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viernes, 30 de diciembre de 2022

RESEÑA: DURKHEIM, PRIMER LIBRO DE «LA DIVISIÓN DEL TRABAJO SOCIAL (1893)

 



Advertencia para bibliófilos.  En esta reseña se utilizó la traducción de Rocío Annunziata: Durkheim, E. [1°edición: 1893]. (2008). La división del trabajo social. Buenos Aires, Argentina: Gorla.

Durkheim parte en su investigación del hecho de que la división del trabajo (DT a partir de aquí) se ha generalizado hasta extremos jamás imaginados por Adam Smith (1723-1790), quien fue el primero en intentar teorizar este fenómeno. Así, en la introducción de la obra, Durkheim sostiene que “ya no es posible hacerse ilusiones sobre las tendencias de nuestra industria moderna, cada vez más orientada a los mecanismos poderosos, a los grandes grupos de fuerzas y de capitales y, por consiguiente, a la extrema división del trabajo” (p. 123).

Durkheim constata que la DT no se circunscribe únicamente al plano de los fenómenos económicos, sino que también tiene una influencia creciente en las funciones políticas, administrativas y judiciales, y sus efectos se empiezan a sentir en el ámbito de las funciones artísticas y científicas (p. 124). Es más, Durkheim extiende la validez del principio de DT del ámbito de los fenómenos sociales al campo de los fenómenos biológicos, y afirma que “no es sólo una institución social que tiene su fuente en la inteligencia y en la voluntad de los hombres, sino un fenómeno de biología general cuyas condiciones parece necesario ir a buscar en las propiedades esenciales de la materia organizada.” (p. 125).

Para Durkheim es indudable que un fenómeno tan importante ejerce una enorme influencia sobre la “constitución moral” de los seres humanos; de ahí que se proponga dar respuesta al problema de si los seres humanos debemos convertirnos en seres acabados y universales, capaces de superar la DT, o bien tenemos que aceptar la condición de ser “la parte de un todo, el órgano de un organismo” (p. 125). Para resolver esta cuestión, Durkheim se propone, en primer lugar, establecer en qué consiste efectivamente la función de la DT. Este tema es dilucidado en el Libro I de la obra.

Durkheim comienza por criticar la afirmación de sentido común de que la función de la DT es incrementar la civilización, siendo por ende principal fuente moralizadora de la sociedad moderna. Durkheim demuestra, por el contrario, que la civilización no tiene, por sí misma, un carácter moral. (pp. 132-136). De ahí que haya que desestimar la existencia de una función moralizadora de la DT, y que sea necesario, por consiguiente, buscar su función en otra dirección. Durkheim encuentra esta función en un lugar bien diferente; mientras que muchos autores habían considerado que la DT ejercía un efecto disolvente sobre las sociedades, Durkheim va a postular algo muy diferente: “los servicios económicos que ella puede ofrecer [la DT] son poca cosa frente al efecto moral que produce, y su verdadera función es crear entre dos o más personas un sentimiento de solidaridad.” (p. 137).

En otros términos, la DT es fuente de cohesión social. Para demostrar esto Durkheim se dedica a probar que las diferencias entre las personas (y la DT es un mecanismo que contribuye a incrementar estas diferencias) son fuente de acercamiento y no de separación entre las personas. Los economistas han cometido el error de apreciar sólo los resultados económicos de la DT, en tanto que “el efecto más notable de la DT no es que ella aumente el rendimiento de las funciones divididas, sino que las vuelve solidarias. Su rol en todos los casos no es simplemente embellecer o mejorar las sociedades existentes, sino hacer posibles sociedades que, sin ella, no existirían” (p. 141).

De esta manera, la DT es el factor que asegura la cohesión de las sociedades; su carácter moral se deriva, por tanto, del hecho de que permite la satisfacción de las necesidades de orden, de armonía y de solidaridad social (p. 143).

A continuación, Durkheim se propone encontrar un indicador que muestre el efecto crecientemente cohesionante de la DT. En este punto, considera que el derecho cumple este requisito y que, a través del examen de las variaciones históricas de los tipos de derecho (Va a distinguir entre derecho penal y derechos restitutivos). Cabe aclarar que esto es posible porque Durkheim considera que el derecho expresa a toda la sociedad; de ahí que las normas jurídicas constituyan la expresión más acabada de las concepciones de la sociedad. A partir de aquí, puede distinguir un lazo social cuya ruptura es el crimen y al que va a denominar solidaridad mecánica.

En otras palabras, el derecho penal expresa un estado de la conciencia moral de la sociedad, caracterizado por la existencia de un tipo de solidaridad (de cohesión) entre sus miembros en que las semejanzas constituyen el principal factor de cohesión. “De ahí resulta una solidaridad sui generis que, nacida de las semejanzas, liga directamente al individuo a la sociedad. (…) Esta solidaridad no consiste sólo en una unión general e indeterminada del individuo al grupo, sino que también vuelve armoniosos los menores movimientos. En efecto, como estos móviles colectivos son en todas partes los mismos, producen en todas partes los mismos efectos. Por lo tanto, cada vez que entran en juego, las voluntades se mueven espontáneamente y en conjunto en el mismo sentido.” (p. 178-179).

Es justamente la semejanza entre los integrantes de la sociedad la fuente de la que emana la fuerza del derecho represivo; el crimen y la reacción que provocan, cuya expresión es la dureza de las penas, muestra a las claras la fuerza que adquiere la cohesión social basada en la solidaridad mecánica.

El examen del derecho de las sociedades modernas muestra que el espacio del derecho penal se ha acotado progresivamente, y que ha crecido la proporción de penas que tiene el carácter de derecho restitutivo. Ya no se trata de que la pena sea un medio para expiar el crimen, sino que “se reduce a una simple revisión y recomposición de las cosas.” (p- 183). Los derechos reales son el ejemplo más preciso de este derecho restitutivo; su función es, ante todo, separar y deslindar las propiedades de los distintos individuos, restituyendo la situación al momento anterior a cometerse la falta penada por la ley.

Durkheim considera que al lado de esta forma de derecho restitutivo, puramente negativa, existen una variedad de formas que ejercen un efecto positivo y que crean lazos sociales entre los individuos. El derecho contractual es un claro ejemplo de esta última variante: “el contrato es, por excelencia, la expresión jurídica de la cooperación.” (p. 193). A partir del análisis del funcionamiento del derecho contractual, que sanciona las crecientes diferencias funcionales entre los individuos, Durkheim elabora el concepto de solidaridad orgánica, que sirve para designar a la forma de cohesión social que se deriva de la creciente especialización y diferenciación de los miembros de la sociedad. En este sentido, Durkheim concibe el proceso histórico del pasaje de las distintas formas de sociedades tradicionales a la sociedad moderna como el proceso de transformación de de una sociedad cohesionada por la solidaridad mecánica a una sociedad basada en la solidaridad orgánica. La DT juega un papel central en la constitución de la solidaridad orgánica, pues es ella la que vuelve a los individuos cada vez más diferentes entre sí, al mismo tiempo que acentúa en niveles nunca antes vistos la dependencia de esos mismos individuos entre sí.

Durkheim sostiene en los capítulos 5 y 6 del Libro I que la solidaridad orgánica está desplazando progresivamente a la solidaridad mecánica; este mismo desplazamiento y el hecho consiguiente de que las sociedades no han implosionado demuestra a las claras los efectos cohesionantes en términos sociales de la DT. Ahora bien, la solidaridad orgánica genera vínculos más débiles entre los individuos, hecho que se traduce en un debilitamiento de la conciencia moral del conjunto de la sociedad. “Allí donde el derecho penal es muy voluminoso, la moral común está muy extendida; vale decir que hay una multitud de prácticas colectivas puestas bajo la custodia de la opinión pública. Allí donde el derecho restitutivo se encuentra muy desarrollado, hay para cada profesión una moral profesional.” (p. 285).

