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viernes, 25 de agosto de 2017

CONTRA LA CULTURA DEL TRABAJO, POR EL DERECHO A LA PEREZA: COMENTARIO A LAFARGUE



Los debates actuales sobre la llamada Reforma Laboral exigen que la clase trabajadora ponga en tensión todo el arsenal de argumentos para oponerse a la misma. El momento es crucial. La imposición de la nueva legislación laboral tendría como resultado un deterioro significativo de las condiciones laborales. Es por ello que creí conveniente desempolvar un viejo texto publicado en 2010 (en rigor, una ficha de lectura), en la creencia de que puede ser de alguna utilidad en el debate. Respecto al texto original, hice unos pocos agregados y supresiones, revisé errores de tipeo y mejoré el formato.

Nota bibliográfica:
Para las citas de El Capital utilizo la edición preparada por Pedro Scaron para Siglo XXI Editores (1º edición, 1975). Dispongo de un ejemplar de la 21º edición, publicada en México D. F. La traducción, advertencia y notas son obra de Scaron. Para indicar la página correspondiente de la edición Siglo XXI procedo de la siguiente manera: I corresponde al número de Libro de la obra (recordar que El Capital está constituido por cuatro libros); 1 al número de volumen de la edición Siglo XXI (esta edición publicó los tres primeros libros en 8 volúmenes); 6 hace referencia al número de página de la edición Siglo XXI.

En este comentario utilizo la traducción de El derecho a la pereza realizada por María Celia Cotarelo, incluida en Sartelli, Eduardo. (2005). Contra la cultura del trabajo: Una crítica marxista del sentido de la vida en la sociedad capitalista. Buenos Aires: Ediciones Razón y Revolución. (pp. 193-221). Este volumen reúne, además, un conjunto de trabajos que tienen por objeto comentar y/o desarrollar aspectos del texto de Lafargue.



En el comienzo del primer capítulo del Libro Primero de El Capital (1867), Karl Marx (1818-1883) formula la distinción entre valor de uso y valor de cambio. El primer concepto alude a la capacidad que posee una cosa o un servicio para satisfacer necesidades de las personas; el uso es la utilización de la cosa por el individuo para realizar su goce. (1). El valor de cambio designa a la capacidad que posee una mercancía de ser cambiada en el mercado por otras mercancías; a diferencia del valor de uso, el valor de cambio presupone necesariamente la existencia del mercado. (2). Marx no desarrolla la concepción del valor de uso en El capital, si bien reconoce que es el sustrato material del valor de cambio. (3)

El proceso de trabajo, en su forma capitalista, está centrado en el valor de cambio (más exactamente, en la producción de plusvalor). Para el capitalista, el objetivo del proceso productivo es la producción de mercancías que puedan venderse en el mercado. En el fondo, no le interesa qué mercancía produce, sólo le importa que se venda. Toda su "responsabilidad social" concluye allí.

La hegemonía del valor de cambio engendra la paradoja de que el capitalismo, lejos de tener presente las necesidades de los individuos, impone a las personas sus propias necesidades (por ejemplo, la creación de la compulsión a la compra de todo tipo de mercancías). No es la satisfacción de las personas la que guía el rumbo del proceso productivo, sino el goy la satisfacción del capital a través de la producción de cantidades crecientes de plusvalor. En el capitalismo los individuos tienen que estar permanentemente insatisfechos para que el capital pueda gozar con el plusvalor. En un correlato de la teoría del fetichismo de las mercancías, la esfera del goce se desplaza desde las personas hacia las cosas (el capital).

Aunque Marx no dedica su atención a la problemática del valor de uso, El capital proporciona elementos para entender la relación entre la hegemonía del valor de cambio y el papel secundario del valor de uso. La clave para comprender por qué son las cosas quienes disfrutan en el capitalismo se encuentra en la organización del proceso de trabajo. En este punto El derecho a la pereza cobra una enorme actualidad.

Paul Lafargue (1842-1911) (4) fue un militante socialista francés, nacido en Santiago de Cuba. Estaba casado con Laura Marx (1845-1911) y realizó una tarea infatigable de difusión de las ideas marxistas, a través de numerosos textos, muchos de ellos presentados en el formato folleto. Como buen militante, su interés por las cuestiones teóricas estaba soldado con la preocupación por transformar la realidad, y esto debe ser tenido en cuenta al momento de abordar la lectura de sus obras.

El derecho a la pereza fue redactado en 1880 y publicado por partes en el periódico socialista francés L'ÉGALITÉ. Posteriormente, y estando preso por "favorecer y propugnar la muerte y el pillaje", Lafargue revisó el folleto y preparó su edición definitiva en 1883.  En la lectura que voy a proponer resulta  fundamental la categoría de valor de uso. Mediante el empleo de la misma, es posible desarmar el sentido común capitalista acerca del trabajo y comprender bajo qué condiciones pueden emanciparse las personas de la dominación del trabajo alienado y convertirse en dueños de su propio destino.

¿En qué consiste el sentido común sobre el trabajo? En la creencia en que el trabajo es bueno en sí mismo, y que constituye el camino que debe elegir el individuo para mejorar en tanto persona. En otras palabras, el trabajo nos hace mejores pues nos permite superarnos, al obligarnos a ser responsables. Frente a los innegables males de nuestra época, el sentido común capitalista suele proponer como solución el retorno a la "cultura del trabajo". El trabajo divide, pues, a las personas en dos grandes grupos: los trabajadores, serios y responsables, a los que les corresponde por mérito ascender en la escala social; y los "vagos", los que "no quieren trabajar, que quedan fuera del mundo del trabajo por su propia indolencia. El éxito, que en nuestra sociedad se mide por la cantidad de dinero acumulado, es presentado como un resultado del esfuerzo en el trabajo; las diferencias sociales son la expresión de una “meritocracia” basada en el trabajo.

