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sábado, 13 de noviembre de 2010

LA DICTADURA Y LOS EFECTOS DE LA REPRESIÓN SOBRE LAS FORMAS DE ORGANIZACIÓN POLÍTICA



El artículo que transcribo a continuación fue escrito con Myriam Ford.

Fue publicado en la revista QUÉ HACER. POR EL REARME TEÓRICO DE LA CLASE TRABAJADORA, Nº 1, primavera de 2006, pp. 70-78.

La idea rectora del presente artículo consiste en impulsar el debate en torno a las consecuencias de la dictadura, planteando que no se trata de un mero ejercicio de rescate de la memoria[1], sino de repensar los acontecimientos que marcaron un corte en la historia de nuestro país, cuyas consecuencias siguen vigentes a través de una distribución del poder social que no se ha modificado desde entonces.

En este sentido, el objetivo central es debatir las consecuencias de la represión sobre las formas de organización política. Partimos de caracterizar los objetivos políticos de la última dictadura como un intento de destruir toda forma de organización de los trabajadores, sean estas gremiales, políticas, militares, religiosas, comunitarias, etc., cortando de raíz cualquier tipo de cuestionamiento a las relaciones capitalistas de organización de la producción.

En definitiva, la dictadura militar estableció los límites de la discusión política en Argentina. Estos límites no han sido traspasados desde entonces y se traducen, en el campo de la izquierda, en las actuales experiencias de asambleísmo, autonomismo, horizontalidad, etc. Dichas experiencias se encuentran marcadas, en muchos casos, por el cuestionamiento a la idea misma de organización y, fundamentalmente, por la ausencia de planteos estratégicos dirigidos hacia la toma del poder.

Comenzaremos con los aportes realizados por Rodolfo Walsh (1993) sobre el tema de la organización. A continuación nos referiremos a los efectos de la represión sobre las organizaciones populares. Finalmente, discutiremos algunas características de las nuevas formas de organización política surgidas a partir de la crisis de 2001.

1.

La elección de los textos de Walsh no es casual. Se trata de una serie de escritos redactados por un intelectual militante - protagonista de las experiencias de auge de las luchas populares de las décadas del ’60 y ’70 -, en un momento de profunda derrota de las organizaciones revolucionarias, cuando la perspectiva de la toma del poder se presentaba más lejana que nunca. En este sentido, su obra representa un punto destacado en el desarrollo de la concepción sobre la organización y sus tareas. A la vez, resulta significativa la escasa atención prestada a sus análisis por la dirección de Montoneros, concentrada en una reducción militarista de la política de la cual derivaba un rechazo a cualquier tipo de análisis sobre los cambios en las relaciones de fuerzas que suponía la dictadura en el poder así como a las modificaciones tácticas necesarias para preservar tanto a la organización como a sus militantes.

Para los fines de este artículo, hemos dividido los aportes de Walsh en dos grandes temáticas:

a) En lo coyuntural, desarrolla la situación de repliegue sobre el peronismo por parte de las masas luego del golpe. Analiza, de un lado el error militarista de Montoneros, luego, la necesidad de preservar a las fuerzas populares para la futura lucha por el poder. En este sentido, creemos que el autor apunta al nudo central del problema de la organización en un momento donde la derrota se torna cada vez más clara: la desvinculación de Montoneros con respecto a las organizaciones de la clase trabajadora sobre la base de una concepción triunfalista y militarista. “Naturalmente, si nosotros pensamos que la crisis del capitalismo es definitiva, no nos queda otra propuesta política que no sea el socialismo más o menos inmediato, acolchado en un período de transición, y esta propuesta contribuye a relegar el peronismo al museo. Todos desearíamos que fuera así, pero en la práctica sucede que nuestra teoría ha galopado kilómetros delante de la realidad. Cuando eso ocurre, la vanguardia corre el riesgo de convertirse en patrulla perdida” (Walsh, 1993:157)

b) En lo táctico, propone la organización como factor de preservación de los esfuerzos populares. Para Walsh la organización depende directamente del análisis de la situación concreta y cómo esta varía en función de la situación de avance o de repliegue de las masas, de las relaciones de fuerza en un momento histórico determinado. “La organización para la resistencia difiere en aspectos sustanciales de la organización para la guerra. Esta última es centralizada, homogeneizada a través del funcionamiento partidario y dependiente de un aparato especializado. La organización de la resistencia se basa en grupos reducidos e independientes, cuyo nexo principal es la unidad por la doctrina (a expensas de la unidad funcional)- y que en función de una gran autonomía táctica rescatan hasta cierto punto la “integralidad” del cuadro individual.” Walsh, 1993: 197).

