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sábado, 6 de julio de 2024

LAS ILUSIONES CONGELADAS: AMÉRICA LATINA ENTRE 1825 Y 1850

 ´

Fusilamiento de Manuel Dorrego (1828)


“Lo estremeció la revelación deslumbrante de que

la loca carrera entre sus males y sus sueños

llegaba en aquel instante a la meta final.

El resto eran las tinieblas.

Carajos... ¡Cómo voy a salir de este laberinto!”

Gabriel García Márquez, El general en su laberinto (1989)

 

En Miseria de la Sociología continuamos, después de una larga pausa, la publicación de materiales referidos a la historia de América Latina. La importancia de la historia para la ciencia de la sociedad no requiere justificación, como tampoco necesita presentación el historiador argentino Tulio Halperín Donghi (1926-2014). En esta oportunidad publicamos una ficha de lectura sobre el capítulo 3 de la Historia contemporánea de América Latina (1969) [1], uno de los trabajos más significativos de Halperín Donghi. Allí se aborda el período comprendido entre la finalización de las guerras de independencia (1825) y el comienzo del despegue de las economías latinoamericanas (1850).

Referencia bibliográfica:

Halperín Donghi, T. (2005). Historia contemporánea de América Latina. Madrid, España: Alianza. 750 p. (El libro de bolsillo. Humanidades).


En 1825 concluyó el ciclo de las guerras de Independencia, cuya consecuencia fue la ruptura definitiva del vínculo político entre los países latinoamericanos y España. Sin embargo, el nuevo orden prometido durante el período revolucionario tardó décadas en nacer. En la mayoría de los nuevos Estados, el período comprendido entre 1825 y mediados del siglo XIX estuvo signado por las guerras civiles, la inestabilidad política y la imposibilidad de constituir un Estado nación.

Para comprender las causas del largo período de inestabilidad política hay que empezar por analizar las transformaciones provocadas por las guerras independentistas, pues “los cambios ocurridos son impresionantes: no hay sector de la vida hispanoamericana que no haya sido tocado por la revolución.” (p. 136)

Halperín describe tres cambios fundamentales:

1-Violencia: es la más visible de las novedades. La guerra de Independencia en el Río de la Plata, Venezuela y México (un poco menos en Chile o Colombia) fue un movimiento político que provocó la movilización militar. En este sentido, la guerra de Independencia puede ser caracterizada como un “complejo de guerras en las que hallan expresión tensiones raciales, regionales, grupales demasiado tiempo reprimidas” (p. 136).

Halperín caracteriza el proceso de movilización militar de los diferentes sectores sociales:

“Al lado de la violencia plebeya surge (en parte como imitación, más frecuentemente como reacción frente a ella) un nuevo estilo de acción de la elite criolla que en quince años de guerra saca de sí todo un cuerpo de oficiales: éstos, obligados a menudo a vivir y a hacer vivir a sus soldados del país – realista o patriota – que ocupan, terminan poseídos de un espíritu de cuerpo rápidamente consolidado y son a la vez un íncubo y un instrumento de poder para el sector que ha desencadenado la revolución y entiende seguir gobernándola.” (pp. 136-137)

La violencia llegó a dominar la vida cotidiana [2]. Luego de la guerra de independencia se volvió preciso difundir las armas para garantizar el orden interno: la consecuencia fue la militarización de la sociedad. Los jefes de grupos armados se independizaron de quienes los habían invocado y organizado. Los gobierno, para tenerlos a gusto y evitar así las rebeliones, destinaron la mayor parte de las rentas del Estado al pago de armas y sueldos a los militares. Pero, dada la exigüidad de los recursos financieros gubernamentales, se requirió más dinero; ello demandó a su vez más impuestos, con lo que se incrementó el descontento de las poblaciones agobiadas por las cargas fiscales y, por ende, aumentó la necesidad de militares. Se dio así una espiral de militarización [3].

Halperín señala, por último, que la militarización constituyó, en última instancia, el instrumento al que terminaron apelando las elites para contrarrestar la democratización originada en la revolución y las guerras de independencia.

“La gravitación de los cuerpos armados, surgida en el momento mismo en que se da una democratización, sin duda limitada pero real, de la vida política y social hispanoamericana, comienza sin duda por ser un aspecto de esa democratización, pero bien pronto se transforma en una garantía contra una extensión excesiva de ese proceso; por eso (y no sólo porque parece inevitable) aun quienes deploran algunas de las modalidades de la militarización hacen poco para ponerle fin.” (p. 138)

2-Democratización:

El proceso de democratización consistió en una serie de transformaciones que modificaron sustancialmente la estructura de la sociedad colonial:

a)    El cambio en la significación de la esclavitud. La guerra de Independencia obligó a manumisiones de esclavos, las que continuaron luego con las guerras civiles. Los objetivos de las manumisiones eran conseguir soldados y salvar el equilibrio racial (que los negros también pagasen su cuota de sangre) [4]. La esclavitud doméstica perdió importancia; la esclavitud agrícola se defendió mejor en las zonas de plantaciones. Cayó la productividad de los esclavos; la reposición se volvió muy complicada. Los negros emancipados no fueron reconocidos como iguales por la población blanca (tampoco por los mestizos).

