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viernes, 11 de octubre de 2019

HOBSBAWM ACERCA DEL IMPERIALISMO: APUNTES SOBRE LA ERA DEL IMPERIO




El historiador británico Eric Hobsbawm (1917-2012) es autor de una trilogía de obras sobre el siglo XIX (La era de la revolución, La era del capital, La era del imperio). Su lectura es imprescindible para la compresión del desarrollo y la expansión del capitalismo. A esta altura es innecesario afirmar que resulta imposible hacer sociología sin un profundo conocimiento de la historia.
The Age of Empire, 1875-1914, fue publicada en 1987 (Londres, Weidenfeld and Nicolson). Abarca un periodo crucial en el desarrollo del capitalismo, cuyos indicadores más notables son la expansión imperialista, el desarrollo de los regímenes democráticos y el crecimiento del movimiento obrero y del socialismo.
La presente ficha está dedicada al capítulo 3, cuyo título es homónimo al del libro. El capítulo está dividido en dos apartados. En el primero (pp. 65-82) se presentan las principales características del imperialismo; en el segundo (pp. 83-93), el impacto de la expansión occidental en el resto del mundo y el significado de los aspectos “imperialistas” del imperialismo para los países metropolitanos.
Nota bibliográfica:
Trabajé con la traducción española de Juan Faci Lacasta: Hobsbawm, E. (1998). La era del imperio, 1875-1914. Buenos Aires: Crítica. Entre corchetes figuran los comentarios y elaboraciones a partir del texto.