Para cerrar este apartado podemos sugerir que hay tres aspectos clave en sus desarrollos. En primer lugar, el planteo de la necesidad de analizar una situación concreta más allá de todo voluntarismo. En segundo, la previsión por mantener el vínculo de la organización político – militar con las organizaciones de los trabajadores en un momento de repliegue. Finalmente, la preocupación por preservar la integridad física de los militantes.

2.

A partir de aquí, discutiremos tanto los efectos de la represión sobre las organizaciones - que consideramos un factor central en la supresión de toda posibilidad de pensar en el poder - como las consecuencias de la eliminación de cuadros en la transmisión de experiencias organizativas[2].

Las previsiones de Walsh acerca de la derrota de las organizaciones revolucionarias se cumplieron en toda la línea, inclusive en un grado aún mayor que el que había previsto. Según su análisis, ya a fines de 1976 estaba claro que la derrota militar de las organizaciones populares era un hecho, por lo que era necesario “reconocer que las OPM han sufrido en 1976 una derrota militar que amenaza convertirse en exterminio, lo que privaría al pueblo no sólo de toda perspectiva de poder socialista sino de toda posibilidad de defensa inmediata ante la agresión de las clases dominantes.” (Walsh, 1993:158)[3]. En un contexto en el que se estaban verificando “10 bajas propias por cada baja enemiga” (Walsh, 1993:196), no cabía otra posibilidad que organizar un repliegue que permitiera la preservación de la organización revolucionaria a fin de evitar que la victoria militar del Ejército se transformara en victoria política, la cual modelaría “un tipo de sociedad estable fundado en la explotación” (Walsh, 1993:196).

La ofensiva militar arrasó a las organizaciones revolucionarias, quienes perdieron gran parte de sus cuadros en el período 1976-77. Lo mismo ocurrió con las conducciones clasistas y los militantes combativos del movimiento obrero. Al no poder oponer al avance militar una estrategia de repliegue que preservara a los cuadros y un mínimo de organización, la derrota militar se transformó en una derrota política.

En este punto es necesario calibrar la magnitud de esta derrota. En primer lugar, hay que decir que las organizaciones revolucionarias derrotadas habían logrado trasponer, a partir del proceso iniciado con el Cordobazo, la concepción tradicional de la izquierda argentina hacia el poder. Para ésta, el poder era un objetivo demasiado lejano como para tener relevancia práctica en la construcción de las formas de organización. En los hechos, desde la llegada del peronismo al gobierno (1946) la izquierda no había pensado en términos de elaborar estrategias para la toma del poder.[4] En este sentido, la nueva izquierda, forjada al calor de las movilizaciones obreras y populares de fines de los ’60, representaba un corte con dicha tradición, puesto que para sus militantes la cuestión del poder era el problema político central.

En segundo lugar, las organizaciones revolucionarias tenían una importante inserción en el movimiento obrero, más allá de la identidad mayoritariamente peronista del mismo, lo cual significaba un salto cualitativo respecto al período 1945-69. Esta combinación de organizaciones revolucionarias y movimiento obrero, que en el imaginario de las clases dominantes se había plasmado en el Cordobazo, era percibida como particularmente peligrosa para la estabilidad capitalista en Argentina.

En tercer término, el crecimiento de Montoneros y otras vertientes de izquierda en el peronismo así como la muerte de Perón parecían poner en cuestión la capacidad de este para contener a los sectores revolucionarios y poner freno a las luchas de los trabajadores y su radicalización. A su vez, la experiencia del período 1955-73, en el que los sectores dominantes optaron por la proscripción política como medio para desarticular al peronismo, se había mostrado no sólo ineficaz, sino que había contribuido a radicalizar a vastos sectores del movimiento peronista.

