cuales por pluralidad de votos, [que] pueda reducir sus voluntades a una voluntad.” (p. 140).

El acuerdo entre los individuos transforma la voluntad individual en voluntad general.

“Que cada uno considere como propio que se reconozca a sí mismo como autor de cualquier cosa que haga o promueva quien representa su persona, en aquellas cosas que concierne a la paz y a la seguridad comunes; que, además, sometan sus voluntades cada uno a la voluntad de aquél, y sus juicios a su juicio.” (p. 140).

Hobbes presenta así el pacto [5] que da origen al Estado:

autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres mi derecho de gobernarme a mí mismo, con la condición de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho, y autorizaréis todos sus actos de la misma manera.” (p. 141).

La multitud así unida en una persona se denomina Estado, al que Hobbes le da el nombre de Leviatán y lo califica de “dios mortal” (p. 141). A él debemos “nuestra paz y nuestra defensa”:

“Porque en virtud de esta autoridad que se le confiere por cada SH particular en el Estado, posee y utiliza tanto poder y fortaleza, que el terror que inspira es capaz de conformar las voluntades de todos ellos para la paz, en su propio país, y para la mutua ayuda contra sus enemigos, en el extranjero. Y en ello consiste la esencia del Estado, que podemos definir así: una persona de cuyos actos una gran multitud, por pactos mutuos, realizados entre sí, ha sido instituida por cada uno como autor, al objeto de que pueda utilizar la fortaleza y medios de todos, como lo juzgue oportuno, para asegurar la paz y defensa común.” (p. 141).

El titular de este poder es el soberano; tiene poder soberano. Cada uno de los que lo rodea es súbdito suyo.

Existen dos formas de convertirse en soberano: a) Estado por adquisición, cuando un individuo somete a otros por actos de guerra; b) Estado por institución, los SH poseen acuerdos entre sí, para someterse voluntariamente a alguna persona o asamblea de personas. Hobbes señala que este último es el Estado político en el sentido pleno del término.

El capítulo XVIII se titula “De los derechos de los soberanos por institución” y se refiere al Estado político.                                         

“Dícese que un Estado ha sido instituido cuando una multitud de SH convienen y pactan, cada uno con cada uno, que a una cierta persona o asamblea de personas se le otorgarán, por mayoría, el derecho de representar a la persona de todos (es decir, de ser su representante).”

Todos (los que votaron a favor y los que votaron en contra) deben autorizar como suyos propios los actos de este Leviatán, para “vivir apaciblemente entre sí y ser protegidos contra otros SH” (p. 142). Lo opuesto del Leviatán es “la confusión de una multitud disgregada” (p. 142).

Es el consentimiento del pueblo reunido quien crea el poder soberano. Aquí encontramos la continuidad del camino iniciado más de un siglo antes por Maquiavelo, quien en el Príncipe había descubierto un nuevo actor político: el pueblo. En Hobbes, dejando de lado el individualismo del EN y su esencialismo, es el conjunto de individuos (el pueblo) quien constituye al soberano.

Ahora bien, el soberano tiene derechos y facultades. Entre los derechos del Estado hay uno muy importante. El soberano (ya sea una persona – monarca – o una asamblea):

“Como el fin de esta institución [el Leviatán] es la paz y la defensa de todos, y como quien tiene derecho al fin lo tiene también a los medios, corresponde de derecho a cualquier persona o asamblea que tiene la soberanía ser juez, a un mismo tiempo, de los medios de paz y de defensa, y juzgar también acerca de los obstáculos e impedimentos que se oponen a los mismos.” (p. 144).

Mediante lo anterior es posible lograr los objetivos del soberano: evitar la discordia en el propio país y la discordia del extranjero.

Hobbes sostiene que el soberano debe ser juez “acerca de que opiniones y doctrinas son adversas y cuáles conducen a la paz” (p. 144). [6] También corresponde al soberano dictar las normas de propiedad.