La visión del sentido común tiene la ventaja de la sencillez, reforzada por la adopción del punto de vista individualista. Es el trabajo del individuo el que determina el lugar que éste ocupa en la sociedad. No hay que preocuparse por las estructuras, las clases sociales o la dinámica del capitalismo. Sólo es preciso concentrarse en los motivos de cada individuo para trabajar duro.

El sentido común tiene una valoración positiva del trabajo. ¿Quién podría oponerse al trabajo? Sólo alguien que quiere vivir a costa de los demás o que es "vago" por naturaleza.

Lafargue desarma la concepción del sentido común mediante el despliegue de una serie de operaciones conceptuales. En primer lugar, saca al trabajo del ámbito abstracto e individualista en que lo sitúa el pensamiento burgués, y lo ubica en el contexto general de la sociedad capitalista. Así, mientras que el sentido común presenta al trabajo como una actividad realizada por el trabajador para su propio beneficio, Lafargue considera al trabajo en su carácter capitalista, como actividad condicionada y formateada por las necesidades de reproducción del capital. Esto permite evitar muchos equívocos. Así, por ejemplo, cuando se habla de "cultura del trabajo" debe tenerse en cuenta que se está hablando de "cultura del trabajo capitalista".

Lafargue escribe: "Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de las naciones donde domina la civilización capitalista (...) Esta locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda por el trabajo, llevado hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de sus hijos. (...) En la sociedad capitalista, el trabajo es la causa de toda degeneración intelectual, de toda deformación orgánica." (p. 195). "Nuestra época es, dicen, el siglo del trabajo; es, en efecto el siglo del dolor, de la miseria y de la corrupción." (p. 198).

Así, frente al sentido común burgués, que sostiene que el trabajo es la fuente de todas las virtudes, Lafargue afirma que el trabajo es fuente de degradación. Frente a la afirmación de que el trabajo es creador de riqueza, Lafargue sostiene que es creador de miseria. ¿Cómo es posible que la actividad que genera efectivamente la riqueza de la sociedad capitalista se transmute en su opuesto? La respuesta a este interrogante se encuentra en la organización capitalista del proceso productivo.

En el capitalismo, el objetivo del proceso de trabajo es la producción de plusvalor, esto es, trabajo no pagado al trabajador, que es apropiado por el capitalista en virtud de su propiedad privada de los medios de producción. El valor de uso (la satisfacción de las necesidades de las personas) ocupa un lugar subordinado frente al valor de cambio. La hegemonía de este último permite explicar que la inmensa productividad del trabajo no desemboque en un aumento del ocio de los trabajadores, sino en una intensificación del ritmo de trabajo. Puesto que el trabajador no controla el proceso, su opinión no es considerada al momento de decidir qué, cómo y cuánto producir. Si la productividad del trabajo aumenta, es necesario producir cada vez más para así generar una masa mayor de plusvalor.

Lafargue expresa así el imperativo de la producción capitalista: "Trabajen, trabajen, proletarios, para aumentar la riqueza social y sus miserias individuales; trabajen, trabajen, trabajen, para que , volviéndose más pobres, tengan más razones para trabajar y ser miserables. Tal es la ley inexorable de la producción capitalista." (p. 201).

Sólo a partir de la hegemonía del valor de cambio puede entenderse la búsqueda desesperada por producir cada vez más mercancías en un mundo que ya está saturado de ella. En este punto cobra todo su sentido la afirmación de Lafargue de que el trabajo engendra "miseria" y "corrupción". La productividad del trabajo hace que el trabajador sea cada vez más miserable frente a una masa siempre creciente de mercancías que no puede poseer; la corrupción invade todos los resquicios de la sociedad puesto que todo el proceso productivo está regido por el valor de cambio y, por ende, todo tiene su precio.

Lafargue transforma a la "cultura del trabajo" en una pesadilla grotesca, donde las personas actúan guiadas por un impulso insensato a producir cada vez más. Claro que esta "insensatez" no es otra cosa que la lógica misma de la producción capitalista.

En segundo lugar, Lafargue se dedica a demostrar que el progreso técnico se transforma en un eslabón más en la cadena que somete al trabajador. Hay que detenerse en este punto pues constituye una de las muestras más evidentes de la mencionada "insensatez" del capitalismo. El progreso tecnológico implica un ahorro de fuerza de trabajo humana; en otras palabras, las máquinas reemplazan trabajo realizado directamente por las personas. El desarrollo de la técnica crea, entonces, las condiciones para que las personas se liberen progresivamente del trabajo físico. Sin embargo, la paradoja del capitalismo radica en que se trata de una forma de sociedad que incentiva como ninguna el desarrollo tecnológico, pero este progreso no va acompañado de un descenso ni de la intensidad del trabajo para los trabajadores, ni de una reducción de la jornada laboral acorde con la magnitud de la productividad.

Lafargue afirma: "la pasión ciega, perversa y homicida del trabajo transforma la máquina liberadora en un instrumento de servidumbre de los hombres libres: su productividad los empobrece." (p. 204). "A medida que la máquinas se perfecciona y quita el trabajo del hombre con una rapidez y una precisión constantemente crecientes, el obrero, en vez de prolongar su descanso en la misma proporción, redobla su actividad como si quisiera rivalizar con la máquina." (p. 204).