En este marco, la dictadura se propuso desarmar la capacidad de lucha de los trabajadores y demás sectores populares. Para ello actuó principalmente en dos frentes: a) la liquidación física de los cuadros del movimiento obrero y popular, y de las organizaciones armadas, como forma de destruir el cuestionamiento directo a la dominación capitalista. La extensión de las luchas en el período 1969-76 y la capacidad que habían mostrado las organizaciones en varios momentos de dicho período por actuar en conjunto con sectores del movimiento obrero explica en buena medida el carácter brutal y despiadado de la represión. El objetivo no consistía sólo en suprimir a dirigentes y cuadros de todas las organizaciones que cuestionaran al capitalismo o simplemente defendieran con decisión los intereses de los trabajadores y los sectores populares, sino que también implicaba la aplicación desmedida del terror para disuadir a todos aquellos que quisieran intervenir en actividades políticas y sindicales.

b) la destrucción de las bases materiales de la alianza de clases que había tenido en el peronismo su expresión política. Más allá de las variaciones coyunturales, la política económica de Martínez de Hoz estuvo dirigida a favorecer la concentración y centralización del capital, a debilitar a la pequeña y mediana empresa ligadas al mercado interno, a deteriorar la capacidad del Estado de fijar políticas económicas a partir del crecimiento de la deuda externa y a quebrar la capacidad de resistencia de los sindicatos al romper las reglas de juego del modelo de desarrollo por sustitución de importaciones. Aunque puede decirse que la política de Martínez de Hoz no tuvo un éxito completo, sí cabe afirmar que la centralización del capital y el aumento desmesurado de la deuda externa limitaron sustancialmente los márgenes de maniobra de los actores sociales que habían intervenido en la alianza de clases propia del peronismo tradicional.

La ofensiva de la dictadura, encarada en los dos frentes mencionados, tuvo éxito en destruir a las organizaciones revolucionarias, en diezmar a los cuadros del movimiento obrero y en desarmar las bases sociales del peronismo tradicional. Todo esto tuvo su correlato en el plano de la teoría de la organización. Esto se notó especialmente en el período posterior a la caída del régimen militar.

En 1983, con la llegada de Alfonsín al gobierno, la izquierda y el movimiento obrero se mostraron incapaces de revertir la derrota política del período anterior y debieron mantenerse a la defensiva. Las organizaciones de izquierda -más allá de las diferencias de matices-, demostraron una notoria incapacidad por elaborar una estrategia de largo plazo que permitiera recuperar el terreno perdido y disputar el control ideológico de los sectores populares a la clase dominante. De hecho, una de las causas y efectos de esta situación fue el abandono de la discusión por el poder en el seno de las agrupaciones y partidos de izquierda. Aquí nos referimos no a la discusión por el poder en abstracto[5], sino a los problemas concretos de la constitución de formas embrionarias de poder popular, a la educación política de los sectores populares, a la elaboración de una estrategia dirigida a conformar un bloque contrahegemónico entre los trabajadores y los demás sectores populares, estrategia que debía basarse, a su vez, en un estudio profundo de las transformaciones sufridas por el capitalismo argentino a partir de la implementación de la política económica de Martínez de Hoz. De hecho, y esto se intensificó en la década del ’90, el verbalismo revolucionario se acentuó a medida que la izquierda se alejaba de la discusión efectiva del poder y se volvía, si cabe, todavía más inofensiva.[6]

En este sentido, la represión por un lado y el ataque a las conquistas y organizaciones de los trabajadores fueron la base de la permanencia democrática post-dictadura. Como bien señala Rozitchner (s/f) “El terror militar refrenó cruelmente lo que antes la sociedad civil había expandido y ganado como experiencia colectiva. (...) Vivimos en una “democracia aterrorizada”, porque sus marcas, interiorizadas, permanecen organizando el espacio de la paz política. Prolongan el terror que se expandió, como experiencia colectiva, desde la dictadura económico – militar – religiosa. Esta limitación de muerte está profundamente enraizada en la subjetividad de cada ciudadano. Es, aunque no se lo note, el fundamento invisible de la ley jurídica y de la legalidad política. Por eso las nuevas leyes impuestas sobre la población “pacificada” consolidan, sin resistencia, la expropiación por el poder económico de los derechos civiles en el campo individual y laboral. (p.1).

El alejamiento de la problemática de la toma del poder y al imposibilidad para procesar las transformaciones económico-sociales y formular así una estrategia de largo plazo, tuvieron varias consecuencias para los partidos y organizaciones de izquierda. En primer lugar, se produjo una pérdida de influencia ideológica entre los intelectuales y vastos sectores de la clase media, la cual fue capitalizada posteriormente por el menemismo y las demás vertientes del neoliberalismo. En segundo lugar, se reprodujo al interior de la izquierda un acentuado proceso de fragmentación, facilitado, en nuestra opinión, justamente por la ausencia de la necesidad de pensar en términos de conquista del poder. En tercer lugar, se verificó un extremo debilitamiento de la inserción de la izquierda en el movimiento obrero, tanto más acentuado si se tiene en cuenta que ya se partía, aún antes de la dictadura, de una situación sumamente desfavorable frente al sindicalismo peronista.