b)    El cambio en el sentido de la división de castas. La situación de las masas indígenas de México, Guatemala, el macizo andino permaneció inmodificada: conservaron su estatus particular y también sobrevivió la comunidad agraria. Esto fue consecuencia del debilitamiento de los sectores urbanos, la falta de expansión del consumo interno y de la exportación agrícola, que impidieron que fuera económico avanzar sobre las tierras indígenas. Por el contrario, los mestizos y los mulatos libres aprovecharon mejor los cambios revolucionarios. Todo ello ocasionó un debilitamiento de la división en castas.

c)    El cambio en la relación entre las elites urbanas prerrevolucionarias y los sectores de blancos pobres y las castas (mulatos o mestizos urbanos). La revolución armó a vastas masas: fortaleció el poder del número y con ello encumbró a la población rural (y a sus dirigentes). En el campo la jefatura quedó en manos de los propietarios de tierras y de sus agentes, quienes dominaban las milicias organizadas para defender el orden rural. La radicalización revolucionaria resultó efímera y sólo se limitó a la organización para la guerra. Por ello, “la reconversión a una economía de paz obliga a devolver el poder a los terratenientes” (p. 142). En consecuencia, se produjo el ascenso del sector terrateniente (que ocupaba una posición subordinada en la Colonia). La victoria de la revolución debilitó económicamente a las elites urbanas y despojó de prestigio y poder al sistema institucional urbano. La Iglesia se empobreció y subordinó de manera creciente al poder político. En consecuencia, las elites urbanas prerrevolucionarias debieron aceptar integrarse en posición muy subordinada en un nuevo orden político, cuyo núcleo era militar. Los ganadores del cambio revolucionario fueron: los comerciantes extranjeros, los generales transformados en terratenientes.

d)    Un cambio en la división de funciones en el poder. Los sectores económicamente poderosos (hacendados, agiotistas que prestaban dinero a los gobiernos) pasaron a solicitarle favores al Estado y lograr así concesiones. El telón de fondo de este proceso es la ya mencionada pobreza del Estado surgido de la Revolución.

3-Apertura plena de Hispanoamérica al comercio extranjero:

En la primera mitad del siglo XIX no hubo inversiones de capitales extranjeros en América Latina. Las causas de ello deben buscarse, sobre todo, en las propias economías metropolitanas. Desde el punto de vista de las metrópolis, “lo que se busca en Latinoamérica son sobre todo desemboques a la exportación metropolitana, y junto con ellos un dominio de los circuitos mercantiles locales que acentúe la situación favorable para la metrópoli.” (p. 147)

Hasta 1815 Gran Bretaña inundó de mercancías a los países de América Latina [5]; luego, empezó la competencia europea y estadounidense. Desde la perspectiva hispanoamericana, este proceso se tradujo en pérdidas para quienes habían dominado las estructuras mercantiles coloniales. En toda la región, “la parte más rica, la más prestigiosa del comercio local quedará en manos extranjeras” (p. 149). Así, la ruta de Liverpool reemplazó a la de Cádiz. Gran Bretaña heredó la posición de España: su monopolio se apoyaba en medios económicos más que jurídicos, “pero se contenta de nuevo demasiado fácilmente con reservarse los mejores lucros de un tráfico mantenido dentro de niveles relativamente fijos” (p. 150)

Hacia 1825, y como consecuencia del proceso descrito en el párrafo anterior, Hispanoamérica consumía más que en 1810, porque la producción extranjera la proveía mejor que la artesanía local, a lo que debe agregarse la creación de un mercado nuevo. Pero el límite a este crecimiento estaba dado por la escasa capacidad de consumo popular. El aumento de las importaciones no se equilibró con el incremento de las exportaciones: por ende, se produjo un drenaje continuo de metálico, que terminó por no alcanzar para las necesidades de la circulación interna. En consecuencia, se verificó una ralentización del crecimiento de las importaciones.