En el marco de un proceso laboral en el que impera la propiedad privada de los medios de producción, la tecnología se transforma cada vez más en un dispositivo de alienación. ¿Cómo puede esperarse que la tecnología represente un alivio para los trabajadores cuando el objetivo de la producción es el valor de cambio y no el valor de uso? A ningún empresario en su sano juicio le interesa que la tecnología mejore la condición de los trabajadores; la tecnología sirve como herramienta para someter a los trabajadores y enfrentar a la competencia.

Lafargue señala que "para potenciar la productividad humana, en necesario reducir las horas de trabajo y multiplicar los días de pago y feriados" (p. 211); "para obligar a los capitalistas a perfeccionar sus máquinas de madera y de hierro, es necesario elevar los salarios y disminuir las horas de trabajo de las máquinas de carne y hueso." (p- 211). La organización del trabajo basada en la propiedad privada impone el antagonismo entre empresarios y trabajadores; de ahí que las máquinas aparezcan como un rival de los trabajadores, y que el desarrollo tecnológico sea promovido en la medida en que el costo de introducir tecnología sea inferior al coste de producir con fuerza de trabajo humana. Lafargue indica que el capitalismo no fomenta el desarrollo tecnológico porque actúa como un "progresista" nato, sino que hacer eso le conviene en su lucha contra los trabajadores. Esto sirve para desmitificar la imagen de sentido común del empresario como un elemento "progresista" y "racional" en la sociedad. Independientemente de que el desarrollo tecnológico también obedece a los vaivenes de la lucha entre capitalistas (competencia), hay que insistir en que la introducción de tecnología responde a las necesidades de la lucha del empresario contra los trabajadores. En el marco del trabajo alienado, la tecnología obedece a la lógica del capital.

En tercer lugar, y puesto que el eje del proceso económico radica en el valor de cambio, el sentido común dominante considera que la laboriosidad, la sobriedad y la obediencia son las virtudes cardinales del trabajador. En una sociedad en que la Joda (así, con mayúscula) representa el Bien, el objetivo último de los "ganadores" (los que han sabido hacer dinero), se pide a los trabajadores que sean sobrios, responsables y, en lo posible, que no molesten con pedidos de aumentos de salarios y otras cosas que suelen reclamar; en otras palabras, los trabajadores tienen que ser una encarnación de la "cultura del trabajo" y entender que el trabajo es la esencia misma de la personalidad humana (o, por lo menos, de la personalidad de los trabajadores). Lafargue emplea la ironía y reparte palos tanto a empresarios como a trabajadores con el fin de mostrar todo la hipocresía y el absurdo de esta concepción. Así, la sobriedad que se pide a los trabajadores tiene su contrapartida en la presión constante sobre la burguesía para que compre mercancías producidas en cantidad creciente. "La abstinencia a que la que se condena a la clase productiva obliga a los burgueses a dedicarse al sobreconsumo de los productos que ella produce en forma desordenada. (p. 205). "Para cumplir su doble función social de no productor y de sobreconsumidor, el burgués debió no solamente violentar sus gustos modestos, perder sus hábitos laboriosos de hace dos siglos y entregarse al lujo desenfrenado a las indigestiones trufadas y a los libertinajes sifilíticos, sino también sustraer al trabajo productivo una masa enorme de hombres a fin de procurarse ayudantes." (p. 206).

Dado que la base del poder de la burguesía reside en la apropiación del plusvalor, y que este plusvalor sólo se realiza al venderse la mercancía, la compra y consumo de mercancías se transforma en el imperativo categórico de la burguesía y de los sectores sociales que participan de su dominación. La clase dominante de la sociedad capitalista se ve dominada, a su vez, por las cosas (las mercancías). Así, mientras que la clase trabajadora está encadenada a la "cultura del trabajo", la burguesía se halla sometida a la "cultura del consumo". La existencia humana pasa a estar regulada en su totalidad por las necesidades de la reproducción se capital.

Como se desprende del análisis anterior, el capitalismo, que ha llevado el desarrollo de la técnica a niveles nunca vistos en la historia, y que ha conseguido que la humanidad disponga por primera vez en su existencia de más bienes de los que necesita, se ha convertido en la forma de dominación más omnipotente de la historia. Como bien lo demuestra Lafargue, son los propios trabajadores lo que exigen trabajar más (p. 201, 202), aun cuando sea ese mismo trabajo el que debilita constantemente su posición frente a los empresarios. La "cultura del trabajo" es la expresión naturalizada e internalizada del sometimiento y de la esclavitud de los trabajadores, la expresión políticamente correcta de la explotación de los obreros por los empresarios, la forma elegante de manifestar su (de los trabajadores) renuncia a una vida dedicada al goce y a la expansión de sus capacidades.

En el plano teórico más general, las cuestiones tratadas por Lafargue son manifestaciones del carácter alienado que asume el trabajo en la sociedad capitalista, cuestión que Marx analizó con maestría en los Manuscritos de 1844. En este punto hay que ubicar la categoría de valor de uso y su subordinación al valor de cambio en el capitalismo. Que el objetivo primordial del proceso de trabajo sea el valor de cambio tiene consecuencias fundamentales para la sociedad; así, las personas pasan a ser meros soportes de las operaciones necesarias para la reproducción del capital. Las relaciones sociales, que son relaciones entre personas, pasan a ser vistas como relaciones entre cosas; las personas mismas son cosificadas y se transforman en mercancías.

