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viernes, 25 de octubre de 2019

GEARY, EL SOCIALISMO Y EL MOVIMIENTO OBRERO ALEMÁN ANTES DE 1914: FICHA




Dick Geary (n. 1945) es un historiador inglés, especializado en historia del movimiento obrero europeo y del marxismo. En 1989 fue el compilador de la colección de trabajos titulada Labour and Socialist Movements in Europe before 1914 (Berg Publishers). En ella se encuentra el artículo de Geary, “El socialismo y el movimiento obrero alemán antes de 1914”. La presente ficha de lectura es un resumen del mencionado artículo, con algunos comentarios de mi autoría.

NOTICIA BIBLIOGRÁFICA:
Trabajé con la traducción española de María Teresa Casado: Geary, D., comp. (1992). Movimientos obreros y socialistas en Europa, antes de 1914. Madrid: Ministerio de Trabajo y Seguridad Social. España. (pp. 149-197).

Abreviaturas:
MO = Movimiento obrero  / PGM = Primera guerra mundial / SPD = Partido Socialdemócrata Alemán

En 1914 Alemania tenía el partido socialista más grande del mundo (en rigor, se denominaba Partido Socialdemócrata Alemán – SPD-) [1], que contaba con un millón de afiliados que pagaban su cotización mensual y una enorme red de organizaciones  entre sus simpatizantes. En 1912, las últimas elecciones al Reichstag (Parlamento alemán) antes de la PGM, el SPD obtuvo cuatro millones de votos, un tercio del total de los votantes.

En 1914 Alemania tenía uno de los movimientos sindicales más importante del mundo y se encontraba estrechamente relacionado con el SPD. Los llamados Sindicatos Libres sumaban 2.6 millones de afiliados (frente a los 19000 que tenían en 1872).

En 1914 Alemania era el país más industrializado de Europa y el segundo a nivel mundial, detrás de los EE.UU. La transformación que había experimentado era inmensa, si se tiene en cuenta que hacia 1860 era un país agrícola. En el período comprendido entre 1875-1914 se produjo un impresionante crecimiento urbano, alimentado por inmigrantes provenientes del Este de Alemania, que fluían hacia las ciudades para trabajar en la industria y los servicios. De modo que en 1914, la mitad de los trabajadores industriales y mineros eran primera generación de obreros; muchos de ellos apenas conocían el idioma alemán, pues eran polacos o masurianos. Ello contribuyó a la fragmentación de la clase obrera alemana, debido a las divisiones étnicas y confesionales.

El crecimiento urbano generó un enorme problema de vivienda. Las familias obreras vivían hacinadas y, en los casos en los que era posible, compartían su vivienda con huéspedes (una manera de aumentar los ingresos familiares). Dada lo exiguo del tamaño de los hogares, la vida de los trabajadores varones transcurría en la taberna, verdaderos centros de la vida social de los obreros. En la taberna y en la costumbre de albergar huéspedes se fueron forjando lazos de solidaridad entre los obreros de primera generación y las viejas generaciones de trabajadores.

Las pésimas condiciones de vivienda iban de la mano con las penurias de la vida en la fábrica: bajos salarios, jornadas laborales muy extensas, accidentes laborales.

En 1914 el SPD era el partido de los obreros manuales industriales de las grandes ciudades industriales de la Alemania protestante; su presencia era mucho más débil en las pequeñas ciudades y pueblos industriales de las provincias.

Al analizar los orígenes del movimiento obrero alemán, se observa que las organizaciones de trabajadores surgieron con anterioridad a la industrialización. En 1840 aparecieron organizaciones de artesanos; la revolución de 1848, a pesar de su derrota, estimuló el proceso de organización de la clase obrera. El desarrollo experimentado a partir de 1863, año en que comenzó a activar Ferdinand Lassalle, puede ser considerado una continuación del proceso anterior. Los trabajadores que participaron en la creación de las organizaciones obreras en la década de 1860 y principios de la década siguiente pertenecían a los sectores más calificados y mejor remunerados de la clase trabajadora alemana.

En la década de 1870 surgió un MO más moderno [es decir, centrado en la fábrica mecanizada y no en el artesanado). Sobre esta base se construyeron el SPD y los sindicatos. Esas organizaciones se edificaron en torno a los trabajadores calificados. Geary enfatiza que el SPD agrupaba a los trabajadores calificados. De ahí deriva la siguiente conclusión: “Esto sugiere que la penuria y la pobreza no bastaban por sí solas para generar una organización política e industrial colectiva de los asalariados (…). Los primeros en formar organizaciones estables fueron aquellos que necesitaban defender su estatus u obtener mejoras, quienes tenían expectativas, una tradición organizativa y fuerza para negociar en el mercado laboral.” (p. 160).

Los bajos salarios, las penosas condiciones fabriles, el pésimo alojamiento no bastan para explicar la organización ni las luchas del MO. La cronología de las huelgas y las oleadas de huelgas (conjunto de huelgas que afectaban más o menos simultáneamente a más de una industria) muestra que éstas se producían en momentos de crecimiento económico (1869-1873 y 1905-1907) y no en períodos de crisis (finales de la década de 1870 y principios de la de 1880). Este comportamiento se explica así: en los períodos de expansión, muchas ramas de producción se aproximaban al pleno empleo y, en algunos casos, había escasez de fuerza de trabajo. Esto aumentaba la capacidad de los trabajadores, sobre todo de los calificados, cuyo saber específico requería un prolongado tiempo de formación. Por ello eran capaces de llevar adelante huelgas ofensivas, cuyo objetivo era mejorar los salarios y las condiciones laborales. En cambio, los trabajadores menos calificado o no calificados recurrían frecuentemente a las huelgas defensivas, para evitar despidos o mantener el poder adquisitivo de los salarios.

