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viernes, 29 de julio de 2016

MARCUSE Y EL CONCEPTO DE RAZÓN EN LA MODERNIDAD




La figura de Herbert Marcuse (1898-1979) no requiere presentación. Su libro Razón y Revolución: Hegel y el surgimiento de la teoría social (1941) constituye un clásico en el estudio de la filosofía hegeliana y su influencia en el desarrollo del marxismo y de la sociología moderna.

Estos apuntes se refieren a la parte II de la obra (El surgimiento de la teoría social) (p. 245-375). (1)

La tesis del autor consiste en que “el desarrollo interno de la filosofía occidental exigía la transición hacia la teoría crítica de la sociedad” (p. 249).

El autor sostiene que la filosofía hegeliana realizó la transición de la filosofía al dominio del Estado y de la sociedad. En otras palabras, “las ideas filosóficas básicas  [de Hegel] se habían realizado en la forma histórica que el Estado y la sociedad habían asumido, y estos últimos se convirtieron en el centro de un nuevo interés teórico.” (p. 247).

Marcuse sostiene que para comprender el pasaje de la filosofía a la teoría social hay que dejar de lado la explicación habitual. ¿Qué dice ésta? A la muerte de Hegel (1770-1831), sus discípulos se dividieron en hegelianos de derecha (2) y de izquierda (3). Estos últimos desarrollaron las tendencias críticas presentes en la obra del Maestro y las aplicaron a la crítica de la religión. Posteriormente, los hegelianos de izquierda derivaron hacia el socialismo, el anarquismo o el liberalismo pequeñoburgués. (p. 247-248).

Marcuse afirma que dicha explicación está equivocada, pues la herencia de Hegel no pasó ni a sus discípulos de derecha ni a los de izquierda: “las tendencias críticas de la filosofía hegeliana fueron recogidas y continuadas por la teoría social marxista, en tanto que en todos los demás aspectos, la historia del hegelianismo se convirtió en la historia de la lucha en contra de Hegel.” (p. 248).

Con Hegel se cierra el período filosófico iniciado por Descartes (1596-1650). El primero fue “el último en interpretar el mundo como razón, sometiendo tanto la historia como la naturaleza a las normas del pensamiento y de la libertad. Al mismo tiempo, Hegel reconocía en el orden político y social que el hombre había alcanzado, la base sobre la que habría de realizarse la razón. Su sistema condujo a la filosofía al umbral de su propia negación, constituyendo así el único vínculo entre la vieja y la nueva forma de la teoría crítica, entre la filosofía y la teoría social.” (p. 249).

Antes de desarrollar la tesis enunciada arriba, Marcuse se dedica a mostrar la forma en que las fuerzas históricas de la Modernidad “penetraron y configuraron el interés filosófico”. Para llevar a cabo esta tarea, nuestro autor toma la idea de razón como punto de partida. (p 249).

La clase media ⦗burguesía⦘ en ascenso absorbió definitivamente a la filosofía en el siglo XVII y la dirigió contra las fuerzas que obstaculizaban su desarrollo político y económico. La filosofía racionalista fue la punta de lanza de la burguesía (4). La razón constituyó el eje de dicha filosofía y fue empleada en la lucha de la ciencia contra la Iglesia, en el ataque de la Ilustración francesa contra el absolutismo, y en el debate entre liberalismo y mercantilismo.

“En esta época no había una definición clara del término razón, ni este tenía tampoco un solo sentido. Su significación cambiaba al cambiar la posición de la clase media.” (p. 249).

Marcuse dedica el resto de la introducción a exponer los elementos esenciales del concepto de razón:

I) La razón no es necesariamente antirreligiosa. De hecho, permite concebir al  mundo como una creación divina. Pero, “el significado del mundo como algo racional implicaba, en primer lugar, el que pudiese ser comprendido y modificado por la actividad cognoscitiva del hombre. La naturaleza era considerada como racional en su estructura misma, de tal modo que el sujeto y el objeto se encuentran en un medio racional.” (p. 249-250; el resaltado es mío - AM -).

II) La razón humana no está limitada al orden social preestablecido. “La multitud de talentos que posee el hombre se originan y desarrollan en la historia, y éste puede emplearlos de muchas maneras para la mejor satisfacción de sus deseos. La satisfacción misma dependería del grado de control sobre la naturaleza y la sociedad. La norma de razón es la norma suprema en este amplio margen de control. Es decir, que ambas, naturaleza y sociedad, habrían de ser organizadas de modo tal que las dotes subjetivas y objetivas se desarrollasen libremente.” (p. 250; el resaltado es mío - AM -).

El corolario de este planteo es: “Mediante la educación, el hombre se convertirá en un ser racional en un mundo racional. Con la culminación de este proceso, todas las leyes de la vida social e individual se derivarán del propio juicio autónomo del hombre. La realización de la razón implicaba, por tanto, el fin de toda autoridad externa que oponga la existencia del hombre a las normas del pensamiento libre.” (p. 250; el resaltado es mío - AM -).

III) La razón implica la universalidad, pues “el énfasis en la razón revela que los actos del hombre son los actos de un sujeto pensante que está guiado por el conocimiento conceptual. Con los conceptos como instrumentos, el sujeto pensante puede penetrar las contingencias e inclinaciones recónditas del mundo y obtener leyes universales y necesarias que gobiernen y ordenen la infinitud de objetos individuales. (...) Los conceptos universales se convertirán en el órgano de una práctica que altera el mundo. (...) La abstracción genuina no es arbitraria, ni es tampoco el producto de la imaginación libre; está estrictamente determinada por la estructura objetiva de la realidad. Lo universal es tan real como lo particular; sólo que existe bajo una forma diferente, a saber, como fuerza, dynamis, potencialidad.” (p. 250).

IV) El pensamiento unifica la multiplicidad en el mundo natural y en el mundo sociohistórico. “El sujeto del pensamiento, la fuente de la universalidad conceptual, es una y la misma en todos los hombres. (...) el ego pensante que constituye su fuente es una totalidad de puros actos, uniforme en todos los sujetos pensantes. Decir que la realidad del sujeto pensante es la base suprema de la organización racional de la sociedad es, en última instancia, reconocer la igualdad esencial de todos los hombres. Además, el sujeto pensante, como creador de los conceptos universales, es necesariamente libre, y su libertad es la esencia misma de la subjetividad. (...) La libertad del sujeto pensante implica a su vez su libertad moral y práctica. (:..) La idea de la razón implica la libertad de actuar conforme a la razón.” (p. 251).