En síntesis, los derechos que constituyen la esencia de la soberanía son: a) la milicia, con la que se ejecutan las leyes; b) el poder de acuñar moneda, sin el cual la milicia es inútil; c) el gobierno de las doctrinas, sin el cual los SH “se rebelarán contra el temor de los espíritus” (p. 148). Nótese que los pilares del Estado son: el monopolio de la violencia, el monopolio de la moneda, el monopolio de la censura.

Hobbes concluye que los inconvenientes del Leviatán son pequeños comparados con las penurias de la guerra civil o el EN.

En la próxima clase comenzaremos el estudio de la obra del filósofo inglés John Locke (1632-1704), Segundo tratado sobre el gobierno civil (1690).

 

Villa del Parque,  miércoles 9 de septiembre de 2020


ABREVIATURAS:

EN = Estado de naturaleza / LN = Leyes de naturaleza / SH= Seres humanos


NOTAS:

[1] En esta clase utilizo la siguiente edición: Hobbes, T. (2005). Leviatán o la materia, forma y poder de una república, eclesiástica y civil. Buenos Aires, Argentina: Fondo de Cultura Económica de Argentina. La obra fue publicada por primera vez en Londres en 1651.

[2] Hobbes describe las LN en los capítulos XIV y XV del Leviatán.

[3] Hobbes apunta con tono melancólico que si hubiera “una gran multitud de individuos, concordes en la observancia de la justicia y de otras leyes de naturaleza, pero sin un poder común para mantenerlos a raya, podríamos suponer igualmente que todo el género humano hiciera lo mismo, y entonces no existiría ni sería preciso que existiera ningún gobierno civil o Estado, en absoluto, porque la paz existiría sin sujeción alguna.” (p. 139). Hay Estado porque los SH son egoístas y compiten entre sí. El Estado es indicador del grado de egoísmo de los SH; sólo él, con toda su potencia (el uso del terror para imponer la paz) puede refrenar a los individuos, evitando la guerra de todos contra todos. Pero Hobbes no indaga las condiciones sociales que crean ese tipo de individuo, egoísta y pendenciero. Su explicación es esencialista: el SH es egoísta por naturaleza.

[4] Por eso, “cuando no existe un enemigo común, se hacen la guerra unos a otros, movidos por sus particulares intereses” (p. 138). De ahí la centralidad de la fuerza en la concepción hobbesiana.

[5] “La mutua transferencia de derechos es lo que los SH llaman contrato. (…) Por otro lado, uno de los contratantes, a su vez, puede entregar la cosa convenida y dejar que el otro realice su prestación después de transcurrido un tiempo determinado, durante el cual confía en él. Entonces, respecto del primero, el contrato se llama pacto o convenio.” (p. 109).

[6] “Porque los actos de los SH proceden de sus opiniones, y en el buen gobierno de las opiniones consiste el buen gobierno de los actos humanos respecto a su paz y concordia.” (p. 145). “Aunque en materia de doctrina, nada debe tenerse en cuenta sino la verdad, nada se opone a la regulación de la misma por vía de paz. Porque la doctrina que está en contradicción con la paz, no puede ser verdadera, como la paz y la concordia no pueden ir contra la ley de naturaleza.” (p. 145).

lunes, 31 de agosto de 2020

DERECHOS HUMANOS, SOCIEDAD Y ESTADO CURSO 2020 – CLASE N° 11

 



“Los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras,

sin fuerza para proteger al hombre, en modo alguno.

Thomas Hobbes (1588-1679), filósofo inglés.


Bienvenidas y bienvenidos a la undécima clase del curso.

Hoy comenzaremos una serie de dos encuentros dedicados al análisis del Leviatán (1651) [1], la obra más conocida del filósofo inglés Thomas Hobbes. A la vez, iniciaremos nuestro recorrido por el contractualismo, una de las corrientes de la filosofía política más influyente de la Modernidad. En ese recorrido examinaremos brevemente las teorías de Hobbes, John Locke (1632-1704) y Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). En el tratamiento de estos autores privilegiaremos sus concepciones del Estado, dado que en ellas se encuentran elementos significativos para abordar los problemas políticos de la actualidad. Aunque esto será remarcado a lo largo de las clases, es importante señalar desde un principio que la filosofía de los contractualistas es inseparable de la expansión de la economía mercantil. En este sentido, si los contractualistas fueron los primeros filósofos en enunciar la tesis de la igualdad de los SH (a contrapelo de la filosofía anterior, basada en la desigualdad humana), eso fue posible porque el mercado iguala a las personas, en el sentido de que en él todos son compradores y vendedores de mercancía, nada más ni nada menos. ¿Qué ocurre con quienes carecen de mercancías? Eso lo veremos en las próximas clases, sobre todo cuando estudiemos la posición de los socialistas.