Hobsbawm indica que el período 1875-1914 se caracterizó por la aparición de un nuevo tipo de imperio, el imperio colonial. La supremacía económica y militar de los países capitalistas, incuestionada desde mucho tiempo atrás, se convirtió en conquista, anexión y administración formales de vastos territorios de África, Asia y Polinesia. La excepción fue el continente americano que, si bien constituía una dependencia económica de los países desarrollados, mantuvo su independencia política formal. [1]
El mundo (las zonas mencionadas arriba) fue repartido entre Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, los Países Bajos, Bélgica, EE.UU. y Japón.
El término imperialismo apareció en la década de 1870 y su uso se generalizó en la década de 1890. Se lo utilizó para designar la expansión colonial de las metrópolis capitalistas. El término adquirió la dimensión económica que conserva hasta la actualidad.
El imperialismo fue objeto de un debate, desarrollado especialmente entre los marxistas. La contribución más significativa fue la de V. I. Lenin (1870-1914), quien afirmó que la expansión colonial era uno de los aspectos de la nueva etapa del capitalismo. Dicha expansión permitía la explotación del mundo por las metrópolis y esto resultaba esencial para las potencias capitalistas. Por su parte, los participantes no marxistas señalaron que no existía conexión entre el imperialismo y la etapa contemporánea del capitalismo; en otras palabras, rechazaban que se tratase de un fenómeno de carácter económico (aunque reconocían que tenía aspectos económicos) y proponían explicaciones para la expansión colonial basadas en aspectos psicológicos, ideológicos, culturales y políticos.
Hobsbawm apunta que “nadie habría negado en la década de 1890, de que la división del globo tenía una dimensión económica” (p. 71). Por supuesto, afirmar la relación entre economía e imperialismo no alcanza para explicar el segundo. [No hay que cansarse de repetir que la teoría social siente horror – o, mejor dicho, debe sentir – frente a las explicaciones monocausales.]
El imperialismo tiene que ser puesto en el contexto más general de globalización de la economía [La conformación del mercado mundial, tal como indicaron Marx y Engels en el Manifiesto comunista (1848)]:
“El acontecimiento más importante en el siglo XIX es la creación de una economía global, que penetró de forma progresiva en los rincones más remotos del mundo, con un tejido cada vez más denso de transacciones económicas, comunicaciones y movimiento de productos, dinero y seres humanos que vinculaba a los países desarrollados entre sí y con el mundo subdesarrollado.” (p. 71).
La globalización de la economía capitalista implicó un enorme desarrollo de la red de transportes: la flota mercante, que había pasado de 10 a 16 millones de toneladas en el período 1840-1870, se duplicó en los cuarenta años siguientes; los ferrocarriles se ampliaron de 200.000 km. en 1870 hasta más de un millón de km. en vísperas de la PGM.
La expansión de los transportes respondía a la creciente demanda de materias primas y productos alimenticios por parte de las metrópolis capitalistas. Muchos de los materiales requeridos por las nuevas tecnologías eran producidos en las regiones subdesarrolladas. Era el caso del petróleo, el cobre, el estaño, el oro y los diamantes, etc.
“Estos acontecimientos no cambiaron la forma y las características de los países industrializados o en proceso de industrialización, aunque crearon nuevas ramas de grandes negocios cuyos destinos corrían paralelos a los de zonas determinadas del planeta, caso de las compañías petrolíferas. Pero transformaron el resto del mundo, en la medida en que lo convirtieron en un complejo de territorios coloniales y semicoloniales que progresivamente se convirtieron en productores especializados de uno o dos productos básicos para exportarlos al mercado mundial, de cuya fortuna dependían por completo.” (p. 73).
La demanda de las metrópolis capitalistas permitió el crecimiento de los países dependientes. Esto fue especialmente notorio en las colonias de población blanca (Australia, Canadá, Nueva Zelandia. También fue el caso de países formalmente independientes como Argentina o Uruguay). Sin embargo, ninguno de ellos siguió un camino de industrialización. “Sea cual fuere la retórico oficial, la función de las colonias y de las dependencias no formales era la de complementar las economías de las metrópolis y no la de competir con ellas.” (p. 74). En cambio, los países dependientes de población no blanca se beneficiaron con el alza de los precios de las materias primas y de los alimentos (situación que se prolongó, en rigor, hasta la gran crisis de 1929-1933), pero se concentraron en la producción de uno o dos productos de exportación y sufrieron fuertes crisis cuando caía el precio de sus productos exportables; en ellos y a diferencia de los anteriores, el crecimiento fue mucho más acotado. Además, los beneficios del comercio exterior eran acaparados por las clases dominantes, constituidas generalmente por terratenientes o grupos ligados al comercio de ultramar, quienes promovían una política de bajos salarios para potenciar sus beneficios.
Hobsbawm examina cada una de las explicaciones de la expansión colonial:
a)      La presión del capital para encontrar inversiones más favorables que las que se podían realizar en el interior de las metrópolis capitalistas. Debe ser descartada, porque el flujo de las inversiones (se refiere aquí al caso británico) se dirigía a las colonias en rápida expansión, sobre todo a las de población blanca.
b)     La búsqueda de mercados. Los capitalistas de las metrópolis pensaban que las crisis de sobreproducción [La existencia de grandes cantidades de mercancías que no encontraban compradores.] podían ser resueltas por medio de la posesión de colonias, que funcionarían como mercados de salida para el exceso de producción.
c)      Las consideraciones de orden estratégico. El caso emblemático es Gran Bretaña, interesada en proteger las rutas que conducían al núcleo de su imperio colonial: la India.
Hobsbawm rechaza los argumentos que separan la expansión imperialista de la situación de la economía capitalista. Agrega, además, otra consideración. El imperialismo “ayudaba a crear un buen cemento ideológico”:
“De forma más general, el imperialismo estimuló a las masas, y en especial a los elementos potencialmente descontentos, a identificarse con el Estado y la nación imperial, dando así, de forma inconsciente, justificación y legitimidad al sistema social y político representado por el Estado. En una era de política de masas (…) incluso los viejos sistemas exigían una nueva legitimidad.” (p. 79).
El atractivo del imperialismo se hizo sentir entre las nuevas clases medias y los trabajadores administrativos, “cuya identidad social descansaba en la pretensión de ser los vehículos elegidos del patriotismo.” (p. 79); fue menos importante o menos extendido entre los trabajadores. Como quiera que sea, la dominación sobre poblaciones de piel oscura tuvo arraigo popular en las metrópolis capitalistas: un sentimiento de superioridad unía a los hombres blancos occidentales. Hasta el trabajador más modesto era un “señor” en las colonias.
La expansión colonial motivó un ascenso de la acción misionera: protestantes y católicos se esforzaron por convertir a los indígenas. Pero los indígenas apenas fueron incorporados a las filas eclesiásticas. La Iglesia católica consagró los primeros obispos asiáticos recién en la década de 1920.
La izquierda (Hobsbawm se refiere sobre todo a los socialistas) fue antiimperialista. Sin embargo, “el socialismo fue hasta 1914 un movimiento de europeos y emigrantes blancos o de los descendientes de éstos. (…) El colonialismo era para ellos una cuestión marginal.” (p. 82). Lenin fue la excepción, pues consideraba que la periferia del capitalismo mundial estaba dotada de “material inflamable” para la revolución.
Al final del primer apartado, Hobsbawm sintetiza su noción de imperialismo:
“Era [el imperialismo] el producto de una época de competitividad entre economías nacionales capitalistas e industriales rivales que era nueva y que se vio intensificada por las presiones para asegurar y salvaguardar mercados en un período de incertidumbre económica (…). Formaba parte de un proceso de alejamiento de un capitalismo basado en la práctica privada y pública del laissez-faire, que también era nuevo, e implicaba la aparición de grandes corporaciones y oligopolios y la intervención cada vez más intensa del Estado en los asuntos económicos. Correspondía a un momento en que las zonas periféricas de la economía global eran cada vez más importantes.” (p. 82).


