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jueves, 19 de noviembre de 2015

BALOTAJE Y VOTO EN BLANCO: LAS ILUSIONES DE ATILIO BORÓN

Atilio Borón dedicó tres artículos en su blog a las elecciones presidenciales del pasado 25 de octubre (1).  Su preocupación principal no es tanto el análisis de los resultados como polemizar con la izquierda que llama a votar en blanco en el balotaje del 22 de noviembre. El núcleo de su argumento consiste en la afirmación de que el triunfo de Macri representaría una victoria decisiva del imperialismo, que pondría en jaque a los gobiernos “progresistas” y de “izquierda” de la región. Según Borón, Macri es un peón del imperialismo norteamericano. En cambio, Daniel Scioli, condicionado por su base electoral (remarca el apoyo a su candidatura de organizaciones sociales y movimientos populares), no podría llevar adelante la política exigida por el Imperio. Por esto, votar en blanco significa un acto de “irresponsabilidad política”  que favorece a la derecha.

La posición de Borón no es novedosa ni original. No obstante, sus artículos son una buena excusa para discutir algunas cuestiones fundamentales para la izquierda revolucionaria.

En primer lugar, Borón hace de la lucha contra el imperialismo la tarea principal de la izquierda en América Latina. Por ello, en los tres artículos no se encuentra una sola referencia a la lucha de clases entre capital y trabajo. La explotación de los trabajadores, cuya expresión concreta es la apropiación por el capitalista del trabajo no pagado (plusvalor), no merece la atención de nuestro “marxista latinoamericano”, quien prefiere orientar su mirada a la “alta política”, plasmada en la confrontación con el “imperio” norteamericano. El efecto principal de la concepción de Borón sobre el imperialismo es paradójico. Puesto que el enemigo primordial es el Imperio (hay que decir que reduce la cuestión del imperialismo a la influencia de los EE.UU. sobre la región), es preciso apoyar a los gobiernos latinoamericanos que “enfrentan” los intentos hegemónicos del gobierno norteamericano. O sea, hay que aliarse con las burguesías que manifiestan alguna voluntad de enfrentar al imperialismo. Como estas burguesías viven de la explotación de los trabajadores, es preciso silenciar toda referencia al conflicto entre empresarios y trabajadores para mantener la alianza contra el Imperio. Por eso carece de importancia que muchas de estas burguesías hayan mantenido la legislación laboral heredada del neoliberalismo que promueve la flexibilización, la tercerización y la precarización de los trabajadores, permitiendo así que las empresas del Imperio puedan radicarse en la región para aprovechar la perspectiva de grandes ganancias.

Ahora bien, la conformación de una alianza estratégica con la burguesía en pos de enfrentar al Imperio tiene un precio elevado para la izquierda. En términos generales, es contraproducente apoyar tal o cual huelga porque podría erosionar las bases de dicha alianza. Es cierto que de seguir a rajatabla esta política propuesta por Borón, la izquierda perdería toda base de sustentación (allí donde la tuviera) en el movimiento obrero. Pero esto es un problema menor para nuestro marxista, quien considera irrelevante en la práctica al conflicto de los trabajadores con la burguesía (así sea este de carácter meramente económico).  En términos de coyuntura política, el planteo de Borón va dirigido a proponer el voto a Daniel Scioli en el balotaje del 22 de noviembre. Al hacer esto, invita a la izquierda al suicidio político.

Para justificar esta última apreciación es conveniente traer a colación las palabras del mismo Borón. Así, en el artículo “El imperio necesita que gane Macri”, puede leerse el siguiente pasaje: “Los sectores más concentrados del capital extranjero también lo apoyan [se refiere a Macri], si bien estos, al igual que los anteriores, hicieron muy buenos negocios durante los años del kirchnerismo.” (El resaltado es mío – AM-). No hacen falta muchas palabras para marcar lo disparatado de la posición de Borón. Los “sectores más concentrados del capital extranjero” (pertenecientes al Imperio) obtuvieron enormes ganancias durante el kirchnerismo (la fuerza política a la que responde Scioli). Perón dijo alguna vez que “el bolsillo era la víscera más sensible”; de ser así, los capitalistas extranjeros no sintieron ningún dolor particular durante el kirchnerismo. Es verdad que el gobierno argentino se opuso al ALCA, pero esto no tuvo en la contabilidad de las empresas del Imperio. De manera que Borón nos convoca a apoyar al candidato de un gobierno que ha promovido que el capital extranjero obtenga grandes beneficios para evitar que triunfe Macri, el candidato que promete que el capital extranjero obtendrá grandes beneficios. Parafraseando a Goya, el abandono de la lucha de clases engendra monstruos.
En segundo lugar, al dejar de lado la lucha entre capital y trabajo, Borón sostiene implícitamente que el horizonte político e ideológico de la izquierda es el capitalismo. El reconocimiento de que la clase obrera tiene intereses diferentes a los de la burguesía, que el poder de esta última se basa en la explotación de la primera,  y que el antagonismo entre ambas clases es irreconciliable, constituye el ABC de la izquierda revolucionaria. Si se dejan de lado estas cuestiones (y Borón hace esto al postular que el antagonismo principal es la lucha contra el Imperio), ¿qué significado político tiene la izquierda? Ante todo, ser la pata reformista (o “progresista”) de la burguesía en alguno de los armados políticos de ésta. La izquierda no debe proponerse confrontar con el capital, sino que tiene que apoyar a la burguesía en su lucha contra el Imperio. Este es el núcleo de la sabiduría de Borón. Y lo expresa claramente en el artículo mencionado: “Scioli, con las contradicciones que representa su heterogénea fuerza social, abre una pequeña ventana de oportunidades para el accionar de la izquierda. Con Macri esa ventana estará herméticamente sellada.” No podemos ni siquiera pensar en combatir al capitalismo, pero si estamos en condiciones de luchar por alguna reforma (siempre y cuando no toque la relación capital – trabajo) dentro de los límites del capitalismo. A esto se reduce todo.