En fin, dejo de adelantar cosas y paso a la clase.


Nicolás Maquiavelo (1469-1527) y Thomas Hobbes ocupan un lugar destacado en el campo de la filosofía política por ser los principales teóricos del Estado moderno.

Maquiavelo puso en el centro del escenario la cuestión de la violencia, más específicamente, el papel de la misma en el surgimiento y consolidación de los Estados. De ese modo, el florentino discute, si se me permite el anacronismo, las obras de los filósofos contractualistas, quienes afirman que el Estado es producto de un acuerdo entre los SH. No se trata, por cierto, de que Maquiavelo haya estado dotado de las artes de la adivinación, sino que su propia posición excepcional, a caballo entre el mundo feudal y el mundo moderno, le permite tomar distancia de su época y percibir aquellos rasgos, todavía incipientes, que luego formarán parte del sentido común de la sociedad moderna. Mientras que los autores posteriores procuraron ocultar el papel jugado por la violencia en el Estado moderno y presentar en todo momento a la voluntad estatal como la voluntad del conjunto de la sociedad, Maquiavelo tiene presente que ese Estado es producto de un acto de violencia, que la violencia es ejercida por los poderosos para crear y consolidar su posición, y que la lucha entre los distintos sectores sociales es la que va plasmando los rasgos característicos del Estado.

A diferencia de Maquiavelo, Hobbes es un contractualista. En otras palabras, afirma que existe un estado de naturaleza previo a la sociedad, y que el Estado surge como resultado de un contrato (o pacto) celebrado entre los SH. No obstante ello, Hobbes desborda en todo momento los límites de lo esperable para el contractualismo y efectúa así una crítica implacable del Estado moderno, aún cuando sus intenciones están muy lejos de ello. Al igual que Maquiavelo, Hobbes es un pensador de transición, en el sentido de que vivió una época donde lo antiguo todavía persistía y lo moderno se perfilaba confusamente. Fue contemporáneo de la revolución burguesa inglesa (década de 1640) [2], que culminó con el triunfo de Thomas Cromwell; en la contienda, Hobbes apoyó a los monárquicos y marchó al exilio luego de la derrota de estos. El Leviatán es producto de la reflexión sobre esa derrota; Paradójicamente, la obra, concebida como una defensa de la monarquía, puso en discusión los fundamentos de la misma al proclamar el principio de la igualdad de los SH.

En esta clase analizaremos el capítulo XIII del Leviatán,  titulado “De la Condición Natural del Género Humano, en lo que Concierne a su Felicidad y su Miseria”. Constituye una descripción del estado de naturaleza. Es una excelente introducción a la concepción hobbesiana del Estado, en la medida en que obliga al lector a dejar de lado sus preconceptos.

Hobbes comienza dicho capítulo planteando que los SH son iguales:

“La Naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades del cuerpo y del espíritu que, si bien un hombre es, a veces, evidentemente, más fuerte de cuerpo o más sagaz de entendimiento que otro, cuando se considera en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre no es tan importante que uno pueda reclamar, a base de ella, para sí mismo, un beneficio cualquiera al que otro no pueda aspirar como él.” (p. 100).

Al hacer esto, rompe con la tradición de la filosofía política, que defendía hasta el cansancio la tesis de la desigualdad de los SH. [3] La monarquía en particular, y toda forma de gobierno en las sociedades precapitalistas, era la consumación de esta desigualdad, pues el príncipe ejercía el poder en virtud de que era diferente a la masa de sus súbditos. [4] El pensamiento clásico sostenía que sólo unos pocos tenían la sabiduría para gobernar, en tanto que la mayoría sólo estaba capacitada para obedecer. Por ello, el planteo de Hobbes representa una verdadera revolución copernicana en filosofía política.