La economía alemana experimentó una expansión continuada en 1896-1914 (interrumpida en 1903-1904 y 1907-1909). Este fue el contexto propicio para que en 1880-1900 se produjera un aumento sostenido de los salarios, que no se vio disminuido por un período de relativo estancamiento de los mismos en 1900-1914. En el período previo a la PGM disminuyó la jornada laboral (aunque se intensificó el ritmo de trabajo, de manera que aún trabajando menos horas los trabajadores terminaban más agotados que antes). A esto hay que sumarle las medidas de bienestar social promovidas por Bismarck y continuadas por sus sucesores (pensiones para la tercera edad, prestaciones para la enfermedad, etc.), modestas sí, pero que mejoraban la situación de la clase obrera.

La transformación del SPD en partido de masas no se correspondió con un aumento de la pobreza, sino con un mejoramiento del nivel de vida de la clase trabajadora.

Geary alerta sobre el error de considerar que antes de 1914 existía una clase obrera acomodada. En 1900-1914 los salarios estuvieron por debajo de la inflación; los empresarios se organizaron mejor para enfrentar las huelgas [2] y las direcciones sindicales obraron con mayor cautela (esto provocó tensiones entre los dirigentes y las bases). Había grandes diferencias salariales entre trabajadores calificados y no calificados; entre ramas de producción y regiones; entre hombres y mujeres.

La solidaridad de clase entre trabajadores no calificados y de diversa procedencia (más arriba indicó las diferencias idiomáticas, confesionales, etc.) se dieron en el vecindario y en la taberna. La lucha por un alquiler barato, la socialización en la taberna, fueron los espacios en los que se creó y desarrolló dicha solidaridad (intereses compartidos en torno a la vivienda y el ocio común). Para superar el fraccionalismo de la clase era necesaria la intervención activa del partido y de los sindicatos. El desarraigo motivado por la emigración constituyó un freno a la organización; fueron los artesanos y trabajadores calificados establecidos quienes dieron el paso de construir organizaciones sindicales.

Los trabajadores no calificados constituían el eslabón más débil de la clase obrera alemana. Sus luchas acompañaban el ciclo económico; en épocas de crisis, sufrían despidos y/o reducciones de salarios. Su falta de calificación los hacía fácilmente reemplazables. Padecían las jornadas laborales más largas y disponían de poco tiempo para organizarse sindical y/o políticamente. Pero la clase trabajadora alemana era más débil que la inglesa porque la industrialización en Alemania fue más intensiva en capital; la introducción de una tecnología más moderna reforzó las posiciones de los empresarios frente a los trabajadores. Además, desde 1879 la industria del Reich estaba protegida de la competencia extranjera.

Los industriales alemanes supieron encontrar formas de vincular a los obreros a sus empleos y debilitar la organización sindical. El “paternalismo” empresario consistente en proveer viviendas, escuelas y clínicas y sistemas de pensiones y seguros por enfermedad fue una política deliberada de cooptación de los trabajadores.  [3] Éstos eran amenazados con perder esos beneficios (y aún el empleo) si no aceptaban colaborar con las patronales, hasta el punto de estar obligados a la delación de los compañeros que realizaban actividades sindicales. Se crearon sindicatos “amarillos” (de empresa), se elaboraron “listas negras” de activistas. Todas estas medidas condicionaron la acción de los trabajadores, que se organizaron allí donde podían hacerlo.

Las mujeres eran el arquetipo del trabajador no organizado y no calificado. Sin embargo, la organización de mujeres del SPD contaba con 200 mil afiliadas en 1914. La mayoría de las afiliadas al SPD eran amas de casa, esposas de artesanos también miembros del partido. La movilización política de las mujeres comenzó, pues, en el ámbito hogareño. Las mujeres trabajaban en la agricultura, el servicio doméstico, la producción agropecuaria y la manufactura textil no calificada: se trabaja de oficios geográficamente dispersos, lo que dificultaba la organización sindical. Los salarios eran bajos y las jornadas muy largas. Tenían poca fuerza para negociar, eran reemplazadas con facilidad, carecían de recursos para sostener una organización estable. Trabajaban más que sus colegas varones, porque debían realizar las tareas domésticas además de las de la fábrica. La mayoría de las mujeres que trabajaban en la fábrica lo hacían porque lo necesitaban, y el trabajo era una etapa en el camino al matrimonio.

Lo novedoso del MO alemán fue: a) la rapidez con que ciertos sectores adoptaron una política independiente de la burguesía (década de 1860); b) el grado de apoyo prestado al movimiento socialista.

Geary se pregunta por las causas de la radicalidad del MO alemán, puesto que los trabajadores de Gran Bretaña y EE.UU encontraron poco atractivo el socialismo en el mismo período. Descarta la pobreza como factor (más arriba describió la mejora de las condiciones de vida de la clase obrera en el período que culmina en 1914). Es discutible el papel de la ideología del partido en la movilización de los trabajadores. [4] Pero incluso si la ideología socialista hubiera tenido sentido para la base del SPD [5], hay que explicar las razones de por qué era preferida a otras opciones como, por ejemplo, el reformismo. Ser socialista en Alemania implicaba correr el riesgo de ser perseguido.

La radicalización de la clase obrera alemana se explica por: el papel y las actitudes de la burguesía alemana, las políticas adoptadas por los empresarios antes los trabajadores, la naturaleza del Estado imperial antes de 1914. Respecto a la burguesía alemana, el crecimiento industrial alemán generó el desarrollo de una nueva clase media (abogados, médicos, ingenieros, periodistas). La clase media alemana adhirió inicialmente al liberalismo, pero la derrota del movimiento liberal en 1861-1863 y la política proteccionista adoptada por el gobierno prusiano, hicieron que la burguesía y los sectores medios apoyaran las políticas del Estado prusiano (luego alemán). El gobierno agitó la amenaza del “peligro rojo” y ello aglutinó a la burguesía. El SPD también se benefició, pues ocasionó la afluencia de nuevos militantes, pero quedó condenado al ostracismo político. El radicalismo de la clase obrera era producto, en buena medida, del aislamiento de la clase trabajadora, debido al rechazo de la burguesía a establecer alianzas con ella (p. 178). Pero también fue consecuencia de las políticas de la burguesía alemana: la organización de ésta, su capacidad para organizar cierres patronales de las empresas como medida para enfrentar a las huelgas, hizo que en el período previo a la PGM los éxitos obreros en la lucha sindical fuesen escasos. Eso volcó a los trabajadores a la lucha política en las filas del SPD.