Como consecuencia de lo anterior, la izquierda queda condenada a ser eternamente el furgón de cola de la burguesía. En sus artículos, Borón plantea la necesidad de construir una izquierda diferente. Pero no dice una palabra acerca de cuál es el camino para emprender esta construcción; por el contrario, dedica largos párrafos a criticar al trotskismo por no entender que votar en blanco es estar a favor del imperialismo. ¿Es posible construir una izquierda revolucionaria apoyando a un candidato de la burguesía contra otro candidato de la burguesía? Borón argumenta que es preciso tener en cuenta las diferencias entre Macri y Scioli, sobre todo en lo que hace a la base social de uno y otro. Borón escribe lo siguiente: “Su candidatura [la de Scioli] ha sido respaldada por los sectores empresariales menos concentrados, las pymes, sectores medios vagamente identificados con el “progresismo”, una multiplicidad de organizaciones y movimientos sociales –inconexos y heterogéneos pero aún así arraigadas en el suelo popular- y estos apoyos hacen que suscite una cierta desconfianza de los poderes mediáticos y el bloque capitalista dominante porque es obvio que no podrá gobernar sin atender a los reclamos de su base social.”

Ahora bien, si algo precisa la clase obrera en esta coyuntura es abandonar las ilusiones en la existencia de soluciones mágicas para los problemas cotidianos.  Borón nos propone confiar en que la base social de Scioli evitará que lleve adelante el ajuste o reprima al movimiento obrero; con esto, vuelve a darse de lleno contra el principio de realidad. Néstor Kirchner y Cristina Fernández tuvieron una base social semejante a la de Scioli, y durante ambos gobiernos los empresarios la “levantaron con pala”, el capital extranjero obtuvo enormes ganancias, las protestas sociales fueron reprimidas (en muchos casos apelando a la tercerización, a través de “barras bravas” de clubes de fútbol) y se mantuvo la legislación laboral heredada del neoliberalismo. Además, ¿acaso la base social de Macri es tan diferente? Más claro, si Macri pudo crecer tanto en términos electorales es porque una parte importante de los trabajadores y demás sectores populares lo votaron en las elecciones del 25 de octubre pasado. En vez de analizar la realidad, Borón se deja llevar por sus ilusiones. Al hacer esto muestra que ha abandonado completamente el método de análisis marxista (no entro a discutir aquí si alguna vez lo aplicó). En vez de machacar con el Imperio, Borón debería haber comenzado por explicar cuál es la situación actual de la acumulación capitalista en Argentina, partiendo del hecho de que la economía se halla estancada desde hace cuatro años. Sólo a partir de esta constatación es posible examinar de manera concreta la cuestión del balotaje. Al adoptar el enfoque marxista, pierden importancia cuestiones tales como “el mal menor” o la “diferente base social” y cobra significación primordial el problema de cuáles son las tareas que debe encarar la burguesía para relanzar la acumulación capitalista. Curiosamente, el “marxista” Borón ignora olímpicamente la cuestión.

Por último, la propuesta de votar por el “mal menor” (la candidatura de Scioli) va en contra de la construcción de la autonomía política de la clase obrera. Para decirlo con todas las letras, la izquierda revolucionaria en Argentina se encuentra en una situación muy difícil. A modo de ejemplo, los resultados electorales del FIT dan la pauta de lo escaso de su influencia política. Frente a esto, Borón nos propone seguir a un candidato como Scioli argumentando que tal vez su base social le impida seguir una política de ajuste. Si esto es lo máximo a lo que podemos aspirar, lo mejor es bajar la persiana y dedicarnos a otra cosa. Este no puede ser el camino. Construir una izquierda revolucionaria exige, cuanto menos, responsabilidad política. Y el primer paso es retomar el principio de realidad en el análisis de la coyuntura política, remarcando en todo momento la necesidad de la autonomía de la clase obrera frente a la burguesía.


Villa del Parque, jueves 19 de noviembre de 2015


NOTAS:

Los artículos en cuestión son: “Un balotaje crucial para América Latina” (viernes 29 de octubre); “Argentina: El voto en blanco es un voto por el imperialismo” (lunes 9 de noviembre); “El Imperio necesita que gane Macri” (jueves 12 de noviembre).

miércoles, 4 de febrero de 2015

BORÓN, LA REVOLUCIÓN CUBANA Y EL MARXISMO

Atilio Borón publicó un artículo en el diario PÁGINA/12 sobre la reanudación de las relaciones diplomáticas entre Cuba y EE.UU. (“Un denso diálogo”, jueves 22 de enero de 2015). A pesar de su brevedad, la nota resulta una expresión característica tanto de la forma en que Borón entiende al marxismo como de su caracterización de la Revolución Cubana. Ambas son profundamente erróneas y tienden a banalizar al marxismo y a la Revolución Cubana. Sin embargo, su refutación exige un trabajo mucho más extenso del que estoy en condiciones de realizar en este momento. Dicho mal y pronto: nada hay más complicado que refutar seriamente una tontería; ante todo, porque ello implica remontarse a los principios y desde allí desenredar los nudos generados por la zoncera. Vaya, pues, un esbozo de crítica sobre los puntos que considero más significativos.

Borón escribe: “La fortaleza de la Revolución Cubana no radica en su economía, sino en su cultura y su política.” En esta frase radican todos los problemas de la concepción del marxismo defendida por el autor, así que debe ser analizada con detenimiento.

Ante todo, ¿qué sentido tiene la frase? En apariencia, Borón nos está diciendo que la economía de la isla es débil respecto a su cultura y a su política. Pero, ¿es lícito efectuar esta separación desde el marxismo? Desde el vamos aclaro que no se trata de un problema exclusivamente teórico, de esos que se “dilucidan” en el ámbito académico, sino que tiene un carácter eminentemente político.

