Vistas de página en total

jueves, 11 de agosto de 2022

EL EDÉN DE LOS PROPIETARIOS: ESTADO DE NATURALEZA EN LOCKE





“El gobierno civil ha de ser el remedio contra las inconveniencias

que lleva consigo el estado de naturaleza, las cuales deben ser, ciertamente,

muchas cuando a los hombres se les deja ser jueces de su propia causa.

John Locke

 

John Locke (1632-1704) es uno de los fundadores del liberalismo político. Su obra Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil (1690) es, a la vez, una justificación de la Revolución “Gloriosa” de 1688 y una defensa de los principios fundamentales del liberalismo.

Pero Locke no sólo es conocido por su papel en los orígenes del liberalismo; una de sus contribuciones más destacadas en el terreno de la filosofía política consiste en la elaboración del contractualismo, una corriente central en la teoría política europea de los siglos XVII y XVIII. En este blog hemos dedicado bastante espacio al contractualismo; basta indicar, por ejemplo, las fichas dedicadas a Thomas Hobbes (1588-1679). Por ello resulta innecesario prolongar esta introducción con una descripción más o menos detallada del contractualismo. Aquí basta con indicar que el contractualismo parte del supuesto que afirma que los SH no son seres sociales por naturaleza, como afirmaba el viejo Aristóteles (384-322 a. C.), sino que originalmente vivían separados unos de otros, en EN. Este EN era dejado de lado mediante un pacto o contrato entre los individuos, el cual daba origen a la sociedad política.

Locke aportó al contractualismo una concepción peculiar del EN, al que concebía como un verdadero paraíso de los propietarios, pues en él cada individuo forjaba su propiedad privada mediante el propio trabajo, podía acumular riquezas más allá de sus necesidades gracias al oro y a la plata, y no debía pagar impuestos, pues el Estado todavía no existía. Sin embargo, “todo lo sólido se desvanece en el aire”, y el Edén de los propietarios desapareció, derribado no por el pecado original sino por el prosaico egoísmo de los propietarios.

Esta ficha, dedicada al capítulo 2 de la obra [1], cuenta la fábula del Edén de los propietarios. Es, por cierto, una historia imaginaria, dado que jamás hubo EN en ningún lugar ni en ninguna época. No obstante ello, la historia resulta edificante para quienes en la actualidad pretenden revivir la utopía del individuo aislado y egoísta.

Nota bibliográfica:

Para la redacción de estas notas se ha utilizado la traducción española de Carlos Mellizo: Locke,J. (2000). Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil: Un ensayo acerca del verdadero origen, alcance y fin del Gobierno Civil. Madrid: Alianza. 238 p. (El libro de bolsillo, Area de conocimiento: Humanidades; 4415). Traducción por Carlos Mellizo. Incluye: Prólogo, por Carlos Mellizo.- Nota a la traducción, por Carlos Mellizo.- Selección bibliográfica. Salvo indicación en contrario, todas las citas corresponden a esta edición.

Abreviaturas:

EN= estado de naturaleza / NH= naturaleza humana / SH= seres humanos


En el principio fue el EN… Es curioso comenzar un estudio de la sociedad política postulando su inexistencia. La cuestión es todavía más curiosa si se tiene en cuenta que no existe registro histórico (mucho menos, si cabe, en la época de Locke) en donde se describa una situación de ausencia de sociedad. Para enojo de los individualistas a ultranza, somos seres sociales. Pero entonces, ¿por qué el EN?

Locke lo explica en la primera oración del capítulo: “Para entender el poder político, y para deducirlo de lo que fue su origen, hemos de considerar cuál es el estado en que los hombres se hallan por naturaleza” (p. 36). En otros términos, la función del EN es servir de base para deducir” el poder político “de lo que fue su origen”. O sea, el EN es una herramienta lógica, una premisa que utiliza para inferir de ella las características del poder político. En otras palabras, lo que verdaderamente importa es el Estado.

Yendo al grano. El EN,

“es el estado en que los hombres se hallan por naturaleza (...) estado de perfecta libertad para que cada uno ordene sus acciones y disponga de posesiones y personas como juzgue oportuno, dentro de los límites de la ley de naturaleza, sin pedir permiso ni depender de la voluntad de ningún otro hombre.” (p. 36)

Los SH poseen “perfecta libertad”, posesiones y personas. Por eso, el EN es el Edén de los propietarios. A estos rasgos del EN (libertad, posesión), agrega la igualdad: “Es [el EN] un estado de igualdad, en el que todo poder y jurisdicción son recíprocos, y donde nadie los disfruta en mayor medida que los demás.” (p. 36) La igualdad es un rasgo de la NH:

“Nada hay más evidente que el que las criaturas de la misma especie y rango, nacidas todas ellas para disfrutar en conjunto de las mismas ventajas naturales, hayan de ser también iguales entre sí, sin subordinación o sujeción de unas o otras” (p. 36).