El valor de uso, que, como dijimos anteriormente, es la propiedad que poseen las cosas de satisfacer determinadas necesidades humanas, queda relegado a un puesto secundario en la producción capitalista. Si la producción tuviera como eje el valor de uso, la satisfacción de necesidades pasaría a ser el centro del proceso productivo. El goce de los individuos, y no la lógica de reproducción del capital, constituiría la norma que guiaría el desarrollo del aparato productivo. No se trata aquí de establecer una distinción abstracta entre necesidades "naturales" (hegemonía del valor de uso) y necesidades "artificiales" (hegemonía del valor de cambio), pues ello implicaría partir de una concepción esencialista de la naturaleza humana (postulando una esencia inmutable de la que se derivarían ciertas necesidades naturales). Fijar la atención en la categoría de valor de usos supone, en cambio, enfatizar el hecho de que en la sociedad capitalista la satisfacción de necesidades está regida por la lógica del valor de cambio y no por las personas. En este contexto, pensar en la posibilidad misma de un capitalismo "sustentable", de un capitalismo "amigable", resulta grotesco.

En cuarto lugar, Lafargue fustiga duramente a los trabajadores por haber aceptado la "locura" del trabajo. En este punto, nuestro autor rechaza toda "adoración " populista de los trabajadores y critica su adhesión a la insensatez consistente en trabajar cada vez más. No se trata, por cierto, de una recriminación "paternalista" propia de un intelectual "superado; tampoco de una manifestación de desprecio hacia la "estupidez" del proletariado. Lafargue, que es militante y teórico a la vez, busca provocar la reacción de los interpelados.

Para concluir, hay que decir unas palabras sobre el camino que propone Lafargue para superar la "cultura del trabajo". Ante todo, hay que comenzar por notar que Lafargue no atribuye los efectos devastadores de la "cultura del trabajo" a una maldición de la naturaleza o a el capricho divino. Estos efectos son el resultado de una determinada forma de organización del proceso de producción. Cualquier intento de modificar la situación existente debe tener en cuenta, por tanto, dicha forma de organización. Además, hay que tener en cuenta que el desarrollo de la tecnología en el capitalismo crea, POR PRIMERA VEZ EN LA HISTORIA, la posibilidad de reducir la jornada de trabajo a una mínima expresión sin afectar la productividad. Puede decirse que hoy, mucho más que en tiempos de Lafargue, el capitalismo ha proporcionado las herramientas para que TODAS las personas puedan desarrollarse plenamente y gozar de la existencia.

Frente a un marxismo supuestamente "puritano", Lafargue se erige en defensor de la reorganización del proceso de trabajo para garantizar el derecho al goce de todos los individuos. Así, "para que tome conciencia de su fuerza, el proletariado debe aplastar con sus pies los prejuicios de la moral cristiana, económica y librepensadora; debe retornar a sus instintos naturales, proclamar los Derechos de la Pereza, mil veces más nobles y más sagrados que los tísicos Derechos del Hombre, proclamados por los abogados metafísicos de la revolución burguesa; que se limite a trabajar no más de tres horas por día, a holgazanear y comer el resto del día y de la noche." (p. 203).

La reivindicación de una jornada laboral de 3 horas resulta interesante, más allá de la cifra en sí, porque alerta contra una tendencia predominante en los movimientos revolucionarios de tipo soviético a privilegiar un enfoque "productivista" por sobre todas las demás consideraciones. No se trata de negar la necesidad de producir, sino de acentuar la cuestión de que, en un régimen socialista viable, la producción tiene que estar al servicio de la satisfacción de las necesidades de las personas. En definitiva, hacer del valor de uso el centro alrededor del cual gire todo el sistema productivo. En palabras de Lafargue, "a fin de encontrar trabajo para todos los improductivos de la sociedad actual, a fin de dejar la maquinaria industrial desarrollarse indefinidamente, la clase obrera deberá, como la burguesía, violentar sus gustos ascéticos, y desarrollar indefinidamente sus capacidades de consumo. En vez de comer por día una o dos onzas de carne dura como el cuero - cuando la come -, comerá sabrosos bifes de una o dos libras, en vez de beber moderadamente un vino malo, más católico que el papa, beberá bordeaux y borgoña, en grandes y profundas copas, sin bautismo industrial, y dejará el agua a los animales." (p. 212).

Villa del Parque, viernes 25 de agosto de 2017

NOTAS:
(1) "La utilidad de una cosa hace de ella un valor de uso. (...) El valor de uso se efectiviza únicamente en el uso o en el consumo. Los valores de uso constituyen el contenido material de la riqueza, sea cual fuere la forma social de ésta." (Marx, El capital, I, 1: 44)
(2) "En primer lugar, el valor de cambio se presenta como relación cuantitativa, proporción en que se intercambian valores de uso de una clase por valores de uso de otra clase (...) salta a la vista que es precisamente la abstracción de sus valores de uso lo que caracteriza a la relación de intercambio entre las mercancías. (...) En cuanto valores de uso, las mercancías son, ante todo, diferentes en cuanta a la cualidad; como valores de cambio, sólo pueden diferir por su cantidad, y no contienen, por consiguiente, ni un solo átomo de valor de uso." (Marx, El capital, I, 1: 45-46).
(3) "...ninguna cosa puede ser valor si no es un objeto para el uso. Si es inútil, también será inútil el trabajo contenido en ella; no se contaría como trabajo y no constituirá valor alguno." (Marx, El capital, I, 1: 50-51).
(4) Para los datos biográficos y un comentario de los principales trabajos de Lafargue, así como también una valoración general de su obra y actuación, puede consultarse el trabajo de Sartelli, "Trabajo y subversión: Paul Lafargue y la crítica marxista de la sociedad burguesa", incluido en Sartelli, Eduardo. (2005). Contra la cultura del trabajo: Una crítica marxista del sentido de la vida en la sociedad capitalista. Buenos Aires: Ediciones Razón y Revolución. (pp. 11-96). Es recomendable la compilación de trabajos de Lafargue: En defensa del materialismo histórico, Buenos Aires, RyR, 2011.

jueves, 24 de agosto de 2017

MARX SOBRE LA POLÍTICA DE LA CLASE OBRERA

La compilación Acerca del anarquismo y el anarcosindicalismo, publicada en 1976 (Moscú: Editorial Progreso), incluye escritos de Marx, Engels y Lenin. Se trata, por lo menos en lo que hace a los trabajos de Marx y Engels, de una obra sesgada, que pone el acento en los ataques al anarquismo y deja de lado obras fundamentales, como La guerra civil en Francia. Más allá del sesgo, contiene una serie de valiosas indicaciones sobre la concepción marxiana de la política y del partido. A modo de muestra, van estas notas de lectura.