3.

En diciembre de 2001 la crisis del gobierno de De La Rúa terminó en una gran rebelión popular que echó por tierra al estado de sitio y con él al gobierno. No disponemos aquí de espacio suficiente para analizar detenidamente las características de este movimiento y las contradicciones contenidas en él. Pero sí queremos detenernos en la forma en que los partidos y organizaciones de izquierda actuaron frente a los acontecimientos. Antes de comenzar el análisis debe tenerse en cuenta que la caída de De La Rúa se produjo, por lo menos en ciudad de Buenos Aires y el Conurbano, en el marco de grandes movilizaciones de masas, en las que se destacaron los sectores de clase media y los desocupados.

Frente a esta situación, las organizaciones de izquierda mostraron una serie de limitaciones propias del abandono de una estrategia centrada en la toma del poder y en la escasa relevancia conferida al debate sobre las cuestiones de organización. Puede decirse, al respecto, que los sucesos de 2001 encontraron a la izquierda argentina desarmada en el terreno teórico y práctico.

Estas limitaciones pueden resumirse en dos aspectos principales:

a) La falta de una estrategia tendiente a unificar las luchas de los desocupados y los sectores de la clase media con las de los trabajadores. De hecho, en el período comprendido entre 1983 y 2001 el conjunto de las organizaciones de izquierda careció de una política de largo plazo para el movimiento obrero, la cual pudiera revertir su escasa inserción en el mismo, potenciada por los efectos devastadores de la dictadura sobre los militantes clasistas.

b) La apelación al espontaneísmo y al asambleísmo como formas de acción políticas de las masas. Aunque esta no fue una actitud generalizada en todas las organizaciones de izquierda, tuvo un peso importante en enero de 2002. El fracaso del movimiento de las Asambleas Populares es la expresión más clara de esta línea política. Sin embargo, y a despecho de esto, a partir de 2001 tuvo lugar, sobre todo en agrupaciones juveniles y grupos independientes, un auge de las concepciones que privilegiaban la espontaneidad y la horizontalidad en detrimento de cualquier forma de organización que contuviera elementos de dirección.[7]

En definitiva, la derrota política de la izquierda revolucionaria a manos de la dictadura se perpetuó en el período posterior a la caída del régimen militar. La política de exterminio llevada adelante por los militares creó grandes trabas a la transmisión de la experiencia organizativa de la generación que había intervenido en las luchas populares iniciadas con el Cordobazo, con lo que se perdieron los logros alcanzados en torno a la teoría de la organización. Así como las masas debieron, según Walsh, replegarse en el peronismo tradicional frente al embate de la dictadura, la izquierda debió replegarse sobre los modelos de las organizaciones de la izquierda tradicional. Esto potenció la pérdida de influencia política de la izquierda y le impidió enfrentar exitosamente el desafío implicado por la etapa democrática. Además, la separación entre la izquierda y las masas generó, en varias oportunidades, el desarrollo de políticas oportunistas, las cuales reemplazaban a la elaboración de una estrategia de construcción contrahegemónica.[8] A su vez, los continuos fracasos de las organizaciones y partidos de izquierda en las décadas del ’80 y del ’90 llevaron a que muchos militantes jóvenes renegaran de toda forma de organización y transformaran lo que era un efecto de la derrota - la ausencia de una teoría y de una construcción de la organización revolucionaria - en una virtud en sí misma. Demás está decir que todo esto permitió la reproducción del desarme político promovido por la dictadura.

Para salir de la derrota política creemos necesario recuperar la vasta experiencia de lucha y organización acumulada en el período anterior a la dictadura y estudiar detenidamente los cambios experimentados por el capitalismo en el período posterior a 1976. Sólo la formulación y puesta en práctica de una estrategia de largo plazo - que encuadre tanto la reinserción de la izquierda en el movimiento obrero como el desarrollo de vínculos con los demás sectores populares - dirigida hacia la conquista de del poder permitirá clausurar, mediante una nueva política revolucionaria, la etapa de derrota iniciada en 1976.

Bibliografía

Gramsci, A. (2003) Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno. Buenos Aires: Nueva Visión.

Marx, K. (1973) Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850. Bs. As.: Anteo.

Marx, K. y Engels (1985) La ideología alemana. Buenos Aires, Ediciones Pueblos Unidos y Cartago.

Marx, K. (1991) El capital. México: Siglo XXI. Tomo I. Vol. 1. Cap. I y V.