Locke sigue el sendero inaugurado por Hobbes. Los SH son iguales, afirmación que representa un corte radical con el pensamiento clásico, basado en la noción de la desigualdad natural de las personas.

Pero, el EN es un estado de libertad, pero no un estado de licencia. O sea, cada individuo no puede hacer cualquier cosa (no es un estado de guerra de todos contra todos, tal como sostenía Hobbes en el Leviatán). Hay una “ley de naturaleza”, que

“gobierna [al EN] y que obliga a todos; y la razón, que es esa ley, enseña a toda la humanidad que quiera consultarla que siendo todos los hombres iguales e independientes, ninguno debe dañar a otro en lo que atañe a su vida, salud, libertad o posesiones.” (p. 38)

El punto es interesante. Locke reemplaza un Absoluto (dios) por otro Absoluto (la ley de naturaleza). El problema es que ambos son falsos Absolutos [2], construcciones ideológicas elaboradas al calor de la lucha de clases. El orden burgués deja de estar basado en dios y pasa a legitimarse por la ley de naturaleza. Ahora bien, llegados aquí es legítimo preguntarse: ¿de dónde sale esta ley? La sociedad desgarrada en clases sociales no puede engendrar una única ley de  naturaleza, pues cada clase y grupo social procurará imponer su ley a las demás. Por ende, la ley de naturaleza no será otra cosa que la ley favorable a la clase dominante. Locke recae en el fetichismo jurídico, que pone la ley por encima de las condiciones materiales.

A partir del parágrafo 13 [3], hay una arremetida contra Hobbes y su fundamentación de la necesidad del Leviatán (el Estado).

“Concedo sin reservas que el gobierno civil ha de ser el remedio contra las inconveniencias que lleva consigo el estado de naturaleza, las cuales deben ser, ciertamente, muchas cuando a los hombres se les deja ser jueces de su propia causa.” (p. 43)

Si cada SH es egoísta (y Locke no dice nada en contrario), ser juez de su propia causa derivará en el despotismo de cada individuo, y esto llevará a la guerra de todos contra todos. Pero Locke agrega que el soberano (el Leviatán) también es hombre…¿qué ventaja hay en un régimen en el que el monarca absoluto es un hombre que es juez de su propia causa y tiene la “libertad (...) de hacer con sus súbditos lo que le plazca, sin darle a ninguno la oportunidad de cuestionar o controlar a quien gobierna según su propio gusto, y a quien debe someterse en todo lo que le plazca” (p. 44).

Locke no cuestiona la necesidad del Estado; su objeción va contra la monarquía absoluta; mejor dicho, contra las formas de gobierno en las que una persona o un grupo de personas toman decisiones de manera arbitraria sobre el conjunto de la sociedad. Pero su rival, Hobbes, distingue entre el carácter absoluto del poder estatal y la forma de gobierno. El punto central de la teoría hobbesiana es que los SH no pueden vivir sin un poder que regule sus relaciones sociales.

Los parágrafos 14 y 15 están dedicados al problema de la existencia del EN: “Como todos los príncipes y jefes de los gobiernos independientes del mundo entero se encuentran en un estado de naturaleza, es obvio que nunca faltaron en el mundo, ni nunca faltarán hombres que se hallen en tal estado (p. 44). En este punto, puede decirse que Hobbes tiene razón, pues él sostiene que el EN es una cuestión más lógica que histórica [4]. Sin embargo, la cuestión está mal planteada. El problema no consiste en la existencia o no del EN; el problema a resolver es si los SH pueden vivir fuera de la sociedad. Si el SH es un ser social, el EN deja de ser un problema histórico y pasa a la categoría de herramienta heurística. Además, “no todo pacto pone fin al estado de naturaleza entre los hombres, sino solamente el que los hace establecer el acuerdo mutuo de entrar en una comunidad y formar un cuerpo político” (p. 44)

Locke concluye el capítulo con una afirmación del individualismo: “Yo (...) afirmo que los hombres se hallan naturalmente en un estado así [EN], y que en él permanecen hasta que, por su propio consentimiento, se hacen a sí mismos miembros de alguna sociedad política” (p. 45). En la base del liberalismo se encuentra la negación de la sociedad; o, en otras palabras, la negación del SH como ser social. Eso explica la dificultad permanente del liberalismo para articular lo individual y lo social. Pero esto ya es otra historia, que excede con mucho la fábula contada aquí.

 

Villa del Parque, jueves 11 de agosto de 2022


NOTAS:

[1] Titulado “Del estado de naturaleza” (pp. 36-45).

[2] Es más preciso decir que todo Absoluto, por la mera pretensión de serlo, es falso.

[3] El capítulo 2 abarca los parágrafos 4-15.

