Viajar en tren desde el
centro hasta las áreas suburbanas de una gran ciudad nos da un buen panorama
del tamaño de nuestra sociedad. En el viaje se pasa desde zonas donde vive la
gente adinerada a los barrios donde sobreviven los parias del sistema. En el medio,
toda una variedad de condiciones sociales. El viaje también nos da la pauta de
lo numerosa que es la población de una
sociedad moderna. Gente, gente y más gente. Se edifican viviendas en zonas cada
vez más alejadas del centro histórico de la ciudad. Lo urbano se come a lo
rural.
No es nuestra intención
hacer una descripción de las urbes modernas, sino hacer notar que en ellas las
personas viven encerradas sobre sí misma en el marco de un apiñamiento más o
menos generalizado. Así, se puede habitar en un edificio donde viven decenas de
familias y no saber nada de ninguna de ellas en particular. Dos personas pueden
cruzarse a diario en un ascensor y no cambiar entre sí más que un saludo
formal.
El desconocimiento de
nuestros semejantes es una pauta universal en la sociedad capitalista moderna.
No hay nada de novedoso en esto (hace ya mucho tiempo que Karl Marx escribió
que en el mercado los individuos eran “recíprocamente indiferentes”). Pero
cuando se piensa en ello, el efecto es abrumador.
La indiferencia ante el
prójimo tiene como correlato la construcción de apariencias cada vez más
elaboradas. Dicho de otro modo, las personas nos forjamos máscaras con el
objeto de adquirir seguridad en un mundo inhumano. En este punto, no nos
interesan las implicancias psicológicas de la cuestión. Sí corresponde decir
que esas máscaras constituyen un obstáculo para el conocimiento de la sociedad.
Pierre Bourdieu escribió
alguna vez que los sociólogos tienen que luchar con “la maldición de los
objetos de estudio que hablan”. Para el sociólogo, las personas son el
principal objeto de estudio y ellas construyen justificaciones de sus acciones.
No hay que olvidar que el sociólogo también es una persona que elabora
justificaciones. Los objetos “que hablan” se rodean de un universo de
justificaciones. Ese mundo discursivo se superpone a las relaciones mercantiles
y contribuye a profundizar el desconocimiento mutuo entre los individuos.
Las construcciones
discursivas exceden largamente el marco de lo individual y de lo
autojustificatorio. Esto es así porque las personas comparten condiciones de
vida semejantes. “No se piensa de la misma forma en una choza que en un palacio”,
decía Maquiavelo. De modo que cada grupo desarrolla una forma peculiar de verse
a sí mismo y a los otros grupos. Esta concepción se denomina ideología.
La combinación de
condiciones de vida que hacen a los seres humanos recíprocamente indiferentes y
de ideologías que justifican la posición que ocupa cada grupo social,
dificultan enormemente el conocimiento de la sociedad. Las condiciones de vida
parecen emanar de las cosas mismas, no de las personas, y la ideología viene a
naturalizar esas condiciones: “pobres hubo siempre”, “los negros son vagos, no
quieren trabajar”, etc., etc. Hay que tener presente que nuestra sociedad se
caracteriza, entre otras cosas, por la desigualdad en la distribución del poder
entre los distintos grupos sociales. Hay un grupo que controla los medios de
producción y, por lo tanto, es la clase dominante en la sociedad. Más adelante
desarrollaremos la relación entre la clase dominante y la propiedad de los
medios de producción. Por ahora nos concentraremos en la ideología que
desarrolla la clase dominante.
La clase que ejerce la
dominación en la sociedad está interesada en presentar su dominio como algo
natural, algo que está en conformidad con la naturaleza y la razón. Dicho en
otros términos, si la sociedad funciona es porque existe una clase dominante
que posibilita ese funcionamiento gracias a sus dotes para la organización. Hay
orden porque existe esa clase. Su dominación no es una cuestión política (son
quienes tienen “la sartén por el mango y el mango también”), sino técnica.
Según este argumento, los empresarios dirigen el proceso productivo no porque
tengan la propiedad o el control de los medios de producción, sino porque las
condiciones de la producción moderna exigen que haya empresarios para que el
proceso esté organizado de manera eficiente. Sin empresarios no hay generación
de puestos de trabajo. Este es, palabras más palabras menos, el argumento de
los empresarios.
Por el momento no vamos a
someter a discusión las razones expuestas por los empresarios. Basta decir que
ellos están especialmente interesados en elaborar justificaciones de la
posición que ocupan en la sociedad, pues gozan de un estándar de vida muy
diferente al del resto de la sociedad. Debido a ello es sensato dudar del valor de su
argumentación. En esta instancia del curso es más provechoso preguntarse: ¿Cómo
los empresarios llegaron a ocupar el sitio privilegiado que tienen en la
sociedad?
Los señores empresarios
responden a esto con un pequeño cuento.
Había una vez un hombre (o
una mujer) emprendedor, trabajador, henchido del espíritu de innovación. Ese
hombre trabajó, trabajó. Ahorró, ahorró. Gracias a su sacrificio se hizo de una
fortuna. Ahora es dueño de varias empresas transnacionales y su riqueza
equivale a los ingresos sumados de centenares de millones de prójimos. Colorín
colorado, este breve cuento se ha terminado.
Ya hemos visto que la
historia es una herramienta útil para desarmar a los discursos que naturalizan
la realidad social. Pero todavía no hemos aplicado esa herramienta en un caso
concreto. En la siguiente entrega utilizaremos la historia para desarmar el
cuento forjado por los empresarios.
San Martín, miércoles
22 de mayo de 2013
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