En su carta a Ludwig Kugelmann, fechada el 9 de octubre de 1866 (1), Marx define como revolucionario a “todo movimiento social concentrado, que, por tanto, puede llevarse también por medios políticos”. (p. 23).

La acción política (referida aquí a la acción del movimiento obrero) es equivalente a la concentración de la lucha de clases. ¿Por qué? Porque implica concentrar las luchas dispersas, los esfuerzos individuales, en torno a una disputa por el Estado (la expresión más concentrada del poder social). Para lograr esa concentración es necesario (y esto es tanto más acuciante en las clases explotadas) la tarea de organización política, una de cuyas patas es la lucha ideológica. Usando una imagen boxística, la lucha por el Estado expresa la intención de pararse en el centro del ring, de tener la iniciativa. Si se la descarta, si la califica de lucha “autoritaria”, no por ello se elimina el Estado ni se disminuye su capacidad para golpear, es decir, para disgregar y desorganizar a las clases subalternas). De ahí que Marx entienda por movimiento revolucionario al que demuestra ser capaz de concentrar las fuerzas de la clase trabajadora, contrarrestando la tendencia a la dispersión promovida por  el capitalismo.

En carta a Paul Lafargue, fechada el 19 de abril de 1870 (2), Marx lleva a cabo una discusión de los puntos centrales de la teoría de Bakunin (1814-1876). En ese marco, que no interesa aquí, puede leerse el siguiente pasaje: “proclamar la abolición del derecho de herencia no sería un acto serio, sino una amenaza estúpida que agruparía a todo el campesinado y a toda la pequeña burguesía alrededor de la reacción” (p. 25).

Si se deja de lado la cuestión de la herencia, de la afirmación de Marx se desprende que el proletariado no sólo debe organizarse políticamente de modo autónomo, sino que también tiene que desarrollar una política que le permita nuclear tras de sí la mayoría de la población. (3) Marx y Engels aprendieron esto, sobre todo, en las experiencias de junio de 1848 (4) y de marzo-mayo de 1871. Los bolcheviques aplicaron esta línea en la Revolución de Octubre (por medio de la conformación de un bloque entre obreros y campesinos) y Antonio Gramsci (1891-1937) concretó esto en el plano teórico desarrollando el concepto de hegemonía.

En base a lo expuesto en el párrafo anterior puede establecerse la distinción entre dos líneas políticas de la clase obrera: a) una de ellas pretende desarrollar un política exclusivamente para el proletariado (para una clase obrera idealizada, mistificada), sin pensar en las otras clases subalternas, cuya existencia se desconoce en el terreno práctico (más allá de las declamaciones), o se tiende a asimilarlas a la burguesía; b) otra promueve la autonomía de la clase trabajadora, pero combate todos los vestigios del punto de vista corporativo e impulsa la elaboración de una política que unifique a todas las clases subalternas en torno a la lucha del proletariado. De hecho, la necesidad de construir una organización revolucionaria es una resultante de la necesidad de elaborar una política contrahegemónica, un nuevo bloque histórico.

El argumento de Marx, favorable a la segunda de las políticas esbozadas en el párrafo anterior, cobra pleno sentido si se tiene en cuenta que Marx estudia al capitalismo como una totalidad, en la que sólo para fines analíticos puede distinguirse entre economía y política. Desde este punto de vista, postular la escisión entre lucha económica (o lucha sindical) y lucha política implica adoptar la ideología de la burguesía.

Cuando se desata una huelga por un reclamo de aumento salarial en una fábrica textil del partido de San Martín, por ejemplo, no se trata de un conflicto individual entre los obreros A, B, C y el capitalista R. El carácter social de la lucha sólo es inteligible desde la visión de las clases sociales. Las posiciones de A, B, C y R están dadas por la posición que ocupan en el proceso de producción; R tiene todas las de ganar porque su propiedad es sancionada por el Estado (Código Civil, Código Penal, etc.). Los obreros sólo tienen chance de vencer si se unen y superan la estrechez corporativa. En esta instancia, el enfrentamiento asume la forma de movimiento político. Los obreros tratan de organizarse y la burguesía, por su parte, brega por desorganizarlos.

Si se acepta lo anterior, es claro que la apoliticidad, el rechazo de la política, etc., objetivamente constituyen una política burguesa, puesto que promueven la dispersión de la clase obrera (mejor dicho, refuerzan la fragmentación derivada de las relaciones de producción capitalistas). Todo esto independientemente de las intenciones de los promotores de dichas iniciativas.


Villa del Parque, jueves 24 de agosto de 2017

NOTAS:
(1) Incluida en pp. 23-24 de la compilación mencionada. La carta fue publicada por primera vez en la revista DIE NEUE ZEIT, Bd. 2, n° 2, 1901-1902. Ludwig Kugelmann (1830-1902) era un médico alemán, amigo de la familia Marx.
(2) Incluida en pp. 25-26 de la compilación mencionada. Paul Lafargue (1842-1911), periodista y médico nacido en Santiago de Cuba, fue un militante y ensayista que jugó un papel importante en la difusión del marxismo. Integró el Consejo General de la AIT (1° Internacional) y fue uno de los fundadores del Partido Obrero de Francia. Compañero de Laura Marx, hija de Karl. Su obra más conocida es El derecho a la pereza.
(3) Al margen del argumento principal, puede leerse entre líneas que nunca se concreta la polarización absoluta entre la burguesía y el proletariado; por el contrario, siempre subsisten  - y esto forma parte de la esencia del modo de producción capitalista - elementos, fracciones y clases intermedias.