Villa del Parque, viernes 30 de diciembre de 2022


lunes, 28 de noviembre de 2022

MARCUSE Y LA CRÍTICA DEL CAPITALISMO AVANZADO

 

Berkley University, 1964

Herbert Marcuse (1898-1979) fue un filósofo alemán, uno de los exponentes más notables de la llamada Escuela de Frankfurt. Es autor de varias obras importantes, entre las que se destaca Razón y Revolución [1], en la que analiza a la filosofía hegeliana como los orígenes de la teoría social. A diferencia de otros representantes de la Escuela, como Max Horkheimer (1895-1973) y Theodor Adorno (1903-1969), que fueron tomando distancia de la militancia política, Marcuse adoptó posiciones combativas en la década de 1960, apoyando tanto al movimiento estudiantil norteamericano como a las campañas de oposición a la Guerra de Vietnam.

El artículo "El individuo en la «Gran Sociedad»" (1966) [2] constituye una crítica al programa propuesto por Lyndon B. Johnson (1908-1973) al ser reelecto como presidente de EE.UU. en 1964 [3]. En el texto pueden distinguirse dos grandes líneas argumentales. Por un lado, Marcuse lleva a cabo una refutación del programa de Johnson a partir del expediente de confrontar los discursos y las promesas del presidente con la realidad de la sociedad estadounidense de mediados de los '60. Más allá de la maestría con que Marcuse realiza la mencionada refutación, esta línea argumental tiene un interés marcadamente histórico y, por tanto,  quedará relegado a un lugar secundario en estos comentarios. Por otro lado, Marcuse fundamenta su crítica al programa de la "Gran Sociedad" en una serie de formulaciones teóricas centradas en el examen de la relación entre el proceso de trabajo y las características que asume el individuo en dichas sociedades. Nuestro interés estará concentrado en esta segunda línea argumental.

Marcuse caracteriza a la sociedad estadounidense como una "sociedad industrial avanzada" (p. 136). Es, por tanto, una sociedad capitalista, basada en la propiedad privada de los medios de producción, pero no se trata de un capitalismo "libre" al estilo de los siglos XVIII y XIX, basado en la iniciativa privada de empresarios industriales y agrícolas, "responsables individualmente de sus propias decisiones, de las propias elecciones y de los propios riesgos". (p. 146). Por el contrario, la economía capitalista "ha superado el nivel al cual las unidades individuales de producción se enfrentan recíprocamente en la libre competencia" (p. 147). Es un "capitalismo organizado" (p. 147), en el que el aumento incesante de la productividad del trabajo, la incorporación de la ciencia y la tecnología a la producción y la conformación de grandes empresas transnacionales que compiten entre sí por el mercado mundial son los rasgos preponderantes.

El capitalismo propio de una sociedad industrial avanzada es tan productivo que necesita regular todos los ámbitos de la vida de las personas. La base de su poder es la apropiación del plusvalor (el trabajo no pagado por el capitalista a los trabajadores), y para poder hacer efectiva esa apropiación es preciso vender las mercancías. Es por esto que el capitalismo se ve obligado a avanzar sobre el "tiempo libre" de los individuos, para conseguir que se transformen en compradores compulsivos. En este sentido, puede afirmarse que se ha convertido en la primera sociedad verdaderamente totalitaria de la historia. Así, las personas "viven en una sociedad donde están sometidas (...) a un aparato que, comprendiendo la producción, distribución y consumo, actividad material e intelectual, trabajo y tiempo libre, política y diversión, determina su vida cotidiana, sus necesidades y aspiraciones." (p. 138).

Marcuse afirma que es una sociedad que requiere del "derroche socialmente necesario", de la "obsolescencia planificada", del armamento, de la publicidad y de la manipulación (p. 135). En contra de los dichos de los economistas del sistema, que califican al capitalismo de "organización racional y eficiente" de la producción, la sociedad productora de mercancías se ha convertido en la mayor derrochadora de recursos materiales y humanos de la historia. Su capacidad destructiva no tiene parangón, y explica a partir de que el objetivo del sistema productivo es la producción de plusvalor y no la satisfacción de necesidades humanas.

Marcuse resume así las características de esta sociedad:

"Una sociedad que una abundancia y libertad en la dinámica del desarrollo ilimitado y del desafío constante es el ideal de una sociedad basada en la perpetuación de la miseria. Esa sociedad requiere de una miseria creada cada vez más artificialmente, es decir, la necesidad cada vez más grande de bienes de abundancia. En un sistema semejante, los individuos deben pasar la vida en la lucha competitiva por la existencia, para satisfacer la necesidad de productos del trabajo cada vez mayores, y los productos del trabajo deben aumentar porque es necesario venderlos con provecho y el monto del provecho depende de la mayor productividad del trabajo." (p. 135).

Marcuse utiliza la categoría "sociedad industrial avanzada" porque bajo esa designación agrupa tanto al capitalismo de EE.UU. como al socialismo de la URSS. Es preciso hacer esta aclaración, dado que Marcuse apenas si menciona a la URSS en el artículo. Aquí carecemos de espacio para examinar detenidamente esta cuestión, pero hay que decir que este agrupamiento efectuado por Marcuse tiende a oscurecer tanto el tratamiento del capitalismo norteamericano como el del socialismo soviético, pues subsume a ambos en la lógica de la producción industrial. Ahora bien, esta pretendida lógica que va más allá del capitalismo y del socialismo no es otra cosa que una especie de fetichización de la tecnología. De hecho, Marcuse deja de lado la cuestión de la propiedad privada de los medios de producción en tanto rasgo fundamental del capitalismo, y centra su atención en "la progresiva transferencia del poder del individuo al aparato técnico y burocrático, del trabajo viviente al muerto, del control personal al telecontrol, de una máquina o grupo de máquinas a todo un sistema mecanizado." (p. 139). Hay aquí una especie de eco de la referencia que hace Max Weber (1864-1920) a la "jaula de hierro" de la burocracia. Como la producción industrial tiene, en tanto producción, ciertas características comunes, Marcuse puede pretender equiparar la URSS a los EE.UU, pero al hacer esto, complica la percepción de los aspectos específicos de cada una de estas sociedades.

Luego de describir la sociedad norteamericana de mediados de la década de 1960, Marcuse pasa a examinar, en la segunda parte del artículo, la posición que ocupa en ella el individuo. Como paso previo a esto, hace un breve recorrido por la evolución del concepto de individuo desde el siglo XVI. A diferencia de los enfoques tradicionales, que parten de un dualismo entre cuerpo y alma, Marcuse propone una distinción diferente, que pone especial énfasis en la relación del individuo con el sistema productivo. Así, desde la Reforma protestante el individuo se halla escindido en dos esferas:

"Por una parte, se tiene el desarrollo del sujeto moral e intelectual libre; por la otra, el desarrollo del sujeto de libre iniciativa en libre concurrencia. Podemos decir también que el individuo en la lucha por sí mismo, por la autonomía moral e intelectual, y el individuo en la lucha por la existencia, están separados." (p. 145).

En Descartes (1596-1650) ambos aspectos del individuo se encuentran todavía unificados en el cogito [4]: "el individuo es el sujeto de la ciencia que comprende y conquista la naturaleza al servicio de la nueva sociedad, y el sujeto de la duda metódica, de la razón crítica contra todos los prejuicios existentes." (p. 145). Pero el desarrollo de la producción mercantil deshace esa frágil unidad y escinde de manera permanente a las personas. Esta separación se expresa en la filosofía a través de dos corrientes: por un lado, "el individuo como sujeto de la lucha capitalista por la existencia, de la competencia económica y de la política" (p. 145), que aparece en la obra de filósofos como Hobbes (1588-1679), Locke (1632-1704), Adam Smith (1723-1790) y Bentham (1748-1832); por otro lado, "el sujeto de la autonomía individual, moral e intelectual" (p. 145) es el eje de la filosofía del Iluminismo, de Leibnitz (1646-1716) y de Kant (1724-1804).