También hacia 1825 cabe hablar del establecimiento un nuevo equilibrio económico:

“Así la economía nos muestra una Hispanoamérica detenida, en la que la victoria (relativa) del productor – en términos sociales esto quiere decir en casi todos los casos del terrateniente- sobre el mercader, se debe, sobre todo, a la decadencia de éste y no basta (…) para inducir un aumento de producción que el contacto más intenso con la economía mundial no estimula en el grado que se había esperado hacia 1810. Hispanoamérica aparece entonces encerrada en un nuevo equilibrio, acaso más resueltamente estático que el colonial.” (p. 152)

Gran Bretaña mantuvo la hegemonía en Hispanoamérica durante todo el período, aunque debió enfrentar el desafío de EE. UU. (entre 1815-1830) y luego el de Francia. Pero la preponderancia inglesa nunca fue realmente discutida. La hegemonía británica se ejerció de modo discreto: no buscaba involucrarse profundamente en la política latinoamericana, fuera de la defensa de los intereses de sus súbditos (v. gr., comercio). Contra lo que se piensa habitualmente, Gran Bretaña no apostó a la fragmentación política de Hispanoamérica: “Inglaterra no tenía motivo para temer la creación de unidades políticas más vastas, que ofrecieran a su penetración comercial áreas más sólidamente pacificadas” (p. 156)

Hacia 1850 reapareció la presencia de EE. UU., luego de su victoria en la guerra con México (1846-1848). La presencia estadounidense tuvo un doble sentido: a) expansión del sur esclavista sobre la frontera de las tierras iberoamericanas; b) el esbozo de una relación nueva, económica, centrada en América Central, y que se dará en el comienzo del siglo XIX.

Halperín dedica la última parte del capítulo a presentar en general y en particular el panorama político de Hispanoamérica en este período. Sus conclusiones son lapidarias: en 1840 el panorama político era desolador. Los rasgos principales de ese panorama eran: 1) degradación de la vida administrativa, desorden y militarización; 2) estancamiento económico.

Sobre ese marco general, el autor esboza la situación de cada uno de los países hispanoamericanos. Dado que el presente material es una ficha de lectura, nos limitamos a presentar en pocas palabras el análisis de Halperín.

El Río de la Plata (gracias a la ganadería) y la meseta central de Costa Rica (desarrollo de la producción de café) hallaron la fórmula de la nueva prosperidad: “una economía exportadora ligada al mercado ultramarino” (p. 160).

Brasil superó con éxito la crisis de la independencia, provocada, entre otras cosas, por el desequilibrio originado en el auge de la producción de azúcar en el NE y la ganadería en el extremo sur. Este desequilibrio geográfico, con producciones situadas en los extremos del país, repercutió en la vida política y el Imperio terminó por adquirir cierta cohesión con el café – producción localizada en el centro del país -). El nuevo equilibrio político comenzó a gestarse con la partida a Portugal del emperador brasileño Pedro I en 1831 y la llegada al trono de Pedro II (con una regencia que se extendió hasta 1840): ello marcó el comienzo del imperio parlamentario. Las décadas de 1830 y 1840 fueron turbulentas para la política brasileña, como consecuencia del conflicto entre liberales y conservadores. Pero en 1851 la situación se estabilizó y el éxito brasileño contrastó con los fracasos de Hispanoamérica (con la excepción de Chile, otro ejemplo de estabilidad política).

Halperín enfatiza que la fragmentación política de América Latina fue el resultado de una fragmentación preexistente a las guerras de Independencia: “Más que de la fragmentación de Hispanoamérica habría entonces que hablar, para el período posterior a la independencia, de la incapacidad de superarla.” (p. 169)

En ese marco ubica el fracaso del intento unificador de Simón Bolívar (pp. 169-174). En México, los intentos de la restauración del orden ocuparon buena parte de la primera etapa independiente y fracasaron lamentablemente, derivando en estancamiento económico e inestabilidad política. Una situación análoga se dio en Perú y Bolivia.

Por último, Halperín hace un breve resumen de la evolución de cada uno de los países de Hispanoamérica en el período abarcado por este capítulo. Por nuestra parte, dejamos al lector interesado en esos pormenores la tarea de ir a la fuente y declaramos concluida esta ficha en una fría mañana invernal.

 

Balvanera, sábado 6 de julio de 2024


NOTAS:

[1] El capítulo 3 lleva por título “La larga espera” y abarca las pp. 135-205.

[2] El autor señala, a modo de contraste, que durante la época colonial era posible recorrer una Hispanoamérica casi libre de hombres armados.

[3] Halperín indica que el ejército consumía, por lo menos, la mitad de los gastos del Estado en la mayoría de los países hispanoamericanos.

[4] Las elites tenían presente el ejemplo de la revolución haitiana, que puso en el poder a los esclavos liberados y expulsando a los blancos del país. Estas elites temían que la guerra contra España dejar en inferioridad numérica a los criollos blancos frente a la masa de esclavos y mestizos.

[5] El bloqueo continental, establecido por Napoleón I en noviembre de 1806 para debilitar a Gran Bretaña, obligó a los ingleses a buscar nuevos mercados para su producción manufacturera.

lunes, 19 de julio de 2021

FICHA: HALPERÍN DONGHI, T. LAS REVOLUCIONES HISPANOAMERICANAS (1985)


 

Tulio Halperín Donghi (1926-2014) es uno de los más destacados historiadores argentinos. Fue profesor en las Universidades de Buenos Aires, Nacional del Litoral, de la República (Uruguay) y Berkeley. En 1985 publicó: Reforma y disolución de los imperios ibéricos 1750-1850. Madrid, España: Alianza. 383 p. (Historia de América Latina; 3). La ficha que consta a continuación abarca el capítulo 4 de la obra, titulado “Las revoluciones hispanoamericanas” (pp. 115-153).