El papel del Estado fue crucial para la radicalización de los trabajadores. Sobre todo en Prusia, las leyes electorales quitaban poder al voto obrero. La policía perseguía a los militantes socialistas y sindicales.

“Los representantes de los trabajadores quedaron excluidos de la toma de decisiones, tanto a escala nacional como local. Fue esta exclusión la que generó un movimiento socialista de masas que exigía un cambio social y económico cualitativo, incluso aunque algunos de sus miembros no estuvieran muy seguros de lo que ese cambio significaba en términos concretos.” (p 187).

Al aislamiento político hay que sumarle la heterogeneidad de la clase obrera alemana. El SPD tenía su mayor arraigo en las grandes ciudades industriales de la Alemania protestante (Berlín, Hamburgo, Leipzig), pero no logró ganar, por lo menos significativamente, a los obreros de las pequeñas ciudades, a los trabajadores rurales y a los campesinos. [6] Además, una parte de los trabajadores adhería a sindicatos católicos, liberales y “amarillos”. A eso debe agregarse que una parte significativa de la clase obrera no estaba sindicalizada. Geary sostiene que todo esto condicionó al SPD, obligándolo a adoptar una actitud cada vez más cautelosa, para así poder enfrentar el aislamiento político.


Parque Avellaneda, viernes 25 de octubre de 2019

NOTAS:

[1] El SPD (Sozialdemokratische Partei Deutschlands) fue fundado en 1875, producto de la fusión de la Unión General de Trabajadores Alemanes (creada en 1863 por F. Lassalle) y el partido de Eisenach (creado por W. Liebknecht y A. Bebel e influido por las ideas de K. Marx). En 1878-1890 sus actividades fueron prohibidas (salvo la participación en elecciones) como consecuencia de la ley de excepción contra los socialistas, promovida por el canciller Bismarck. El partido no dejó de crecer durante las persecuciones y, además, se radicalizó. La persecución coincidió con la larga depresión económica de 1878-1896, de modo que los militantes aceptaron la justeza del análisis marxista respecto a la crisis del capitalismo y el carácter de clase del Estado. En 1891 se aprobó el nuevo programa del SPD, conocido como “programa de Erfurt”, que adoptaba las ideas marxistas. En 1914 era el mayor partido político de Alemania y, a pesar de la infrarrepresentación resultante de las leyes electorales, contaba con 110 escaños en el Reichstag (Parlamento).
[2] Había altos niveles de centralización del capital en la industria pesada, la química y la electrotecnología. Eso facilitó la organización de los empresarios para hacer frente a la clase trabajadora.
[3] Entre las grandes empresas que adoptaron esta política estaban las compañías del carbón, el hierro y el acero (Krupp y Stumm-Halberg), electrotecnología (Siemens), química (BASF).
[4] Entre los trabajadores organizados, sólo una pequeña minoría se sirvió de las bibliotecas creadas por el SPD y los sindicatos (en Hamburgo sólo recurrían a ellas el 3% de los obreros). Los trabajadores que concurrían a estas bibliotecas consultaban poco los clásicos del marxismo, salvo La mujer y el socialismo, de Bebel; y Las doctrinas económicas de Karl Marx, de Kautsky. Preferían la literatura profesional (que les permitía instruirse en su oficio), estudios de biología evolucionista y ficción histórica.
[5] “Resulta extremadamente difícil saber lo que significaba el marxismo oficial del partido para los miembros de base.” (p. 188).
[6] “Por encima de todo, el SPD era en lo fundamental un partido de consumidores urbanos y, por esta razón, rechazaba cualquier política de protección al campesinado que supusiera el aumento de los precios de los alimentos.” (p. 196).

domingo, 13 de octubre de 2019

CAPITALISMO Y DEMOCRACIA EN LA BELLE EPOQUE: APUNTES SOBRE LA ERA DEL IMPERIO, DE E. HOBSBAWM




El historiador británico Eric Hobsbawm (1917-2012) es autor de una trilogía de obras sobre el siglo XIX (La era de la revolución, La era del capital, La era del imperio). Su lectura es imprescindible para la compresión del desarrollo y la expansión del capitalismo. A esta altura es innecesario afirmar que resulta imposible hacer sociología sin un profundo conocimiento de la historia.

The Age of Empire, 1875-1914, fue publicada en 1987 (Londres, Weidenfeld and Nicolson). Abarca un periodo crucial en el desarrollo del capitalismo, cuyos indicadores más notables son la expansión imperialista, el desarrollo de los regímenes democráticos y el crecimiento del movimiento obrero y del socialismo.
La presente ficha está dedicada al capítulo 4, cuyo título es “La política de la democracia”.
Nota bibliográfica:
Trabajé con la traducción española de Juan Faci Lacasta: Hobsbawm, E. (1998). La era del imperio, 1875-1914. Buenos Aires: Crítica. Entre corchetes figuran los comentarios y elaboraciones a partir del texto.
Abreviaturas:
PGM = Primera guerra mundial.