Como quiera que sea, más allá de la persistencia de la escisión, la vigencia del capitalismo "liberal" permitía cierto grado de unificación entre los dos aspectos mencionados arriba, haciendo la salvedad de que la misma se circunscribía a un número muy limitado de individuos. Autores como Locke ya habían percibido la necesidad de la ligazón entre libertad y propiedad; dicho en otros términos, se requieren ciertas condiciones materiales para lograr hacer efectiva la autonomía del individuo. En el capitalismo del siglo XVIII, sólo "los empresarios agrarios e industriales" (p. 146) cumplían esa condición. Más allá de que también estaban sometidos a la lógica de la competencia, "podía considerárselos como los representantes vivos de la cultura individualista" (p. 146).

La erosión del "capitalismo liberal" en la segunda mitad del siglo XIX, y el desarrollo del capitalismo monopolista suprimieron las condiciones de existencia del empresariado a las que hacíamos referencia en el párrafo anterior. La escisión entre el individuo que busca su autonomía y el individuo que lucha por su existencia quedó sancionada en la realidad.

En el contexto del capitalismo "organizado" del siglo XX, el único resquicio que  queda para que el individuo pueda expresarse libremente es el de la literatura y las artes. Sin embargo, Marcuse demuestra que esta liberación es engañosa. En primer lugar, porque el avance del capitalismo sobre todos los demás aspectos de la vida humana, convierte a la imaginación y a la creatividad cada vez más en instrumentos del marketing y de la publicidad. En segundo lugar, porque el espacio de las artes se ha mercantilizado de forma creciente. Por último, y esto es lo más importante, la liberación que permite la creación artística sólo puede hacerse extensible a una minoría, mientras que la mayoría de las personas están condenadas a la monotonía del trabajo alienado.

En una sociedad en la que el capital transforma a la creatividad en instrumento que sirve para incrementar la productividad o para vender más mercancías, el individuo se enfrenta a la disyuntiva de, o bien encontrarse "a sí mismo en el momento en que aprende a limitarse y a reconciliar la felicidad con la infelicidad: autonomía significa resignación." (p. 148), o bien volverse auténtico "en la medida en que está excluido, dedicado a las drogas, enfermo, genial." (p. 148).

La difusión del trabajo alienado basado en la propiedad privada de los medios de producción alteró de tal modo a las personas, que autonomía se ha transformado en sinónimo de locura, en tanto que el "ciudadano común define la libertad y la felicidad en los términos del gobierno y de la sociedad antes que con los suyos propios." (p. 149).

La ciencia, mucho antes que el arte, se ha incorporado al aparato productivo del capitalismo. Marcuse señala que la "civilización tecnológica" requiere de la "inteligencia científica y tecnológica en el proceso de producción material, y no cabe duda de que esta inteligencia sea creativa" (p. 154). Pero la creatividad de los científicos y de los tecnólogos, lejos de ser un camino de liberación, está subordinada a las necesidades de la reproducción ampliada del capital. Se trata, según Marcuse, de una creatividad "anómala" (p. 155), porque es perfectamente funcional a la preservación del trabajo alienado.

La educación tampoco escapa a la lógica del capitalismo desarrollado. Lejos de ser liberadora (o peligrosa para el orden existente), es una herramienta más de dominación. Así, "la educación es considerada indispensable por la ley y el orden constituidos" (p. 156). Ahora bien, si la educación pretende ser algo más que la transmisión de habilidades para venderse mejor en el mercado laboral, es preciso que esté en contradicción la estructura capitalista de la sociedad, pero ello "entraría en conflicto con los poderes privados y públicos que financian hoy la educación" (p. 157).

Marcuse expresa esto con claridad:

"Kant consideraba como fin de la educación que los jóvenes debían ser educados, no según la condición presente del género humano, sino según una condición futura y mejor, o sea, según la idea de humanitas. Esta meta implica una vez más la subversión de la condición humana presente." (p. 157).

Marcuse tiene bien presente que la raíz de las características que asume la "sociedad industrial avanzada" se encuentra en la organización del trabajo. Toda la estructura productiva está dedicada a la producción de plusvalor y a su apropiación por los capitalistas. No se puede modificar el carácter de la sociedad si no se transforma el contenido y los fines del proceso laboral. No hay ninguna posibilidad de vivir una vida libre en las condiciones sociales existentes.

Marcuse sostiene que es imposible la libertad de las personas en una sociedad en la que impera el trabajo alienado. Para avanzar hacia la emancipación de los seres humanos es preciso transformar radicalmente las condiciones en las que se realiza el trabajo. Así, "esta búsqueda del individuo creador en el seno de la sociedad industrial avanzada implica directamente la organización social del trabajo" (p. 149).

En otras palabras,

"La autonomía [del proceso laboral frente al aparato técnico existente] presupone (...) un cambio fundamental en las relaciones de productores y consumidores con el aparato mismo. En su forma actual, éste controla al individuo al cual sirve: alienta y satisface las necesidades agresivas y conformistas que reproducen las formas de control." (p. 151).

Aunque Marcuse tiene claro que la transformación de la sociedad va de la mano con la modificación revolucionaria de la organización del trabajo, no muestra la misma claridad cuando tiene que exponer los caminos para realizar esa transformación. Es por eso que se vuelve imprescindible detenerse en este punto.

Para empezar, Marcuse opta por la negativa, indicando qué caminos no pueden ser considerados como la transformación radical del proceso de producción. Descarta tres senderos:

a) La reintroducción de modos de trabajo cercanos al artesanado y a las actividades manuales, más la reducción del aparato mecánico. (p. 150). En este punto hace dos consideraciones. Primero, la producción en una sociedad industrial avanzada supone tanto la estandarización como la mecanización. Segundo. Más allá del sendero capitalista que ha tomado la mecanización, es oportuno recordar que la liberación de los individuos del trabajo físico es un logro de la humanidad, en tanto permite avanzar en la eliminación de la división entre trabajo intelectual y trabajo manual. Marcuse escribe que "eliminar la necesidad de la fuerza-trabajo individual sería el triunfo más grande para la industria y la técnica" (p. 150). De modo que un retorno a formas artesanales de producción no sólo es inviable desde el punto de vista de la tecnología productiva moderna, sino que también sería una regresión en términos del desarrollo humano. Una transformación radical del proceso de trabajo tiene, pues, que mirar hacia el futuro con los instrumentos del presente, y no regodearse en la contemplación de un pretendido pasado idílico.

b) La separación rígida entre el mundo laboral, en el que reinan la mecanización y la estandarización, y el mundo exterior al trabajo (el "afuera" del proceso de producción). De manera que, mientras trabajan, los individuos se comportan como simples engranajes de un proceso que no controlan y que está regido por una lógica que no les es propia. El individuo "como persona autónoma y creativa, se desarrolla más allá del proceso laboral material, y fuera y más allá del tiempo y del espacio requerido para 'ganarse el pan' o producir los alimentos y servicios necesarios." (p. 151).

Para analizar esta segunda posibilidad, Marcuse recurre a la distinción marxista entre "reino de la libertad y reino de la necesidad". Marx sostiene que el proceso de trabajo es el "reino de la necesidad" porque el ser humano se ve obligado a trabajar para hacer frente a "la naturaleza, la miseria y la necesidad" (p. 152). En otras palabras, las personas están sometidas a la obligación del trabajo porque sólo mediante la mediación del proceso laboral podemos obtener de la naturaleza las cosas para satisfacer nuestras necesidades. La frase bíblica "ganarás el pan con el sudor de tu frente" expresa con suma precisión esta situación.