El postulado de la igualdad de los seres humanos determina que el gobierno ya no puede asentarse en el mero reconocimiento de que unas personas son superiores a otras; a partir de este momento, el pensamiento político tiene que dedicarse a reflexionar sobre cómo legitimar el gobierno en una situación en donde las personas son iguales.

Ahora bien, el postulado de la igualdad no surge de la cabeza de Hobbes. Pensar así equivaldría a caer en una concepción idealista, que convierte a las ideas en autónomas, capaces de reproducirse a sí mismas y de ordenar el mundo a su imagen y semejanza. Hay toda una realidad social detrás de la afirmación de la igualdad por Hobbes, y es esta realidad quien debe ser indagada si queremos conocer las razones por las que el pensamiento político entroniza a la noción de igualdad, a punto tal que la defensa de la desigualdad entre los SH va quedando confinada paulatinamente a los teóricos del pensamiento conservador.

El éxito de la noción de igualdad va asociado a la expansión de la economía mercantil. Los bienes y servicios necesarios para la satisfacción de las necesidades son producidos como mercancías, es decir, como bienes y servicios destinados a ser vendidos en el mercado por productores que son propietarios privados de los mismos. La economía natural, es decir, la producción para la satisfacción de las necesidades del grupo sin pasar por el mercado va quedando relegada a bolsones cada vez más reducidos de la sociedad.

En la economía mercantil todas las mercancías son iguales en el sentido de que todas ellas son producto del trabajo humano, y sólo se diferencian por la cantidad de trabajo que posee cada una de ellas. Dicho de otro modo, las mercancías, en tanto mercancías, sólo difieren entre sí por la cantidad de tiempo de trabajo que requiere su producción. Si las mercancías fueran radicalmente desiguales sería imposible cambiarlas en un mercado. Si un par de zapatos y un aire acondicionado no tuvieran nada en común, todo cambio entre ellos sería irrealizable. ¿Qué tienen en común el par de zapatos y el aire acondicionado? El ser mercancías, esto es, productos del trabajo humano destinados a ser vendidos en el mercado. En este sentido, el par de zapatos y el aire acondicionado son iguales y sólo difieren en cuanto al precio (pues representan cantidades desiguales de tiempo de trabajo). La igualdad de los bienes y los servicios en el mercado encuentra su máxima expresión en el dinero. El dinero puede comprar todas las mercancías existentes en el mercado y encuentra únicamente como límite a la cantidad. Da lo mismo que el dinero sea producto de picar piedra, cocinar tortas, alquilar taxis o realizar préstamos usurarios: 100 pesos son iguales a 100 pesos, independientemente de su procedencia. La desigualdad en las cantidades requiere de la igualdad cualitativa: las mercancías son producto del trabajo humano. Este es el terreno que permitió el desarrollo de la noción de igualdad en la filosofía política.

Hobbes toma como punto de partida a la igualdad entre los SH en el estado de naturaleza.

Ahora bien,  ¿qué es el estado de naturaleza?

Hobbes lo describe como “…el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos” (p. 102).

El estado de naturaleza no es una etapa pacífica de la humanidad. Para Hobbes, se trata de un estado solitario y de guerra de todos contra todos:

“Los hombres no experimentan placer ninguno (sino, por el contrario, un gran desagrado) reuniéndose, cuando no existe un poder capaz de imponerse a todos ellos. (…) “Todo aquello que es consustancial a un tiempo de guerra, durante el cual cada hombre es enemigo de los demás, es natural también en el tiempo en que los hombres viven sin otra seguridad que la que su propia fuerza y su propia invención puedan proporcionarles. En una situación semejante no existe oportunidad para la industria, ya que su fruto es incierto; por consiguiente no hay cultivo de la tierra, ni uso de los artículos que pueden ser importados por mar, ni construcciones confortables, ni instrumentos para mover y remover las cosas que requieren mucha fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad; y lo que es peor de todo, existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve.” (pp. 102-103).