[4] “Acaso puede pensarse que nunca existió un tiempo o condición en que se diera una guerra semejante, y, en efecto, yo creo que nunca ocurrió generalmente así, en el mundo entero, pero existen varios lugares donde viven ahora de ese modo. Los pueblos salvajes en varias comarcas de América, si se exceptúa el régimen de pequeñas familias cuya concordia depende de la concupiscencia natural, carecen de gobierno en absoluto y viven en ese estado bestial a que me he referido.” (Hobbes, Leviatán, México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1998, pp. 103-104)


martes, 26 de julio de 2022

RICARDO Y LOS DIFERENTES TIPOS DE TRABAJO

 



“El trabajo es el fundamento del valor y (...)

la cantidad relativa del mismo determina casi

exclusivamente el valor relativo de las cosas.”

David Ricardo

 

David Ricardo (1772-1823) investigó la economía política en los albores de la primera Revolución Industrial. Gracias a él tenemos, entre otras cosas, la crítica de Karl Marx (1818-1883) a la ciencia económica moderna (`moderna’ significa en este caso las primeras décadas del siglo XIX), plasmada en El capital (1867), la mejor descripción del funcionamiento del modo de producción capitalista escrita hasta la fecha. 

Ricardo es autor de Principios de economía política (Principles of Political Economy and Taxation; 1° edición: 1817). Esta obra constituye, junto con An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations (1776) de Adam Smith (1723-1790), el aporte más significativo de la economía política clásica a la ciencia económica. Desde el punto de vista bibliográfico, los Principles de Ricardo se encuentran divididos en XXXII capítulos. El capítulo I, titulado “Del valor”, se halla subdividido, a su vez, en siete secciones. La Sección II de ese capítulo está dedicada a examinar el problema de las distintas clases de trabajo y su papel en la determinación del valor en cambio de la mercancía. [1]

Noticia para bibliófilos:

Para la redacción de la ficha utilicé la traducción española de E. Hazera: Ricardo, D. (1985). Principios de economía política. Madrid, España: SARPE.


Teoría del valor trabajo, ok. Pero, ¿qué trabajo?

Adam Smith fue el primero en establecer que el trabajo es la fuente del valor de las mercancías. Ricardo retoma la idea smithiana y enuncia la siguiente ley del valor

Si la cantidad de trabajo empleada en las cosas regula su valor en cambio [2], cada incremento de la misma debe aumentar el valor del artículo a que se aplique, y, del mismo modo, toda disminución debe reducirlo.” (p. 29) [3]

Ahora bien, así planteada la teoría del valor trabajo presenta una serie de dificultades. La primera de ellas consiste en un problema que es a la vez teórico y práctico. En la sociedad hay multitud de trabajos diferentes, hecho que resulta de la constante extensión de la división del trabajo, algo ya advertido por Smith. Las profesiones, los oficios, las labores, se especializan cada vez más. Por ende, surge la dificultad de cómo comparar un día de trabajo de una ocupación con un día de trabajo de otra ocupación. ¿Cómo establecer la equivalencia entre la hora de trabajo de un ingeniero y la hora de trabajo de un programador de software? , ¿cómo determinar la relación entre la hora de trabajo de un maestro y la hora de trabajo de un recolector de residuos? La cuestión es crucial para la teoría del valor trabajo, pues si los trabajos de las diferentes ocupaciones y oficios son incomparables, la teoría resulta falsa.

Ricardo sostiene que el mercado realiza la comparación entre los diferentes trabajos. La acción de comparar se lleva a cabo tomando en cuenta dos variables: a) la habilidad relativa del trabajador; b) la intensidad media del trabajo ejecutado. Que el actor central sea el mercado da cuenta, en el lenguaje del economista inglés, del hecho de que la economía es un proceso social y no individual. Así, yo puedo pretender cobrar por una hora de mi trabajo (consistente en dar clases de sociología) el triple de la hora de trabajo de un conductor de grúas de precisión utilizadas en la construcción de puentes, pero mi pretensión se estrellará contra el dictamen del mercado. 

Ricardo desarrolla un poco más la cuestión de la determinación del valor relativo de los trabajos, incorporando más variables. De este modo, para establecer la equivalencia entre los distintos trabajos deben tomarse en cuenta: 1) destreza; 2) habilidad; 3) tiempo necesario para aprender el oficio (p. 36). Sin embargo, la enumeración resulta incompleta, pues en ella faltan al menos dos elementos: 4) la habilidad y la destreza de la fuerza de trabajo tienen que comer todos los días, es decir, los medios de subsistencia requeridos por el trabajador; 5) la fuerza de trabajo tiene que reproducirse, para que el proceso de trabajo continúe en la generación siguiente, o sea, los medios de subsistencia necesarios para el mantenimiento de la familia del trabajador o trabajadora.

En base a lo anterior, se puede esbozar una primera definición del salario [4]: éste es el valor en cambio de un oficio, profesión, etc. 