Ahora bien, frente a la realidad del "reino de la necesidad" en el capitalismo, Marx plantea que puede pasarse al "reino de la libertad" mediante una revolución que suprima la propiedad privada de los medios de producción e instaure "una organización social del trabajo guiada por modelos de una extrema racionalidad en la satisfacción de las necesidades individuales para una sociedad tomada globalmente. (...) presupone el control colectivo del proceso de producción por los mismos productores." (p. 152). Este control colectivo del trabajo implica la eliminación de la alienación y la concreción de la libertad de los individuos. El punto clave para entender el pasaje del "reino de la necesidad" al "reino de la libertad" radica en la revolución liderada por los trabajadores. Sin embargo, Marcuse no dice una palabra acerca de la cuestión.

Si la revolución es descartada, la separación entre el mundo laboral y el "más allá" del trabajo queda limitada a las condiciones de la "sociedad industrial avanzada". Marcuse analiza esta opción recurriendo a la categoría marxista de tiempo libre. Marx distingue entre el tiempo en que la persona se halla sometida a la producción para satisfacer sus necesidades, y el "tiempo libre", que es tiempo que se encuentra bajo el control del individuo: "éste sería libre de satisfacer las propias necesidades, de desarrollar las facultades propias y los propios placeres" (p. 152). Como se indicó en el párrafo anterior, el "tiempo libre" es posible en la medida en que se modifique revolucionariamente la estructura actual de la producción.

Marcuse señala con acierto que "la libertad también es cuestión de cantidad, número, espacio: requiere soledad, distancia, disociación - el espacio libre, no ocupado, una naturaleza no destruida por el comercio y la brutalidad." (p. 152). Sin estas condiciones, el "tiempo libre" se convierte en una de las tantas ficciones que engalanan (¡oscurecen!) el contenido real de las relaciones sociales.

En el contexto de la "sociedad industrial avanzada" resulta imposible plantear la existencia de "tiempo libre" en el sentido pensado por Marx. El capital se ha vuelto omnipresente en la vida cotidiana, y no puede permitirse dejar espacios que no estén colonizados por su propia lógica. Dado que se trata de una sociedad que, gracias al aumento incesante de la productividad, produce mucho más de lo que necesita, la venta de mercancías se convierte en un momento fundamental del proceso social. En otros términos, sin venta no hay apropiación del plusvalor por el capitalista. De este modo, TODO el tiempo de la persona tiene que estar al servicio del capital.

Marcuse utiliza la categoría "holgura" (leasure) para referirse a la forma que adopta el tiempo de las personas fuera del que dedican al proceso laboral. Se trata de un tiempo alienado, funcional a las necesidades de reproducción del capital. La libertad deja paso a la posibilidad de elegir entre distintas mercancías, y eso es todo. Lejos de ser un espacio propio, en el que puede desplegar su imaginación, el tiempo se vuelve una "jaula de hierro" para el individuo. Su capacidad creadora queda reducida a la banalidad: "lo que queda a la creatividad fuera del proceso técnico de trabajo se sitúa en la esfera de los hobbies, del 'hágalo usted mismo', de los juegos." (p. 152).

De hecho, el capitalismo encuentra en la organización de la "holgura" una fuente adicional de ganancias. Así Marcuse escribe que

"La condición holgada [pertenece] a una sociedad represiva. En tal sociedad, cuando la jornada de trabajo está considerablemente reducida, la condición holgada debe ser organizada, inclusive administrada. El obrero, el empleado, el dirigente afronta la condición de holgura con la cualidad, las actitudes, los valores correspondientes a su situación en la sociedad; se apropia de su ser-para-los-demás. Su actividad o pasividad en la holgura es simplemente una prolongación o una recreación de su actividad social; él no es un 'individuo'." (p. 153).

De este modo, en la "sociedad industrial avanzada" se cierra el círculo y el capital se apropia del tiempo completo de los individuos. Es por esto que puede afirmarse que el capitalismo se ha vuelto una sociedad verdaderamente totalitaria, en el sentido de que tiende a regular todos los aspectos de la vida humana según las necesidades de la reproducción ampliada del capital.

c) El socialismo, entendiendo por tal la variante del mismo llevada a la práctica en la URSS. Marcuse no dice demasiado sobre esta alternativa en el texto, aunque está claro que la descarta: 1) porque el socialismo es una de las formas que asume la "sociedad industrial avanzada" y se trata, por tanto, de una variante de organización laboral que se asienta en la persistencia del trabajo alienado; 2) porque el socialismo soviético adopta una actitud ambigua o abiertamente hostil frente a la revolución o a la rebelión de los pueblos del Tercer Mundo. (p. 143).

Para finalizar, hay que decir que el análisis de Marcuse, con toda su profundidad, deja de lado o resuelve incorrectamente un par de cuestiones fundamentales que sólo puedo esbozar aquí.

En primer término, Marcuse descarta implícitamente a la clase obrera como actor decisivo del proceso revolucionario. En todo el artículo (y esto resulta muy significativo desde el punto de vista de la posición marxista clásica), Marcuse ubica a un único agente revolucionario, que está constituido por los pueblos del Tercer Mundo, que se rebelan tanto en contra del capitalismo como en contra del socialismo. (p. 142). Hay que tener presente algo que ya fue planteado en estos comentarios, que es la "unificación" realizada por Marcuse de capitalismo y socialismo bajo el paraguas del concepto de "sociedad industrial avanzada".

En segundo término, dicha categoría de "sociedad industrial avanzada" oscurece la distinción específica entre capitalismo y socialismo, al desplazar el eje del análisis social desde el ámbito de las relaciones sociales de producción (clases sociales) hacia el ámbito de la técnica involucrada en el proceso productivo. Marcuse parece adherir aquí a las concepciones fetichistas de la técnica, que convierte a ésta en el factor omnipotente del proceso social.

A modo de conclusión. En este artículo Marcuse demuestra que la libertad y la autonomía del individuo no es posible en el marco de una "sociedad industrial avanzada", organizada en torno al trabajo alienado.

 

 

Villa del Parque, lunes 28 de noviembre de 2022


NOTAS:

[1] Reason and Revolution: Hegel and the Rise of Social Theory (1° edición: Oxford University Press).

[2] El título original en inglés es "The Individual in the Great Society". Se publicó por primera vez en ALTERNATIVES, nº 1, (1966), issue 1: 14-16, 20 and issue 2: 29-35.

Para elaborar esta ficha se utilizó la traducción española preparada por Ítalo Manzi, "El individuo en la «Gran Sociedad»", incluida en Marcuse, H. (1970). La sociedad opresora. Caracas, Venezuela: Tiempo Nuevo. (pp. 133-162).

[3] Johnson era vicepresidente de John F. Kennedy (1917-1963), y sucedió a éste cuando fue asesinado en Dallas el 22 de noviembre de 1963. En 1964 se presentó como candidato para un nuevo período presidencial y derrotó en las elecciones al candidato republicano Barry Goldwater (1909-1998).

[4] Término latino que puede traducirse al español como “(yo) pienso”.


domingo, 30 de octubre de 2022

GIDDENS Y EL GRAN DEBATE SOBRE LA GLOBALIZACIÓN (2001)

 

Refugiados en Irak


Anthony Giddens (n. 1938) ocupa un lugar importante en la sociología de la segunda mitad del siglo XX. Por supuesto, ocupar un lugar importante no es sinónimo, a priori, de calidad y/o valor científico de la obra. En este punto tiene validez absoluta el principio metodológico cartesiano, “dudar de todo”. Hecha esta advertencia, corresponde decir que es conveniente leer a Giddens, ya sea en su faceta de sociólogo académico, como en la de consejero de Tony Blair (n. 1953) y promotor de la “Tercera Vía”. Es más, me atrevo a decir que es más importante este último aspecto de su obra (sin quitarle méritos a su producción académica), porque éste representa una intervención en la política concreta, algo que defendemos a capa y espada aquí en Miseria de la Sociología. La sociología, desgajada de la política, es un árbol seco, que merece ser derribado sin miramientos. 