(4) En Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850, Marx escribió: “mediante el sufragio universal, otorga la posesión del poder político a las clases cuya esclavitud social debe eternizar: al proletariado, a los campesinos, a la pequeña burguesía.” (Marx, Karl, Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850, incluida en Marx, Karl, Trabajo asalariado y capital, Barcelona, Planeta-Agostini, 1985, p. 68). La derrota sufrida por los obreros de París en junio de 1848, cuando se vieron empujados a la insurrección por la burguesía, fue leída por Marx como una advertencia trágica acerca de la necesidad de evitar el aislamiento político. La clase trabajadora fue vencida porque no pudo agrupar tras de sí a los campesinos y a los pequeño burgueses.

viernes, 18 de agosto de 2017

FICHA DE LECTURA: WALLERSTEIN. ABRIR LAS CIENCIAS SOCIALES. CAP. 1


Immanuel Wallerstein (1930-2019) es un sociólogo estadounidense, quien a comienzos de los años ‘90 del siglo pasado era director del Fernand Braudel Center de la Universidad de Binghamton (New York State). Para esa época era ampliamente conocido por su obra The Modern World-System (cuyo primer volumen apareció en 1974, el segundo en 1980 y el tercero en 1989).


En Portugal tiene su sede la Fundación Calouste Gulbenkian, fundada en los años ‘50 del siglo XX por un millonario petrolero de origen armenio. Dicha Fundación organizó patrocinó varios espacios de reflexión sobre el futuro de Portugal, en los que participaron científicos sociales de diversas disciplinas.


La confluencia entre Wallerstein y la Fundación Gulbenkian tuvo lugar a partir de una propuesta del sociólogo a los directivos de la Fundación, que consistía en conformar una Comisión para la reestructuración de las Ciencias Sociales. Lacomo  Fundación aprobó el proyecto y en julio de 1993 se creó la mencionada Comisión, con Wallerstein como su presidente. La lista de sus miembros es la siguiente: Calestous Juma, Evelyn Fox Keller (n. 1936), Jürgen Kocka (n. 1941), Dominique Lecourt (n. 1944), Valentin Y. Mudimbe, Kinhide Mushakoji, Ilya Prigogine (1917-2003), Peter J. Taylor (n. 1944) y Michel-Rolph Trouillot (1949-2012). Richard Lee se desempeñó como secretario científico de la Comisión.


La Comisión celebró tres reuniones plenarias: la primera se realizó en Lisboa en junio de 1994; la segunda en la Maison de Sciences de l’Homme en París en enero de 1995; la tercera en el Fernand Braudel Center en Binghamton en abril de 1995. Abrir las ciencias sociales es el informe, coordinado por Wallerstein, de los trabajos de la Comisión.


A continuación presento una ficha de lectura del texto, confeccionada a partir de la traducción española realizada por Stella Mastrángelo: Wallerstein, Immanuel, coord. (1999). Abrir las ciencias sociales: Informe de la Comisión Gulbenkian para la reestructuración de las ciencias sociales. México D. F.: Siglo XXI & Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades, UNAM.






Cap. 1. La construcción histórica de las ciencias sociales desde el siglo XVIII hasta 1945 (pp. 3-36)


Wallerstein (W. a partir de aquí) comienza por distinguir entre la sabiduría y la ciencia social. La primera se construyó en torno a “la idea de que podemos reflexionar de forma inteligente sobre la naturaleza de los seres humanos, sus relaciones entre ellos y con las fuerzas espirituales y las estructuras sociales que han creado, y dentro de las cuales viven”. Ejemplos de esta sabiduría: los textos religiosos, los textos filosóficos, la sabiduría oral. (p. 3).


La ciencia social es una empresa del mundo moderno. Surgió en el siglo XVI y fue parte inseparable de la construcción de dicho mundo. Constituye el intento “por desarrollar un conocimiento secular sistemático sobre la realidad que tenga algún tipo de validación empírica” (p. 4).


A partir de la Modernidad, la ciencia “pasó a ser definida como la búsqueda de las leyes naturales universales que se mantenían en todo tiempo y espacio” (p. 5). Se constituyó en torno a dos premisas: a) modelo newtoniano, que postula la simetría entre el pasado y el futuro; b) dualismo cartesiano, que consiste en la distinción entre naturaleza y seres humanos, entre la materia y la mente entre el mundo físico y el mundo social. (p. 4).


En paralelo con la afirmación del carácter infinito del espacio (idea desarrollada por los físicos de los siglos XVII y XVIII), se volvió fundamental la idea de progreso. (p. 5). Se trató de un ideal de progreso ilimitado, que se fortaleció con la noción de la infinitud del tiempo y del espacio. En la práctica, el progreso se tradujo en una exploración de toda la superficie terrestre y, posteriormente, del espacio. Progreso y descubrimiento fueron de la mano.