 

Digresión epistemológica

Ricardo indica al pasar que estudia los “efectos de las variaciones del valor relativo de las cosas y no de su valor absoluto” (p. 36). Esta frase tiene importancia epistemológica, pues las variaciones del valor relativo (los precios) pueden observarse y ser mensurados. La teoría del valor arranca, pues, de observaciones objetivas y las explica a partir de los cambios (también observables y objetivos) en la cantidad de trabajo necesario para producir las cosas. Precisamente por esto es una teoría objetiva del valor. Pero resulta significativo notar que la teoría tiene un límite: no dice nada del valor absoluto (por lo menos en esta ocasión). En parte, esto último se explica porque el valor es una relación, no una esencia. ¿En qué consiste la diferencia entre relación y esencia? Ya tendremos oportunidad de desarrollar esto más adelante. 

 

Villa del Parque, martes 26 de julio de 2022


Notas

[1] La Sección II se encuentra en pp. 35-36 de la edición mencionada en la noticia para bibliófilos.

[2] Ricardo utiliza el término valor en cambio para referirse al valor mercantil.

[3] Ver también, al comienzo de la Sección II, la frase que sirve de epígrafe a esta ficha.

[4] Ricardo aborda la cuestión de los salarios en el capítulo V (pp. 87-99).

martes, 12 de julio de 2022

ARGUMENTOS HOBBESIANOS PARA AMAR AL LEVIATÁN O, POR LO MENOS, JUSTIFICAR SU EXISTENCIA

 

Coloso, pintura atribuida a Francisco de Goya


 "Si pudiéramos imaginar una gran multitud de individuos, 

concordes con la observancia de la justicia y de otras leyes de naturaleza, 

pero sin un poder común para mantenerlos a raya, 

podríamos suponer igualmente que todo el género humano hiciera lo mismo, 

y entonces no existiría ni sería preciso que existiera ningún gobierno civil 

o Estado, en absoluto, porque la paz existiría sin sujeción alguna."

Thomas Hobbes


En el Leviatán, la obra maestra del filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679), se encuentran algunos capítulos especialmente importantes desde el punto de vista de la ciencia de la sociedad. Ellos son el XIII, donde se describen las características del estado de naturaleza, el cual precede a la vida en sociedad, y el XVII, en el que se presentan las causas de la creación del Estado, así como la manera en que esa creación se lleva a cabo. Ambos capítulos, que por sí solos justifican la inclusión de Hobbes en cualquier antología del pensamiento político, ya fueron reseñados y comentados en este blog. Pero el trabajo quedaría incompleto si no procedemos a examinar el capítulo XVIII, que da un cierre al tema de la cuestión del surgimiento del Estado abordada en el capítulo que lo precede en la obra.

Antes de empezar es preciso contentar a los amantes de las noticias bibliográficas. Todas las citas del Leviatán fueron tomadas de la siguiente edición: Hobbes, T. (1998). [1°edición: 1651]: Leviatán o la materia, forma y poder de una república, eclesiástica y civil. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica. 618 p. (Sección de Obras de Política y Derecho). Traducción de Manuel Sánchez Sarto.


Cumplidas las formalidades, ya podemos comenzar con el análisis del capítulo XVIII, cuyo título es “De los Derechos de los Soberanos por Institución”. [1]

Hobbes inauguró una corriente de pensamiento político conocida como contractualismo, cuya característica definitoria consiste en postular un estado presocial (el famoso estado de naturaleza), del que se sale mediante la realización de un pacto o contrato (de ahí el nombre de la corriente). A Hobbes no le importa si existió históricamente el estado de naturaleza, pues éste es más que nada un recurso lógico, que permite a nuestro autor modelar los rasgos del Estado. Para ser precisos, hay que decir que en la base de la argumentación hobbesiana se encuentra la noción de naturaleza humana. O sea, la serie argumental es la siguiente: naturaleza (o esencia) humana - estado de naturaleza - contrato o pacto - Leviatán (Estado). En entradas anteriores ya desarrollamos los primeros tres puntos de la serie argumental y, además, indicamos que la nota característica del Estado es el recurso al terror para lograr la paz. Nuestro filósofo no es afecto a lo políticamente correcto y prefiere mostrarnos la desnudez del Estado.

La necesidad del Estado se deriva de la situación de guerra de todos contra todos, propia del estado de naturaleza. El mismo egoísmo que provoca la confrontación entre los seres humanos propone el remedio para superarla: surge así en cada individuo la decisión de ceder a un tercero su derecho al autogobierno. De este modo cobra vida el Leviatán, cuya potencia inflige terror a las personas y las convence de respetar las reglas que impone.

Ahora bien, el Estado utiliza el terror para imponer la paz. Con ese objetivo concentra el poder para someter a los súbditos. Por ende, existe una asimetría brutal entre el poder estatal y el poder de los ciudadanos; simplemente no hay equivalencia entre uno y otro. Pero el gran poder del Estado tiene su contracara; los súbditos pueden considerar que la asimetría mencionada les proporciona más desventajas que utilidades. 