V) La libertad de actuar según la razón existe en la práctica de las ciencias naturales. “El dominio de la naturaleza y de sus recursos y dimensiones recién descubiertos es un requisito del nuevo proceso de producción que tendía a convertir al mundo en un enorme mercado de bienes de consumo. La idea de la razón había caído bajo el dominio del progreso técnico, y el método experimental era considerado como el modelo de la actividad racional, es decir, como un procedimiento que altera al mundo de modo que las potencialidades inherentes a él se hagan libres y actuales. Como resultado de esto, el racionalismo moderno tenía la tendencia de moldear tanto la vida individual como lo social, según el modelo de la naturaleza.” (p. 252). Ejemplos: filosofía mecanicista de Descartes, pensamiento político materialista de Hobbes (1588-1679), ética matemática de Spinoza (1632-1677), monadología de Leibniz (1646-1716).

El racionalismo: “Se representaba al universo humano gobernado por leyes objetivas, análogas y aún idénticas a las leyes de la naturaleza, y la sociedad era considerada como una entidad objetiva más o menos sumisa a los deseos y metas subjetivas. Se creía que las relaciones de los hombres entre sí eran el resultado de leyes objetivas que operaban con la necesidad de las leyes físicas, y que la libertad del hombre consistía en adaptar la existencia privada a esta necesidad.” (p. 252).

El resultado de la concepción racionalista de la sociedad: “Un conformismo sorprendentemente escéptico acompañaba así al desarrollo del racionalismo moderno. Mientras más triunfaba la razón en la técnica y en las ciencias naturales, tanto más reacia se volvía para reclamar libertad en la vida social del hombre. (...) Los filósofos representativos de la clase media (particularmente Leibniz, Kant y Fichte) conciliaron su radicalismo filosófico con la flagrante irracionalidad de las relaciones sociales predominantes, e invirtieron la razón humana y la libertad de modo que se convirtiesen en barreras del alma aislada o del espíritu, fenómeno interno bastante compatible con la realidad externa, aun cuando contradijese la razón y la libertad.” (p. 252).

Fue Hegel quien rompió con esta tendencia y planteó la necesidad de “proclamar la realización de la razón en y a través de las instituciones políticas y sociales dadas.” (p. 253). Hegel reintrodujo la contradicción en el mundo armonioso imaginado por la filosofía de la Modernidad. Pero no pudo ir más allá del contenido social de la época, que se detenía en el Estado (que moldeaba la sociedad civil). En este punto entra a jugar la dialéctica: “el método que operaba en este sistema tenía mayor alcance que los conceptos que lo llevaron a su fin. A través de la dialéctica, la historia se había convertido en una parte del contenido mismo de la razón. Hegel había demostrado que las fuerzas materiales e intelectuales de la humanidad estaban ya lo bastante desarrolladas para que la práctica social y política del hombre realizase la razón. La filosofía misma se aplicaba, así, directamente a la teoría y práctica social, no como una fuerza externa, sino como su heredera legítima.” (p. 253).

En consecuencia: “Si había de existir algún progreso más allá de esta filosofía, tendría que ser un avance más allá de la filosofía misma y, al mismo tiempo, más allá del orden social y político al que la filosofía había unido su destino.” (p. 253).


Villa del Parque, viernes 29 de julio de 2016

NOTAS:

(1) Trabajé con la traducción española realizada por Julieta Fombona de Sucre con la colaboración de Francisco Rubio Llorente: Marcuse, Herbert. (1986). El título original es Reason and Revolution. Hegel and the Rise of Social Theory (Oxford University Press, 1941). Agradezco a mi compañera Pez López el haberme permitido utilizar sus notas de lectura para la redacción de estos apuntes.
(2) Algunos de los hegelianos de derecha más representativos fueron Karl Ludwig Michelet (1801-1893), Karl Friedrich Göschel (1784-1861), Johann Eduard Erdmann (1805-1892), Georg Andreas Gabler (1786-1853) y Rosenkranz (1805-1879).
(3) Entre los hegelianos de izquierda puede mencionarse a David Friedrich Strauss (1808-1874), Edgar Bauer (1820-1886), Bruno Bauer (1809-1882), Ludwig Feuerbach (1804-1872), August von Cieszkowski (1814-1894).

(4) Marcuse omite a la filosofía empirista, la otra gran herramienta de la burguesía en su ascenso a la hegemonía de la sociedad.

lunes, 25 de julio de 2016

APUNTES SOBRE LOS ORÍGENES DE LA SOCIOLOGÍA: LA INFLUENCIA DE LAS DOS REVOLUCIONES

Locomotora "Rocket", diseñada por George Stephenson



“Por primera vez en la historia del pensamiento europeo,
la clase trabajadora (...) fue tema de preocupación moral y analítica.”
Robert Nisbet

La obra del sociólogo estadounidense Robert Nisbet (1913-1996), La formación del pensamiento sociológico (1966) constituye un texto clásico en el campo de la historia de la sociología. También ha sido uno de los libros de texto de quienes estudiamos sociología en los años ‘90 del siglo pasado

En esta ficha me ocuparé del capítulo 2 de la obra (Las dos revoluciones). (1)

El tema del capítulo: “nos ocuparemos, no tanto de los acontecimientos y de los cambios producidos por las dos revoluciones, como de las imágenes y reflejos que puedan hallarse de ellos en el pensamiento del siglo pasado. (...) Nuestro interés se centrará sobre las ideas, y los vínculos entre acontecimientos e ideas nunca es directo; siempre están de por medio las concepciones existentes sobre aquéllos. Por eso es crucial el papel que desempeña la valoración moral, la ideología política.” (p. 38).(2)


El resquebrajamiento del viejo orden (pp. 37-40)

[El capítulo está atravesado por la idea de que la sociología europea es consecuencia de los efectos de las dos Revoluciones (Industrial y Francesa). Nisbet mete en la misma bolsa a Marx y a los sociólogos, cosa errónea, pues mientras que el primero expresa el punto de vista de la nueva clase trabajadora, los segundos pretenden estabilizar la sociedad capitalista.](3)

“Las ideas fundamentales de la sociología europea ⦗el estudio de la sociología norteamericana merece un tratamiento aparte⦘ se comprenden mejor si se las encara como respuesta al derrumbe del viejo régimen, bajo los golpes del industrialismo y la democracia revolucionaria, a comienzos del siglo XIX, y los problemas de orden que éste creara. (...) Los elementos intelectuales de la sociología son producto de la refracción de las mismas fuerzas y tensiones que delinearon el liberalismo, el conservadurismo y el radicalismo modernos.” (p. 37).

[Nisbet mete bajo la misma bolsa (radicalismo), expresiones políticas e ideológicas muy disímiles. No es lo mismo el socialismo de Marx que el radicalismo de William Cobbett, por ejemplo. Al efectuar esta operación, Nisbet pierde de vista lo específico de cada uno. En el caso del marxismo esto es particularmente problemático, pues una de sus características definitorias es la confianza en la capacidad de la clase obrera para llevar adelante un proceso de transformación revolucionaria de la sociedad capitalista. Nada de esto aparece en los otros “radicales”.]