Rozitchner, L. (s/f) La democracia aterrorizada (on line) Disponible en www.sociologiapraxis.com.ar/30golpe.htm Con acceso 8/05/06

Walsh, R. (1993) Aporte a la discusión del informe del Consejo; Aporte a una hipótesis de resistencia” y Cursos de Guerra en enero - Junio de 1977 según la hipótesis enemiga”. Revista Unidos, 5 y 6.


[1] El 30º aniversario del golpe de Estado de 1976 ha motivado la realización de un gran número de actos conmemoratorios, en los que la nota central está dada por la recuperación de la memoria, por el “nunca más” y por la condena de la barbarie militar. En la inmensa mayoría de los casos el golpe es presentado como un suceso histórico (esto es, como algo que ya pertenece definitivamente al pasado), producto de la maldad intrínseca de los militares de esa época. Nosotros, por el contrario, postulamos que el golpe es un hecho actual, en el sentido de que sus consecuencias siguen manifestándose plenamente en la actualidad; y que su conmemoración no debe ser un hecho ético o moral, sino esencialmente político, dado que el bloque dominante que promovió el golpe ha mantenido su posición de dominio durante los últimos 30 años de historia argentina.

[2] Como contexto de este proceso debemos tomar en cuenta los cambios estructurales que tendieron a fragmentar al movimiento obrero, a disgregarlo y que generaron una relación de fuerzas mucho más favorable a la burguesía, de lo que había sido entre las décadas del ‘40 y principios de los ‘70.

[3] Asimismo, en un escrito del 2 de enero de 1977: “Se parte de la hipótesis de que la guerra en la forma en que la hemos planteado en 1975-1976 está perdida en el plano militar y que la derrota militar se corresponde en el plano político con el repliegue de las masas” (Walsh, 1993:194).

[4] En líneas generales, esta afirmación es correcta para el período anterior, que comienza con la fundación del Partido Socialista (1896). El viejo socialismo argentino nunca se pensó como una fuerza política capaz de hacerse con el poder, sino más bien como un contrapeso de las formaciones políticas tradicionales y como un motor de reformas. En el caso del Partido Comunista, la situación es más compleja, pero su subordinación a la política del PCUS cortó toda posibilidad de desarrollo de una estrategia autónoma.

[5] Al respecto, resulta absolutamente válida una crítica de Walsh a Montoneros, en la que sostiene que “un oficial montonero conoce, en general, cómo Lenin y Trotsky se adueñan de San Petersburgo en 1917, pero ignora cómo Martín Rodríguez y Rosas se apoderan de Buenos Aires en 1821. La toma del poder en Argentina debería ser, sin embargo, nuestro principal tema de estudio, como lo fue de aquellas clases y de aquellos hombres que efectivamente lo tomaron. Perón desconocía a Marx y Lenin, pero conocía muy bien a Irigoyen, Roca y Rosas, cada uno de los cuales estudió a fondo a sus predecesores.” (1993: 203).

[6] El verbalismo revolucionario se acentuó junto con el aislamiento de las organizaciones de izquierda, el abandono de la militancia y la progresiva masificación de una concepción negativa respecto a los partidos políticos en general y a los de izquierda en particular, concepción que era promovida por el neoliberalismo, con su énfasis en la individualización de los procesos sociales. A la par, esta situación hacía que la izquierda se alejara cada vez más de la discusión efectiva del poder, lo cual, a su vez, retroalimentaba todo el proceso.

[7] Estas concepciones constituyen una amalgama de diferentes concepciones, entre las que se encuentran la influencia del zapatismo, del autonomismo, del rechazo a la globalización, las teorías posmodernistas e, inclusive, elementos de anarquismo individualista a là Stirner que fuera criticado por Marx y Engels en La ideología alemana. Más allá de las innegables diferencias entre estas corrientes, todas tienen en común el rechazo de la organización centralizada - y, en muchas ocasiones, el rechazo a todo tipo de organización - como forma de construcción de una política revolucionaria.

[8] Gramsci, refiriéndose a los planteos que sostenían que era imposible la “previsibilidad” de los hechos sociales, escribió: “Si los hechos sociales son imprevisibles y el mismo concepto de previsión es puro sueño, lo irracional no puede menos que dominar y toda organización de hombres es antihistórica, es un ‘prejuicio’. Sólo corresponde resolver en cada caso y con criterio inmediato, los particulares problemas prácticos planteados en el desarrollo histórico (…) y el oportunismo es la única línea posible.” (Gramsci, 2003: 11).

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