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sábado, 16 de abril de 2022

EL EMPIRISMO SEGÚN HUME

 




"La única manera en que una idea puede tener acceso a la mente

(...) es por la experiencia inmediata y la sensación.”

David Hume


Hace tiempo publiqué en este blog un comentario acerca de uno de los ensayos políticos del filósofo escocés David Hume (1711-1776).  Desde ese momento tuve en mente la idea de redactar y publicar un comentario, más ambicioso y extenso, sobre la contribución de Hume a la filosofía del conocimiento. Sin embargo, nunca conté con el tiempo necesario para acometer esa tarea y ahora,urgido por las necesidades derivadas de mi oficio docente, debo conformarme con presentar una ficha dedicada a una pequeña (pero no por ello menos compleja) porción de dicha teoría. Es una producción inacabada y enclenque, pero no quiero dejar correr los días en pos de una imposible perfección. Puede ser de utilidad para los estudiantes, que padecen una crónica falta de tiempo para preparar exámenes y demases. Me encomiendo, pues, a la piedad del lector.

La Investigación sobre el entendimiento humano (1748) [1] forma parte del debate sobre el método iniciado en el siglo XVI con la crisis del pensamiento medieval. El debate giró en torno a dos corrientes principales: el empirismo y el racionalismo, que constituyen respuestas divergentes frente a la crisis. La contribución de Hume se sitúa en la corriente empirista. La Sección 2 de la obra (titulada “Sobre el origen de las ideas”, pp. 41-47) desarrolla el núcleo del empirismo; su lectura sirve, pues, de introducción al estudio de esa corriente filosófica.

La Sección 2 aborda tres cuestiones: a) el origen de las ideas, es decir, la fuente de todo conocimiento; b) la distinción entre ideas e impresiones; c) los alcances y los límites del conocimiento. Paso a exponer cada una de ellas. 


a) El papel de los sentidos en el origen del conocimiento

El punto a es crucial para la caracterización del empirismo. Hume es enfático: “todos los materiales del pensar se derivan de nuestra percepción interna y externa” (p. 43) Respecto a la percepción externa, se trata de las impresiones del mundo exterior recibidas por medio de los sentidos. Dicho de otro modo, los sentidos nos proporcionan toda la información sobre el mundo externo a nosotros. Esta es, en pocas palabras, la versión más sencilla del empirismo.

Hume agrega la cuestión de la percepción interna, que no es otra cosa que la percepción de nuestros sentimientos (furia, miedo, alegría, etc.). Este tema es irrelevante, y aún perjudicial [2], para nuestro objetivo (la exposición de los lineamientos básicos del empirismo), por eso no avanzaremos en esta dirección. Respecto al conjunto del punto a, cabe señalar que el filósofo no dedica gran atención al tema de las fuentes de la percepción y pasa a concentrarse en el problema de la distinción entre impresiones e ideas.

Para concluir este apartado y a modo de síntesis, todo el material de nuestro pensar proviene de los sentidos. No hay otra fuente. Esto es el empirismo.


b) La distinción entre impresiones e ideas

La primacía de los sentidos es la base para comprender la distinción entre ideas e impresiones.

Las impresiones son “nuestras percepciones más intensas: cuando oímos, o vemos, o sentimos, u odiamos, o deseamos, o queremos” (p. 42). Las ideas, en cambio, son las percepciones de la mente, y se caracterizan por ser menos fuertes e intensas que las impresiones.

En consonancia con lo expuesto en a, Hume se preocupa en destacar que no existen (no pueden existir) ideas sin impresiones: “toda idea que examinamos es copia de una impresión similar” (p. 44) [3] 

De modo que las ideas se derivan de las impresiones o, lo que es lo mismo, que las ideas tienen origen en los sentidos (las únicas fuentes de información sobre el mundo externo al individuo), tal como ya se había indicado en a

Hume no considera que los seres humanos juegan un rol pasivo en el proceso de conocimiento. Por el contrario, se preocupa en aclarar que “la mezcla y composición de ésta [la percepción externa e interna] corresponde sólo a nuestra mente y voluntad” (p. 43-44). Pero el material para esa mezcla y composición es proporcionado por la percepción.