En el segundo apartado Hobsbawm examina las consecuencias económicas y políticas de la colonización. Pone en primer lugar el caso de Gran Bretaña. Los ingleses concentraron sus inversiones en Canadá, Australia y América Latina (en 1914, la mitad de todo el capital público a largo plazo emitido ese año se hallaba en dichos lugares). El capitalismo inglés obtuvo importantes beneficios de la explotación colonial de India y Sudáfrica. Sin embargo, la política imperialista inglesa tenía carácter defensivo; se trataba de preservar espacios geográficos frente a la expansión de potencias rivales.
Alemania y EE.UU, los dos grandes rivales económicos de Gran Bretaña, no dependían de sus imperios coloniales (mínimo en el caso norteamericano) para expandir sus economías. En cambio, Francia, más atrasada en su desarrollo, conquistó numerosas colonias.
“Podemos establecer algunas conclusiones con cierta seguridad. En primer lugar, el impulso colonial parece haber sido más fuerte en los países metropolitanos menos dinámicos desde el punto de vista económico, donde hasta cierto punto constituían una compensación potencial para su inferioridad económica y política frente a sus rivales, y en el caso de Francia, de su inferioridad demográfica y militar. En segundo lugar, en todos los casos existían grupos económicos concretos – entre los que se destacan los asociados con el comercio y las industrias de ultramar que utilizaban materias primas procedentes de las colonias – que ejercían una fuerte presión en pos de la expansión colonial, que justificaban, naturalmente, por las perspectivas de los beneficios para la nación. En tercer lugar, mientras que algunos de esos grupos obtuvieron importantes beneficios de esa expansión (…), la mayor parte de las nuevas colonias atrajeron escasos capitales y sus resultados económicos fueron mediocres. En resumen, el nuevo colonialismo fue una consecuencia de una era de rivalidad económica-política entre economías nacionales competidoras, rivalidad intensificada por el proteccionismo. Ahora bien, en la medida en que ese comercio metropolitano con las colonias se incrementó en porcentaje respecto al comercio global, ese proteccionismo tuvo un éxito relativo.” (p. 86).
A continuación, Hobsbawm analiza los aspectos culturales de la expansión imperialista.
En los países dependientes, los cambios afectaron “a las elites indígenas, aunque hay que recordar que en algunas zonas, como en el África subsahariana, fue el imperialismo o el fenómeno asociado de las misiones cristianas, el que creó la posibilidad de que aparecieran nuevas elites sociales sobre la base de una educación a la manera occidental.” (p. 86). La gran masa de la población de esos países mantuvo su forma de vida con pocas modificaciones. Sin embargo, el impacto sobre las elites, que puede denominarse occidentalización (la adopción de costumbres y formas de pensar propias de Europa occidental), sentó las bases para el posterior desarrollo del nacionalismo y las luchas antiimperialistas. Menciona como ejemplo a Gandhi (1869-1948). En síntesis, “la era del imperio creó una serie de condiciones que determinaron la aparición de líderes antiimperialistas y, asimismo, las condicionas que (…) comenzaron a dar resonancia a sus voces.” (p. 88).
Respecto a la influencia de los países dependientes sobre las metrópolis. Salvo el caso de las vanguardias artísticas, que consideraron  en un pie de igualdad a las producciones artísticas del mundo subdesarrollado, surgió la novedad,
“de que cada vez más y de forma más general se consideró a los pueblos no europeos y a sus sociedades como inferiores, indeseables, débiles y atrasadas, incluso infantiles. Eran pueblos adecuados para la conquista o, al menos, para la conversión a los valores de la única civilización real, la que representaban los comerciantes, las misiones y los ejércitos de hombres armados, que se presentaban cargados de armas de fuego y de bebidas alcohólicas. En cierto sentido, los valores de las sociedades tradicionales no occidentales fueron perdiendo importancia para su supervivencia en un momento en que lo único importante eran la fuerza y la tecnología militar.” (p. 89).
El desdén y el desprecio fueron las actitudes más comunes del europeo medio hacia los pueblos conquistados. Sólo algunos misioneros y funcionarios coloniales se esforzaron por comprender las diferencias entre la sociedad occidental y las sociedades colonizadas.
Hobsbawm cierra el capítulo señalando que a finales del siglo XIX comenzó a cundir cierta preocupación entre intelectuales y funcionarios de los países imperialistas. Existía la conciencia de la enormidad de los territorios conquistados, de la magnitud de las poblaciones sometidas y de los exiguos recursos de las metrópolis para sostener esa dominación. El temor al despertar de los pueblos conquistados se expresó en diversos escritos. [2] Esta cuestión se hallaba ligada a la expansión de las ideas democráticas, pues ellas aparecían como la antítesis de la dominación imperialista.

Parque Avellaneda, viernes 11 de octubre de 2019


NOTAS:
[1] Argentina y Uruguay son caracterizadas como “territorios coloniales «honoríficos»” de Gran Bretaña. (p. 75).
[2] Varios intelectuales pensaban que la industria y las tareas más pesadas serían desplazadas hacia las colonias. Las metrópolis quedarían reducidas a la situación de “rentistas”.

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