“El colapso del viejo orden en Europa (...) liberó los diversos elementos de poder, riqueza y status consolidados, aunque en forma precaria, desde la Edad Media. (...) Del mismo modo que la historia política del siglo XIX registra los esfuerzos prácticos de los hombres por volver a consolidarlos, la historia del pensamiento social registra los esfuerzos teóricos realizados en tal sentido; es decir, las tentativas de ubicarlos en perspectivas de importancia filosófica y científica para la nueva era.” (p. 37).

Los temas de la ciencia del hombre en el siglo XIX: la índole de la comunidad; la localización del poder; la estratificación de la riqueza y los privilegios; la dirección de la sociedad occidental. (p. 37).

La primacía de los temas enumerados en el párrafo anterior fue producto de la conjunción de dos fuerzas: la Revolución Industrial y la Revolución Francesa. (p. 38).


Los temas del industrialismo (pp. 40-49)

Los aspectos de la Revolución Industrial que más influyeron sobre los sociólogos: 1) la situación de la clase trabajadora; 2) la transformación de la propiedad; 3) la ciudad industrial; 4) la tecnología; 5) el sistema fabril. (p. 40). Nisbet va más allá y afirma que gran parte de la sociología es una respuesta a estas nuevas situaciones. (p. 40).

Por primera vez en la historia del pensamiento europeo, la clase trabajadora (...) fue tema de preocupación moral y analítica. (...) Tanto para los radicales como para los conservadores, la indudable degradación de los trabajadores al privarlos de las estructuras protectoras del gremio, la aldea y la familia, fue la característica fundamental y más espantosa del nuevo orden. La declinación del status del trabajador común, para no mencionar al artesano especializado, es objeto de la acusación de unos y otros.” (p. 41; el resaltado es mío - AM - ).

El radical inglés William Cobbett (1763-1835) “veía destruida a su alrededor toda relación tradicional que diera seguridad.” (p. 42). Conservadores (Robert Southey, 1774-1843) y radicales (el mencionado Cobbett) coincidieron en la crítica del industrialismo, no así en sus respuestas políticas al problema. (p. 42).

“...los cargos formulados contra el capitalismo por los conservadores del siglo XIX ⦗fueron⦘ a menudo más severos que los socialistas. Mientras estos últimos aceptaron al capitalismo, al menos al punto de considerarlo un paso necesario del pasado al futuro, los tradicionalistas tendieron a rechazarlo de plano, juzgando que toda evolución de su naturaleza industrial de masas - ya fuera dentro del capitalismo o de un socialismo futuro - constituía un apartamiento continuo de las virtudes superiores de la sociedad feudal cristiana. Lo que más despreciaban los conservadores era que los socialistas aceptaban en el capitalismo - su tecnología, sus modos de organización y el urbanismo -.” (p. 43).

El segundo gran tema del industrialismo, la propiedad y su función social, fue el principal punto de divergencia entre conservadores y radicales. Para los conservadores era el pilar de la sociedad; para los radicales, había que abolirla. (p. 44). Sin embargo, existían afinidades entre ellos: 1) ambos adjudicaban un papel central a la propiedad en la constitución de la sociedad; 2) ambos odiaban el mismo tipo de propiedad: la industrial en gran escala. En especial, detestaban “la propiedad de tipo abstracto e impersonal, representada por acciones compradas y vendidas en la bolsa.” (p. 44-45).

Con el correr del siglo XIX se profundizó la diferencia entre radicales y conservadores en lo que hace a la evaluación del papel de la propiedad. Los primeros (sobre todo Marx) pensaban que el capital industrial y el financiero eran un “paso esencial” hacia el socialismo. Los conservadores “estimaron que era la propia naturaleza de ese capital la que creaba inestabilidad y alienación en la población, y que el mero hecho de ser la propiedad pública o privada no la afectaba. (...) la tierra fuera el pilar de la ideología conservadora.” (p. 45).

El tercer tema del industrialismo fue la ciudad. Por primera vez ésta llegó a ser tema de “pasión ideológica”. “Antes del siglo XIX, la ciudad, al menos en la medida en que que se ocupan de ella los escritos de los humanistas, fue considerada como depositaria de todas las gracias y virtudes de la civilización (...) Pero el rechazo real de la ciudad, el miedo a ella como fuerza de cultura, y los presagios relativos a las afecciones psicológicas que incuba, configuran una actitud mental casi desconocida antes del siglo XIX. (...) la ciudad constituye el contexto de casi todas las proposiciones sociológicas relativas a la desorganización, la alienación y el aislamiento mental: estigmas todos de la pérdida de comunidad y pertenencia.” (p. 46).

En un principio, radicales y conservadores coincidieron en el desagrado ante el urbanismo. A medida que avanzaba el siglo XIX, el radicalismo se volvió cada vez más “urbano”. (p. 46-47). “Marx consideró el nacimiento del urbanismo como una bendición capitalista, algo que debía difundirse más aún en el futuro orden socialista. El carácter esencialmente ≪urbano≫ del pensamiento radical moderno (...) procede en gran medida de Marx y de una concepción que relegó el ruralismo a la condición de un factor retrógrado. (...) Si el radicalismo moderno es urbano en su mentalidad, el conservadurismo, en cambio, es en gran medida rural.” (p. 47).

Los otros dos temas fueron la tecnología y el sistema fabril. Su efecto fue enorme: influyeron sobre la relación histórica entre el hombre y la mujer; amenazaron volver caduca a la familia tradicional; abolían la separación entre la ciudad y el campo; aumentaron exponencialmente las fuerzas productivas. (p. 48).

Los radicales (aquí se refiere fundamentalmente a los marxistas) criticaron la alienación generada por el sistema fabril, pero “mientras Marx vislumbró en la máquina una forma de esclavitud y una manifestación de la alienación del trabajo, identificó cada vez más esa esclavitud y esa alienación con la propiedad privada, más que con la máquina como tal.” (p. 48).

Los conservadores desconfiaron de las máquina y de su división mecánica del trabajo, porque el sistema amenazaba destruir al campesino, al artesano, a la familia y a la comunidad local. (p. 48).


La democracia como revolución (pp. 50-64)

La Revolución Francesa fue “la primera gran revolución ideológica de la historia de Occidente.” (p. 50).

“Aquí apenas podemos insinuar los alcances e intensidad de la influencia de la Revoluciòn sobre el pensamiento europeo. Bastará para ello considerar al sociólogo. De Comte a Durkheim, sin excepción, le asignaron un papel decisivo en el establecimiento de las condiciones sociales que le interesaban en forma inmediata.” (p. 51).