En el último tercio del siglo XIX el problema fundamental de la política de la sociedad burguesa era la cuestión de su democratización. La experiencia de la Comuna de París (1871) [1] produjo una “crisis de histeria internacional” entre los gobernantes europeos y puso en el centro del debate político la cuestión de la democracia. La burguesía estaba preocupada porque una expansión del derecho de voto podía poner en peligro su dominación.
“¿Qué ocurriría en la vida política cuando las masas ignorantes y embrutecidas, incapaces de comprender la lógica elegante y saludable de las teorías del mercado libre de Adam Smith [1723-1790], controlaran el destino político de los estados? Tal vez tomarían el camino que conducía a la revolución social, cuya efímera reaparición en 1871 tanto había atemorizado a las mentes respetables. Tal vez la revolución no parecía inminente en su antigua forma insurreccional, pero ¿no se ocultaba acaso, tras la ampliación significativa del sufragio más allá del ámbito de los poseedores de propiedades y de los elementos educados de la sociedad? ¿No conduciría eso inevitablemente al comunismo (…)? (p. 95).
Hobsbawm resume el dilema del liberalismo del siglo XIX:
“Propugnaba la existencia de constituciones y de asambleas soberanas elegidas que, sin embargo, luego trataba por todos los medios de esquivar actuando de forma antidemocrática, es decir, excluyendo del derecho de votar y de ser elegido a la mayor parte de los ciudadanos varones y de la totalidad de las mujeres.” (p. 95).
La burguesía restringía el derecho de voto para preservar su dominación política. Sin embargo, a partir de 1870 se hizo evidente que la democratización de la política era inevitable:
“El mundo occidental, incluyendo en él a la Rusia zarista a partir de 1905, avanzaba claramente hacia un sistema político basado en un electorado cada vez más amplio dominado por el pueblo común.” (p. 97).
En vísperas de la PGM, el proceso de democratización había registrado grandes avances en los países de Europa occidental. Entre el 30 y el 40% de la población adulta gozaba del sufragio universal. El voto femenino comenzaba, de modo muy incipiente, a plasmarse. [2]
Los políticos burgueses veían con malos ojos esta ampliación de derechos, pero entre 1880 y 1914 se resignaron a lo inevitable. De manera creciente, para ellos se trataba de encontrar los mecanismos más eficaces para manipular el voto y evitar que su dominación política y económica se viera socavada. Ensayaron toda una batería de medidas (existencia de dos cámaras legislativas, con un Senado mucho más restrictivo, colegios electorales – elección indirecta para los cargos públicos -, sufragio censitario (que podía incluir una cualificación educativa), manipulación de los distritos electorales, votaciones públicas para intimidar a los votantes, fraude, etc.
La ampliación del sufragio dio origen a un nuevo sistema político, centrado en “la movilización política de las masas para y por las elecciones, con el objetivo de presionar a los gobiernos nacionales.” (p. 97). Surgieron movimientos y partidos de masas, la política de propaganda de masas, los medios de comunicación de masas. Para los políticos se volvió imposible adoptar la “sinceridad” en sus discursos, pues sus palabras llegaban rápidamente a la masa de los electores. Se inauguró una época de hipocresía política.
Las masas que se movilizaban en la acción política estaban constituidas por: a) la clase obrera, “que se movilizaba en partidos y movimientos de base clasista” (p. 99); b) la pequeña burguesía tradicional, compuesta por maestros artesanos y pequeños tenderos, cuya posición era socavada por el desarrollo de la economía capitalista; c) los campesinos. Sin embargo, este último grupo nunca se movilizó políticamente como clase independiente; d) los cuerpos de ciudadanos unidos por lealtades sectoriales, como la religión o la nacionalidad.
La conformación de partidos políticos de carácter religioso (católicos, protestantes) se vio imposibilitada por la férrea oposición de la Iglesia a la Modernidad. Los católicos no tuvieron más remedio que apoyar a partidos conservadores o nacionalistas, en vez de conformar sus propias organizaciones.
El partido de masas disciplinado era la forma más extrema de la movilización política de masas. Se dio poco durante el período estudiado, salvo el caso del partido socialdemócrata alemán. No obstante, se fueron manifestando sus elementos constitutivos:
a)      Las organizaciones que conformaban su base. “El partido de masas ideal consistía en un conjunto de organizaciones o ramas locales junto con un complejo de organizaciones, cada una también con ramas locales, para objetivos especiales pero integradas en un partido con objetivos políticos más amplios.” (p. 103).
b)     Partidos ideológicos, en el sentido de que “eran algo más que simples grupos de presión y de acción para conseguir objetivos concretos. (…) A diferencia de esos grupos con intereses específicos, aunque ciertamente poderosos, el nuevo partido representaba una visión global del mundo. (…) La religión, el nacionalismo, la democracia, el socialismo y las ideologías precursoras del fascismo de entreguerras constituían el nexo de unión de las nuevas masas movilizadas, cualesquiera que fueran los intereses materiales que representaban también esos movimientos.” (p. 103).
c)      Promovían movilizaciones locales, que escapaban de los marcos locales de la acción política anterior. Los partidos de masas “Quebrantaron el viejo marco local o regional de la política, minimizaron su importancia o lo integraron en movimientos mucho más amplios.” (p. 104).
La paulatina conformación de partidos de masas y las nuevas formas de movilización política socavaron las estructuras que permitían el predominio de los “notables” locales. Surgió una nueva política. Pero no se trató de una política de la “igualdad”, en la que los participantes se relacionaban entre sí de igual a igual:
“La democracia que ocupó el lugar de la política dominada por los notables – en la medida en que consiguió alcanzar ese objetivo – no sustituyó el patrocinio y la influencia por el «pueblo», sino por una organización, es decir, por los comités, los notables del partido y las minorías activistas.” (p. 105).
Los partidos de masas no eran repúblicas de iguales. Su estructura jerárquica sirvió de base a los movimientos revolucionarios del siglo XX:
“El binomio organización y apoyo de masas les otorgaba [a esos partidos] una gran capacidad: eran estados potenciales. De hecho, las grandes revoluciones [del siglo XX] sustituirían a los viejos regímenes, estados y clases gobernantes por partidos y movimientos institucionalizados como sistemas de poder estatal.” (p. 105; el resaltado es mío – AM-). [3]
Como se indicó más arriba, las elites de los países europeos se oponían al proceso de democratización. Al hacerlo, su argumento podía resumirse en la siguiente pregunta: “¿No interferiría inevitablemente la democracia en el funcionamiento del capitalismo y – tal como pensaban los hombres de negocios -, además, de forma negativa?” (p. 106).