Para Marx, economía, cultura y política son aspectos de una misma totalidad, y sólo pueden ser separadas a los fines del análisis, a sabiendas de que esta separación es artificial y que puede conducir a la falacia de confundir el todo con la parte. En rigor, las ciencias sociales modernas (una creación de la burguesía) se construyeron en torno a la fragmentación de lo social en esferas separadas, cada una de las cuales debía ser estudiada por una ciencia particular (economía, sociología, ciencia política, etc.). Al separar economía de cultura y política, Borón adhiere (más allá de sus intenciones -.las cuales no son juzgadas aquí -) a la tesis que concibe a la economía como el ámbito de lo técnico, es decir, de la combinación de los factores de producción (capital, tierra, trabajo) para producir de la manera más eficiente. Cuando dice que la fortaleza de la Revolución Cubana no radica en su economía, está afirmando que la economía cubana anda mal, es decir, que no es eficiente ni lo suficientemente productiva. Cuando escribe que, no obstante lo anterior, las fortalezas de la Revolución radican en la cultura y en la economía, está postulando que es posible separar economía de cultura y política sin que ello afecte el carácter del proceso revolucionario. O sea, y en el límite, la miseria económica es compatible con la fortaleza en la cultura y en la política. Todo esto no es más que una enorme tontería desde el punto de vista del marxismo. Para Marx no cabía la posibilidad de un socialismo de la pobreza, entendido como un reparto de miserias. El socialismo, en el sentido marxista del término, necesita del desarrollo de las fuerzas productivas como requisito imprescindible para la organización de la sociedad sobre nuevas bases. Sólo así es posible el desarrollo pleno de los seres humanos. De lo contrario, las personas seguirían encadenadas a la división del trabajo. Ahora bien, Borón es un intelectual y, como es sabido, la manifestación más significativa de la división del trabajo es la separación entre trabajo manual y trabajo intelectual. En el fondo, postular la escisión entre política y cultura de un lado, y economía del otro, equivale a defender la perpetuación de la separación entre trabajo manual e intelectual. ¿Qué tiene que ver esto con el socialismo? Nada.

Borón incurre en otro error de peso. Atribuye al bloqueo económico llevado adelante por los EE. UU. una “influencia crucial” sobre la economía cubana. De más está decir que la cuestión del bloqueo es importante para Cuba. Pero afirmar esto último no implica defender la tesis de que el bloque explica la situación de la economía cubana y el fracaso del socialismo en la isla. La situación económica, política y cultural de Cuba puede explicarse a partir de factores “endógenos”, antes que cargar todo el peso de la explicación en el bloqueo. Así, por ejemplo, la vigencia de la circulación mercantil y el paulatino incentivo al desarrollo de actividades mercantiles (por ejemplo, el pequeño comercio entre el campo y la ciudad), redundan en un proceso de acumulación desigual de riqueza. Así, por ejemplo, la política de estímulo a las inversiones extranjeras (producto de la debilidad estructural de la inversión en Cuba) contribuye al incremento de la desigualdad social al fortalecer a quienes tienen acceso a las divisas y empobrecer a quienes carecen de dicho acceso. Todo esto queda fuera del campo de análisis de Borón, quien prefiere hablar todo el tiempo del bloqueo y de la posibilidad de que Cuba se recueste en Rusia o China para escapar de la presión norteamericana. Esto no tiene nada que ver con el marxismo. 

Ser marxista implica llevar a cabo un análisis minucioso de cada situación, análisis en el que juega un papel central el estudio de las relaciones entre las clases sociales a partir de la forma en que éstas participan del proceso productivo. Borón, con su pretendida “alta política” (sus conjeturas de salón sobre Rusia, etc.), se ahorra el trabajo de decir algo serio sobre la situación de Cuba en la actualidad. No es casualidad. Borón hace del marxismo una caricatura, al dejar de lado la lucha de clases y concentrar sus esperanzas en el Estado como herramienta para reformar la sociedad. De este modo, Borón puede elogiar constantemente a los regímenes latinoamericanos que, proclamándose de izquierda, defienden celosamente las ganancias de los empresarios.


Villa del Parque, miércoles 4 de febrero de 2015

sábado, 1 de noviembre de 2014

EL FETICHISMO DEL ESTADO Y EL PROGRESISMO: NOTAS SOBRE BORÓN

Atilio Borón escribió un breve artículo (“Dilma, victoria y después”) sobre el triunfo de Dilma Rousseff en las elecciones presidenciales brasileñas, el cual fue publicado en la edición del martes 28 de octubre pasado en Página/12. Más allá del análisis sobre el resultado de las elecciones brasileñas, merece ser comentado porque expresa con particular precisión los lugares comunes del progresismo sobre la cuestión del Estado. La cuestión cobra todavía más interés si se tienen en cuenta que Borón se considera a sí mismo como marxista, de modo que sus opiniones sobre el Estado pueden pasar como un desarrollo de la teoría marxista. En momentos en que se vuelve imprescindible desarrollar la independencia política de la clase obrera respecto a cualquier alternativa política de la burguesía, resulta de importancia fundamental deslindar límites con ésta en lo que hace a la cuestión del Estado.

Borón nos invita a considerar al gobierno de Dilma (al PT) como de “izquierda”. Al hacer esto bastardea y banaliza las nociones de izquierda y derecha, convirtiéndolas en denominaciones que dicen poco y nada en concreto. Borón maneja una noción de “izquierda” que nada tiene que ver con la lucha de clases entre los trabajadores y la burguesía. La “izquierda” de Borón se define por la utilización del Estado en beneficio de los sectores populares, mejorando así sus condiciones de vida. Para el marxismo, ser de “izquierda” implica reconocer la lucha de clases entre los capitalistas y los trabajadores, abogar  por la autonomía política de la clase obrera frente a la burguesía y luchar por la abolición de la propiedad privada de los medios de producción.

A partir de la caracterización de Dilma como de “izquierda”, Borón sostiene que el nuevo gobierno se ve amenazado por el “terrorismo económico” y por un “golpe blando”. En pocas palabras, nos sugiere que la burguesía brasileña no va a permitir la continuidad del gobierno de Dilma, salvo que ésta cumpla sus demandas económicas. Esto parece a todas luces un disparate, sobre todo porque el PT lleva muchos años en el gobierno y durante ese período la burguesía no sintió amenaza alguno, ni perdió los nervios, ni nada. Al contrario, acumuló ganancias.

Borón parece sentir remordimientos en su antigua conciencia marxista, lo que lo lleva a formular una serie de reparos al gobierno de Dilma: 1) el movimiento popular se halla desmovilizado, desorganizado y desmoralizado; 2) el modelo económico proporciona “irritantes privilegios al capital”; 3) falta de empoderamiento de las masas populares; 4) un congreso brasileño que es una “perversa trampa dominado por el agronegocio y las oligarquías locales”; 5) escaso impulso a la Reforma agraria.

A la luz de lo anterior, ¿hay que seguir afirmando que el de Dilma es un gobierno de “izquierda”? Es claro que no.

Borón formula, casi al pasar, una crítica que resulta francamente ingenua. Así, se enoja con la “propensión del Estado brasileño a gestionar los asuntos públicos a espaldas de su pueblo”. Borón, un destacado politólogo con varios libros en su haber, debería saber a esta altura del partido que esto es precisamente lo que hace un Estado burgués, esto es, gobernar en función de los intereses del capital y no de los trabajadores.