La crisis de la monarquía española y del lazo colonial (1808-1810)

La doble abdicación de Carlos IV y Fernando VII (1808) no provocó una crisis inmediata en la relación entre España y sus colonias americanas. Ello se debió, en buena medida, a la lealtad dinástica de muchos americanos y al control británico de los mares. Pero la calma en la superficie no pudo ocultar que la desaparición del monarca y la guerra en el territorio metropolitano dieron origen a la crisis en el lazo colonial. En este sentido, la constitución de la Junta Suprema (Sevilla, septiembre de 1808) quebró la normal sucesión dinástica. El acatamiento de las colonias a dicha Junta no fue gratuito y supuso el reconocimiento de la necesidad de llevar a cabo una redefinición de la relación entre el gobierno metropolitano y la administración colonial. La Junta Suprema buscó ser reconocida por las colonias adoptando una política de identificación sin reservas con los grupos que defendían la supervivencia del lazo colonial. [En verdad, la Junta de Sevilla disponía de pocas alternativas, pues la abdicación de Fernando VII rompió el núcleo ideológico de la obediencia de las colonias a las autoridades de la metrópoli.]

¿Qué hicieron las autoridades coloniales?

En principio, desplegaron la tendencia a extender al máximo su esfera de atribuciones, siempre mal definida, y aun a excederla” (p. 116). Bien miradas las cosas, era la consecuencia más esperable de la crisis peninsular. Pero también aparecieron juntas, algo que no podía ser aceptado por la Junta Suprema.

¿Cómo se resolvió esta última cuestión?

En México, grupos de notables criollos quisieron conformar una autoridad local que gobernase en nombre del rey cautivo (Fernando VII). Pero el movimiento fue desarticulado el 15/09/1808 por los partidarios del rey.

En el Río de la Plata, el 1/01/1809 el Cabildo, liderado por el comerciante español Martín de Álzaga (1755-1812), intentó derrocar a Santiago de Liniers (1753-1810), el virrey interino. Las milicias criollas (creadas con motivo de las Invasiones Inglesas) y algunas milicias formadas por peninsulares abortaron el movimiento. La consecuencia fue que desde ese momento las milicias criollas se convirtieron en árbitros de la situación política en Buenos Aires.

En el Alto Perú (la actual Bolivia) se formaron juntas en Chuquisaca (ciudad controlada por la burocracia y un pequeño grupo terrateniente blanco) y La Paz (donde el movimiento contó con la participación de mestizos). Ambas entidades afirmaron que gobernarían en nombre de Fernando VII. Halperín señala que “por un camino lleno de meandros, la revolución parecía llegar al Alto Perú, donde cualquier prédica igualitaria parecía amenazar el precario equilibrio entre la mayoría indígena y los distintos grupos que - a menudo rivales - compartían los lucros de su explotación” (p. 120) La revolución altoperuana fue aplastada por la combinación de tropas regulares y milicias porteñas; la represión fue particularmente dura y abarcó a figuras de posición social prominente. Esto último puede ser considerado como un indicador de la ruptura del equilibrio entre la administración regia y los poderosos locales. Los futuros revolucionarios recogieron la enseñanza: la alternativa era la victoria o la muerte.

En Ecuador, la Audiencia fue reemplazada en agosto de 1809 por una junta que declaró gobernar en nombre de Fernando VII). Este organismo tomó medidas contra la presión fiscal de la Corona. La rebelión fue aplastada en octubre por el virrey del Perú; los cabecillas fueron encarcelados.

Pero donde se hizo más patente la ruptura del lazo colonial fue en el terreno económico: “La pérdida de la metrópoli (...) ha abolido la dimensión mercantil del pacto colonial de modo más radical que en las situaciones de aislamiento esporádicas conocidas en el pasado.” (p. 121). Por razones económicas y financieras las colonias no podían permanecer aisladas de la metrópoli. A su vez, Inglaterra buscaba la apertura de mercados en las colonias, pero chocaba con el alto comercio peninsular, que era el aliado más sólido de la burocracia peninsular en la defensa de la relación colonial.

Dada la situación cuyos rasgos principales fueron esbozados en el párrafo anterior, ¿Cómo resolver el problema? Las autoridades coloniales optaron por conceder permisos comerciales caso por caso. La excepción fue el Río de la Plata, donde el virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros (1756-1829) dictó el Reglamento Provisional de Comercio Libre, que abrió las puertas del virreinato al comercio con todas las naciones (menos Francia, por supuesto). Este Reglamento, más allá de las intenciones de Cisneros, “ponía la base mercantil para un nuevo orden al que la revolución dotaría de dimensión política” (p. 122). [1]

La crisis española se profundizó en 1810 con la caída de Andalucía en manos francesas. Cádiz, bajo protección de la flota británica, se convirtió en la sede del gobierno metropolitano. En rigor, la mayoría del territorio español estaba bajo el control de los franceses, a pesar de que continuaba la fiera resistencia de los guerrilleros.