Presentamos a continuación una ficha sobre la conferencia pronunciada por Giddens el 19 de noviembre de 2001 en Valencia, España. La institución organizadora fue la Fundación Cañada Blanch.

El texto tiene carácter popular y presenta interés porque en ella Giddens canta una loa de la globalización, tal como se acostumbraba en la década de 1990, pero advierte los presagios ominosos derivados de los atentados del 11 de septiembre de 2001. El autor, defensor fervoroso de la globalización se anima a plantear que, a pesar de todo, “algo huele a podrido en Dinamarca”. Para nosotros, lectores de 2022, puede resultar provechoso comparar las evaluaciones y pronósticos de Giddens con las realidades actuales. Por lo general, las crisis (y estamos entrando en una etapa de crisis mundial pocas veces vista) no se llevan bien ni con los pronósticos ni con las profecías.

Referencia:

Giddens, A. (2001). El gran debate sobre la globalización. Pasajes, (7), 62-73. Traducción de Carlos Subiela.


Giddens abre la conferencia formulando una caracterización de la globalización. En su opinión se trata del “debate más importante que se está produciendo en las ciencias sociales, y más allá de ellas, hoy en día.” (p. 63)

El término pasó de ser apenas utilizado a mediados de la década de 1980

“a estar presente en todas partes en un período de tiempo notablemente corto y se podría decir que es el término de las ciencias sociales con más éxito en los últimos tiempos porque no se me ocurre otro concepto científico-social que haya penetrado tanto en el discurso popular y en tan poco tiempo.” (p. 63)

Ahora bien, la omnipresencia del término no significa que sea comprendido. Por lo tanto es preciso explorar qué significa o, para ser más exactos, cuáles son sus diversos significados.

Giddens afirma que desde hace décadas se viene desarrollando el gran debate sobre la globalización, en el que pueden distinguirse dos etapas:

a) Debate entre académicos en torno a si el término globalización indica o no un cambio histórico real. Los escépticos de la globalización argumentaban que no había cambios sustanciales entre nuestra época y el pasado en términos de integración real. Sin ir más lejos, a finales del siglo XIX había mercado abierto, comercio en divisas por todo el mundo, migraciones masivas, etc. El debate se saldó, investigación empírica mediante, con la derrota de los escépticos. La opinión dominante sostiene que el siglo XIX fue la primera época de la globalización y que hoy estamos en la segunda, mucho más abarcadora y dinámica que la primera.

b) Debate entre académicos, pero también entre personas que salen a movilizarse en contra de la globalización (ejemplo: reunión de la OMC en Seattle, 1999). El eje de la discusión es el significado de la globalización y cuáles son sus consecuencias. Se trata de una batalla política.

La conferencia de Giddens se sitúa, deliberadamente, en esta segunda etapa del debate. El autor enfatiza que el debate contiene un error, común a partidarios y adversarios de la globalización. Ambos la consideran un fenómeno esencialmente económico: “La ven primordialmente en términos de expansión de los mercados mundiales y en particular del papel de las instituciones financieras globales en un mercado mundial en expansión.” (p. 64) Es cierto que se asiste a una aceleración del impacto global de los fenómenos económicos; hay una integración creciente de la economía mundial, aunque fuertemente regionalizada. Por ejemplo: la Unión Europea comercia básicamente consigo misma, tiene poco intercambio con los países en vías de desarrollo. O sea, “no hay un sistema completamente integrado, pero sin duda ha habido una aceleración a nivel económico.” (p. 65)

Pero el punto fundamental es que la globalización no es un fenómeno exclusivamente económico (ni sus fuerzas impulsoras son únicamente económicas). La globalización es política, cultural y social.

La diferencia decisiva entre nuestra época y las anteriores radica en el cambio experimentado por las comunicaciones. “La revolución de las comunicaciones es la principal fuerza impulsora de la mayor interdependencia que es característica de nuestra época” (p. 65) El hito en la revolución actual de las comunicaciones se encuentra a finales de la década de 1960, cuando se estableció por primera vez sobre la Tierra un sistema efectivo de satélites. Por primera vez en la historia humana se hizo posible la comunicación instantánea de un extremo a otro del planeta. Ello se aceleró con el maridaje de la tecnología de las comunicaciones y los ordenadores.

Giddens sostiene que la causa de la caída de la URSS fue el impacto de la revolución de las comunicaciones: “la Unión Soviética no podía competir económicamente y su sistema político se quedó obsoleto respecto del sistema mucho más fluido y dinámico que el impacto de las comunicaciones globales más o menos nos impone.” (p. 65)

La globalización no tiene una causa única; tampoco provoca un único efecto. Entre sus efectos:

a) Aleja de la nación, pues debilita a los Estados.

b) Impulsa y genera nuevas fuerzas para la identidad local.

c) Crea nuevas regiones, que a veces atraviesan las fronteras de las naciones.

Las personas no son receptores pasivos de la globalización, sino que “todos somos agentes” de ella (por ejemplo, al utilizar Internet). Supone la transformación de las instituciones (grandes y pequeñas), pero también de la vida personal; cambia la soberanía de las naciones, pero también cambian estructuras muy importantes y profundas de la vida cotidiana. La globalización está transformando la familia, la posición de las mujeres en la sociedad.

“El fundamentalismo, el auge o algunas formas de fundamentalismo, especialmente de índole religiosa, está motivado por la oposición a la emancipación de las mujeres, está impulsado por el síndrome de odio a las mujeres, por un deseo de volver al estado de cosas anterior, tradicional.” (p. 67)

En síntesis, ¿qué es la globalización?

“Si la entendemos en términos sociológicos, la forma más sencilla es la siguiente: «La globalización, la definición más simple de globalización, es interdependencia». Globalización significa interdependencia creciente con gente que vive a muchos kilómetros de nuestro ámbito habitual, pero esa creciente interdependencia ha transformado la mayoría de nuestras instituciones. La globalización representa una especie de cambio estructural de nuestras instituciones básicas que van desde la familia y la vida económica hasta la soberanía de las naciones y las mismas instituciones transnacionales.” (pp. 67-68)

Respecto al movimiento antiglobalización:

a) Los que salen a protestar a las calles se definen como antiglobalización. Esta postura no es coherente, dado que la globalización alude a un conjunto complejo de fenómenos, que no se pueden rechazar en bloque pues no se puede volver atrás. b) El movimiento antiglobalización es, en sí mismo, un movimiento global, que opone a la globalización desde arriba, efectuada por las grandes corporaciones multinacionales, la globalización desde abajo, en la que juegan un papel significativo las ONG.

b) El movimiento antiglobalización sostiene que la globalización está dominada por las grandes corporaciones. El dominio del mercado sobre nuestras vidas y nuestras sociedades amenaza con destruir la cultura cívica y los derechos democráticos. Giddens sostiene que hay que escuchar esta crítica:

“porque creo que es correcto decir que una buena sociedad no es aquella que está demasiado dominada por las fuerzas del mercado. Una buena sociedad no es aquella donde el poder de las grandes empresas es demasiado fuerte. Si permitimos que nuestra sociedad, en Occidente o en cualquier parte del mundo, esté dominada en exceso por las fuerzas del mercado, tendremos mucha desigualdad, tendremos mucha inseguridad y se producirá una mercantilización de valores que deberían quedar al margen del mercado.” (p. 69)