Desde que existe el capitalismo, el Estado sirve a la burguesía o, lo que es lo mismo, a la valorización del capital. La sociedad capitalista gira en torno a la reproducción ampliada del capital. Dicho en otros términos, es preciso que la economía crezca, que las ganancias de los empresarios se incrementen. Si eso ocurre, el Estado burgués puede financiarse y prosperan sus mecanismos de control sobre la sociedad en general y sobre los trabajadores en particular. Pero si la economía entra en recesión y la burguesía no invierte, el Estado queda desfinanciado y se ve obstaculizado para ejercer sus funciones de control. Pensar que el Estado burgués puede hacer otra cosa es no entender nada acerca del funcionamiento del capitalismo.

Borón piensa que el Estado es un simple instrumento y que su naturaleza cambia en función de las clases que ejercen el gobierno. Es decir, el Estado es burgués porque está en manos de la burguesía y no porque su estructura (su forma) es también burguesa. Desde su punto de vista, la forma de las instituciones estatales es neutral en términos de clase. Así se llega al absurdo de que el ejército, burgués en un Estado controlado por la burguesía, se transforma en “popular” en un Estado donde el gobierno cae en manos de los sectores populares. Para Borón, el Estado no es burgués por su forma y contenido, sino que sirve a los sectores sociales que detentan su control. De ahí que transforme al Estado en un fetiche, que flota por encima de las clases sociales. Si algo puede transformar al capitalismo es la acción estatal. A esto se reduce la concepción del Estado y de la política defendida por Borón, a un fetichismo del Estado.

La concepción del Estado defendida por Borón es la del progresismo en general. Detrás de ella se encuentra una convicción más profunda: la negación absoluta de que la clase obrera pueda ser el sujeto revolucionario o, si se prefiere, el actor social capaz de transformar a la sociedad. Esto lleva a los progresistas a negar la lucha de clases y, por consiguiente, el antagonismo entre capital y trabajo. Una vez que se efectúan estos pasos, cualquier colectivo los deja bien, como decimos en el barrio. Así, los progresistas pueden defender con la misma calma y devoción al neoliberalismo, al “estatismo”, al “kirchnerismo” o a lo que sea. Nada los lleva a sacar los pies del plato del capitalismo.

De este modo, Borón puede hablar en su artículo de “potencia plebeya”, no de trabajadores ni clase obrera. En un mundo donde cada vez hay más asalariados, el progresismo reniega de los trabajadores. Aquí están, en toda su dimensión, los límites del progresismo y de la supuesta “izquierda” latinoamericana, encarnada en gobiernos como el de Dilma en Brasil y el de Cristina en Argentina. Se trata de un progresismo absolutamente funcional a los intereses del capital.


Villa del Parque, sábado 1 de noviembre de 2014

lunes, 1 de octubre de 2012

DEMOCRACIA Y CAPITALISMO SEGÚN EL PROGRESISMO ARGENTINO: NOTAS A UN ARTÍCULO DE ATILIO BORÓN (III)


Ya hemos visto en las notas anteriores que Borón sostiene que democracia y mercado son incompatibles. Los gobiernos neoliberales de la década del ’90 expresaron dicha incompatibilidad recortando al máximo las instancias propias del “capitalismo democrático”. El debilitamiento de los Estados y su subordinación a las ETN son los indicadores más crudos de esta tendencia. Este es, palabras más, palabras menos, el núcleo del argumento defendido por Borón.

“La soberanía popular que se expresa en un régimen democrático debe necesariamente encarnarse en un estado nacional (…) ¿Cuál es el drama de la de nuestra época? Que los estados, especialmente en la periferia capitalista, han sido conscientemente debilitados, cuando no salvajemente desangrados, por las políticas neoliberales a los efectos de favorecer el predominio sin contrapesos de los intereses de las grandes empresas. Como consecuencia de lo anterior los estados latinoamericanos se convirtieron en verdaderos «tigres de papel» incapaces de disciplinar a los grandes actores económicos y, mucho menos, de velar por la provisión de los bienes públicos que constituyen el núcleo de una concepción de la ciudadanía adecuada a las exigencias de fin de siglo.” (p. 124).

¿Cómo es posible hablar de soberanía popular en un sentido fuerte si la sociedad es capitalista? El capitalismo supone la explotación y el sometimiento de los trabajadores. Ambos se verifican en el proceso de producción. Soberanía popular implica (si la expresión quiere decir algo) que el pueblo decide de manera autónoma sobre su propio destino; más claro, significa que cada persona tiene autonomía para tomar las decisiones que atañen a su existencia. Autonomía equivale a control sobre las condiciones materiales que la hacen posible. Un trabajador que pasa su vida pensando en como hacer para llegar a fin de mes carece de control sobre sus condiciones de existencia. ¿Cómo puede, entonces, ser soberano? Por más que el progresismo de vueltas en torno a esta cuestión, la falta de autonomía no se transmuta en soberanía.

Ahora bien, Borón sostiene su argumento tomando como punto de partida la escisión entre economía y política. Todas sus disquisiciones y elucubraciones acerca de las diferencias entre mercado y democracia se apoyan en la supuesta separación entre las mencionadas esferas de la sociedad, escisión que se da bajo el capitalismo. A nuestro juicio, todas las limitaciones del progresismo se derivan de la incomprensión de la relación entre economía y política. Borón puede contraponer la democracia y la soberanía popular al mercado porque considera que economía y políticas son compartimentos separados, y que una puede imponerse sobre la otra a partir de una determinada relación de fuerzas; así, en el neoliberalismo, la economía dicta su mandato a la política; así, en el capitalismo “democrático” de la segunda posguerra, la política sometió a la economía. Es, por cierto, una forma de pensar no dialéctica.

La relación entre economía y política puede ser abordada adecuadamente si se considera que ambas esferas de actividad sólo son separables con fines analíticos. Economía y política son dos aspectos de una misma totalidad, que es la sociedad capitalista. En este sentido, mercado y democracia, para usar los términos empleados por Borón, son las dos caras de la misma moneda. Considerarlos como esferas antagónicas implica «comprar» la explicación que el capitalismo da de sí mismo. Además, desde un punto de vista práctico, significa negar el hecho de que existe una democracia capitalista que es perfectamente funcional a la explotación de la fuerza de trabajo. En la década del ’90 el neoliberalismo latinoamericano coexistió sin grandes sobresaltos con un abanico de gobiernos democráticos. La incompatibilidad planteada por Borón no se manifestó en el terreno de lo real.