Existe una jerarquía bien definida entre ideas e impresiones: sin las segundas no pueden existir las primeras. Hume justifica con dos argumentos la jerarquía precedente.

En primer término, señala que el análisis de cualquiera de nuestras ideas culmina siempre en el hallazgo de la impresión de la que es copia. Por lo tanto, no puede haber ideas que surjan con independencia de las impresiones. En este punto discrepa con el filósofo francés René Descartes (1596-1650), quien afirmó en su Discurso del método que la idea de Dios era externa a nosotros, puesto que los humanos somos incapaces de llegar sólos a la idea de la perfección. [4] Hume es terminante al respecto: “La idea de Dios, en tanto que significa un ser infinitamente inteligente, sabio y bueno, surge al reflexionar sobre las operaciones de nuestra propia mente y al aumentar indefinidamente aquellas cualidades de bondad y sabiduría.” (p. 44)

En segundo término, si una persona posee algún defecto o carencia en sus órganos (por ejemplo, un ciego) y, por ende, “no es capaz de ninguna clase de sensación (...) encontramos siempre que es igualmente incapaz de las ideas correspondientes” (p. 44).

En síntesis, “la única manera en que una idea puede tener acceso a la mente (...) es por la experiencia inmediata y la sensación.” (p. 45; el resaltado es mío - AM-) 

A partir de esta afirmación, Hume establece el criterio de demarcación entre términos filosóficos con significado y aquellos que carecen de éste: “No tenemos más que preguntarnos de qué impresión se deriva la supuesta idea, y si es imposible asignarle una; esto serviría para confirmar nuestra sospecha [de que esa idea carece de significado].” (pp. 46-47)


c) Los límites del conocimiento

Hume hace un elogio desmesurado de la capacidad de la razón para conocer el mundo, que merece ser citado aquí y en cualquier antología filosófica:

“Nada puede parecer, a primera vista, más ilimitado que el pensamiento del hombre que no sólo escapa a todo poder y autoridad, sino que ni siquiera está encerrado dentro de los límites de la naturaleza y de la realidad. Formar monstruos y unir formas y apariencias incongruentes no requiere de la imaginación más esfuerzo que el concebir objetos más naturales y familiares. Y mientras que el cuerpo está confinado a un planeta a lo largo del cual se arrastra con dolor y dificultad, el pensamiento, en un instante, puede transportarnos a las regiones más distantes del universo; o incluso más allá del universo, al caos ilimitado, donde, según se cree, la naturaleza se halla en confusión total. Lo que nunca se vio o se ha oído contar, puede, sin embargo, concebirse. Nada está más allá del poder del pensamiento, salvo lo que implica contradicción absoluta.” (p. 43)

Pero el poder del pensamiento tiene un límite: 

“En realidad, [nuestro pensamiento] está reducido a límites muy estrechos, (...) todo [su] poder creativo (...) no viene a ser más que la facultad de mezclar, traspasar, aumentar o disminuir los materiales suministrados por los sentidos y la experiencia.” (p. 43)

O sea que volvemos al supuesto empirista enunciado en el punto a, todo el poder de la razón proviene de los sentidos. Sin esa data, no existe la razón.

Con estas precisiones, Hume da por terminada la 2° Sección de la obra.



Villa del Parque, sábado 16 de abril de 2022


NOTAS:

[1] Para la redacción de la ficha utilicé la traducción española de Jaime de Salas Ortueta: Hume, D. [1° edición: 1748]. (2001). Investigación sobre el entendimiento humano. Madrid, España: Alianza. 211 p. (El libro de bolsillo. Filosofía; 4423).

[2] Puede confundir al estudiante, al llevarlo a pensar que el empirismo reconoce la existencia de percepciones fuera de las provenientes de los sentidos.