Pero el desarrollo de la movilización de las masas, que creció gradualmente en las décadas de 1870 y 1880, hizo insostenible la política de oposición de las elites a la democratización. Esto se reflejó en el pesimismo de la cultura burguesa a partir de decenio de 1880, que expresaba “el sentimiento de unos líderes abandonados por sus antiguos partidarios pertenecientes a unas elites cuyas defensas frete a las masas se estaban derrumbando, de la minoría educada y culta (es decir, fundamentalmente, de los hijos de los acomodados), que se sentían invadidos (…) o arrinconados por la marea creciente de una civilización dirigida a esas masas.” (p. 108). La irrupción del movimiento obrero como un fenómeno de masas en la década de 1890 no hizo más que agudizar el problema.
La respuesta de las elites consistió en integrar a las masas al escenario político. [4] “Antes o después (…), los gobiernos tenían que aprender a convivir con los nuevos movimientos de masas.” (p. 109). La burguesía liberal, que había predominado a mediados del siglo XIX, perdió posiciones en los Estados europeos con constituciones limitadas o derecho de voto restringido. En muchos países se conformaron coaliciones para enfrentar los desafíos de la revolución o de la secesión (el caso de Inglaterra e Irlanda, con los irlandeses procurando constituir su propio Estado independiente).
No se produjo una crisis de los valores liberales, más allá del pesimismo imperante en muchos intelectuales:
“La sociedad burguesa tal vez se sentía incómoda sobre su futuro, pero conservaba la confianza suficiente, en gran parte porque el avance de la economía mundial no favorecía el pesimismo. (…) La sociedad burguesa en conjunto no se sentía amenazada de forma grave e inmediata, tampoco sus valores y sus expectativas históricas decimonónicas se habían visto seriamente socavados todavía. Se esperaba que el comportamiento civilizado, el imperio de la ley y las instituciones liberales continuarían con su progreso secular.” (p. 110-111).
La burguesía dirigió su atención al movimiento obrero y socialista. Su propósito de integrarlo chocó con los empresarios, quienes defendían una política de mano dura hacia los trabajadores. La política de integración tuvo un éxito relativo: chocó con los partidos de la 2° Internacional (de orientación marxista), quienes rehusaron acordar con los gobiernos; no obstante ello, a partir de 1900 se fortaleció una tendencia reformista entre los partidos socialistas, cuyo principal teórico fue el socialista alemán Eduard Bernstein (1850-1932). Como resultado de ello, los socialistas quedaron divididos entre un ala conciliadora y reformista (más allá de su retórica revolucionaria) y un ala revolucionaria, que se hallaba generalmente en minoría (salvo el caso de los bolcheviques en Rusia). Además, “la política del electoralismo de masas, que incluso la mayor parte de los partidos marxistas defendía con entusiasmo porque permitía un rápido crecimiento de sus filas, integró gradualmente a esos partidos en el sistema.” (p. 112; el resaltado es mío – AM-.).
Hobsbawm describe así la política burguesa:
“Lo cierto es que la democracia sería más fácilmente maleable cuanto menos agudos fueran los descontentos. Así pues, la nueva estrategia implicaba la disposición a poner en marcha programas de reforma y asistencia social, que socavó la posición liberal clásica de mediados de siglo [XIX] de apoyar gobiernos que se mantenían al margen del campo reservado a la empresa privada y a la iniciativa individual.” (p. 113).
Esta nueva política derivó en el incremento de la importancia y el tamaño del aparato del Estado. La burocracia creció en número, aunque todavía era muy modesta si se toman en cuenta los parámetros de la segunda mitad del siglo XX. [5]
El gran problema político de las elites europeas era el siguiente: “¿Era posible dar una nueva legitimidad a los regímenes de los Estados y a las clases dirigentes a los ojos de las masas movilizadas democráticamente?” (p. 114).
Hobsbawm remarca la importancia del problema, pues “en muchos casos los viejos mecanismos de la subordinación social se estaban derrumbando” (p. 114). Un indicador del derrumbe era la caída de los votos de los conservadores y de la burguesía liberal en Alemania.
Para enfrentar la crisis de legitimidad,
“Los gobiernos, los intelectuales y los hombres de negocios descubrieron el ignificado político de la irracionalidad. (…) La vida política se ritualizó (…) cada vez más y se llenó de símbolos y de reclamos publicitarios, tanto abiertos como subliminales. Conforme se vieron socavados los antiguos métodos – fundamentalmente religiosos – para asegurar la subordinación, la obediencia y la lealtad, la necesidad de encontrar otros medios que los sustituyeran se cubría por medio de la invención de la tradición, utilizando elementos antiguos y experimentados capaces de provocar la emoción, como la corona y la gloria militar y (…), otros sistemas nuevos como el imperio y la conquista colonial.” (p. 115).
Los Estados recurrieron a la instauración de nuevas fiestas nacionales (por ejemplo, el 14 de julio en Francia), a las ceremonias de coronación de los monarcas (caso de Gran Bretaña), a la creación de símbolos patrios (como la bandera y el himno). Todo esto se desarrolló en el marco más general del “descubrimiento comercial del mercado de masas y de los espectáculos y entretenimientos de masas” (p. 116). La política se fue volviendo, cada vez más, otro espectáculo de masas. De ahí el carácter cada vez más hipócrita de los políticos, su imposibilidad para decir la verdad.
La nueva política se construyó en torno a una lucha fenomenal por el control de lo simbólico:
“Los regímenes políticos llevaron a cabo, dentro de sus fronteras, una guerra silenciosa por el control de los símbolos y ritos de pertenencia a la especie humana, muy en especial mediante el control de la escuela pública (sobre todo la escuela primaria) (…) y, por lo general cuando las Iglesias eran poco fiables políticamente, mediante el intento de controlar las grandes ceremonias del nacimiento, el matrimonio y la muerte.” (p. 117).
Los gobiernos de Europa occidental lograron el éxito en su tarea de controlar las movilizaciones de masas, por lo menos en el período 1875-1914. De hecho, tuvieron la suficiente habilidad como para utilizar a los enemigos del orden existente, empleándolos como catalizadores de la “unión nacional”: nada unía más que la convicción de que existía un enemigo común.
El estallido de la PGM no fue resistido por los partidos socialistas (con la solitaria excepción de los bolcheviques en Rusia y de un grupo de socialdemócratas alemanas liderado por Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht). El masivo alistamiento de voluntarios fue el indicador más notable del “éxito de la democracia integradora” (p. 119).
A modo de conclusión, Hobsbawm escribe:
“En el período transcurrido entre 1880 y 1914, las clases dirigentes descubrieron que la democracia parlamentaria, a pesar de sus temores, fue perfectamente compatible con la estabilidad política y económica de los regímenes capitalistas.” (p. 120).
Siempre en el contexto limitado a los países de Europa occidental y con todas las limitaciones que tenían esas democracias (por ejemplo, la negación del voto a las mujeres), puede afirmarse que durante la belle époque se verificó la coexistencia de capitalismo y democracia. Esa coexistencia sirvió a los fines de la burguesía, pues le permitió integrar a sus enemigos (fundamentalmente los trabajadores, partidos socialistas y sindicatos) al sistema.
El delicado equilibrio de la belle époque se quebró en 1914, con el estallido de la PGM.