A primera vista, salir de la guerra de todos contra todos para pasar a la opresión estatal no parece ser un buen negocio.

Hobbes resuelve el problema mediante dos argumentos. El primero involucra la cuestión de la representación y es desarrollado al comienzo del capítulo. El segundo consiste en la comparación de la vida de las personas en estado de naturaleza y la vida bajo el poder del Leviatán, y se encuentra al final del capítulo. Dado que el segundo argumento remite a los fines del Estado y que, por tanto, toca la raíz de la cuestión, es preciso comenzar por éste a los fines de la claridad de la exposición, a pesar de que proceder así implica invertir la estructura del capítulo.

Como es su costumbre, Hobbes va al hueso:

“Puede objetarse aquí que la condición de los súbditos es muy miserable, puesto que están sujetos a los caprichos y otras irregulares pasiones de aquel o aquellos cuyas manos tienen tan ilimitado poder.” (p. 150)

La objeción es plausible dada la asimetría de poder entre el Leviatán y los súbditos. Y es todavía más pertinente si se acepta la concepción hobbesiana de la naturaleza humana: los seres humanos son egoístas por naturaleza y luchan entre sí por tres motivos, a saber, competencia, desconfianza, gloria. [2] Pues, si cada individuo procura someter a los demás, ¿qué no haría uno - o varios de ellos - colocado en una posición de poder? 

Parece ser que hemos salido del terror de la guerra de todos contra todos para sumergirnos en el terror del despotismo estatal.

Hobbes responde al problema de la asimetría Estado-súbdito mediante otra asimetría: el terror de la guerra de todos contra todos frente al terror estatal. El primero es la peor situación imaginable para los seres humanos, pues “existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve” (p. 103). En el estado de naturaleza impera “esa disoluta condición de los hombres desenfrenados, sin sujeción a leyes y a un poder coercitivo que trabe sus manos, apartándoles de la rapiña y de la venganza” (p. 150). Ese estado puede compararse a “la miseria y calamidades que acompañan a una guerra civil” (p. 150). 

Todos estos horrores son consecuencia de la ausencia de un “poder coercitivo” que ponga freno a la acción de las pasiones propias de la naturaleza humana.

Nuestro filósofo es taxativo:

“Las leyes de naturaleza (...) [en suma, la ley que dice haz a los otros lo que quieras que otros hagan para tí] son, por sí mismas, cuando no existe el temor a un determinado poder que motive su observancia, contrarias a nuestras pasiones, las cuales nos inducen a la parcialidad, al orgullo, a la venganza y a cosas semejantes. Los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza para proteger al hombre, en modo alguno.” (p. 137)

Por todo esto, el terror de la guerra de todos contra todos es inconmensurable. En consecuencia, el terror que impone el Leviatán es necesario, pues sin la existencia de un poder coercitivo la vida humana no es otra cosa que miedo e incertidumbre. 

El poder estatal provoca “incomodidades” a las personas, pero son insignificantes frente a los efectos de la guerra de todos contra todos. Este es, palabras más palabras menos, el argumento hobbesiano.

La historia nos enseña las atrocidades cometidas por los Estados. Está fuera de discusión la inigualable capacidad estatal para infligir daño y provocar sufrimiento. Pero Hobbes nos propone ampliar la perspectiva e indagar las causas de la existencia del Estado, pues el Leviatán existe con independencia de lo que pensemos de él. Su razonamiento es sencillo, pero apunta al núcleo de la cuestión: la necesidad de reglas para vivir en sociedad y, derivada de ella, la necesidad de un poder que haga cumplir esas reglas.

Tal como se indicó más arriba, Hobbes desarrolla otro argumento para resolver el problema de la justificación del Estado. Según esta otra argumentación, el Leviatán es instituido por la voluntad de cada uno de los individuos, expresada en el pacto. No es una imposición; su institución expresa la autonomía del individuo. Si bien Hobbes apenas menciona al pueblo (algo lógico, puesto que su postura es individualista metodológica), puede afirmarse que el Leviatán surge de la voluntad popular (entendida aquí como la agregación de cada uno de los individuos que firma el pacto). [3] Por ende, cada una de las leyes establecidas por el Estado debe ser considerada como la expresión de la voluntad de cada individuo pactante.

“Cada uno de ellos, tanto los que han votado en pro como los que han votado en contra [de la creación del Leviatán], debe autorizar todas las acciones y juicios de ese hombre o asamblea de hombres, lo mismo que si fueran suyos propios, al objeto de vivir apaciblemente entre sí y de ser protegidos contra otros hombres.” (p. 142)

El terror de que se sirve el Estado para imponer la paz es, por tanto, la manifestación de las voluntades de los individuos. Esta es una diferencia radical respecto a la situación del estado de naturaleza.

Hobbes profundiza el camino abierto por Maquiavelo (1469-1527) en El príncipe [4]. El pueblo es la fuente de la soberanía; el Leviatán es la representación del pueblo. Por esto el terror estatal expresa la voluntad del pueblo de poner fin a la guerra de todos contra todos.