“...la Revolución Francesa fue la primera revolución profundamente ideológica. (...) cualesquiera fueran las fuerzas subyacentes al comienzo, el poder de la prédica moral, de la filiación ideológica, de la creencia política guiada puramente por la pasión, alcanzó un punto casi sin precedentes en la historia, salvo tal vez en las guerras o rebeliones religiosas. El aspecto ideológico es bastante notorio en la Declaración de los Derechos del Hombre y en los primero debates relativos al sitio que debía ocupar la religión; pero alcanzó una intensidad casi apocalíptica en los tiempos del ≪Comité de Salud Pública≫.” (p. 52-53).

“Es debido a su carácter ideológico que la Revolución se transformó en obsesión de los intelectuales durante décadas. (...) ella contribuyó a promover en Europa occidental las actitudes mentales acerca del bien y del mal en la política, reservadas antes a la religión y a la demonología. Todo el carácter de la política y del rol de los intelectuales en ella cambió con la estructura del Estado y su relación con los intereses sociales y económicos.” (p. 54-55).

Nisbet examina brevemente la política de la Revoluciòn para los gremios y corporaciones, la familia, el control de la educación, la religión.

“Por múltiples razones (...) debemos considerar en realidad a la Revolución según la imagen que de ella se formaron las generaciones de intelectuales que la sucedieron: la obra combinada de la liberación, la igualdad y el racionalismo.” (p. 60).



Individualización, abstracción y generalización (pp. 64-67)

Nisbet sostiene que las dos Revoluciones (Industrial y Francesa) tuvieron en común tres procesos “más amplios y fundamentales”. “Ellos representan gran parte de lo que significó el cambio revolucionario para los filósofos y estudiosos de la ciencia social del siglo XIX. La importancia de cada uno de ellos ha perdurado hasta el siglo XX.” (p. 64). Dichos procesos son los siguientes:

a) Individualización: Se produce la separación de los individuos de las estructuras comunales y corporativas: de los gremios, de la comunidad aldeana, de la iglesia histórica, la casta o el estado, y de los lazos patriarcales en general. (p. 64). “No el grupo sino el individuo era el heredero del desarrollo histórico; no el gremio, sino el empresario; no la clase o el Estado, sino el ciudadano; no la tradición litúrgica o corporativa, sino la razón individual.” (p. 64-65). La sociedad aparece como el agregado de unidades separadas y no como un todo orgánico. (p. 65).

b) Abstracción: Antes de las dos Revoluciones, los valores habían surgido unidos a un contexto determinado (generalmente la comunidad aldeana). “Ahora, un sistema tecnológico de pensamiento y conducta comenzaba a interponerse entre el hombre y el hábitat natural directo. Otros valores habían dependido de los lazos del patriarcalismo, de una asociación estrecha y primaria, y de un sentido de lo sacro que se apoyaba en un concepto religioso o mágico del mundo. Ahora, esos valores se volvían abstractos - a causa de la tecnología, la ciencia y la democracia política -, eran desplazados de lo particular y de lo concreto.” (p. 65).

c) Generalización: La tendencia al particularismo desapareció. Tanto en el plano económico como en lo político se tendió a dejar de lado los rasgos particulares y a concentrarse en los rasgos generales (la clase, la nación, la ciudadanía, el mercado mundial). (p. 66).


Villa del Parque, lunes 25 de julio de 2016


NOTAS:

(1) Utilicé la traducción española de Enrique Molina de Vedia: Nisbet, Robert. (1969). La formación del pensamiento sociológico. Buenos Aires: Amorrortu. (pp. 37-67). Agradezco a mi compañera Pez López, quien me facilitó su fotocopia del original y sus notas de lectura.
La obra fue publicada por primera vez en inglés: Nisbet, Robert. (1966). The Sociological Tradition. New York: Basic Books.
(2) Para las dos Revoluciones, el texto clásico es: Hobsbawm, Eric J. ⦗1º edición: 1964⦘. (1982). Las revoluciones burguesas. Barcelona: Guadarrama.
(3) Los textos entre corchetes ([]) son de mi autoría (AM).

martes, 19 de julio de 2016

EL DÍA QUE LOS ANARQUISTAS SALVARON A LOS BOLCHEVIQUES

“Exigir sobreponerse a las ilusiones acerca de un estado de cosas vale tanto
como exigir que se abandon un estado de cosas que necesita de ilusiones.”
Karl Marx, “Introducción a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel”

Toda revolución genera su mitología, sus héroes, sus fábulas edificantes. Estos mitos cumplen dos funciones divergentes, que responden a diferentes intereses sociales. Por un lado, permiten amortiguar el impacto de la movilización popular que implica toda revolución, poniendo a las masas en segundo plano y destacando a los héroes. Constituyen un paso necesario en la construcción de una elite gobernante que se apropia el poder para su propio beneficio. Por otro lado, ponen a cubierto de las inclemencias de la historia a los revolucionarios. En tiempos duros, cuando las fuerzas contrarrevolucionarias procuran sepultar los logros del movimiento, los mitos sirven para afirmar la fe de los partidarios de la revolución.  


La Revolución Rusa de 1917 fue uno de los acontecimiento más importantes de la historia. Su característica más importante radica en que se trató de un movimiento de las masas explotadas contra las clases dominantes. A diferencia de las revoluciones burguesas, en las que la clase revolucionaria (la burguesía) controlaba  algunos de los resortes del poder social, ya con anterioridad a los sucesos revolucionarios, la clase obrera y los campesinos poseían únicamente su fuerza de trabajo y carecían de toda experiencia en el arte de gobernar. En este sentido, la Revolución Rusa constituye un acontecimiento excepcional, sin subestimar, por supuesto, a los movimientos revolucionarios posteriores, como la Revolución China o la Revolución Cubana. De ahí se desprenden los reiterados intentos para calumniarla, las repetidas tentativas para hacerla desaparecer de la historia. De ahí también la aparición de una mitología tanto más poderosa cuanto más fuertes han sido las tentativas para borrar el acontecimiento.


La mitología de la Revolución Rusa se centra en el partido bolchevique y sus dirigentes. Así, el partido, Lenin, Trotsky, son dotados de la cualidad de la infalibilidad, que les permite conducir a las masas hacia el triunfo de la revolución. La multiplicidad de actores sociales que participaron del movimiento se ve reducida a un puñado de dirigentes y a un sujeto colectivo (el partido) al que se le atribuyen cualidades milagrosas.