Parque Avellaneda, domingo 13 de octubre de 2019

NOTAS:
[1] La guerra franco-prusiana (1870-1871) tuvo como resultados la derrota del ejército francés, la caída de Napoleón III y la proclamación de la República. La población de París, que se había armado para resistir el sitio de la ciudad por los prusianos, se negó a entregar sus armas al gobierno burgués liderado por Thiers (18/03/1871). Comenzó así el primer gobierno obrero de la historia. Su existencia fue breve y debió enfrentar la ofensiva de las tropas que respondían Adolphe Thiers (1797-1877). La existencia de la Comuna concluyó el 28/05/1871, en medio de una ola de fusilamientos y encarcelaciones. Dentro de sus limitaciones, derivadas de la guerra civil y de la brevedad de la experiencia, la Comuna mostró que los trabajadores podían tomar el poder político y transformarlo; la revolución socialista dejó de ser una utopía y pasó a ser una posibilidad real. Su importancia para el movimiento socialista fue enorme. Basta mencionar que Karl Marx (1818-1883) modificó su concepción del Estado y de la revolución a partir del análisis de la experiencia de los trabajadores Franceses. Ver al respecto el tercer apartado de La guerra civil en Francia (1871).
[2] El voto femenino fue establecido en la década de 1890 en Wyoming (EE.UU.), Nueva Zelandia y el sur de Australia. Posteriormente, fue implementado en Finlandia y Noruega entre 1905 y 1913. (p. 96).
[3] El partido político de izquierda (socialistas, comunistas) se organizó a imagen y semejanza del Estado burgués, porque su era objetivo derrotar a éste y reemplazarlo por un nuevo Estado, que llevara a la sociedad hacia el socialismo. La jerarquía, cuyo vértice es el comité central, la circulación de órdenes e información de arriba hacia abajo y no a la inversa, la censura y el rechazo de los debates en la base, en la medida en que no se trata de meros rituales para legitimar la autoridad de los dirigentes, todo ello da cuenta del carácter estatal del partido. La pretensión de ser “vanguardia” no es otra cosa que una forma velada de manifestar la intención de conducir el proceso revolucionario, negando la democracia y la iniciativa de las masas.
[4] Alexis de Tocqueville (1805-1859) anticipó los fundamentos de esa política en su obra La democracia en América (vol. 1, 1835; vol. 2, 1840). Sostuvo allí que la ola de igualación, cuyas raíces se remontaban a la sociedad feudal, era imparable y que, por tanto, las elites tenían que dejar de oponerse a ella y pasar a intentar dirigirla.
[5] Hobsbawm aporta algunos datos estadísticos para efectuar la comparación: en  Gran Bretaña, el número de trabajadores al servicio del gobierno se triplicó entre 1891 y 1911. En 1914, el 3% del total de los trabajadores estaban empleados en el Estado en Francia, y la cifra trepaba el 5.5% en Alemania. En la década de 1970 y en los países de la Comunidad Económica Europea, la burocracia estatal constituía el 10-12% de la población activa. (pp. 113-114).

viernes, 11 de octubre de 2019

HOBSBAWM ACERCA DEL IMPERIALISMO: APUNTES SOBRE LA ERA DEL IMPERIO




El historiador británico Eric Hobsbawm (1917-2012) es autor de una trilogía de obras sobre el siglo XIX (La era de la revolución, La era del capital, La era del imperio). Su lectura es imprescindible para la compresión del desarrollo y la expansión del capitalismo. A esta altura es innecesario afirmar que resulta imposible hacer sociología sin un profundo conocimiento de la historia.
The Age of Empire, 1875-1914, fue publicada en 1987 (Londres, Weidenfeld and Nicolson). Abarca un periodo crucial en el desarrollo del capitalismo, cuyos indicadores más notables son la expansión imperialista, el desarrollo de los regímenes democráticos y el crecimiento del movimiento obrero y del socialismo.
La presente ficha está dedicada al capítulo 3, cuyo título es homónimo al del libro. El capítulo está dividido en dos apartados. En el primero (pp. 65-82) se presentan las principales características del imperialismo; en el segundo (pp. 83-93), el impacto de la expansión occidental en el resto del mundo y el significado de los aspectos “imperialistas” del imperialismo para los países metropolitanos.
Nota bibliográfica:
Trabajé con la traducción española de Juan Faci Lacasta: Hobsbawm, E. (1998). La era del imperio, 1875-1914. Buenos Aires: Crítica. Entre corchetes figuran los comentarios y elaboraciones a partir del texto.