Lejos de la incompatibilidad pregonada por Borón, el capitalismo requiere de una democracia (capitalista) para legitimar la explotación de la fuerza de trabajo. A diferencia de otras formas de organización social, en las que la violencia jugaba un papel central en la apropiación del excedente por la clase dominante, el capitalismo se basa en la apropiación de la plusvalía generada por trabajadores libres. Los productores directos son sujetos jurídicos iguales a los patrones. Marx expresó esta situación aludiendo a “la doble liberación” de los trabajadores bajo el capitalismo; el obrero es “libre” de la propiedad de los medios de producción, pero al mismo tiempo se ha visto liberado de toda forma de dependencia personal (esclavitud, servidumbre, etc.). Es esta “doble liberación” la que genera la posibilidad misma de la democracia capitalista. La igualdad jurídica en el mercado (derivada de la igualación de las mercancías en tanto productos del trabajo humano abstracto) requiere de la figura del ciudadano. El capital, cuya dominación adquiere la forma de dictadura en la fábrica a partir de la propiedad privada de los medios de producción, necesita de la ciudadanía y de lo público para esconder su dictadura, para presentarla como el resultado del libre consentimiento de las partes en el contrato. En el capitalismo no hay explotación si los trabajadores son libres; dicho con otras palabras, la legitimidad de la dictadura es producto de la libertad del trabajador. Esta libertad entra en contradicción con un estado que únicamente otorgue la ciudadanía  a grupos privilegiados. ¿Cómo legitimar la dictadura en el proceso de trabajo si la esfera política es también una dictadura? La dictadura requiere de la democracia, de la forma capitalista de democracia. A su vez, la ciudadanía, para dejar de ser una mera abstracción, requiere de la presencia de su contrario (la ausencia de derechos), porque así puede adquirir legitimidad. Las reflexiones de Borón sobre el papel del Estado permiten explicar este último punto.

De la crítica de Borón al neoliberalismo se desprende que una de sus características de éste es la pérdida de peso del Estado en los países dependientes. Sin entrar a discutir la pertinencia de esta caracterización, cabe decir que concibe al Estado como independiente o autónomo respecto a la lógica del capital, puesto que Borón dice que su papel es “disciplinar a los grandes actores económicos” (p. 124).

Borón lamenta el debilitamiento del Estado y sostiene en varios pasajes del artículo que la salida del neoliberalismo pasa por la recuperación de la capacidad de regulación del Estado sobre la economía. Para no multiplicar las citas textuales, basta con reproducir el siguiente pasaje:

“…la fenomenal desproporción entre estados y megacorporaciones constituye una amenaza formidable al futuro de la democracia en nuestros países. Para enfrentarla es preciso, (a) construir nuevas alianzas sociales que permitan una drástica reorientación de las políticas gubernamentales y, por otro lado, (b) diseñar y poner en marcha esquemas de cooperación e integración supranacional que hagan posible contraponer una renovada fortaleza de los espacios públicos democráticamente constituidos al poderío gigantesco de las empresas transnacionales.” (p. 125).

O sea que la democracia existía en América Latina con anterioridad al neoliberalismo. Si no, no tendría sentido afirmar, como lo hace Borón, que el futuro de la democracia está amenazado. Además, la democracia pre-neoliberalismo se caracterizaba, al parecer, por su capacidad para actuar como contrapeso de las grandes empresas. Nada de esto es verdad en términos históricos, pero nuestro autor no se achica ante las dificultades.

La frase que sigue contiene el núcleo del pensamiento de Borón:

“La «locura» de pretender acabar con el desempleo, redistribuir ingresos, recuperar el control social de los principales procesos productivos, profundizar la democracia y afianzar la justicia social no es más irreal y «utópica» que la que, en su momento, encarnó la propuesta neoliberal de Hayek y Friedman.” (p. 131). Las “locuras” de Borón son el horizonte político del progresismo, sobre todo de su variante de izquierda. Profundización de la democracia y justicia social son las “locuras” propuestas. Según Borón, esto es posible mediante el fortalecimiento del Estado.

En este punto cobra sentido la cita realizada más arriba, en la que Borón sostiene que el problema principal de nuestra época es el debilitamiento de los Estados de la periferia. El drama de nuestra época no es la pérdida de la capacidad de control del Estado, sino las derrotas experimentadas por la clase obrera en las décadas del ´70 y del ’80. Como indicamos oportunamente, Borón deja de lado esta cuestión. Prestar atención a la lucha de clases supondría considerar que política y economía van juntas, de modo que ya no podría postularse la autonomía del Estado tal como lo hace nuestro progresista.

Si el Estado constituye una esfera más o menos autónoma de la economía, tiene sentido afirmar que el drama de nuestra época es la debilidad del Estado. Pero si el Estado (y la forma capitalista de la democracia) es inseparable de la acumulación capitalista y resulta moldeado por la lógica del capital, el discurso progresista de Borón termina por reafirmar, aunque no sea esa su intención, la dominación capitalista.

El Estado, lejos de ser neutral o independiente, es el representante de la clase capitalista en su conjunto. Los capitalistas se ven compelidos, por la acción de la ley del valor, a competir entre sí. Esta competencia puede poner en riesgo las condiciones para la reproducción de la sociedad capitalista. Por ejemplo, si la extensión de la jornada laboral quedara en manos de los empresarios, la misma se extendería a 14, 16, 18 o quién sabe cuántas horas, afectando la salud de la clase trabajadora. Al fijar límites precisos a la jornada laboral, el Estado promueve una explotación más racional de la fuerza de trabajo.

La escisión economía–política cultivada por el pensamiento progresista ignora el papel fundamental desempeñado por el Estado en la reproducción del capital. La lógica del Estado moderno es la lógica del capital. La preocupación del Estado por el crecimiento económico es, en las condiciones del capitalismo, preocupación por la expansión de la plusvalía, es decir, es preocupación por el mantenimiento y la racionalización de la explotación capitalista.