En el caso de la Revolución Rusa, la construcción de mitos revolucionarios tropieza, con un problema que desconocieron las revoluciones anteriores. Se trató de un movimiento que pretendió construir el socialismo. Más allá de todo debate, es indudable que el marxismo constituyó el eje de la ideología de los bolcheviques. Ahora bien, el marxismo considera que la historia es lucha de clases. Esta afirmación supone dos cosas. En primer lugar, la historia es hecha por las clases antes que por los héroes. En segundo lugar, la lucha supone indeterminación, la existencia de un resultado incierto. Esto conspira contra la creencia en la infalibilidad de los partidos y de los héroes.


A un año del centenario de la Revolución Rusa y en momentos en los que la clase obrera mundial sufre los efectos de las derrotas padecidas en las décadas anteriores, resulta fundamental dejar de lado las mitologías y abordar la comprensión del proceso revolucionario. Sólo así será posible aprender de los errores. El capitalismo continúa siendo una realidad tangible, concreta. Frente a ello, las fuerzas del socialismo no pueden seguir basándose en mitologías, que resultan reconfortantes, pero que oscurecen el conocimiento de la mecánica de los movimientos revolucionarios.


Para poner en cuestión las mitologías no hay nada mejor que concentrarse en los pequeños sucesos, aquéllos que carecen de significación “histórica universal”, pero que ponen al desnudo las limitaciones de los personajes actuantes en la revolución. Aquí quiero traer a colación un hecho que ocurrió en los comienzos de la Revolución Rusa, inmediatamente después de la toma del Palacio de Invierno. Los bolcheviques se hallaban inmersos en la tarea de controlar efectivamente el poder, y tropezaban a diario con todo tipo de obstáculos. Uno de ellos fue el alcoholismo, endémico en Rusia antes y después de la Revolución. Cedo la palabra a Serge, quien relata el episodio en su obra El año I de la Revolución Rusa:


“Hubo un momento en que la contrarrevolución pudo creer que había descubierto el arma más mortífera: el alcoholismo. El abominable propósito de ahogar la revolución en vino antes de ahogarla en sangre, de transformarla en una algarada de muchedumbres ebrias, propósito concebido en la sombra, empezó a tener un serio principio de ejecución. Existían en Petrogrado bodegas de vino bien provistas, almacenes preciosos de los más finos licores. Surgió - o para hablar con más exactitud -, fue lanzada entre la multitud la idea de saquearlos.Bandas de hombres, que muy pronto lo fueron de locos furiosos, se precipitaron sobre las bodegas de los palacios, de los restaurantes y de los hoteles. Fue aquél un contagio de locura. Hubo necesidad de formar destacamentos seleccionados de guardias rojos, marinos y revolucionarios para hacer frente por todos los medios al peligro. Las gentes iban a surtirse de vino por los propios respiraderos de las bodegas, inundadas con el contenido de centenares de barriles desfondados; se colocaron ametralladoras para impedir el acceso. Pero más de una vez se les subió el vino a la cabeza de los encargados de las ametralladoras. Hubo que proceder apresuradamente al saqueo de las provisiones de vinos añejos, a fin de que el veneno se fuese rápidamente por las alcantarillas.


Antonov-Ovseenko escribe a este propósito:


“Donde mayor gravedad adquirió el problema fue en las bodegas del Palacio de Invierno. El regimiento de Preobrajensky, encargado de su custodia, que era nuestra base revolucionaria, tampoco resistió. Se enviaron destacamentos de hombres tomados de diferentes regimientos: se embriagaron. Tampoco resistieron los propios Comités. Se ordenó a los automóviles blindados que dispersasen la muchedumbre; pero muy pronto empezaron también a titubear sus servidores. Al caer la tarde, aquello era una bacanal. Bebamos lo que queda de los Romanov, gritaban alegremente algunos entre la multitud. Se logró finalmente restablecer el orden gracias a los marinos llegados de Helsingfors, hombres de carácter férreo, que habían jurado matarse antes que beber. En el barrio de Vasili-Ostrov, el regimiento de Finlandia, dirigido por los elementos anarcosindicalistas, resolvió fusilar en el acto a los saqueadores y volar las bodegas de vino.” (2)


Estos libertarios no se paraban en barras. ¡Y ello fue una verdadera suerte!” (p. 150-151; el resaltado es mío  - AM-).


A la luz de la historia posterior de la Revolución, el episodio resulta más cómico que trágico. Sin embargo, y justamente por ello, la anécdota es reveladora. Los bolcheviques, que son presentados habitualmente como un partido monolítico, plenamente consciente de las tareas a realizar y notablemente eficaz en la realización de las mismas, aparecen como impotentes para hacer frente a los motines desatados por las ganas de emborracharse. Las fuerzas militares bolcheviques (endiosadas tanto por estalinistas como por trotskistas) cumplen un papel lamentable, uniéndose a la borrachera general. Todo ello en la ciudad en la que residían los héroes mitológicos Lenin y Trotsky. Y son los anarquistas quienes vienen a sacar las papas del fuego, poniendo fin a una situación “anárquica”.


Los anarquistas no forman parte de la “historia oficial” de la Revolución Rusa. Para los partidos que se consideran herederos de la Revolución (básicamente el trotskismo), constituyen un jeroglífico indescifrable, pues no encajan en las versiones canónicas del movimiento revolucionario, en las que todos los caminos conducen al partido bolchevique. De hecho, los bolcheviques persiguieron a los anarquistas, practicando con ellos las técnicas de exterminio que luego serían perfeccionadas por Stalin y entre cuyas víctimas se contaron muchos de esos bolcheviques. La matanza de Kronstadt (1921), llevada a cabo contra los anarquistas que se rebelaron contra la dictadura comunista, es el episodio más conocido de la actitud, y sigue siendo reivindicada como un acto dirigido a sofocar la “contrarrevolución”.


El episodio narrado por Serge revela la complejidad de la Revolución Rusa, que se expresa a través de la irrupción de un grupo habitualmente ignorado. Esa irrupción revela la fragilidad de las mitologías, su naufragio ante una realidad que se muestra renuente a toda reducción a esquemas fáciles. Los marxistas estamos obligados a poner las barbas en remojo, a aceptar nuestros errores, y a comenzar a construir una historia y una teoría libres de mitologías.

Villa del Parque, martes 19 de julio de 2016

NOTAS:
(1) Serge, Victor. ⦗1º edición: 1930⦘. (2011). El año I de la Revolución Rusa. Buenos Aires: Ediciones RyR.