Hobsbawm indica que el período 1875-1914 se caracterizó por la aparición de un nuevo tipo de imperio, el imperio colonial. La supremacía económica y militar de los países capitalistas, incuestionada desde mucho tiempo atrás, se convirtió en conquista, anexión y administración formales de vastos territorios de África, Asia y Polinesia. La excepción fue el continente americano que, si bien constituía una dependencia económica de los países desarrollados, mantuvo su independencia política formal. [1]
El mundo (las zonas mencionadas arriba) fue repartido entre Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, los Países Bajos, Bélgica, EE.UU. y Japón.
El término imperialismo apareció en la década de 1870 y su uso se generalizó en la década de 1890. Se lo utilizó para designar la expansión colonial de las metrópolis capitalistas. El término adquirió la dimensión económica que conserva hasta la actualidad.
El imperialismo fue objeto de un debate, desarrollado especialmente entre los marxistas. La contribución más significativa fue la de V. I. Lenin (1870-1914), quien afirmó que la expansión colonial era uno de los aspectos de la nueva etapa del capitalismo. Dicha expansión permitía la explotación del mundo por las metrópolis y esto resultaba esencial para las potencias capitalistas. Por su parte, los participantes no marxistas señalaron que no existía conexión entre el imperialismo y la etapa contemporánea del capitalismo; en otras palabras, rechazaban que se tratase de un fenómeno de carácter económico (aunque reconocían que tenía aspectos económicos) y proponían explicaciones para la expansión colonial basadas en aspectos psicológicos, ideológicos, culturales y políticos.
Hobsbawm apunta que “nadie habría negado en la década de 1890, de que la división del globo tenía una dimensión económica” (p. 71). Por supuesto, afirmar la relación entre economía e imperialismo no alcanza para explicar el segundo. [No hay que cansarse de repetir que la teoría social siente horror – o, mejor dicho, debe sentir – frente a las explicaciones monocausales.]
El imperialismo tiene que ser puesto en el contexto más general de globalización de la economía [La conformación del mercado mundial, tal como indicaron Marx y Engels en el Manifiesto comunista (1848)]:
“El acontecimiento más importante en el siglo XIX es la creación de una economía global, que penetró de forma progresiva en los rincones más remotos del mundo, con un tejido cada vez más denso de transacciones económicas, comunicaciones y movimiento de productos, dinero y seres humanos que vinculaba a los países desarrollados entre sí y con el mundo subdesarrollado.” (p. 71).
La globalización de la economía capitalista implicó un enorme desarrollo de la red de transportes: la flota mercante, que había pasado de 10 a 16 millones de toneladas en el período 1840-1870, se duplicó en los cuarenta años siguientes; los ferrocarriles se ampliaron de 200.000 km. en 1870 hasta más de un millón de km. en vísperas de la PGM.
La expansión de los transportes respondía a la creciente demanda de materias primas y productos alimenticios por parte de las metrópolis capitalistas. Muchos de los materiales requeridos por las nuevas tecnologías eran producidos en las regiones subdesarrolladas. Era el caso del petróleo, el cobre, el estaño, el oro y los diamantes, etc.
“Estos acontecimientos no cambiaron la forma y las características de los países industrializados o en proceso de industrialización, aunque crearon nuevas ramas de grandes negocios cuyos destinos corrían paralelos a los de zonas determinadas del planeta, caso de las compañías petrolíferas. Pero transformaron el resto del mundo, en la medida en que lo convirtieron en un complejo de territorios coloniales y semicoloniales que progresivamente se convirtieron en productores especializados de uno o dos productos básicos para exportarlos al mercado mundial, de cuya fortuna dependían por completo.” (p. 73).
La demanda de las metrópolis capitalistas permitió el crecimiento de los países dependientes. Esto fue especialmente notorio en las colonias de población blanca (Australia, Canadá, Nueva Zelandia. También fue el caso de países formalmente independientes como Argentina o Uruguay). Sin embargo, ninguno de ellos siguió un camino de industrialización. “Sea cual fuere la retórico oficial, la función de las colonias y de las dependencias no formales era la de complementar las economías de las metrópolis y no la de competir con ellas.” (p. 74). En cambio, los países dependientes de población no blanca se beneficiaron con el alza de los precios de las materias primas y de los alimentos (situación que se prolongó, en rigor, hasta la gran crisis de 1929-1933), pero se concentraron en la producción de uno o dos productos de exportación y sufrieron fuertes crisis cuando caía el precio de sus productos exportables; en ellos y a diferencia de los anteriores, el crecimiento fue mucho más acotado. Además, los beneficios del comercio exterior eran acaparados por las clases dominantes, constituidas generalmente por terratenientes o grupos ligados al comercio de ultramar, quienes promovían una política de bajos salarios para potenciar sus beneficios.
Hobsbawm examina cada una de las explicaciones de la expansión colonial:
a)      La presión del capital para encontrar inversiones más favorables que las que se podían realizar en el interior de las metrópolis capitalistas. Debe ser descartada, porque el flujo de las inversiones (se refiere aquí al caso británico) se dirigía a las colonias en rápida expansión, sobre todo a las de población blanca.
b)     La búsqueda de mercados. Los capitalistas de las metrópolis pensaban que las crisis de sobreproducción [La existencia de grandes cantidades de mercancías que no encontraban compradores.] podían ser resueltas por medio de la posesión de colonias, que funcionarían como mercados de salida para el exceso de producción.
c)      Las consideraciones de orden estratégico. El caso emblemático es Gran Bretaña, interesada en proteger las rutas que conducían al núcleo de su imperio colonial: la India.
Hobsbawm rechaza los argumentos que separan la expansión imperialista de la situación de la economía capitalista. Agrega, además, otra consideración. El imperialismo “ayudaba a crear un buen cemento ideológico”:
“De forma más general, el imperialismo estimuló a las masas, y en especial a los elementos potencialmente descontentos, a identificarse con el Estado y la nación imperial, dando así, de forma inconsciente, justificación y legitimidad al sistema social y político representado por el Estado. En una era de política de masas (…) incluso los viejos sistemas exigían una nueva legitimidad.” (p. 79).
El atractivo del imperialismo se hizo sentir entre las nuevas clases medias y los trabajadores administrativos, “cuya identidad social descansaba en la pretensión de ser los vehículos elegidos del patriotismo.” (p. 79); fue menos importante o menos extendido entre los trabajadores. Como quiera que sea, la dominación sobre poblaciones de piel oscura tuvo arraigo popular en las metrópolis capitalistas: un sentimiento de superioridad unía a los hombres blancos occidentales. Hasta el trabajador más modesto era un “señor” en las colonias.
La expansión colonial motivó un ascenso de la acción misionera: protestantes y católicos se esforzaron por convertir a los indígenas. Pero los indígenas apenas fueron incorporados a las filas eclesiásticas. La Iglesia católica consagró los primeros obispos asiáticos recién en la década de 1920.
La izquierda (Hobsbawm se refiere sobre todo a los socialistas) fue antiimperialista. Sin embargo, “el socialismo fue hasta 1914 un movimiento de europeos y emigrantes blancos o de los descendientes de éstos. (…) El colonialismo era para ellos una cuestión marginal.” (p. 82). Lenin fue la excepción, pues consideraba que la periferia del capitalismo mundial estaba dotada de “material inflamable” para la revolución.
Al final del primer apartado, Hobsbawm sintetiza su noción de imperialismo:
“Era [el imperialismo] el producto de una época de competitividad entre economías nacionales capitalistas e industriales rivales que era nueva y que se vio intensificada por las presiones para asegurar y salvaguardar mercados en un período de incertidumbre económica (…). Formaba parte de un proceso de alejamiento de un capitalismo basado en la práctica privada y pública del laissez-faire, que también era nuevo, e implicaba la aparición de grandes corporaciones y oligopolios y la intervención cada vez más intensa del Estado en los asuntos económicos. Correspondía a un momento en que las zonas periféricas de la economía global eran cada vez más importantes.” (p. 82).