La ciencia natural se fue separando progresivamente de la filosofía. Cuando la primera pasó a apoyarse en el trabajo experimental y empírico, la filosofía fue equiparada a teología y abandonada. A comienzos del siglo XIX, la separación era completa; ciencia pasó a ser identificada con ciencia natural. (1)


En este punto, W. introduce al análisis la dimensión del poder: “la lucha epistemológica sobre qué era conocimiento legítimo ya no era solamente una lucha sobre quién controlaría el conocimiento sobre la naturaleza (...) sino sobre quién controlaría el conocimiento sobre el mundo humano.” (p. 8). Aquí, “la necesidad del estado moderno de un conocimiento más exacto sobre el cual basar sus decisiones” (p. 8) generó el ambiente para la aparición de un nuevas categorías de conocimiento sobre la sociedad.


La Universidad, moribunda desde el siglo XVI, revivió a fines del siglo XVIII para la creación de ese tipo de conocimiento. (p. 8-9). En torno a la Facultad de Filosofía se constituyeron las nuevas estructuras de conocimiento. A diferencia de los científicos naturales (2), los aspirantes a científicos sociales buscaron el apoyo del Estado y de la Universidad para solventar sus investigaciones.Fueron ellos quienes fortalecieron a la Universidad. Para ello atrajeron hacia ellas a los científicos naturales, por el prestigio que poseían éstos. Como consecuencia, “las universidades pasaron a ser la sede principal de la continua tensión entre las artes o humanidades y las ciencias, que ahora se definían como modos de conocimiento muy diferentes, y para algunos antagónicos.” (p. 10).


La Revolución Francesa modificó las urgencias. No sólo existía el espacio para la aparición de la ciencia social; había una profunda necesidad social de ella. La revolución hacía imposible la explicación de la sociedad que hablaba de un supuesto orden natural de la vida social (3), pues lo natural había desaparecido tras la intervención de las masas en la historia. La irrupción de la “soberanía del pueblo” hizo que las clases dominantes vieran la necesidad de organizar y estudiar el cambio social; para hacer eso era preciso estudiarlo y comprender sus reglas. De ahí surge la corriente positivista, que sostuvo que era posible lograr un conocimiento exacto adoptando los métodos de las ciencias naturales (la física newtoniana). (p. 11).


En otros países, el problema político principal era el logro de la unificación nacional (caso Alemania). Allí los estudiosos de lo social se volcaron a la elaboración de relatos históricos nacionales. Surgió una historia basada en investigaciones empíricas de archivo, que rechazó la especulación como lo habían hecho la ciencia natural y la ciencia social. Pero estos historiadores mostraron desconfianza hacia los intentos de establecer leyes generales de la sociedad. (p. 11-12).


[El análisis de W es sumamente unilateral. La mención a la Revolución Francesa deja de lado el hecho de que la burguesía se vio obligada a movilizar a los campesinos y a los sectores trabajadores de las ciudades, con el objetivo de vencer a los feudales. Esa movilización, sumada al mayor desarrollo político y económico de las masas urbanas, hizo que la burguesía triunfante enfrentara por primera vez a una amenaza por izquierda. La Revolución Industrial, por su parte, dio origen a la clase obrera moderna. W. nada dice de ella ni del proletariado. Esto le permite dejar de lado completamente al socialismo y, en particular, al marxismo. Ahora bien, ¿es posible comprender el desarrollo de las ciencias sociales modernas dejando afuera de la consideración al marxismo?]


El siglo XIX se caracterizó por la multiplicación de disciplinas que cubrían una amplia gama de posiciones epistemológicas. En un extremo, la matemática (actividad no empírica), luego las ciencias naturales experimentales, luego la ciencia social (nomotética, es decir, que procuraba la formulación de leyes generales), la historia (ciencia idiográfica, dedicada a la comprensión de hechos particulares), finalmente en el otro extremo, las humanidades. Los científicos sociales quedaron atrapados en la lucha entre científicos naturales y las humanidades. (p. 12).


El contexto de la disputa anterior fue la victoria de la ciencia (newtoniana) sobre la filosofía especulativa (filosofía). Se trató, en rigor, de un repudio de la metafísica aristotélica y no del interés filosófico en sí. “Se proclamó que la ciencia era el descubrimiento de la realidad objetiva utilizando un método que nos permitía salir fuera de la mente, mientras se decía que los filósofos no hacían más que meditar y escribir sobre sus meditaciones.” (p. 13-14).


El sociólogo francés Auguste Comte (1798-1857) propuso elaborar una física social, que debería ser el instrumento de los gobiernos para superar la anarquía intelectual derivada de la Revolución Francesa, permitiendo la reconciliación del orden y el progreso. (p. 14).


Las universidades reconocieron la diversificación de disciplinas sociales recién en el período entre 1850-1914. (p.15) (4). En este punto, “la creación de las múltiples disciplinas de ciencia social fue parte del intento general del siglo XIX de obtener e impulsar el conocimiento ‘objetivo’ de la ‘realidad’ con base en descubrimientos empíricos (lo contrario de la ‘especulación’). Se intentaba ‘aprender’ la verdad, no inventarla o intuirla.” (p. 16).


W. analiza, por orden de aparición, cada una de las disciplinas de la ciencia social.


Primero surgió la historia. Siempre hubo relatos del pasado, pero lo que distinguió a la nueva disciplina fue el énfasis riguroso en conocer lo que realmente ocurrió en el pasado. Los historiadores rechazaron la filosofía especulativa apelando a estos argumentos: a) existencia de un mundo real que es objetivo y cognoscible; b) énfasis en la evidencia empírica; c) neutralidad del investigador; d) los datos tenían que buscarse en los archivos y no en los escritos anteriores (otros autores) o en los propios procesos de pensamiento. A diferencia de otros disciplinas sociales, los historiadores también rechazaban la filosofía porque ésta proponía esquemas generales para explicar los datos empíricos. La historia, en cambio, se propuso desde el comienzo como ciencia ideográfica y antiteórica. Además, los historiadores se concentraron en la elaboración de “historias nacionales”, tanto por su afirmación de la ideografía como por las presiones sociales. En este sentido, contribuyeron a reforzar la cohesión social de los Estados. Los historiadores se ubicaron en las facultades de letras, evitando ser identificados con las ciencias sociales (p. 18-19).