Al representar los intereses de la clase capitalista en su conjunto, el Estado interviene poniendo en caja a los empresarios que se pasan de rosca en la explotación de la fuerza de trabajo. Al hacer esto, el Estado aparece como el representante de los intereses de la sociedad, como el árbitro entre intereses contrapuestos. De este modo, los “excesos” de la dictadura capitalista en el proceso de producción son la fuente de legitimación del Estado. La democracia capitalista se monta sobre esa actuación del Estado. Los progresistas separan la actuación del Estado de su relación con la lógica del capital y terminan recomendando la expansión del Estado para “enfrentar” al capital. Su prédica, lejos de poner en dificultades al capital, no hace más que reforzar la dominación capitalista.

Adam Smith escribió alguna vez que el gobierno era una creación de los ricos para defender sus propiedades de los pobres. Sería bueno que el progresista Borón tuviera en cuenta las palabras del liberal Smith antes de alzar la voz a favor de la expansión del Estado como solución al “drama de nuestra época”.


Buenos Aires, lunes 1 de octubre de 2012

sábado, 22 de septiembre de 2012

DEMOCRACIA Y CAPITALISMO SEGÚN EL PROGRESISMO ARGENTINO: NOTAS A UN ARTÍCULO DE ATILIO BORÓN (II)


En la nota anterior hicimos referencia a la tesis de Borón acerca de la existencia de una incompatibilidad entre el neoliberalismo y la democracia. Esta tesis descansa en una particular concepción de la democracia y del capitalismo, que es propia del progresismo.

El capitalismo es una forma de organización social basada en la propiedad privada de los medios de producción y en el trabajo asalariado. Gracias a la propiedad privada, la burguesía explota a los trabajadores, apropiándose de manera gratuita del plusvalor generado en el proceso de trabajo. La explotación de la clase trabajadora (la apropiación de plusvalor) es el mecanismo por el cual la burguesía produce y reproduce su poder social. A diferencia de las clases dominantes propias de formas de organización social anteriores, la burguesía sólo emplea la violencia directa contra el conjunto de la clase trabajadora de manera excepciona. En condiciones normales, ejerce su dominación por medio de la “coerción económica”; desprovistos de medios de producción y envueltos en una sociedad mercantil en la que todo se compra con dinero, los trabajadores se ven compelidos por la fuerza de la necesidad a vender su fuerza de trabajo en el mercado a cambio de un salario. Mientras que en otras sociedades el Estado era indispensable para extraer el excedente de los productores, en el capitalista puede permanecer de manera aparente al margen de la explotación, pues la misma cobra la apariencia de un asunto privado, fruto del acuerdo entre empresarios y trabajadores, rubricado en un contrato. De este modo, se esfuma parcialmente el carácter de instrumento de dominación que posee el Estado en cuanto tal.

A pesar de su carácter esquemático, la descripción presentada en el párrafo precedente es fundamental para comprender la naturaleza de la relación entre capitalismo y democracia. La omnipotencia del empresario en el proceso de producción (él decide qué, cómo y en qué cantidad se produce) es la contracara de la supuesta neutralidad del Estado en los conflictos sociales, argumento esgrimido al momento de defender su carácter de “árbitro” en los mismos. La distinción entre lo público y lo privado, propia del capitalismo, encuentra su basamento en la dictadura del empresario en el lugar de trabajo. Trasladada la explotación al ámbito de lo privado, lo público se constituye como ámbito de la “libertad”. Esta “libertad” es funcional a la dictadura capitalista, pues su presencia anula el carácter político de la dominación capitalista en el lugar de trabajo. Marx expresa esto al aludir a “la doble liberación del trabajador” bajo el capitalismo. En ese sentido, cabe decir que la democracia brota de las entrañas mismas del capitalismo, y que la democracia es tanto más profunda cuanto es más sólida la explotación de los trabajadores.

Capitalismo y democracia no son incompatibles: la democracia capitalista es la garantía más sólida de la profundización de la explotación capitalista, entendida esta última en los términos en que la hemos definido más arriba.

Borón pasa por alto las consideraciones que hemos formulado en los párrafos precedentes. Para defender su tesis de la incompatibilidad entre capitalismo y democracia, Borón se ve obligado a efectuar una seria de reducciones. La primera de ellas consiste en reducir el capitalismo a “los mercados”. No es casual que el apartado del artículo dedicado a analizar la incompatibilidad entre capitalismo y democracia se titula precisamente “Mercados y democracia. Cuatro contradicciones” (p. 104).

Borón caracteriza a la globalización como un período de “auge de los mercados” (p. 104). Más en detalle: “la naturaleza de los mercados, las clases y las instituciones económicas del capitalismo cambió extraordinariamente a lo largo del último medio siglo” (p. 118).

¿En qué consisten los cambios experimentados por el capitalismo entre 1950 y 2000?

Borón afirma que: “Los mercados se han vuelto crecientemente oligopólicos, su competencia despiadada, y la gravitación de las firmas planetarias es inmensa. Además se proyectan en una dimensión planetaria.” (p. 118). O sea, su definición de la globalización gira en torno a la consideración del mercado como el nivel privilegiado del análisis, y al reconocimiento de que las empresas transnacionales (ETN a partir de aquí) se han convertido en los factores decisivos en la economía capitalista.

Borón remarca el peso adquirido por las ETN en la economía mundial, y el impacto político del mismo: “Nos importa, ante todo, señalar la magnitud del desequilibrio existente entre el dinamismo de la vida económica – que ha potenciado la gravitación de las grandes firmas y empresas monopólicas en las estructuras decisorias nacionales – y la fragilidad o escaso desarrollo de las instituciones democráticas eventualmente encargadas de neutralizar y corregir los crecientes desequilibrios entre el poder económico y la soberanía popular en los capitalismos democráticos.” (p. 119; la cursiva es mía). Más aún: “En virtud de estas transformaciones, los monopolios y las grandes empresas que «votan todos los días en el mercado» han adquirido una importancia decisiva (…) en la arena donde se adoptan las decisiones fundamentales de la vida económica y social.” (p. 120). “…las empresas transnacionales y las gigantescas firmas que dominan los mercados se han convertido en protagonistas privilegiados de nuestras débiles democracias.” (p. 121). Para Borón, las ETN que dominan los mercados se han vuelto más poderosas que los Estados, y son ellas las que toman las decisiones fundamentales de la vida económica, social y política. La explicación es seductora y resulta atractiva para el progresismo, pues permite imaginar al capitalismo como un sistema gobernado por una “mesa chica” de ETN (las “corporaciones” tan caras a nuestro discurso progresista). Las teorías conspirativas se sienten en su salsa en este escenario. Los “malos” pueden ser identificados y todos contentos. No obstante, cabe acotar que, como ocurre al momento de fundamentar el carácter de la globalización, Borón aporta muy pocas pruebas de sus lapidarias afirmaciones. En el artículo analizado, hay apenas algunos datos comparativos sobre el tamaño de las ETN y el PBI de varios Estados (p. 119).