En el segundo apartado Hobsbawm examina las consecuencias económicas y políticas de la colonización. Pone en primer lugar el caso de Gran Bretaña. Los ingleses concentraron sus inversiones en Canadá, Australia y América Latina (en 1914, la mitad de todo el capital público a largo plazo emitido ese año se hallaba en dichos lugares). El capitalismo inglés obtuvo importantes beneficios de la explotación colonial de India y Sudáfrica. Sin embargo, la política imperialista inglesa tenía carácter defensivo; se trataba de preservar espacios geográficos frente a la expansión de potencias rivales.
Alemania y EE.UU, los dos grandes rivales económicos de Gran Bretaña, no dependían de sus imperios coloniales (mínimo en el caso norteamericano) para expandir sus economías. En cambio, Francia, más atrasada en su desarrollo, conquistó numerosas colonias.
“Podemos establecer algunas conclusiones con cierta seguridad. En primer lugar, el impulso colonial parece haber sido más fuerte en los países metropolitanos menos dinámicos desde el punto de vista económico, donde hasta cierto punto constituían una compensación potencial para su inferioridad económica y política frente a sus rivales, y en el caso de Francia, de su inferioridad demográfica y militar. En segundo lugar, en todos los casos existían grupos económicos concretos – entre los que se destacan los asociados con el comercio y las industrias de ultramar que utilizaban materias primas procedentes de las colonias – que ejercían una fuerte presión en pos de la expansión colonial, que justificaban, naturalmente, por las perspectivas de los beneficios para la nación. En tercer lugar, mientras que algunos de esos grupos obtuvieron importantes beneficios de esa expansión (…), la mayor parte de las nuevas colonias atrajeron escasos capitales y sus resultados económicos fueron mediocres. En resumen, el nuevo colonialismo fue una consecuencia de una era de rivalidad económica-política entre economías nacionales competidoras, rivalidad intensificada por el proteccionismo. Ahora bien, en la medida en que ese comercio metropolitano con las colonias se incrementó en porcentaje respecto al comercio global, ese proteccionismo tuvo un éxito relativo.” (p. 86).
A continuación, Hobsbawm analiza los aspectos culturales de la expansión imperialista.
En los países dependientes, los cambios afectaron “a las elites indígenas, aunque hay que recordar que en algunas zonas, como en el África subsahariana, fue el imperialismo o el fenómeno asociado de las misiones cristianas, el que creó la posibilidad de que aparecieran nuevas elites sociales sobre la base de una educación a la manera occidental.” (p. 86). La gran masa de la población de esos países mantuvo su forma de vida con pocas modificaciones. Sin embargo, el impacto sobre las elites, que puede denominarse occidentalización (la adopción de costumbres y formas de pensar propias de Europa occidental), sentó las bases para el posterior desarrollo del nacionalismo y las luchas antiimperialistas. Menciona como ejemplo a Gandhi (1869-1948). En síntesis, “la era del imperio creó una serie de condiciones que determinaron la aparición de líderes antiimperialistas y, asimismo, las condicionas que (…) comenzaron a dar resonancia a sus voces.” (p. 88).
Respecto a la influencia de los países dependientes sobre las metrópolis. Salvo el caso de las vanguardias artísticas, que consideraron  en un pie de igualdad a las producciones artísticas del mundo subdesarrollado, surgió la novedad,
“de que cada vez más y de forma más general se consideró a los pueblos no europeos y a sus sociedades como inferiores, indeseables, débiles y atrasadas, incluso infantiles. Eran pueblos adecuados para la conquista o, al menos, para la conversión a los valores de la única civilización real, la que representaban los comerciantes, las misiones y los ejércitos de hombres armados, que se presentaban cargados de armas de fuego y de bebidas alcohólicas. En cierto sentido, los valores de las sociedades tradicionales no occidentales fueron perdiendo importancia para su supervivencia en un momento en que lo único importante eran la fuerza y la tecnología militar.” (p. 89).
El desdén y el desprecio fueron las actitudes más comunes del europeo medio hacia los pueblos conquistados. Sólo algunos misioneros y funcionarios coloniales se esforzaron por comprender las diferencias entre la sociedad occidental y las sociedades colonizadas.
Hobsbawm cierra el capítulo señalando que a finales del siglo XIX comenzó a cundir cierta preocupación entre intelectuales y funcionarios de los países imperialistas. Existía la conciencia de la enormidad de los territorios conquistados, de la magnitud de las poblaciones sometidas y de los exiguos recursos de las metrópolis para sostener esa dominación. El temor al despertar de los pueblos conquistados se expresó en diversos escritos. [2] Esta cuestión se hallaba ligada a la expansión de las ideas democráticas, pues ellas aparecían como la antítesis de la dominación imperialista.

Parque Avellaneda, viernes 11 de octubre de 2019


NOTAS:
[1] Argentina y Uruguay son caracterizadas como “territorios coloniales «honoríficos»” de Gran Bretaña. (p. 75).
[2] Varios intelectuales pensaban que la industria y las tareas más pesadas serían desplazadas hacia las colonias. Las metrópolis quedarían reducidas a la situación de “rentistas”.