(2) Serge cita la obra de V. A. Antonov-Ovseenko (1883-1939), Notas acerca de la guerra civil, t. I.

domingo, 17 de julio de 2016

APUNTES SOBRE LOS ORÍGENES DE LA SOCIOLOGÍA: BONALD, LE BON Y DURKHEIM




La Sociología se institucionalizó como ciencia autónoma recién a finales del siglo XIX, luego de un complejo derrotero iniciado en las postrimerías del siglo anterior y enmarcado por los efectos de las dos revoluciones (la Revolución Industrial y la Revolución Francesa). A sabiendas que se trata de una simplificación extrema, puede afirmarse la nueva ciencia representó el intento más elaborado de la burguesía para dar respuesta a las contradicciones del capitalismo. En otra oportunidad caractericé a la sociología como ciencia conservadora. Recientemente dediqué una entrada de este blog a comentar el trabajo de J. C. Portantiero sobre la sociología clásica y sus precursores. El presente trabajo tiene por objetivo presentar la relación entre la sociología y el pensamiento conservador a partir del ensayo “La apuesta de Durkheim”, del sociólogo argentino Emilio de Ípola. (1)

Existe una versión canónica del origen de las ciencias sociales (2), que sostiene éstas surgieron como respuesta a la disolución de los lazos sociales en el capitalismo.

“La sociología habría surgido (...) a la vez como teoría del lazo social y como comentario desolado sobre su disolución.” (p. 21).

Según esta versión, la joven sociología científica y el pensamiento conservador coincidieron en la reivindicación de los lazos sociales frente al egoísmo propio de la sociedad capitalista. Robert Nisbet planteó esta relación:

“La paradoja de la sociología (...) reside en que si por sus objetivos y por los valores políticos y científicos que defendieron sus principales figuras debe ubicársela dentro de la corriente central del modernismo, por sus conceptos esenciales  y sus perspectivas implícitas está, en general, mucho más cerca del conservadurismo filosófico. La comunidad, la autoridad, la tradición, lo sacro: estos temas fueron, en esa época, principalmente preocupación de los conservadores, como se puede apreciar con gran claridad en la línea intelectual que va de Bonald y Haller a Burckhardt y Taine.” (Nisbet, 1969: 33). (3)

Ípola discute el argumento de Nisbet y afirma que es preciso tomar distancia de éste, pues “la preocupación por el deterioro de los vínculos sociales (...) se inscribe en cada caso en el interior de problemáticas filosóficas-políticas claramente diferenciables, y en el fondo incompatibles.” (p. 23). En otras palabras, la reflexión de autores conservadores como Joseph De Maistre (1753-1821) y Louis de Bonald (1754-1840) y la de sociólogos como Émile Durkheim (1858-1917) pertenecen a planteos e interrogantes diferentes.


1.La Revolución y sus fantasmas (pp. 23-25).

Ípola desarrolla su posición mediante un examen de los escritos de Bonald, de Gustave Le Bon (1841-1931) y de Durkheim:

“Se trata (...) de tres perspectivas que tematizan divergentemente, a propósito entre otros temas, de la Revolución Francesa, la cuestión del lazo social. La primera, retrógrada para quejarse por su pérdida y recomendar la vuelta al pasado (Bonald); la segunda, autoritaria y policial, para llamar la atención sobre los agregados humanos como peligro permanente y teorizar acerca de muchedumbres y agitadores (Le Bon); la tercera, para contraponer a esa visión atemorizada y represora una visión positiva del lazo social cuya crisis, como la primera, no deja empero de percibir, aunque sin auspiciar por ello retorno alguno a los tiempos idos y colocándose resueltamente en un horizonte posrevolucionario y republicano (Durkheim).” (p. 24-25).



2. Bonald: Las luces y las sombras (pp. 25-28).

Bonald afirma que hay tres instituciones destinadas a asegurar la cohesión y estabilidad sociales: la familia, la Iglesia y el Estado. Estas instituciones, y el lenguaje que las precede, son todas de origen divino.

“El lenguaje no se constituye (...) a partir de la interacción social; por el contrario, el conocimiento y el lenguaje anteceden a la sociedad, la cual, a posteriori por así decir, se convierte en su contexto. Así pues, el hombre nace en sociedad y a través de ella, esto es, a través del trabajo formador de sus instituciones fundamentales, adquiere el lenguaje y tiene acceso a la verdad moral.” (p. 26).

La palabra de Dios es preservada por la familia, la Iglesia y el Estado: “cada individuo obedece de hecho la voluntad de Dios al someterse a las tradiciones e instituciones domésticas, religiosas y políticas de la sociedad.” (p. 26).

Bonald rechaza la tesis iluminista según la cual el lenguaje es producto de los seres humanos, pues entonces el significado de las palabras sería convencional, arbitrario y susceptible de cambios. También rechaza la noción de contrato social: “la sociedad no depende de la voluntad del hombre; no hay ningún contrato, sino relaciones naturales y necesarias, de origen divino.” (p. 27). Bonald añora el viejo orden medieval: “todo aquello que socava a la familia patriarcal y monógama, a la Iglesia Católica y al Estado monárquico, desemboca forzosamente en la anarquía y en última instancia viola leyes naturales, es decir, divinas.” (p. 28).

Bonald contribuyó a la articulación de los fundamentos del pensamiento sociológico con su crítica del individualismo de los teóricos del Iluminismo y su reivindicación de los lazos sociales comunitarios. (p. 28). (4)


3. Le Bon: De una demonología científica de las multitudes y los cabecillas (pp. 29-35).

Ípola resume así la posición de Le Bon:

“Para él, la sociedad es, en todas y cada una de sus manifestaciones, un sujeto sospechoso. Su convicción más constante es que allí donde un grupo tiende a formarse es mejor que, en las cercanías, haya un sólido destacamento de gendarmes para vigilarlos. Teme a lo social - desde la muchedumbre espontánea y efímera hasta el grupo organizado - porque está convencido de su intrínseca perversidad. Perversidad que hunde sus raíces en un inconsciente que el individuo reprime y que la colectividad desata y potencia.” (p. 29).

Le Bon no quiere la vuelta al pasado feudal ni el restablecimiento del Antiguo Régimen. Sostiene la necesidad de controlar todas las formas del “vivir en conjunto”. El argumento es el siguiente: la masa amorfa es el primer escalón del “ser-con-los-otros”: “constituye el más peligroso y repudiable modo de ser de los colectivos humanos. Puede sin dificultad tornarse violenta y mortífera porque, estimulados cada uno por el otro - vía contagio o tendencia natural a la imitación -, sus miembros tienden a ignorar normas y restricciones y a dar rienda suelta a sus instintos. A falta de una rápida y eficiente intervención represiva, el proceso se vuelve rápidamente incontrolable. Digamos, el salvaje que habita en cada uno se libera y se potencia infinitas veces: magma humano espontáneamente asesino, capaz de todo, inocente e implacable.” (p. 31).