La profundización de la crisis metropolitana modificó las condiciones políticas en América Latina. La lucha contra la metrópoli adoptó la forma de una querella contra la sucesión. Debido a esto, adhirieron al movimiento revolucionario personas que no lo habrían hecho normalmente. Según Halperín Donghi, fue una de las causas de lo tortuoso del camino hacia la independencia.


Los movimientos revolucionarios de 1810: éxitos, fracasos, volver a empezar...

En Buenos Aires el poder militar (en manos de los criollos desde la victoria sobre las invasiones inglesas) se hallaba ganado de antemano para la causa revolucionaria. Los jefes de los regimientos surgidos en 1806-1807 “gobiernan el ritmo de la crisis final del Antiguo Régimen” (p. 124). Las noticias de Andalucía provocaron agitación popular. El jefe de las milicias porteñas, Cornelio Saavedra (1759-1829) comunicó al virrey Cisneros que no contaba con el apoyo militar; el 25/05/1810 el proceso concluyó con la conformación de una Junta [la Primera Junta] presidida por Saavedra e integrada por partidarios de la ruptura con España.

En el Río de la Plata, “la revolución triunfa fácil y totalmente porque se apoya en un poder militar organizado y localmente incontrastable.” (p. 125) La revolución fue dirigida por oficiales revolucionarios [2] e intelectuales influidos por la Revolución Francesa. [3]

Las milicias porteñas debieron constituirse en ejército regular para hacer frente a las necesidades de la revolución. “La nueva función incide en su reclutamiento: la incorporación resulta menos apetecible, y los marginales y rurales, reclutados a la fuerza, se hacen más abundantes en sus filas (...) la distancia crece entre tropa y oficiales, que los gobiernan gracias a una disciplina cada vez más autoritaria.” (p. 126).

La Primera Junta organizó expediciones militares para enfrentar las disidencias al interior del virreinato (Alto Perú, Córdoba [4], Paraguay, Banda Oriental). La expedición al Paraguay, dirigida por Manuel Belgrano (1770-1820), concluyó en un fracaso y marcó el comienzo de la separación de esa región. En 1811 la expedición al Alto Perú fue derrotada decisivamente en la batalla de Huaqui; el Alto Perú quedó definitivamente fuera del poder rioplatense.

La Primera Junta sufrió tensiones en su interior: a fines de 1810 se incorporaron a ella los diputados del interior; con ello la tendencia moderada se volvió dominante; Moreno salió de la Junta y murió en alta mar, camino a una misión diplomática en Inglaterra. En abril de 1811 se produjo un movimiento popular que dio el triunfo a los moderados, apoyados por los elementos marginales de la sociedad urbana. Sin embargo, el triunfo fue efímero; pronto se conformó el Primer Triunvirato, que forzó la liquidación de la militarización urbana y aplastó la conspiración proespañola liderada por Álzaga (julio de 1811). Se dio la transformación de la base militar del nuevo régimen con la llegada de oficiales criollos que habían servido en España [5]; la organización de las fuerzas armadas adquirió carácter más profesional. Alvear y San Martín “comparten la noción de que los recursos deben ponerse al servicio de un esfuerzo militar con miras más americanas que locales” (p. 129); impulsaron un acercamiento a la oposición morenista, desplazada del poder desde abril de 1811. Los sucesos decantaron en el golpe militar de octubre de 1812, que dio origen al Segundo Triunvirato y a la Asamblea de 1813.

En 1814 el Estado porteño era controlado por los herederos de la facción morenista + los oficiales que aceptaban la orientación política de los recién llegados de Europa + la clientela personal y familiar de Alvear. La dirigencia revolucionaria se aisla para controlar y manipular a la clase política urbana. El círculo gobernante pasa a coincidir cada vez más con el grupo organizado en torno de Alvear, quien es designado Director Supremo en 1815. Pero Alvear, aislado políticamente, perdió el apoyo militar y fue derrocado en abril de 1815. Halperín Donghi afirma que la Revolución en el Río de la Plata se hallaba en su peor momento.

Chile fue una de las regiones más desfavorecidas dentro del esquema propuesto por las Reformas Borbónicas; ocupaba una posición subordinada respecto a Buenos Aires y sufrió el aumento de las cargas fiscales.