[3] Dicho de manera más extensa: “cuando analizamos nuestros pensamientos o ideas, por muy compuestas o sublimes que sean, encontramos siempre que se resuelven en ideas tan simples como las copiadas de un sentimiento o estado de ánimo precedente (...) Todas nuestras ideas, o percepciones más endebles, son copias de nuestras impresiones o percepciones más intensas.” (p. 44)

[4] El argumento cartesiano sobre la existencia de Dios es el siguiente: “la idea de un ser más perfecto que el mío, puesto que era notoriamente imposible que la tuviera de la nada; y como suponer que lo más perfecto sea consecuencia y dependencia de lo menos perfecto, no es menos inadmisible que suponer que de la nada proceda algo, yo no podía tenerla en mí mismo. Quedaba, pues, que hubiese sido puesta en mí por una naturaleza que fuera verdaderamente más perfecta que yo, y aunque tuviera en sí todas las perfecciones de las cuales pudiera tener yo idea, es decir, para explicarme con una sola palabra: que fuera Dios.” Descartes, R. [1° edición: 1637]. (1977). Discurso del método. Buenos Aires, Argentina: Losada, p. 68.

lunes, 23 de junio de 2014

LA NATURALIZACIÓN DE LA DOMINACIÓN POLÍTICA: A PROPÓSITO DE UN ENSAYO DE DAVID HUME




El fallo de la Corte Suprema de los Estados Unidos sobre el litigio entre el Estado argentino y los llamados fondos buitre ha reavivado la discusión sobre la deuda externa en nuestro país. Sin entrar en la discusión específica del tema de la deuda, no es el propósito de este artículo, considero conveniente hacer algunas consideraciones sobre el discurso de los políticos del sistema (léase aquellos que sirven a nuestras clases dominantes) acerca de la cuestión de la deuda. Todos ellos, ya se trate de la presidenta Cristina Fernández, Macri, Scioli, Massa o Carrió, coinciden en que el pago de la deuda es una obligación ineludible de la Argentina. Palabras más, palabras menos, para ellos negarse a pagar la deuda externa equivale a salir del orden natural. Así, honrar nuestras deudas nos eleva a la categoría de país responsable, confiable. Si alguien propone algo distinto (léase no pagar), es porque no entiende la naturaleza del mundo en que vivimos.

En definitiva, el argumento de nuestros políticos se basa en el reconocimiento de la existencia de un supuesto orden natural, en donde unos países prestan a otros y estos pagan, como corresponde, dichas deudas. No es preciso ahondar demasiado para comprender que esta versión angelical de las relaciones internacionales tiene poco que ver con la realidad. El orden invocado por los políticos no es otra cosa que la naturalización de las relaciones de poder existentes. Hace ya mucho tiempo, el filósofo inglés Thomas Hobbes (1579-1688) desnudó la causa última por la que se cumplen los contratos:

“Los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza para proteger al hombre, en modo alguno.” (p. 137) (1).

Lo natural no es, pues, otra cosa que la cristalización de una determinada correlación de fuerzas entre las clases sociales. Esa correlación de fuerzas es producto de derrotas y/o avances (depende de la clase desde donde se mire), pero jamás es definitiva. Justamente, el mecanismo ideológico de la naturalización opera para que veamos como definitivo (como “natural”) aquello que es transitorio.

La teoría social (las ciencias sociales si lo prefiere el lector) es uno de los campos en los que se dirime la lucha entre las clases sociales. De modo esquemático, puede afirmarse que el proyecto político-ideológico de la burguesía tiene como uno de sus puntales el desarrollo de argumentos y mecanismos que promueven la naturalización de las relaciones sociales capitalistas; por su parte, la clase trabajadora y los demás sectores populares han procurado negar el carácter natural de las relaciones capitalistas. El ejemplo clásico de esto último es el tratamiento por Karl Marx (1818-1883) de los orígenes del capitalismo, en el capítulo 24 del Libro Primero de El capital, donde somete a una crítica implacable la fábula elaborada por la burguesía acerca del nacimiento del capitalismo:

“Esta acumulación originaria desempeña en la economía política aproximadamente el mismo papel que el pecado original en la teología. Adán mordió la manzana, y con ella el pecado se posesionó del género humano. Se nos explica su origen contándolo como una anécdota del pasado. En tiempos muy remotos había, por un lado, una elite diligente, y por el otro una pandilla de vagos y holgazanes. Ocurrió así que los primeros acumularon riqueza y los últimos terminaron por no tener nada que vender excepto su pellejo. Y de este pecado original arranca la pobreza de la gran masa – que aun hoy, pese a todo su trabajo, no tiene nada que vender excepto tus propias personas – y la riqueza de unos pocos, que crece continuamente aunque sus poseedores hayan dejado de trabajar hace mucho tiempo. (…) En la historia real el gran papel lo desempeñan, como es sabido, la conquista, el sojuzgamiento, el homicidio motivado por el robo: en una palabra, la violencia.” (p. 891-892) (2).

En otras palabras, en la fábula compuesta por la burguesía, la desigualdad entre empresarios y trabajadores es la consecuencia natural de las diferencias de aptitudes para el trabajo de unos y otros. La naturalización reside aquí en la transformación de diferencias que son el producto de las luchas entre sectores sociales en diferencias que ya se encuentran en la “naturaleza humana”. De este modo, la violencia desaparece del escenario, junto con la explotación del hombre por el hombre.

Pero no sólo la dominación económica de la burguesía está naturalizada. También lo está su dominación política. En rigor, desde que existen las clases sociales, los grupos dominantes han procurado naturalizar su dominación, para que ella no se viera como fruto exclusivo de la violencia. La naturalización de la dominación ha tenido tal eficacia que la obediencia de la mayoría a una minoría se da por sentada. El filósofo inglés David Hume (1711-1776) mostró esta situación en un notable ensayo, “De los primeros principios de gobierno”. (3).

“Nada más sorprendente para quienes consideran con mirada filosófica los asuntos humanos que la facilidad con que los muchos son gobernados por los pocos, y la implícita sumisión con que los hombres resignan sus sentimientos y pasiones ante los de sus gobernantes. Si nos preguntamos por qué medios se produce este milagro, hallaremos que, pues la fuerza está siempre del lado de los gobernados, quienes gobiernan no pueden apoyarse sino en la opinión, la cual es, por tanto, el único fundamento del gobierno, y esta máxima alcanza lo mismo a los gobiernos más despóticos y militares que a los más populares y libres. El sultán de Egipto o el emperador de Roma pueden manejar a sus inermes súbditos como a simples brutos, a contrapelo de sus sentimientos e inclinaciones, pero tendrán, al menos, que contar con la adhesión de sus mamelucos o de sus cohortes pretorianas.” (p. 21; el resaltado es mío).

El “milagro” de la dominación consiste en que la mayoría, que tiene la fuerza de su lado por el hecho mismo de ser mayoría, se somete a la minoría. Hume trastoca aquí la concepción de sentido común según la cual la fuerza está siempre del lado de los gobernantes, concepción que naturaliza la dominación al convertir en hecho natural la ubicación de la fuerza junto a los gobernantes. El conocimiento científico exige, como condición previa, el cuestionamiento de lo aceptado, del sentido común dominante en un lugar y en una época determinados. Por ello Hume habla de “milagro”, porque, una vez que se ha corrido el velo del sentido común, el sometimiento de la mayoría a la minoría se nos presenta como algo extraordinario.

Hume también pone en cuestión el papel de la violencia. Decir que un orden político se sostiene en base a la violencia es incompleto e insuficiente, pues deja sin explicar el porqué los ejecutores de la violencia obedecen a los gobernantes. A partir del reconocimiento de las limitaciones de la violencia queda abierto el camino para profundizar el estudio de los mecanismos que posibilitan la dominación política.  Hume avanza en ese camino postulando que la opinión es el instrumento por medio del cual se garantiza la dominación. 