La segunda disciplina en aparecer fue la economía, que surgió a finales del siglo XVIII. El predominio de las teorías liberales hizo que pasara de denominarse “economía política” (s. XVIII) a “economía” (s. XIX). Esta disciplina se volcó hacia el estudio del presente. En Alemania floreció durante el siglo XIX una disciplina que no era ni nomotética ni ideográfica, llamada Staartswissenschaften (“ciencias del estado”), que sucumbió frente a las categorías disciplinarias de Francia e Inglaterra. La economía se estableció en las universidades orientada hacia el presente y nomotética. (p. 20-21).


A continuación surgió la sociología, en la segunda mitad del siglo XIX, “gracias a la institucionalización y transformación dentro de las universidades de la obra de asociaciones de reforma social cuyo plan de acción había tendido principalmente a encarar el descontento y el desorden de las muy crecidas poblaciones de trabajadores urbanos.” (p. 22). Los sociólogos se ubicaron en el campo nomotético. (p. 22).


La ciencia política tuvo origen más tardío, en parte por la resistencia de las facultades de derecho a renunciar a su monopolio en ese campo. Incorporó a su estudio la filosofía política y su desarrollo sirvió también para legitimar a la economía como ciencia separada. (p. 22-23).


El desarrollo del sistema mundial (la colonización del resto del mundo por los europeos) permitió la aparición de la antropología, dedicada al estudio de los pueblos no europeos. Esta nueva disciplina se inició como práctica de exploradores, viajeros y funcionarios de los servicios coloniales de las potencias europeas. Luego fue institucionalizada en el mundo universitario, aunque segregada de las otras disciplinas sociales que estudiaban el mundo europeo. (p. 23-24). Los antropólogos se convirtieron en etnógrafos de pueblos particulares, mediante una metodología muy concreta: el trabajo de campo y la observación participante. (p. 24). Practicaron en su mayoría una epistemología idiográfica. (p. 25).


La existencia de civilizaciones como el mundo árabe musulmán, China y Japón, hizo que aparecieran los estudios orientales, separados de la antropología. Se distinguieron de los estudios clásicos, abocados a la investigación de la antigüedad griega y romana, concebida como el prólogo de la Modernidad. (p. 26-27).


W. señala que hubo tres campos que nunca llegaron a ser completamente incluidos en las ciencias sociales: geografía (5), psicología (6) y derecho (7).


[Nada acerca de la relación entre cada una de las ciencias sociales estudiadas aquí y el desarrollo del capitalismo. Así, por ejemplo, el surgimiento de la economía moderna es inconcebible sin la expansión de la producción y circulación de mercancías. Así, por ejemplo, la ciencia política se desarrolló a la par que se extendía el sufragio universal y la democracia representativa. Sólo en el caso de la antropología, W. establece la relación con el proceso de expansión colonial del capitalismo.]


En síntesis, entre 1850 y 1945 se formó el campo de conocimiento conocido como ciencia social: institucionalización de la enseñanza en las universidades; institucionalización de la investigación; construcción de asociaciones de estudiosos según líneas disciplinarias; creación de colecciones y bibliotecas catalogadas por disciplinas. Todo el período de surgimiento de la clase social estuvo marcado por la búsqueda de la extensión del ámbito de cada disciplina. En primer lugar, se estableció la distinción entre la historia (ideográfica) y el resto de las ciencias sociales (nomotéticas). Luego, entre cada una de las disciplinas nomotéticas. (p. 34-35).


[El texto de W. es un documento de época. Escrito poco después de la caída de la URSS, da la impresión de que procura limpiar las ciencias sociales de todo contacto con “la antigualla” marxista. Es, si cabe, una versión progresista del fin de la historia proclamado por Fukuyama.]

Villa del Parque, viernes 18 de agosto de 2017


NOTAS:

(1) En paralelo, se desarrolló la distinción entre ciencia (=conocimiento cierto) y lo que no era ciencia (=conocimiento imaginado e incluso imaginario) (p. 7).
(2) Estas ciencias “tenían la capacidad de solicitar apoyo social y político con base en su promesa de producir resultados prácticos de utilidad inmediata.” (p. 10).
(3) Se refiere a la filosofía contractualista (Hobbes, Locke, Rousseau).
(4) La institucionalización de las ciencias sociales se produjo en Gran Bretaña, Francia, las Alemanias, las Ias Italias y Estados Unidos. Fueron reconocidas cinco ciencias: historia, economía, sociología, ciencia política y antropología.
(5) La geografía tiene un origen muy antiguo. En el siglo XIX se transformó en una disciplina nueva en las universidades alemanas. Fue la primer ciencia social que se dedicó al estudio del conjunto del mundo, con una orientación generalista, sintetizadora y no analítica. La división de las disciplinas sociales en compartimentos separados y su encierro en lo nacional convirtieron a la geografía en disciplina anacrónica. Esto motivó que las disciplinas sociales descuidaran el tratamiento del tiempo y del espacio.(p. 28-29).
(6) La psicología se separó de la filosofía y trató de convertirse en una ciencia. Para ello se acercó al campo de la medicina, pretendiendo ser una psicología fisiológica, e incluso química. Por eso se trasladó a las facultades de ciencias naturales. (p. 31).

(7) Los estudios legales estaban demasiado ligados a la formación de abogados, por ello no fueron considerados parte de las disciplinas sociales. (p. 32).