El 18/10/1810 se conformó una Junta de Gobierno, presidida por el criollo Mateo de Toro Zambrano, conde de la Conquista (1727-1811), el militar de mayor jerarquía en la colonia. El grupo partidario de una salida revolucionaria [6] era minoritario y tenía sus bases en el sur del país, donde residían los elementos más radicales: Juan Martínez de Rozas (1759-1813) y Bernardo O’Higgins (1778-1842). Este grupo promovió la convocatoria de un Congreso Nacional, inaugurado el 4/07/1811. Pero el régimen chileno, liderado por José Miguel Carrera (1785-1821) fue incapaz de enfrentar con éxito la expedición española enviada desde Perú. Las fuerzas chilenas fueron derrotadas en Rancagua (1-2/10/1814), hecho que marcó el final de la denominada Patria Vieja.

Venezuela experimentó desde 1750 la expansión de la agricultura de plantación (cacao, cuyo mercado era la propia metrópoli); esa expansión se dio con un crecimiento de la población esclava, pero también de los negros libres, que participaron de la nueva prosperidad; esto último provocó alarma en la élite. Halperín Donghi caracteriza la situación política venezolana en 1810 con estas palabras: “sociedad tan preparada para volverse contra sí misma” (p. 136)

Venezuela inició la experiencia revolucionaria con la conformación de una Junta en Caracas (19/10/1810), surgida de un tumulto urbano fomentado por el Cabildo. Se trató de un pronunciamiento de la élite criolla [7], cuyos integrantes eran conocidos como los “mantuanos” o “los grandes cacaos” de Caracas, era la más rica de todas las colonias americanas, con excepción de México. La élite se hallaba tironeada por el temor a la revolución popular [8] y la apertura hacia la innovación ideológica misma. La experiencia de la Revolución Francesa fue retomada y procesada por los grandes revolucionarios: Francisco de Miranda (1750-1816) retornó al país y fue apoyado por Simón Bolívar (1783-1830) y la Sociedad Patriótica (círculo de intelectuales que buscaba dirigir el movimiento).

El Congreso (integrado por propietarios con un patrimonio no inferior a los 2000 pesos) proclamó la independencia. Se prohibió el tráfico de negros, mas la esclavitud permaneció intacta, así como también la discriminación contra pardos y negros libres. El profesor Halperín Donghi comenta: “los dirigentes del movimiento se lanzaban con el corazón dividido a una acción que combinaba el radicalismo político con el conservadurismo social” (p. 137)

Los realistas, en cambio, comprendieron que había que ser implacables para vencer; por ello, apoyaron rebeliones de esclavos en las plantaciones; José Boves (1782-1814) fue el caudillo realista de los pastores del ganado llanero. Los peninsulares “no vacilaban en emplear el conservadurismo de sus rivales para azuzar el rencor de los sectores marginados contra quienes justamente se presentaban como la expresión política de los plantadores” (p. 137) Ese extremismo se combinaba con un conservadurismo político extremo, que aseguró el apoyo del clero a la causa realista.

En marzo de 1812 Caracas fue devastada por un terremoto. El clero movilizado proclamó que era la señal de la cólera divina contra los patriotas. Los realistas iniciaron una ofensiva que culminó en el derrumbe de la 1° República: Miranda fue hecho prisionero.

Bolívar extrajo la lección de que los realistas triunfaron por su “implacable decisión de alcanzar la victoria a cualquier precio” (p. 138). La derrota lo impulsó a acentuar “los motivos democráticos y también los autoritarios” en su sistema de ideas (p. 139). La derrota de la Patria Boba [denominación que recibió este período de la historia venezolana] había sido ocasionada porque se trató de una república patricia, en la que el poder era el monopolio de una cerrada oligarquía. Esto tuvo dos consecuencias: 1) no se ganó el apoyo de los sectores populares a los que, por el contrario, se excluía del sistema político; 2) no se contaba con la capacidad para enfrentar la lucha sin cuartel propuesta por los realistas.

Bolívar expuso sus conclusiones político-militares de la experiencia de la Patria Boba en la Memoria, fechada el 15/11/1812 en Cartagena. Según ese documento, la revolución requería un poder centralizado y autoritario, dispuesto a someter a sus enemigos por el terror, sostenido por un ejército regular y disciplinado. El texto trasunta el “desengaño acerca de la vocación revolucionaria de los pueblos hispanoamericanos” (p. 139) Bolívar redefine el compromiso revolucionario: la tarea de los revolucionarios es “hacer por la fuerza libres a los pueblos estúpidos que desconocen el valor de sus derechos” (Bolívar citado por Halperín Donghi, p. 139; el resaltado es mío - AM-). Bolívar manifiesta desconfianza en la capacidad espontánea de las sociedades hispanoamericanas (tanto en los “rústicos del campo” como en los “intrigantes moradores de las ciudades”) y se acerca a la tendencia a buscar en ejércitos organizados, disciplinados y obedientes la dirección revolucionaria, el instrumento imprescindible para alcanzar la victoria.