Los dos argumentos que acabamos de exponer le sirven a Hobbes para justificar la necesidad del Estado. Ellos no agotan la variedad de temas desarrollados en el capítulo XVIII, pues allí se abordan dos cuestiones más: i) la soberanía y la representación; ii) los derechos y atributos del Estado. Pero aquí termina la ficha. Ya habrá oportunidad para tratar ambas cuestiones.

 

Villa del Parque, martes 12 de julio de 2022


NOTAS

[1] Se encuentra en pp. 142-150 de la edición mencionada.

[2] Hobbes escribió en el capítulo XIII: “Así hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de discordia. Primera, la competencia; segunda, la desconfianza; tercera, la gloria.” (p. 102).

[3] El pasaje clave es el siguiente: “De esta institución de un Estado derivan todos los derechos y facultades de aquel o de aquellos a quienes se confiere el poder soberano por el consentimiento del pueblo reunido.” (p. 142)

[4] Ver al respecto el capítulo 9 de El príncipe.



martes, 5 de julio de 2022

LA TEORÍA DEL VALOR DE DAVID RICARDO: FICHA SOBRE LA SECCIÓN I DE LOS PRINCIPIOS DE ECONOMÍA POLÍTICA


David Ricardo


 “De las ideas vagas que se tienen acerca de la palabra valor

proceden principalmente tantos errores y tantas diferencias

de opinión como se han manifestado en esta ciencia.”

David Ricardo


El epígrafe de esta ficha está tomado del capítulo I de los Principios de economía política (Principles of Political Economy and Taxation; 1° edición: 1817), magnum opus del economista David Ricardo (1772-1823). Su nombre está entrelazado al de Adam Smith (1723-1790) en la fundación de la economía política moderna. En 1799 Ricardo leyó An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations (1° edición: 1776; conocida en español como La riqueza de las naciones), la obra más importante de Smith en el campo de la ciencia económica. A partir de ese momento, Ricardo, un hábil hombre de negocios, se volcó al estudio de la economía política y, a la postre, produjo una revolución en el campo de la nueva ciencia. La influencia de Smith está presente en los Principios de economía política, a punto tal que Ricardo critica y dialoga constantemente con Smith. Esto último es especialmente notorio en el capítulo I de la obra, dedicado a examinar el tema del valor.

La presente ficha está dedicada a la Sección I del capítulo primero de la obra. [1] Desde el punto de vista temático, esta Sección aborda las siguientes cuestiones: a) la dualidad del valor de la mercancía, es decir, valor de uso y valor de cambio; b) las dos fuentes del valor de la mercancía, esto es, la escasez y la cantidad de trabajo necesario; c) la medida del valor; d) la ley del valor. Dichas cuestiones son abordadas en la ficha en el orden indicado aquí.

Noticia para bibliófilos:

Para la redacción de la ficha utilicé la traducción española de E. Hazera: Ricardo, D. (1985). Principios de economía política. Madrid, España: SARPE.


§1. Dualidad del valor de la mercancía [2]

Ricardo toma de Smith la idea de que el valor tiene dos significados diferentes: valor de uso o utilidad; valor en cambio. Sin embargo, Ricardo prefiere usar los términos utilidad y valor.

La utilidad es la propiedad de las cosas [3] de “contribuir a nuestra satisfacción” (p. 28). [4] Agrega que no es medida del valor, “pero es absolutamente esencial al mismo” (p. 27), pues sin utilidad [si no satisfacen necesidades humanas] las cosas no tienen valor. 

§2. Las dos fuentes del valor de la mercancía

Ricardo señala que hay dos fuentes del valor: la escasez y la cantidad de trabajo necesario para producir una mercancía. En sus palabras: “Poseyendo utilidad, las cosas derivan su valor en cambio de dos causas: de su escasez y de la cantidad de trabajo necesario para obtenerlas.” (p. 28)

¿A qué se refiere con escasez? 

Hay cosas como las estatuas, las pinturas, los libros y manuscritos antiguos, los vinos de una cosecha determinada, etc, que poseen la particularidad de que

“Ningún trabajo puede aumentar su cantidad, y por consiguiente, su valor no puede ser reducido aumentando la oferta. (...) su valor es enteramente independiente de la cantidad de trabajo necesario para producirlas, y varía según el grado de riqueza y las inclinaciones de los que deseen poseerlas.” (p. 28)

Sin embargo, constituyen una parte muy pequeña de las cosas que se cambian en el mercado. Ello lleva a Ricardo a examinar la fuente del valor de la inmensa mayoría de las mercancías: la cantidad de trabajo necesario para obtenerlas.

La mayoría de las mercancías se obtienen por medio del trabajo. Por lo tanto, “pueden ser multiplicadas (...) casi sin límite alguno, si estamos dispuestos a emplear el trabajo necesario para obtenerlas” (p. 28).