“El predominio de los nuevos leviatanes en esta «segunda decisiva arena» de la política democrática, que es la que verdaderamente cuenta a la hora de tomar las decisiones fundamentales, confiere a aquéllos una gravitación fundamental en la esfera pública y en los mecanismos decisorios del Estado, con prescindencia de las preferencias en contrario que, en materia de políticas públicas, ocasionalmente pueda expresar el pueblo en las urnas.” (p. 121). El camino que va desde la centralidad del mercado y la hegemonía del capital financiero hasta la entronización de las ETN como sujetos decisivos de la economía capitalista, termina conduciendo a una teoría conspirativa del capitalismo, que postula que las políticas estatales son dictadas por los “leviatanes” (las ETN). La globalización no sería otra cosa que la expresión de la voluntad de estas empresas. Cabe decir que este argumento, desarrollado por el progresismo durante la década del ’90, se modificó en su forma, pero no en su esencia, en la primera década del siglo XXI.  Así, por ejemplo, el “kirchnerismo” afirmó repetidas veces que su enemigo eran las corporaciones, planteando que existía un antagonismo entre éstas y la reafirmación de la acción estatal. Tanto en uno y otro caso, las interpretaciones progresistas niegan el carácter de clase del Estado, atribuyéndole a las ETN (hoy las corporaciones) todos los males del mundo. Según este punto de vista, el capitalismo no es una totalidad, una forma de organización social total, sino que es un rejuntado de lógicas individuales, entre las que priman las de las ETN. Para lograr esto es preciso dejar de lado el nivel de la producción. En otras palabras, se deja de lado la explotación de la clase obrera por la clase capitalista y se pasa al terreno gelatinoso de la “maldad” y /o el “egoísmo” de las corporaciones. El lector imaginará ya que clase social se beneficia con la adopción de esta concepción de la sociedad…

“La fenomenal aceleración experimentada por la velocidad de rotación del capital – gracias al desarrollo de la microelectrónica, las telecomunicaciones y la computación -  (…) Por una parte, (…) estas modificaciones en el desarrollo de las fuerzas productivas tuvieron una influencia considerable (…) a la hora de definir la pugna hegemónica en favor del capital financiero y en desmedro de los sectores de la burguesía más ligados a la producción de bienes y servicios, revirtiendo de ese modo el resultado que había cristalizado en la fase de la inmediata posguerra.” (p. 118). A la caracterización de la globalización formulada en el párrafo anterior hay que agregarle, pues, la hegemonía del capital financiero sobre la burguesía industrial. Hay que decir que Borón es muy parco al abordar esta cuestión, a punto tal que no vuelve a tratar el tema en el resto del artículo. La resolución de la supuesta pugna hegemónica entre capital financiero y capital industrial se despacha con el pasaje citado.

La teoría de Borón sobre la globalización puede ser resumida así: la nueva etapa del capitalismo se caracteriza por el predominio del capital financiero sobre el capital industrial y por el dominio de las ETN sobre los Estados.

Ahora bien, hasta donde sabemos, el capitalismo es una forma de organización social estructurada en torno a la apropiación por la burguesía del plusvalor generado por la clase trabajadora. Suena antiguo, pero ninguna “revolución cultural” ha conseguido modificar este dato de la realidad. La fuente primordial del poder capitalista se encuentra en el nivel de la producción, entre otras cosas, porque sin plusvalor no hay capital ni dominación capitalista. Suena simple, y probablemente sea esquemático, pero lo simple es lo más difícil de aprehender en el campo de la teoría social.  

Decir que se ha producido un desplazamiento del poder desde el capital industrial hacia el capital financiero implica oscurecer el papel de la producción en la constitución de la sociedad capitalista. Implica dejar de lado, como cosa secundaria, aquello que la mayoría de las personas hacen la mayor parte de sus vidas, que es trabajar.

El argumento de Borón parece impresionante y cuenta con muchos adeptos en estos tiempos que corren. El capitalismo ha sido corrompido por la especulación desarrollada a partir de la hegemonía del capital financiero, y se trata de volver a su pureza virginal, encarnada por el capital industrial. Sin embargo, por mucho que se esfuerce Borón, un peso depositado en un banco no se reproduce a sí mismo por el mero hecho de estar depositado allí. El dinero no engendra dinero, no se fecunda a si mismo. Para poder multiplicarse, requiere ser incorporado al ciclo del capital productivo. Si esto no ocurre, no hay capital financiero que valga. A lo sumo, si se crea dinero “ficticio”, las crisis con su tendal de destrucción de fuerzas productivas, se encargan de poner las cosas en orden. Nada nuevo bajo el sol, pero Borón deja prolijamente de lado estas cuestiones.

Para hacerse una idea del significado político de la teoría defendida por Borón es conveniente revisar su descripción de la impotencia política de los trabajadores bajo el imperio de la globalización: “Los trabajadores podrán organizar huelgas, invadir tierras, ocupar fábricas y sitios urbanos, y casi invariablemente la respuesta oficial oscilará entre la represión y la indiferencia, pero pocas veces será el temor.” (p. 121). Borón sitúa las causas de dicha impotencia en el nivel del mercado, en la omnipotencia de las ETN que dominan los mercados y en el predominio del capital financiero. Y deja de lado las derrotas que profundizaron la debilidad de la clase obrera en el nivel de la producción. En un sentido, en la teoría de la globalización planteada por Borón, los trabajadores aparecen un una posición de exterioridad frente al centro de la sociedad, que es el mercado.

En la nota siguiente examinaremos las consecuencias políticas de la concepción de la globalización defendida por Borón.