En mayo de 1813 Bolívar marchó a Venezuela desde Nueva Granada. El 6 de agosto entró en Caracas; su éxito fue fulminante, sólo Maracaibo y la Guyana quedaron en manos realistas. Bolívar puso en práctica las ideas expuestas en la Memoria de Cartagena; instauró un poder concentrado en el Ejecutivo. Poco antes, el 15 de junio, había declarado la guerra a muerte. Intentó imponer “como un tajo de sangre, un clivaje fundamental en la sociedad venezolana, que al separar a los peninsulares, condenados en principio a muerte excepto cuando habían brindado servicios efectivos para la causa de la independencia, y los nativos” (p. 140) Pero la victoria tuvo alcance limitado; los realistas tenían tropas y muchos jefes criollos. Boves se alzó en los Llanos a favor de la causa realista. En julio de 1814 Bolívar abandonó Caracas, que fue ocupada por Boves y sus llaneros, marcando así el final de la 2° República. Nuevamente derrotado, Bolívar se exilió.

En Nueva Granada la revolución comenzó en mayo de 1810 con alzamientos en los llanos de Casanare; en julio siguieron el ejemplo varios cabildos; el 20 de julio, Bogotá. La insurrección fue del interior a la capital, pues ésta era incapaz de integrar bajo su control a las heterogéneas regiones del país (situación heredada del período colonial). Sin embargo, la rebelión terminó por tener como centro la región de Cundinamarca (cuya capital era Bogotá). Los realistas conservaron el control del sur (Pasto) y otras regiones.

En 1811 Cundinamarca, bajo el mando de Antonio Nariño (1765-1823), se escindió de los demás centros regionales. Estos últimos formaron una federación dirigida por Camilo Torres. En 1814 Nariño fue capturado y enviado a España; en diciembre, Bogotá fue ocupada por Bolívar; éste fracasó en el intento de reducir los centros realistas de la costa. El 8/05/1815, Bolívar partió para un nuevo destierro antillano. Fin de la primera etapa de la revolución neogranadina. Por último, en abril de 1815 una expedición realista de 10000 soldados llegó a la isla Margarita; en mayo, los españoles entraron en Caracas.

En México la capital se encontraba bajo el control político y militar de los realistas. La revolución se inició en la región del Bajío [10] El párroco ilustrado Miguel Hidalgo y Costilla (1753-1811) dirigió la rebelión: convocó a los fieles a la lucha en favor de la Virgen de Guadalupe, la religión verdadera y el soberano legítimo y cautivo. Hidalgo expresaba el ideal del clérigo secular iluminista, “capaz de traducir las aspiraciones de una cultura y una ideología renovadas al lenguaje tradicional que era el de sus fieles.” (p. 145) Dirigió multitudes y arremetió contra los peninsulares: personas y propiedades. Declaró abolido el tributo indígena.[11]

El levantamiento fue un movimiento popular (aunque no indígena); sólo consiguió pocas adhesiones en la élite criolla. “La revolución mexicana se definía, por las acciones de sus seguidores más que por el lenguaje que prefería, como una guerra social que necesariamente debía convocar en su contra la solidaridad de las clases propietarias.” (p. 146) El movimiento no logró expandirse hacia el norte; Félix Calleja (1753-1828), líder militar de las fuerzas peninsulares, organizó milicias criollas para defender la causa del rey (que era la de las clases propietarias amenazadas). En la batalla del Puente de Calderón (enero de 1811) los españoles derrotaron a los rebeldes; al poco tiempo se produjo la captura y ejecución de Hidalgo (marzo de 1811).

Halperín Donghi sostiene que el fracaso de Hidalgo se “había debido a la unidad que había suscitado en su contra entre todos los privilegiados de México (...), pero se debió también a que no había suscitado una solidaridad igual entre los desposeídos.” (p. 146) El movimiento consiguió apoyo en el Bajío y Jalisco, donde se estaba consolidando una sociedad campesina y se corroía la organización comunitaria de los pueblos; pero obtuvo poca adhesión en el norte (escasa población y conflictos sociales poco marcados) y en el sur indio.

La revolución mexicana encontró un nuevo foco en el actual estado de Morelos (que afrontaba la difícil adaptación a la agricultura de plantación). Su principal dirigente fue el clérigo mestizo José María Morelos (1765-1815); su liderazgo fue político-militar [Hidalgo cometió errores serios en el plano militar]. Optó por luchar con fuerzas reducidas, que aplicaban la táctica de la guerra de guerrillas. Para ello necesitaba el apoyo de la población. Buscó redefinir el movimiento: lucha de todos los criollos contra los peninsulares; llamó a respetar el prestigio y la propiedad de los españoles americanos que se sumasen al movimiento. Pero la lucha terminó por convertirse en guerra social: “porque los recursos de los enemigos opulentos no deben usarse solamente para sostener el esfuerzo de guerra; también deben servir para cimentar la solidaridad de otros grupos con el movimiento; el contenido social de la revolución debe incluir una transformación profunda de la situación campesina.” (p. 148)

Ha llegado hasta nosotros un plan de autoría dudosa, las Medidas políticas, que sintetiza la política de Morelos: despojar a los ricos de sus riquezas es considerado un modo de debilitar al enemigo. Se trata de reemplazar la sociedad dual (existencia paralela de la república de los españoles y la de los naturales) por una comunidad única de criollos, castas, negros e indios. Dicha comunidad debía servir de base a una nueva nación, la República de Anáhuac.