Dado que las mercancías producidas por el trabajo son la abrumadora mayoría de las mercancías que se venden en el mercado, Ricardo se refiere siempre a ellas cuando trata el valor en cambio: 

“Al hablar de las cosas, de su valor en cambio y de las leyes que regulan sus precios respectivos, nos referimos siempre a aquellas cuya cantidad puede ser aumentada por el esfuerzo de la industria humana y en cuya producción la competencia actúa sin restricciones.” (p. 28)

Hablando en términos modernos, el objeto de estudio de la economía política es el valor y la fuente del valor es el trabajo. La escasez desempeña un papel marginal y la utilidad es el soporte del valor, en el sentido de que la mercancía debe satisfacer alguna necesidad humana.

§3. La medida del valor

Establecido lo anterior, Ricardo se concentra en la cuestión de la medida del valor. Esa medida es la cantidad de trabajo necesaria, la cual se mide por el tiempo (aunque no hace mención de éste en la Sección I.

En el resto de la Sección I discute las otras medidas del valor propuestas por Adam Smith: a) el trigo [5]; b) el trabajo, esto es, la cantidad de la que se puede disponer en el mercado o, más sencillamente, el salario. [6]

§4. La ley del valor

Ricardo la enuncia así:

“Si la cantidad de trabajo empleada en las cosas regula su valor en cambio, cada incremento de la misma debe aumentar el valor del artículo a que se aplique, y, del mismo modo, toda disminución debe reducirlo.” (p. 29)

Para finalizar esta ficha, cabe señalar la sencillez y precisión del lenguaje utilizado por Ricardo. 


Villa del Parque, martes 5 de julio de 2022


Notas

[1] Los Principles de Ricardo se encuentran divididos en XXXII capítulos. El capítulo I, titulado “Del valor”, se halla subdividido, a su vez, en siete secciones. La Sección I de ese capítulo está dedicada a determinar en qué consiste el valor de una cosa y ocupa las pp. 27-34 de la edición empleada para esta ficha.

[2] En los títulos de los parágrafos de la ficha utilicé términos semejantes a los empleados por Karl Marx (1818-1883) en el capítulo I de El capital (1867). Así, por ejemplo, Marx titula el primer apartado de ese capítulo como “Los dos factores de las mercancías: valor de uso y valor”. Se trata de mostrar la deuda enorme de Marx con Ricardo.

[3] Bajo el término “cosas” se incluyen también los servicios.

[4] Además, hay cosas extremadamente útiles como el aire y el agua que caso no tienen o que carecen de valor en cambio (p. 27).

[5] Ricardo critica el uso del trigo como medida del valor en el parágrafo 8 (p. 30).

[6] Ricardo indica que la tesis del trabajo como medida del valor también fue postulada por Thomas Malthus (1766-1834). La discusión del empleo del trabajo como medida se encuentra en los parágrafos 9-12 (pp. 30-34).


sábado, 28 de mayo de 2022

LACLAU Y SU PREFACIO A LA RAZÓN POPULISTA (2004) Y LA NEGACIÓN DE LA TEORÍA SOCIAL



Ernesto Laclau (1935-2014), con suma ligereza, liquida dos siglos de teoría social en el prefacio de su obra, La razón populista (1). Sin entrar a discutir en este momento el conjunto de este libro, hay que decir que Laclau estudia al populismo en el marco de una investigación más general sobre la “lógica de formación de las identidades colectivas” (p. 9). En este contexto, Laclau concibe al populismo como “un modo de construir lo político” (p.11).

La pregunta por la naturaleza del populismo conduce a nuestro autor al clásico problema de la naturaleza de los lazos que mantienen unida a la sociedad. En un sentido, cabe decir que toda la teoría social moderna (y esta afirmación puede hacerse extensiva a la filosofía política clásica, desde los clásicos hasta los contractualistas) gira en torno a este tema; de la respuesta que se formule para el mismo se derivan las distintas corrientes que la componen. Así, por ejemplo, para los individualistas metodológicos la sociedad es un ente artificial en el que lo único verdaderamente existente son los individuos. Estos individuos se caracterizan por su esencia egoísta, y se mantienen unidos entre sí por razones de conveniencia. De este modo, el lazo social está determinado por la naturaleza humana (2). Para los marxistas, el lazo social está dado por las relaciones que se establecen entre los individuos, las cuales tienen por eje la producción y reproducción de esos mismos individuos y de la sociedad. El proceso de trabajo constituye el eje que permite entender las características que asume dicha producción y reproducción, y es la propiedad de los medios de producción la base para la formación de grupos de individuos (las clases sociales).