El estado de naturaleza es un estado asocial, en el sentido de que los seres humanos viven dispersos, solitarios, sin constituir una sociedad ni vivir bajo las reglas impuestas por un poder común. Está marcado por la lucha de todos contra todos, que pone en permanente riesgo la vida y las posesiones de las personas.

¿Cuál es la causa de la guerra de todos contra todos?

Hobbes remite aquí a una explicación esencialista [5], que lo ubica dentro de las coordenadas del individualismo metodológico (la corriente que sostiene que el individuo tiene que ser el punto de partida de todo análisis social). Es precisamente la igualdad entre las personas la que da origen a la lucha:

“De esta igualdad en cuanto a la capacidad se deriva la igualdad de esperanza respecto a la consecución de nuestros fines. Esta es la causa de que si dos hombres desean la misma cosa, y en modo alguno pueden disfrutarla ambos, se vuelven enemigos, y en el camino que conduce al fin (que es, principalmente, su propia conservación y a veces su delectación tan sólo) tratan de aniquilarse o sojuzgarse uno a otro. (…) Dada esta situación de desconfianza mutua, ningún procedimiento tan razonable existe para que un hombre se proteja a sí mismo, como la anticipación, es decir, el dominar por medio de la fuerza o por la astucia a todos los hombres que pueda, durante el tiempo preciso, hasta que ningún otro poder sea capaz de amenazarle. Esto no es otra cosa sino lo que requiere su propia conservación, y es generalmente permitido.” (p. 101).

En el esquema hobbesiano, la igualdad genera la lucha porque los SH son egoístas y porque viven aislados. La cuestión del aislamiento no es menor, pues determina que toda apropiación por el individuo adquiere un carácter privado, no social. Como naturalmente viven aislados, toda vez que un individuo consigue algo, se lo apropia para sí y lo resguarda de sus congéneres. Este aislamiento, esta apropiación privada, se asemeja a las condiciones del mercado, en el sentido de que en este último los propietarios privados se apropian de manera privada el fruto de la venta de sus mercancías. Además, la competencia entre los individuos en un mercado se asemeja al estado de guerra de todos contra todos que se verifica en el estado de naturaleza.

Cuando Hobbes responde a hipotéticas objeciones sobre la pertinencia de la noción de estado de naturaleza, su respuesta remite, precisamente, a las características que adquiere la existencia humana en una economía mercantil:

“A quien no pondere estas cosas puede parecerle extraño que la Naturaleza venga a disociar y haga a los hombres aptos para invadir y destruirse mutuamente; y puede ocurrir que no confiando en esta inferencia basada en las pasiones, desee, acaso, verla confirmada por la experiencia. Haced, pues, que se considere a sí mismo; cuanto emprende una jornada, se procura armas y trata de ir bien acompañado; cuando va a dormir cierra las puertas; cuando se halla en su propia casa, echa la llave a sus arcas; y todo esto aun sabiendo que existen leyes y funcionarios públicos armados para vengar todos los daños que le hagan. ¿Qué opinión tiene, así, de sus conciudadanos, cuando cabalga armado; de sus vecinos, cuando cierra sus puertas; de sus hijos y sirvientes, cuando cierra sus arcas? ¿No significa esto acusar a la humanidad con sus actos, como yo lo hago con mis palabras?” (p. 103).

La economía mercantil puede mirarse al espejo del estado de naturaleza hobbesiano. La competencia entre productores privados se asemeja a la guerra de todos contra todos; la incertidumbre acerca de la posibilidad de mantener la posición en el mercado se parece peligrosamente a la incertidumbre del hombre en estado de naturaleza, quien sabe que el bien que ha conseguido no está a salvo de las asechanzas de sus semejantes. En este punto, cabe acotar que el mismo Hobbes admite que la existencia del estado de naturaleza es cuanto menos dudosa:

“Acaso puede pensarse que nunca existió un tiempo o condición en que se diera una guerra semejante, y, en efecto, yo creo que nunca ocurrió generalmente así, en el mundo entero” (p. 103).