Buenos Aires, sábado 22 de septiembre de 2012

lunes, 3 de septiembre de 2012

DEMOCRACIA Y CAPITALISMO SEGÚN EL PROGRESISMO ARGENTINO: NOTAS A UN ARTÍCULO DE ATILIO BORÓN (I)


Atilio Borón es un politólogo y sociólogo argentino. Doctor en Ciencia Política (Universidad de Harvard). Profesor en la UBA, de la que fue vicerrector. Secretario Ejecutivo de CLACSO (1997-2006). Borón es un exponente típico del académico progresista en Argentina. Su obra Tras el búho de Minerva: Mercado contra democracia en el capitalismo de fin de siglo (Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica y CLACSO, 2000) es una compilación de sus trabajos sobre la problemática enunciada en el título. Uno de ellos es el artículo “Los nuevos leviatanes y la polis democrática” (pp. 103-132). En esta serie de notas haremos un análisis de dicho artículo. Todas las citas que figuran a continuación (salvo indicación en contrario) corresponden a la edición original de la obra.

Borón puede ser considerado como un representante emblemático de lo que podríamos caracterizar como el ala izquierda del progresismo argentino. El examen crítico de su obra permite conocer los alcances y las limitaciones del progresismo. Hay que tener en cuenta que, a diferencia de los representantes corrientes del arco progresista, Borón se autodefine dentro del pensamiento marxista.

El progresismo se define a partir de la negación del carácter antagónico de la relación entre empresarios y trabajadores y de la lucha de clases. El capitalismo no es concebido como una organización social basada en la explotación de los trabajadores, sino como un sistema eficiente de producción, en el cual es posible distinguir entre formas justas y formas injustas. Las dos primeras son aquellas en las que predomina el capital industrial, las segundas están definidas por el predominio del capital financiero, de la banca. A diferencia de los viejos reformistas, que tenían como horizonte al socialismo y que pensaban que el capitalismo podía ser suprimido paulatinamente mediante reformas, los modernos progresistas consideran que el capitalismo es el mejor de los mundos posibles y que la transformación pasa por fortalecer al “capitalismo industrial”, en detrimento del capitalismo basado en la “valorización financiera”.

Así las cosas, la democracia constituye el terreno ideal para que los progresistas desplieguen su arsenal, pues negadas la explotación capitalista y la lucha de clases, las conquistas obtenidas por vía electoral parecen ser el camino propicio para la instauración de un capitalismo “bien organizado”.

En este contexto, el artículo de Borón es de utilidad para comprender la forma en que el progresismo encara la cuestión del capitalismo y de la democracia. Escrito antes del colapso del neoliberalismo en Argentina, prefigura los rasgos principales que asumió el progresismo en la primera década del siglo XXI. Los intelectuales progresistas que adhirieron al kirchnerismo pueden encontrar en este texto muchas de las ideas con las que justificaron dicha adhesión. Puesto que Borón no integra las filas de la intelectualidad kirchnerista, puede observarse como los progresistas kirchneristas abrevaron en una fuente más amplia, que es la del progresismo en general, tal como se fue conformando esta corriente de pensamiento a partir de la dictadura militar de 1976.

La tesis que articula el texto es sencilla: el neoliberalismo, basado en la hegemonía del mercado sobre la política, es incompatible con la democracia. En sus palabras,

“la emergencia de un pequeño conglomerado de gigantescas empresas transnacionales, los «nuevos leviatanes», cuya escala planetaria y extraordinaria gravitación económica, social e ideológica la constituye en actores sociales de primerísimo orden y causantes de un ominoso desequilibrio en el ámbito de las débiles instituciones y prácticas democráticas de las sociedades capitalistas.” (p. 103).

Para ser más precisos, Borón plantea la existencia de una incompatibilidad radical entre globalización y democracia. La crisis del neoliberalismo en América Latina y la emergencia de nuevas formas de estructurar la acumulación capitalista mostraron que la globalización iba más allá del neoliberalismo.

La globalización, entendida como “la generalización planetaria del modo capitalista de extraer excedente, o sea, la relación capital-trabajo” (Rolando Astarita, Valor, mercado-mundial y globalización, Buenos Aires, Kaicron, p. 208), permanece vigente, está vivita y coleando. De hecho, la aceptación acrítica y la naturalización de la relación capital-trabajo es la marca de fábrica del progresismo de comienzos del siglo XXI. Nada de esto aparece en el texto de Borón. Las críticas a la valorización financiera por los intelectuales progresistas de principios del siglo XXI están en la línea del pensamiento de Borón en las postrimerías del neoliberalismo en Argentina. Sólo a partir de una radical abstracción del momento de la producción capitalista es posible sostener que la tarea del momento es dejar el “anarcocapitalismo”.

Borón es terminante acerca del futuro de la relación neoliberalismo-democracia: “No existen muchas experiencias históricas que demuestren que un régimen democrático puede sostenerse indefinidamente en condiciones de hundimiento de los sectores populares, de creciente pauperización de los sectores medios y de niveles de desocupación y de exclusión social (…) como los que hay prevalecen en la Argentina y varios otros países de América Latina. En el mejor de los casos pueden subsistir las formalidades y los rituales externos de la vida democrática (…) pero privadas de todo significado y sustancia.” (p. 129). O sea que la hegemonía neoliberal era enemiga de la democracia. La década del ’90, que fue una década neoliberal, debería haber estado marcada, entonces, por la emergencia de dictaduras en América Latina. Nada de esto sucedió.

Alberto Bonnet, en su libro La hegemonía menemista: El neoconservadurismo en Argentina, 1989-2001 (Buenos Aires, Biblos, 2008), hizo una prolija revisión de las predicciones erróneas de Borón, que abarcan mucho más que el artículo que estamos analizando. Bonnet pone en relación dichos pronósticos (p. 45-48) con las limitaciones de la concepción de Borón acerca de la relación entre democracia y capitalismo.

El quid de la cuestión radica en la forma en que Borón define tanto al capitalismo como a la democracia. En este punto hay que tener en cuenta dos cosas fundamentales: cuando Borón se refiere al capitalismo se concentra en el nivel del intercambio (el mercado) y deja de lado el nivel de la producción; cuando habla de democracia, la concibe como una abstracción, que puede ser independiente de las formas que asumen las relaciones de producción en una sociedad dada. Así, Borón independiza a la democracia del capitalismo. De hecho, su tesis sobre la incompatibilidad entre neoliberalismo y democracia se apoya en la idea de que la democracia es independiente del capitalismo.

Lo anterior queda claro en la manera en que Borón plantea el problema: “¿cómo reconciliar este auge de los mercados con la preservación de la democracia?” (p. 104).

En la nota siguiente efectuaremos un análisis de las concepciones de democracia y capitalismo según Borón.

Buenos Aires, lunes 3 de septiembre de 2012