Una buena sociedad debe asentarse en el equilibrio entre tres componentes: mercado competitivo y eficiente; gobierno ágil, efectivo y democrático; sociedad civil desarrollada. Agrega que la tarea de nuestra época es construir una “sociedad civil global”.

c) Los manifestantes antiglobalización sostiene que la globalización es un proyecto de Occidente, que implica sólo ⅕ de la población mundial, y que está produciendo mayor desigualdad en el mundo. Giddens señala que no es posible afirmar de manera concluyente que hay mayor desigualdad, sino que se trata probablemente de lo contrario. La única manera de superar la desigualdad es el crecimiento económico. En este punto dice que “la globalización no puede ser dirigida exclusivamente por el mercado” (p. 71)

En conclusión, “la batalla del siglo XXI en gran medida será una batalla entre el fundamentalismo por una parte y una sociedad cosmopolita mundial por otra.” (p. 72)

En este sentido,

“El fundamentalismo no tiene realmente que ver con lo que se cree, sino con por qué se cree y cómo es la relación con los que tienen creencias diferentes. El fundamentalismo, en mi opinión, no se limita a la religión. Puede haber fundamentalismo étnico, fundamentalismo nacionalista y hemos visto los efectos de estas formas de fundamentalismo en la ex Yugoslavia y otras partes del mundo en los últimos años. El fundamentalismo es la afirmación de que sólo hay una forma de vida que es correcta y adecuada y que todo lo demás ha de ser erradicado o pisoteado.” (p. 72)

Lo opuesto al fundamentalismo es la “tolerancia de la identidad múltiple”. Opina que la Unión Europea está produciendo esa sociedad cosmopolita.

Los atentados del 11 de septiembre de 2001 muestran los riesgos que debe afrontar la continuidad de la globalización: “Si no conseguimos crear una sociedad global cosmopolita en esta época marcada por la interdependencia, no seremos capaces de controlar las fuerzas divisorias y peligrosas que ha desencadenado la globalización.” (p. 73)

Las última cita del texto resulta particularmente ominosa en 2022. La globalización capitalista ha provocado (¡no podía ser de otra manera!) un salto gigantesco en el desarrollo de las fuerzas productivas y, a la vez, una profundización de las tensiones económicas, sociales y políticas. No hay fin de la historia, sino historia sin fin…

 

Villa del Parque, domingo 30 de octubre de 2022


domingo, 18 de septiembre de 2022

HOBSBAWM SOBRE LA PRIMERA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL

 

Niños trabajando en las minas de carbón


La obra La era de la revolución (1962), del historiador británico Eric Hobsbawm (1917-2012), abre su ciclo de grandes síntesis dedicado a la historia contemporánea. No soy historiador y por lo tanto no me atrevo a chapucear en un terreno en el que soy apenas un lector desprolijo. Sin embargo, como sociólogo corresponde hacer notar que las ciencias sociales surgieron como respuesta a las dos revoluciones, la Revolución Industrial y la Revolución Francesa. De ahí que La era de la revolución resulte de lectura ineludible para todas las personas interesadas en comprender el proceso que dio origen a la sociología. Al margen de estas consideraciones, leer a Hobsbawm siempre es un placer, entre otras cosas por la manera en que combina la historia económica y social con las transformaciones en la vida cotidiana de los hombres y las mujeres comunes.

Referencia bibliográfica:

Hobsbawm, E. J. (2009). La era de la revolución: 1789-1848. Buenos Aires, Argentina: Crítica. 344 p. (Biblioteca E. J. Hobsbawm de Historia Contemporánea). Traducción de Felipe Ximénez de Sandoval.

Abreviaturas:

GB= Gran Bretaña / RF= Revolución Francesa / RI= Revolución Industrial

 

Referencia bibliográfica:

Hobsbawm, E. J. (2009). La era de la revolución: 1789-1848. Buenos Aires, Argentina: Crítica. 344 p. (Biblioteca E. J. Hobsbawm de Historia Contemporánea). Traducción de Felipe Ximénez de Sandoval.

Abreviaturas:

GB= Gran Bretaña / RF= Revolución Francesa / RI= Revolución Industrial


Capítulo 2: La Revolución Industrial (pp. 34-60)

El capítulo se encuentra dividido en cinco apartados.

El primer apartado (pp. 34-40) está dedicado a precisar el significado del concepto Revolución Industrial y sus límites cronológicos, y a explicar las razones por las que se produjo en Gran Bretaña;

En términos muy generales, la RI es el proceso por el que

“por primera vez en la historia humana, se liberó de sus cadenas al poder productivo de las sociedades humanas, que desde entonces se hicieron capaces de una constante, rápida y hasta el presente ilimitada multiplicación de hombres, bienes y servicios” (p. 35)

Vista en perspectiva, la RI “fue probablemente el acontecimiento más importante de la historia del mundo y, en todo caso, desde la invención de la agricultura y las ciudades” (p. 36)

Los economistas dieron el nombre de take-off [despegue] a este proceso de crecimiento autosostenido.

La RI se inició en la década de 1780-1790, cuando las estadísticas tomaron un casi virtual impulso ascendente. Terminó en la década de 1840, con la construcción del ferrocarril y de una industria pesada en Inglaterra.

Se desarrolló en GB. Recién al final del período analizado comenzó a extenderse a otros países europeos.

Ahora bien, GB no poseía superioridad científica ni tecnológica. “La educación inglesa era una broma de dudoso gusto” (p. 37) No existía educación primaria porque los temores sociales cerraban el camino a la educación de los pobres.

“Las innovaciones técnicas de la RI se hicieron por sí mismas, excepto quizás en la industria química.” (p. 38)

GB tenía las condiciones legales requeridas por la RI:

a) El rey había sido juzgado y ejecutado un siglo atrás (Rev. burguesa) [Monarquía parlamentaria];

b) el beneficio privado y el desarrollo económico eran aceptados como objetivos supremos de la política gubernamental;

c) el problema agrario estaba resuelto: un puñado de terratenientes de mentalidad comercial monopolizaba casi toda la tierra, el suelo era cultivado por arrendatarios con trabajadores asalariados (jornaleros o propietarios de fincas diminutas), los productos de las granjas dominaban los mercados y la industria manufacturera se había difundido por el campo no feudal; 

d) La agricultura estaba preparada para cumplir tres funciones fundamentales en una era de industrialización: i) aumentar producción y productividad para alimentar a una población no agraria en rápido crecimiento; ii) proporcionar cuota de reclutas para las nuevas industrias; iii) suministrar mecanismo de acumulación para la acumulación de capital utilizable para los sectores más modernos de la economía;

e) El capital social para poner en marcha la economía ya estaba construido (buques, instalaciones portuarias, mejoras en canales y caminos)

En Europa el siglo XVIII fue un período de prosperidad y expansión económica. Pero esa expansión no condujo, salvo en GB, a la RI.

En el siglo XVIII el crecimiento económico surgía de las decisiones de muchísimos empresarios privados e inversores, guiados por el imperativo: comprar barato para vender más caro. Nadie podía saber que la RI conduciría a una aceleración sin precedentes.

Para producir (y sostener) la RI se requerían dos cosas: a) una industria que ofrecía enormes ganancias para el industrial que pudiera aumentar rápidamente la producción por medio de innovaciones sencillas y baratas (este era el caso de la industria textil); b) un mercado mundial monopolizado por la producción de una sola nación.

La primera condición fue cumplida con creces por Inglaterra: la RI la colocó a la cabeza de la industria textil, y ello en medio de la expansión colonial. La segunda condición se cumplió al finalizar el período de guerras entre Francia y Gran Bretaña (1793-1815), cuyo resultado fue la eliminación del principal rival de los ingleses en el mercado mundial.