La masa puede ser orientada por la acción de los cabecillas: “no están hechos para moderar las pasiones irracionales y perversas de las muchedumbres: por el contrario, su tarea en la que son expertos, consiste en encauzarlas en la dirección deseada o prevista” (p. 32). (5) Las masas de este tipo son de corta duración. Se desarrollan otras formas de socialidad más orgánicas (los grupos, los pueblos, las naciones, las sociedades). Pero ninguna de ellas ahuyenta el peligro fundamental: “la pluralidad humana es constitutivamente malvada, potencialmente criminal y, por ello, siempre sospechosa.” (p. 32). Los grupos humanos más organizados sólo muestran habitualmente la punta del iceberg; por debajo, “persisten, activos, los determinantes fundamentales: los afectos, los instintos, los apetitos irracionales. En el individuo, esas determinaciones, con ser actuantes, permanecen generalmente reprimidas. Pero basta el mero agrupamiento, basta la mera pluralidad para que se reúnan las condiciones necesarias de modo tal que lo reprimido se libere, los apetitos salgan a la luz, los instintos se desencadenen.” (p. 34).



4. Durkheim: Sociología y democracia (pp. 35-48).

De acuerdo con lo expresado al comienzo del texto, Ípola enfatiza las rupturas entre Durkheim y los pensadores anteriores:

“Su perspectiva no es la del pensador social romántico y desengañado; tampoco la del perseguidor profesional de complots, agitadores y multitudes. Es la de un sociólogo cuya ciencia convencerá sin duda menos que su pasión por la investigación, pero no invalidará a esta última; es también, la de un intelectual preocupado, desde una óptica republicana y democrática-liberal, por los problemas de la sociedad francesa: el incremento del suicidio, el auge de los conflictos laborales, el antisemitismo y la intolerancia religiosa. Problemas que hacen a la construcción de un orden en una sociedad - Durkheim no la ignora - irreversible moderna.” (p. 36).

El punto de partida de Durkheim es la constatación del resquebrajamiento del tejido ⅋social, comprobable tanto por el incremento del conflicto social y por las estadísticas (aumento anual de los suicidios y de la criminalidad). La sociología durkheimiana construyó su legitimidad por medio de la descripción y explicación de las desviaciones sistemáticas de la tasa de suicidios de los países de Europa. Sin embargo y más allá de los estudios empíricos como El suicidio, la sociología funcionó como una “ficción eficaz”, pues recurre a “operadores no ideológicos, no doctrinarios, sino ‘científicos’” (p. 37) (6) Al enfatizar el carácter científico de la sociología, Durkheim ya no pudo limitarse a racionalizar las respuestas que el Estado de la Tercera República francesa creía necesitar. Debió tomar distancia de esas respuestas, y en ese proceso de distanciamiento cobraron un nuevo significado los conceptos de la sociología (por ejemplo, solidaridad).

En la formulación del concepto de solidaridad se observa la posición de Durkheim respecto a las corrientes político-ideológicas con las que debatía la sociología:

a) Los liberales: “se oponen a la intervención del Estado en nombre de la economía de mercado, basada en la libre iniciativa de cada uno. Encarnan, en el plano político, el adversario teórico que, bajo diferentes figuras, se designa en la obra de Durkheim con el nombre de ‘individualismo’. El núcleo de la crítica a esta posición está presente ya en De la Division du Travail Social: siendo el individuo segundo con relación a la sociedad, y dependiendo de sus determinaciones tanto en aquella donde reina la solidaridad mecánica cuanto - y sobre todo - en aquella fundada en la solidaridad orgánica, no puede pretender aislarse de la sociedad ni mucho menos erigirse en su base.” (p. 38).

b) Los conservadores: “su aversión a la intervención estatal se apoya en la afirmación de la anterioridad de las asociaciones que llaman ‘naturales’ - la familia, la comuna…- sobre el Estado, asociaciones cuya solidez y cuya (...) ‘productividad’ en cuanto a la preservación de los lazos sociales las convertirían en los únicos garantes confiables de la armonía social. (...) Durkheim se separa con igual nitidez que con respecto a las liberales; preocupado por la cohesión social, no se le escapa, empero, que ella no puede ser asegurada (...) por retorno alguno al pasado.” (p. 38-39).

c) Los revolucionarios (anarquistas, blanquistas, proudhonianos): se apoyan en “la utopía rousseauniana de un orden puramente voluntario, basado en la asociación contractual de todos los productores libres. (...) Durkheim marca con claridad sus distancias. En efecto, es imposible (...) concebir el lazo social sobre la base de idea alguna de contrato. Puesto que la idea de contrato pretende consagrar la ruptura entre el orden de la naturaleza y el orden humano, bajo la forma de una intervención, sin génesis ni memoria, de la razón. (...) la hipótesis contractualista es rigurosamente incompatible con los esfuerzos por anudar los nuevos objetos sociales al orden a la vez necesario y factual que las ciencias de la naturaleza comienzan a escrutar de manera sistemática.” (p. 39).

d) Los marxistas (aliados a los revolucionarios): “no ven por cierto a la sociedad, a la manera de los liberales, como un agregado de individuos; tampoco postulan, como los conservadores, el carácter natural de ciertas asociaciones primarias; por último, su coalición con los revolucionarios en modo alguno los lleva a desposar el idílico voluntarismo de estos últimos. En cada sociedad existen relaciones de fuerza entre las clases sociales fundamentales; esas relaciones se traducen en un conflicto histórico, cuya resolución no depende del individuo ni de la naturaleza, ni solamente de la libre voluntad de las clases. Depende, en lo esencial, de la forma en que se procesa históricamente ese conflicto básico y también de las capacidades políticas de la clase dominada para capturar el poder del Estado y reorganizar, desde allí, gracias a la fuerza de coerción de este último, el conjunto de la sociedad.” (p. 40).

¿Cómo enfrentó Durkheim el desafío marxista?

Le contrapuso una concepción global de la sociedad. Rechazó la tesis de que la historia de todas las sociedades es la historia de la lucha de clases. (7). Su principio explicativo no es la lucha de clases, es la índole de la solidaridad, constituida en la ley objetiva fundamental de la sociedad.. El argumento es el siguiente: “a partir de sus formas elementales, las sociedades, en virtud de su crecimiento demográfico y del consiguiente incremento de sus contactos e intercambios, han evolucionado con arreglo a un principio de división de funciones y de densificación de su estructura. Ahora bien, al pasar de esas formas primeras a formas progresivamente más complejas, las sociedades no han perdido cohesión. Simplemente han pasado de la solidaridad mecánica, basada en las similitudes, a la solidaridad orgánica, fundada sobre la división social del trabajo, y sobre el carácter complementario de las funciones así diferenciadas.” (p. 41).