El movimiento arraigó en Acapulco y en el valle del azúcar. El grupo letrado que apoya a Morelos (y éste, a su vez, hace lo mismo con el grupo) agita consignas tradicionales (como la defensa de la religión) para la defensa de la movilización, pero está cerca del constitucionalismo liberal. El objetivo: la independencia republicana. El Congreso de Chilpancingo declaró la independencia de la República de Anáhuac (6/11/1813). Pero la acción decidida del ahora virrey Calleja acorraló a los rebeldes, cuya situación se tornó desesperada en 1814.

Las capas altas criollas mantenían su desconfianza respecto al movimiento: “Las guerras entre los que tienen y los que no tienen, en que la revolución mexicana se ha convertido contra los deseos de sus dirigentes, no sólo les revela con brutal claridad cuáles son sus solidaridades básicas dentro del orden social mexicano, sino que atenúan los motivos de su insatisfacción.” (p. 149) Las élites criollas luchaban contra la marginalidad política a la que las condenaban los peninsulares: ése era su reclamo central al orden colonial.

Morelos fue capturado y ejecutado en la capital (diciembre de 1815). Sólo Vicente Guerrero (1782-1831) mantuvo la resistencia. En síntesis, “contra las rebeliones plebeyas se había consolidado, pues, un orden monárquico, criollo y absolutista, que parecía haber ganado la partida.” (p. 150)


España, entre el liberalismo y la Restauración absolutista

Mientras tanto, en España se desarrolló el experimento constitucional en Cádiz (Constitución de 1812), que planteó nuevos problemas a quienes defendían la autoridad metropolitana en las colonias: a) creación de una área de libertades civiles y políticas; b) división de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) y creación de órganos representativos (por ejemplo, asambleas municipales y diputaciones provinciales electivas, que reemplazaron al Cabildo y al Intendente, respectivamente). Estas innovaciones fueron criticadas por los virreyes de México y Lima.

Halperín Donghi concluye el capítulo caracterizando la influencia de la Restauración de Fernando VII: “Desde 1814 hasta 1820, la causa española en Indias se identificaba así con la de la Restauración; en esos mismos años la causa adversaria busca por el contrario distanciar la secesión, que objetivamente persigue, de la revolución con la que había comenzado a identificarse.” (p. 153)

 

Villa del Parque, lunes 19 de julio de 2021


NOTAS:

[1] El virrey del Perú en 1806-1816, José Fernando de Abascal (1743-1821) pensaba que la liberalización comercial promovía la irrevocable separación de España y las colonias americanas.

[2] Eran figuras surgidas de la militarización urbana y su orientación política era moderada.

[3] De orientación política más definida que los militares, eran a menudo más radicales. El caso más notorio es el de Mariano Moreno (1778-1811), de “ideología políticamente revolucionaria, que aceptaba la herencia integral de la Revolución Francesa” (p. 128).

[4] En agosto de 1810 la ciudad de Córdoba fue ocupada sin resistencia por la expedición cuyo destino era el Alto Perú. Fueron apresados y luego fusilados los líderes de un movimiento contrarrevolucionario, encabezado por el ex virrey Liniers.

[5] Los más destacados eran José de San Martín (1778-1850) y Carlos María de Alvear (1789-1852).

[6] Proponían la “creación de un poder local basado en la soberanía popular” (p. 133)

[7] En 1809 las autoridades coloniales reaccionaron frente a una conspiración patricia haciendo un llamamiento abierto al apoyo de las castas de color.

[8] Existían antecedentes preocupantes: 1794, conspiración de negros y pardos en Coro; 1795, conspiración en La Guaira, cuyosl objetivos eran la abolición de la esclavitud y el tributo.

[9] Se transformó en la vanguardia de la zona realista, que iba de Quito al Alto Perú, convertida por el virrey Abascal en el foco de la resistencia realista en América del Sur.

[10] La zona experimentó un rápido crecimiento minero, artesanal y agrícola (crecimiento que estaba menguando hacia 1810). Era una sociedad mestiza. Al momento del alzamiento la minería sufría un progresivo estancamiento, seguido por una crisis de la artesanía textil y un súbito empeoramiento del estado de subsistencia.

[11] La medida fue imitada por el virrey Francisco Venegas (1754-1838), con el objetivo de restar apoyo a los revolucionarios.