El segundo apartado (pp. 40-44) abarca la cuestión de la industria textil inglesa.

La industria del algodón fue un producto del comercio colonial. Los fabricantes ingleses comenzaron produciendo (copiando) indianas (artículos de algodón indio); ganaron el mercado inglés por: (i) eran productos toscos pero baratos; (ii) la prohibición de la importación de indianas, medida promovida por los magnates del comercio de lanas.

La expansión de la industria del algodón pasaba por el comercio de ultramar. Durante el siglo XVIII, la esclavitud y el algodón marcharon juntos. Los esclavos africanos se compraban, en parte, con algodón indio. Los esclavos africanos eran llevados a las plantaciones de las Indias Occidentales; esas plantaciones producían algodón en bruto para la industria británica; los dueños de las plantaciones, por su parte, compraban grandes cantidades de algodón elaborado en Manchester. Luego del take-off [despegue] de la RI, la región de Lancashire, núcleo de la industria algodonera inglesa, mantuvo la esclavitud en el sur de los EE. UU., pues los industriales de Lancashire compraban casi la totalidad de la cosecha de algodón de los Estados sureños.

El comercio colonial fue el acelerador de la industria del algodón; las posibilidades de aceleración de ese comercio[1] fueron el estímulo para que los empresarios se lanzaran a la búsqueda de innovaciones técnicas.

“En tal situación, las ganancias para el hombre que llegara primero al mercado con sus remesas de algodón eran astronómicas y compensaban los riesgos inherentes a las aventuras técnicas. Pero el mercado ultramarino, y especialmente el de las pobres y atrasadas zonas subdesarrolladas, no sólo aumentaba dramáticamente de cuando en cuando, sino que se extendía constantemente sin límites aparentes.” (pp. 41-42)

Si se tomaba cada uno de los mercados ultramarinos por separado, su escala era muy pequeña e insuficiente para el take-off; sin embargo, dado que Inglaterra poseía el monopolio del comercio internacional, la suma de los mercados constituía un aliciente enorme para los fabricantes. En este sentido, Hobsbawm sostiene que “la Revolución Industrial puede considerarse, salvo en unos cuantos años iniciales, hacia 1780-1790, como el triunfo del mercado exterior sobre el interior” (p. 42)[2].

Las exportaciones inglesas fluían hacia los mercados coloniales o semicoloniales de la metrópoli. Esta tendencia se mantuvo luego del final de las guerras napoleónicas; en 1820, Europa importó 128 millones de yardas de algodones ingleses, en tanto que las importaciones hacia África y América fueron de 80 millones de yardas; en 1840, Europa importó 200 millones de yardas, en tanto que las “zonas subdesarrolladas” importaron 529 millones (p. 42)

En el aumento de las exportaciones inglesas de algodón y la consolidación del control de los mercados jugó un papel fundamental el Estado británico: (i) América Latina, “vino a depender virtualmente casi por completo de las importaciones británicas durante las guerras napoleónicas, y después de su ruptura con España y Portugal se convirtió casi por completo en una dependencia económica de Gran Bretaña, aislada de cualquier interferencia política de los posibles competidores de este último país” (p. 42); (ii) India [las Indias Orientales] fue tradicionalmente el principal exportador de mercancías de algodón. La RI cambió el panorama; el subcontinente indio fue desindustrializado y se convirtió en mercado para los algodones de Lancashire. Se reformateó así la relación histórica entre Europa y Asia (la primera siempre compró a Asia más de lo que le vendía).

Pero la RI no fue sólo cuestión de algodón. Las innovaciones técnicas para aumentar la producción y abastecer a los mercados ultramarinos estaban al alcance de la mano; eran baratas, sencillas y no requerían de conocimientos demasiado sofisticados. Los gastos podían ser afrontados por pequeños empresarios que empezaban con unas cuantas libras prestadas; la conquista de nuevos mercados y la inflación de precios crearon beneficios astronómicos. La materia prima provenía del exterior; esto permitía aumentar rápidamente la producción (por medio de más esclavos y la apertura de nuevas áreas de cultivo), sin depender de la lenta agricultura europea.

El tercer apartado (pp. 44-50) examina el desarrollo de la RI en el período comprendido hasta 1840, haciendo especial hincapié en los problemas económicos.

El algodón fue el paso inicial de la RI inglesa. Fue la primera industria revolucionada. Entre 1780-1815 se incorporaron máquinas dedicadas a hilar, cardar y otras operaciones secundarias; desde 1815 las máquinas también pasaron a ocuparse del tejido. Hacia 1830 la algodonera era la única industria en la que predominaba el taller (es decir, la maquinaria); las palabras ‘fábrica’ e ‘industria’ sólo se aplicaban a la producción textil algodonera. En 1833 la industria algodonera ocupaba en Reino Unido a 1 millón y medio de trabajadores. Pero sus efectos iban más allá: la algodonera era la única industria que tenía efectos multiplicadores sobre el resto de la economía; el algodón demandaba construcciones, máquinas, adelantos químicos, alumbrado industrial, buques, etc. Por último, la industria algodonera pesó de manera decisiva sobre el conjunto de la economía y sobre el comercio exterior británico[3].

El desarrollo de la industria algodonera y la consiguiente transición a una nueva economía tuvieron consecuencias sociales: miseria y descontento, materias primas de la revolución social. Levantamientos espontáneos de los pobres en zonas urbanas e industriales. Desarrollo del movimiento cartista en GB. Revoluciones de 1848 en el continente europeo. El descontento abarcó a trabajadores pobres, pequeños comerciantes, pequeños burgueses. Algunos trabajadores (con la simpatía de pequeños patrones y granjeros) destruyeron las máquinas [movimiento ludita].

Los empresarios pagaban bajos salarios a los trabajadores; aumentaban así sus ganancias. Esa transferencia permitía el aumento de la inversión y el desarrollo industrial. Los grandes financieros (rentistas nacionales y extranjeros) y los grandes empresarios eran los beneficiarios; los pequeños negociantes y los granjeros tenían poco acceso al crédito.

Los obreros y los pequeños burgueses descontentos fueron la base para el surgimiento y desarrollo de los movimientos de masas del radicalismo, el democratismo y el republicanismo.

Al lado del descontento social, la nueva economía capitalista presentaba tres fallos fundamentales: a) el ciclo comercial de alza y baja[4]; b) la tendencia a la disminución de la tasa de ganancia; c) la disminución de las oportunidades de inversión.

La tendencia a la disminución de la tasa de ganancia era el fallo más preocupante para los capitalistas. En el período inicial de la RI, que se extiende hasta 1815, nada hacía imaginar una disminución de las ganancias. La mecanización aumentó la productividad de los trabajadores, que percibían bajos salarios[5]. La construcción de fábricas era relativamente barata. El mayor costo del material en bruto fue drásticamente reducido por la rápida expansión del cultivo del algodón en el sur de EE. UU. La inflación beneficiaba a los empresarios (los precios eran más altos cuando vendían sus mercancías que cuando las producían).

A partir de 1815 las ventajas del período anterior se vieron neutralizadas por el angostamiento progresivo del margen de ganancias: (i) los efectos combinados de la RI y de la competencia produjeron una fuerte y constante caída del precio del artículo terminado, pero no así de los diferentes costos de producción; (ii) el ambiente general de precios era de deflación. Sin embargo, el aumento astronómico de las ventas compensaba la caída de la ganancia por unidad de producto. Pero empezó a quedar claro que había que detener la reducción de la tasa de ganancia. Ello sólo podía lograrse reduciendo los costos.

¿Cómo reducir los costos?

Los empresarios contaban con tres opciones: 1) reducción directa de jornales; 2) sustitución de los obreros expertos, de salarios caros, por obreros mecánicos[6], y por la competencia de la máquina.