Al constituir a la solidaridad en ley fundamental de la sociedad, Durkheim tropezó con una dificultad concreta: el incremento de la conflictividad en la sociedad francesa parecía poner en duda dicha ley. Su solución al problema consistió en concebir al conflicto “como producto de una incapacidad, que es preciso explicar, de percibir esta solidaridad en ciertos miembros de la sociedad, como una anomia, una falencia en la idea que el individuo se forja de su ubicación en la sociedad, de lo que es dado y no le es dado legítimamente esperar. (...) el carácter violento de las diferencias entre patrones y obreros tiene su origen en la ausencia de una reglamentación clara que permita a cada uno saber qué puede dar por descontado habida cuenta del desarrollo alcanzado por la división del trabajo.” (p. 42; el resaltado es mío - AM -).

Ípola plantea aquí dos caminos posibles para caracterizar la posición de Durkheim frente al conflicto social. Por un lado, la tesis de que los conflictos obedecen a las representaciones (ausencia de normas) y no a fallas estructurales del sistema capitalista. (8) Por otro, la tesis defendida por Ípola, quien postula que Durkheim dejó abierta la solución al problema de la naturaleza de lo social. Durkheim desarrolló dos respuestas al problema, que coexistieron a lo largo de toda su obra: a) La tesis objetivista, que gira en torno a la noción de sociedad pensada con la metáfora del organismo. (9); b) la tesis de lo social como representación, es decir, que en última instancia su contenido es lo psíquico. (10).

Ípola resume así el punto:

“Creo que la actualidad y el interés del pensamiento durkheimiano residen esencialmente en ese movimiento pendular - e incluso en esa indecisión - entre la estructura y la representación, lo objetivo y lo subjetivo, que marcan silenciosamente su obra.” (p. 44).

La tensión mencionada en el párrafo anterior se prolonga en la dimensión política de su dimensión sociológica. Durkheim, partidario del proyecto demócrata-liberal y laico de la Tercera República francesa, oscila entre dos polos: a) el desarrollo de los grupos profesionales; b) la preocupación por la ausencia de representaciones colectivas y el consiguiente interés en la función de lo religioso en la vida social. (p. 43).

Para comprender la obra de Durkheim hay que tener presente que “algunas de sus preocupaciones centrales giran alrededor de la cuestión del orden, de la cohesión y la integración sociales. Pero estas preocupaciones no lo tornan un pensador retrógrado, ni tampoco (...) conservador (...) Durkheim está demasiado atado al modernismo, demasiado apegado al culto de la ciencia y demasiado impregnado de los valores de la democracia liberal, como para buscar acogerse a alguna de las opciones tradicionalistas que una política inepta y retrógrada pretendía imponer en Francia y Europa. (...) a diferencia de sus pares racionalistas, liberales y demócratas, Durkheim entendía que era imposible construir inmediatamente un orden estable sobre los cimientos intelectuales de la modernidad; que hasta tanto los valores de la ciencia y los de la democracia liberal se enraizaran en configuraciones sociales tan sólidas y cohesionantes como aquellas antaño fundadas en los pilares de la religión y la familia, y estuvieran imbuidas del respeto moral de que esas instituciones gozaron entonces, Francia y Europa persistirían en su actual situación de crisis, sepultando una a una todas las soluciones políticas que los reformadores propusieran.” (p. 45-46).

Ípola concluye que Durkheim sigue siendo “nuestro contemporáneo”. Las políticas neoliberales de la década de 1990 provocaron fragmentación y atomización sociales. Es por ello las preguntas (y no las respuestas) de Durkheim sobre el lazo social se vuelvan nuevamente actuales. (p. 48).

⟦No es mi intención negar la afirmación de Ípola sobre la actualidad de Durkheim. Pero sí corresponde enfatizar que Durkheim formula sus preguntas en el marco de un proyecto teórico cuyo objetivo es la estabilización del capitalismo. De modo que se pretende enfrentar al neoliberalismo con herramientas conceptuales forjadas para defender al capitalismo. Las limitaciones de esta propuesta son claras. Contraponer la sociología durkheimiana al neoliberalismo equivale a ignorar la relación entre capitalismo y neoliberalismo, como si el segundo fuera producto de la fatalidad y no el resultado lógico de la expansión del primero.⟧


Villa del Parque, domingo 17 de julio de 2016



NOTAS:

(1) Ensayo incluido en: Ípola, Emilio de. (1997). Las cosas del creer: Creencia, lazo social y comunidad política. Buenos Aires: Ariel. (pp. 11-49). El texto está fechado en Buenos Aires, en octubre - noviembre de 1991. En otras palabras, fue escrito durante el momento más agudo del impacto de las políticas neoliberales del presidente Menem (1989-1999).
(2) Ípola sostiene que bajo la denominación ciencias sociales se agrupa un “complejo dispositivo de instituciones, saberes y discursos” (p. 19).
(3) Nisbet, Robert. (1969). La formación del pensamiento sociológico. Buenos Aires: Amorrortu.
(4) Para profundizar el conocimiento de la obra de Bonald, puede consultarse: Zeitlin, Irving M. (1997). Ideología y teoría sociológica. Buenos Aires: Amorrortu. (Capítulo 5: Bonald y Maistre).
(5) Para que los instintos ocultos en el ser humano salgan a la luz hace falta una masa y un cabecilla. “El cabecilla es (...) el que revela a todo grupo, organizado o no, el costado oculto y horrendo de sí mismo y que, a la vez, induce a este último a manifestarse abiertamente. (...) es (...) el que saca a luz la verdad - siempre demoníaca y criminal - del grupo y la pone en funcionamiento. Es el que descubre detrás de las buenas maneras de un pacífico parlamento las mismas pasiones destructoras que exhibe sin pudor una multitud desencadenada.” (p. 34-35).
(6) Ípola se apoya aquí en la obra de Jacques Donzelot, L’invention du social (París, Fayard, 1984).
(7) “La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases.” (Marx, Karl y Engels, Friedrich, Manifiesto del Partido Comunista, Buenos Aires, Anteo, 1986, p. 34).
(8) Donzelet subscribe esta tesis en op. cit., p. 82.
(9) Esta posición es la más antigua y se encuentra en La división del trabajo social. Reaparece en Las reglas del método sociológico, donde enfatiza la exterioridad y objetividad del hecho social. En la sociedad moderna, fundada en la solidaridad orgánica, la conciencia colectiva pierde fuerza a medida que se desarrolla la división del trabajo. (p. 43). Esta línea culmina en el papel de los grupos profesionales, desarrollado en el Prefacio a la 2° edición de De la División del Trabajo.
(10) Esta concepción aparece en el Prefacio a la 2º edición de Las reglas del método sociológico y se desarrolla en Las formas elementales de la vida religiosa.