Si Hobbes no está convencido de la existencia misma del estado de naturaleza, ¿cuál es la necesidad de introducir el concepto en el análisis de la sociedad?, ¿de dónde sacó los rasgos característicos de dicho estado?

La noción de estado de naturaleza le permite justificar las características del Estado moderno, haciendo de este un elemento imprescindible para la existencia de la sociedad. Si el estado natural de la humanidad es la guerra, sólo un poder capaz de someter por la fuerza a las personas es capaz de asegurar la paz. La sociedad de individuos aislados, egoístas, sólo puede sobrevivir en la medida en que exista un órgano represivo, el Estado. A diferencia de los filósofos posteriores, Hobbes se permite hablar a calzón quitado y decir aquello que los otros esconden con montañas de palabras: el Estado está para preservar la propiedad, esa es su función primordial.

“En esta guerra de todos contra todos, se da una consecuencia: que nada puede ser injusto. Las nociones de derecho e ilegalidad, justicia e injusticia están fuera de lugar. Donde no hay poder común, la ley no existe: donde no hay ley, no hay justicia. En la guerra, la fuerza y el fraude son las dos virtudes cardinales. Justicia e injusticia no son facultades ni del cuerpo ni del espíritu. Si lo fueran, podrían darse en un hombre que estuviera solo en el mundo, lo mismo que se dan sus sensaciones y pasiones. Son, aquéllas, cualidades que se refieren al hombre en sociedad, no en estado solitario. Es natural también que en dicha condición no existan propiedad ni dominio, ni distinción entre tuyo y mío; sólo pertenece a cada uno lo que puede tomar, y sólo en tanto que puede conservarlo.” (p. 104).

Además, Hobbes señala que la justicia no existe en estado de naturaleza. De modo que la moral de una sociedad es funcional a los objetivos del Estado, y surge con éste. Justicia y propiedad son creación del Estado, quien es el encargado de refrendar una determinada distribución de los bienes. De ese modo, la burguesía, la clase rectora en la sociedad moderna, no puede recurrir a ninguna idea natural de justicia para defender su dominación; la justicia es una creación estatal y remite a una determinada distribución del poder entre los grupos sociales. El Estado es concebido, entonces, como el estado de los propietarios, con la salvedad de que, a diferencia de Locke para quien la propiedad nace en el estado de naturaleza, Hobbes afirma que el Estado da origen a la propiedad, dando un nuevo estatus a la posesión precaria que se da en el estado de naturaleza.

Con esto concluimos el análisis del capítulo XIII. En la clase próxima trabajaremos los capítulos XVII y XVIII.

Muchas gracias por su atención y paciencia.

 

Villa del Parque,  lunes 31 de agosto de 2020


ABREVIATURAS:

CP = Ciencia política / SH= Seres humanos


NOTAS:

[1] En esta clase utilizo la siguiente edición: Hobbes, T. (2005). Leviatán o la materia, forma y poder de una república, eclesiástica y civil. Buenos Aires, Argentina: Fondo de Cultura Económica de Argentina. La obra fue publicada por primera vez en Londres en 1651.

{2] Bajo el término revolución burguesa agrupamos a las revoluciones en las que la burguesía se apoderó y/o pasó a controlar el Estado, desplazando a la nobleza feudal y a la monarquía. El ejemplo más conocido es la Revolución Francesa de 1789.

[3] Ver, por ejemplo, la defensa de la esclavitud por Aristóteles (384-322 a. C.) en el Libro Primero de la Política.

[4] Por supuesto, esta afirmación admite excepciones, como la democracia ateniense.

[5] Hobbes sitúa en la naturaleza humana las causas de la discordia: “Así hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de discordia. Primero, la competencia; segunda, la desconfianza; tercera, la gloria.” (p. 102). Nuestro autor tiene muy claro la conexión entre la primera de las causas y la economía: “La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio (…) La primera hace uso de la violencia para convertirse en dueña de las personas, mujeres, niños y ganados de otros hombres…” (p. 102).