La reducción de salarios tenía un límite fisiológico: el hambre de los trabajadores. Para reducir aún más los salarios era preciso disminuir el precio de los medios de subsistencia. Ello sólo se logró con el pleno desarrollo del ferrocarril y de los buques de vapor, que permitieron el transporte barato de materias alimenticias.

La opción elegida (de 1815 en adelante) fue la mecanización, pues ella reducía los costos al reducir el número de obreros. Se produjo la mecanización de los oficios manuales o parcialmente mecanizados. No se trató de una absoluta revolución técnica, sino de adaptación o ligera modificación de la maquinaria ya existente. Pero la industria algodonera británica se estabilizó tecnológicamente hacia 1830.

El cuarto apartado (pp. 50-55) analiza la construcción de una industria básica de bienes de producción. La creación de esta industria era indispensable para la continuidad de la RI, pues ella proveería las máquinas necesarias para la continuidad de la mecanización de las industrias.

En las primeras décadas de la RI GB no contó con una industria pesada del hierro; el déficit se notó, en especial, en la metalurgia. Salvo especuladores, soñadores y “locos”, casi ningún propietario individual estaba dispuesto a realizar las grandes inversiones necesarias, pues las ganancias (si las había) sólo comenzarían a fluir mucho después de realizada la inversión.

GB tenía ventaja en la minería, en especial en el carbón. La importancia de este mineral radicaba en que era el principal combustible doméstico; el crecimiento de las ciudades creó una mayor demanda de carbón y se incrementó la explotación de las minas. A principios del siglo XVIII ya era la principal industria moderna; ella empleaba las primeras máquinas de vapor y los precursores de los ferrocarriles (los vagones con los que se transportaba el mineral desde el interior de la mina hacia la superficie). Las minas de carbón proporcionaron el estímulo para la invención que transformó las principales industrias de producción de mercancías: el ya mencionado ferrocarril. “Técnicamente, el ferrocarril es el hijo de la mina, y especialmente de las minas de carbón del norte de Inglaterra” (p. 52).

El ferrocarril se expandió de manera ininterrumpida desde 1830, primero en GB, y luego en el continente europeo y en EE. UU. Su construcción demandó enormes cantidades de hierro y acero, de carbón y maquinaria pesada, de trabajo e inversiones de capital. Por todo esto cabe decir que fue el motor de la industrialización a partir de la década de 1830.

Las inversiones en ferrocarriles rentaban bajas ganancias a los inversores; sin embargo, la abundancia de capitales (generada por las inmensas ganancias de la industria algodonera) permitió mantener un flujo incesante de inversiones. “Virtualmente libres de impuestos, las clases medias continuaban acumulando riqueza en medio de una población hambrienta, cuya hambre era la contrapartida de aquella acumulación.” (p. 54) En un primer momento los ahorros de las clases medias fueron hacia inversiones en el extranjero; el fracaso de éstas hizo que la inversión se dirigiera hacia los ferrocarriles.

El quinto apartado (pp. 55-60) está dedicado a examinar la adaptación de la economía y de la sociedad para mantener el camino iniciado con la RI.

Hobsbawm analiza los siguientes factores:

a) Trabajo: la creación de una economía industrial implicó el desplazamiento rápido de población desde el campo hacia las ciudades, un aumento general de la población del país y un brusco aumento en el suministro de alimentos. Antes de la RI hubo una modesta revolución en la agricultura, consistente en atención racional a la cría de animales, rotación de cultivos, abonos, instalación de granjas y siembra de nuevas semillas. Estos logros permitieron proporcionar (entre 1830 y 1840) el 98 % de la alimentación a una población que era entre dos y tres veces mayor que la de mediados del siglo XVIII.

Hobsbawm enfatiza que la transformación de la agricultura fue una transformación social antes que económica. En un proceso preparatorio que abarcó el período entre los siglos XVI y XVIII fueron eliminados los cultivos comunales medievales (con su campo abierto y pastos comunales), la petulancia de la agricultura campesina y las actitudes anticomerciales respecto a la tierra. GB pasó a ser un país de pocos grandes terratenientes, una cantidad moderada de arrendatarios rurales y muchos labradores jornaleros. Desapareció el campesinado como clase.

“En términos de productividad económica, esta transformación social fue un éxito inmenso; en términos de sufrimiento humano, una tragedia, aumentada por la depresión agrícola que después de 1815 redujo al pobre rural a la miseria más desmoralizadora.” (p. 56)

La miseria de pobres rurales fue la condición para la expansión del número de la clase trabajadora urbana; los pobres iban a las ciudades y se incorporaban a la industria. Las ciudades ofrecían altos salarios en dinero (comparados con la miseria rural) y mayor libertad.

La industria no sólo requería más trabajadores; necesitaba mano de obra experta y eficaz. Había que transformar a los indolentes campesinos en obreros incansables. Esto se logró mediante (i) disciplina laboral draconiana, (ii) salarios tan bajos que los obreros necesitaban trabajar toda la semana para ganar lo necesario para subsistir.

b) Capital: había abundancia de capitales en GB. Pero los poseedores de grandes capitales (terratenientes, comerciantes, armadores, financieros) no tenían intenciones de invertir en las nuevas industrias. Pero el despegue de la industria algodonera requirió de pequeños capitales, accesibles a los fabricantes. Además, los grandes capitalistas emplearon su dinero en obras necesarias para la industrialización (canales, muelles, caminos y luego ferrocarriles). Las técnicas del comercio y de las finanzas, públicas y privadas, se hallaban bien desarrollados. Hacia fines del siglo XVIII la política gubernamental estaba entrelazada con el mundo de los negocios.

“De esta manera casual, improvisada y empírica se formó la primera gran economía industrial. Según los patrones modernos era pequeña y arcaica, y su arcaísmo sigue imperando hoy en Gran Bretaña. Para los de 1848 era monumental, aunque sorprendente y desagradable, pues sus nuevas ciudades eran más feas, su proletariado menos feliz que el de otras partes, y la niebla y el humo que enviciaban la atmósfera respirada por aquellas pálidas muchedumbres disgustaban a los visitantes extranjeros.” (p. 59)

En 1848 GB era el “taller del mundo”. Su comercio era el doble del de Francia (país al que había superado ya en 1780). Su consumo de algodón era dos veces el de EE. UU. y cuatro veces el de Francia. Producía más de la mitad del total de lingotes de hierro del mundo desarrollado. Tenía invertidos en el exterior entre 200 y 300 millones de libras esterlinas, que la proveían de dividendos e intereses.

La RI comenzaba a transformar el mundo…

 

Villa del Parque, domingo 18 de septiembre de 2022


NOTAS

[1] Botón de muestra: entre 1750 y 1769 la exportación de algodones ingleses aumentó 10 veces (p. 41).

[2] A modo de prueba: en 1814 Inglaterra exportaba 4 yardas de tela de algodón por cada 3 consumidas en ella; en 1850, 13 por cada 8. (p. 42)

[3] Algunos números: la cantidad de algodón en bruto importado por GB pasó de 11 millones de libras (1785) a 588 millones (1850); la producción de telas aumentó desde 40 millones de yardas (1785) a 2025 millones (1850); las manufacturas de algodón representaron entre 40-50 % del total de las exportaciones británicas en el período 1816-1848 (p. 45)

[4] GB experimentó, luego de las guerras napoleónicas, crisis de grandes alzas y caídas de la producción en 1825-1826, 1836-1837, 1839-1842, 1846-1848.

[5] Además, la mayoría de los trabajadores del algodón eran mujeres y niños, cuyos salarios eran inferiores a los de los varones adultos.

[6] Es decir, por obreros que realizan tareas sencillas, rutinarias, automáticas.