“La opinión puede ser de dos clases, según se basa en el interés o en el derecho. Por mi opinión interesada entiendo sobre todo la derivada de las ventajas generales que proporciona el gobierno, unidas al convencimiento de que el imperante es tan beneficioso en este aspecto como cualquier otro que pudiera implantarse sin gran esfuerzo. Cuando esta opinión prevalece entre la mayoría de un estado, o entre quienes tienen la fuerza en sus manos, confiere gran seguridad a cualquier gobierno.” (p. 21).

En un lenguaje más moderno, podemos afirmar que Hume hace de la ideología el cemento que asegura la obediencia de los gobernados. Pero no se trata de una ideología abstracta, expresada en grandes principios. Es, por el contrario, una ideología que se deriva de la percepción de ventajas materiales (la propiedad es, en este sentido, también una ventaja material para quienes la poseen).

“El derecho es de dos clases: derecho al poder y derecho a la propiedad. El ascendiente que aquel primer concepto tiene sobre la humanidad se comprenderá fácilmente observando el afecto que todas las naciones profesan a su gobierno tradicional, e incluso a aquellos hombres que han obtenido la sanción de la antigüedad. Lo que tiene a su favor el peso de los años suele parecer justo y acertado…” (p. 21-22).

“Fácilmente se comprende que el derecho de propiedad es importante en todas las cuestiones de gobierno. Un destacado autor ha hecho de la propiedad el fundamento del gobierno y la mayoría de nuestros escritores políticos parecen inclinados a seguirle. Esto es llevar la cuestión demasiado lejos, pero hemos de conceder que las ideas sobre el derecho de la propiedad tienen gran influencia en esta materia.” (p. 22).

Bastan estas citas para exponer la posición de Hume sobre los principios que logran asegurar la obediencia de los gobernados. Aquí no dispongo de espacio suficiente para hacer el examen de los mismos. Basta indicar que el énfasis de Hume en los factores ideológicos (más allá de que, como señalé más arriba, se trata de una ideología ligada directamente a lo material) tiende a dejar de lado el hecho fundamental de que, en una sociedad capitalista, la obediencia de los gobernados, es decir, de los trabajadores, se apoya principalmente en la coerción económica. En otras palabras, quienes carecen de medios de producción y viven en una sociedad mercantil, no tienen más remedio que vender su fuerza de trabajo para poder acceder a las mercancías que precisan para vivir.

La obediencia de la mayoría a una minoría no es un hecho natural. Es un hecho “milagroso”, que requiere ser explicado yendo más allá de lo aparente. Y es precisamente esta búsqueda de explicación de lo cotidiano, de lo aparentemente sencillo y/o evidente, la tarea de la teoría social. Por lo menos, de una teoría social que pretende ir más allá de lo que interesa a la clase dominante.

Villa del Parque, lunes 23 de junio de 2014


NOTAS: 

(1)  Hobbes, Thomas. (1998) [1° edición: 1651]. Leviatán o la materia, forma y poder de una república, eclesiástica y civil. México D. F.: Fondo de Cultura Económica. Traducción española de Manuel Sánchez Sarto.

(2)  Marx, Karl. (1998). El capital: Crítica de la economía política. Libro primero: El proceso de producción de capital. México D.F.: Siglo XXI. Marx tiene un ilustre predecesor. Maquiavelo (1469-1527), en El príncipe, mostró como el Estado moderno tiene su origen en la violencia. El ya mencionado Hobbes hizo lo mismo en el Leviatán, donde la violencia es concebida como el rasgo fundamental del Estado.


(3)  Hume, David. (1994). Ensayos políticos. Madrid: Tecnos. Traducción española de César Armando Gómez. El ensayo citado en el texto se encuentra en las pp. 21-25. Salvo indicación en contrario, todas las citas de Hume corresponden a esta edición.