Laclau resuelve el tema en un solo párrafo: “Nuestro enfoque parte de una insatisfacción básica con las perspectivas sociológicas que o bien consideraban al grupo como la unidad básica del análisis social, o bien intentaban trascender esa unidad a través de paradigmas holísticos funcionalistas o estructuralistas. Las lógicas que presuponen estos tipos de funcionamiento social son, de acuerdo con nuestro punto de vista, demasiado simples y uniformes para capturar la variedad de movimientos implicados en la construcción de identidades. Resulta innecesario decir que el individualismo metodológico en cualquiera de sus variantes – incluida la elección racional – no provee tampoco ninguna alternativa al tipo de paradigma que estamos tratando de cuestionar.” (p. 9). No hay duda de que nuestro autor es, cuanto menos, un tipo audaz.

El párrafo citado merece varias consideraciones. En primer lugar, Laclau, exponente del “posmarxismo”, rehúye todo lenguaje terrenal y se expresa en términos académicos, cosa un tanto contradictoria con sus declaraciones acerca de la “desestimación del populismo” por los científicos sociales (3). La oposición entre grupo y holismo es una forma académica de negar la tradición de la teoría social. Bajo el término “grupo” se cobija todo tipo de agrupamientos, a los que Laclau (apurado por definir en un párrafo la cuestión) mete en la misma bolsa. Hablar de grupo le permite concentrarse en el estructuralismo y el funcionalismo, y dejar fuera al marxismo. En el mundo Laclau (que es el mundo académico, nuestro profesor es poco original en esto) pararse en una posición que reivindica la existencia de las clases sociales no está bien visto. En este punto, su “posmarxismo” consiste en rechazar la existencia de las clases hasta en el nombre mismo. En cuanto al holismo, hubo un tiempo en que se hablaba de la totalidad social o de la sociedad a secas. Pero Laclau tiene que rendir culto a la academia (anglosajona), y entonces nos enchufa el bendito holismo.

En segundo lugar, acusar tanto al funcionalismo como al estructuralismo de formular explicaciones “demasiado simples y uniformes” es, cuanto menos, una humorada. Laclau procede aquí con una liviandad extrema. Pero claro, el pecado de liviandad no puede ser atribuido a un tipo audaz como él. Ante todo, nuestro autor tendría que aclarar a qué versión del estructuralismo o del funcionalismo se refiere, y empezar allí el análisis. Tal como presenta las cosas, Laclau nos brinda las conclusiones sin haber formulado las premisas correspondientes, y esto no es, a mi juicio, una práctica correcta. En el párrafo mencionado, pasa con la misma liviandad por el individualismo metodológico (“no provee ninguna alternativa”) y ni siquiera menciona al marxismo. De este modo, toda la producción de la teoría social de los últimos dos siglos queda abolida, y Laclau puede vender su propia explicación de la naturaleza del lazo social.

¿En qué consiste la explicación propuesta por nuestro autor?

Laclau sostiene que “la imposibilidad de fijar la unidad de una formación social en un objeto que sea conceptualmente aprensible conduce a la centralidad de la nominación en la constitución de la unidad de esa formación, en tanto que la necesidad de un cemento social que una los elementos heterogéneos – unidad no prevista por ninguna lógica articulatoria funcionalista o estructuralista – otorga centralidad al afecto en la constitución social. Freud ya lo había entendido claramente: el lazo social es un lazo libidinal.” (p. 10). Puesto que Laclau dedica el capítulo 4 a justificar esta afirmación sobre el carácter libidinal del lazo social, no voy a analizar aquí esta concepción. Pero es preciso decir algo respecto a la manera en que don Ernesto deja fuera de combate a estructuralistas, funcionalistas y otras yerbas, porque es característica de sus procedimientos intelectuales.

Laclau postula la existencia de “elementos heterogéneos” en la sociedad, pero no dice qué es lo que produce esa heterogeneidad-. Ahora bien, afirmar esto implica tirar debajo de la alfombre la producción teórica de las ciencias sociales. A modo de ejemplo. Emile Durkheim (1858 1917), que hasta donde sabemos no era marxista (pero que tampoco tuvo que lidiar con las locuras del “posmarxismo”), sostenía que la extensión de la división social del trabajo generaba el pasaje de las sociedades basadas en la solidaridad mecánica a las sociedades basadas en la solidaridad orgánica. Era la división del trabajo el factor que creaba “heterogenidad” en la sociedad A su vez, la división del trabajo, cada vez más desarrollada en las sociedades modernas, generaba la interdependencia entre los individuos, cimentando así nuevos lazos sociales. En su concepción del “lazo social” no había ninguna necesidad de “lazos libidinosos”.

El ejemplo de Durkheim es uno entre tantos. Con un poco de esfuerzo se encuentran diversas teorías acerca del “cemento” que da cohesión a la sociedad. Por supuesto, no estoy diciendo que las explicaciones propuestas por dichas teorías sean todas correctas o algo por el estilo. Se trata de otra cosa. Laclau sostiene que no hay soluciones adecuadas al problema porque de ese modo puede hacer entrar su solución por la “puerta grande”. En un trabajo posterior me dedicaré a analizar esta solución. En este momento me parece importante hacer notar que la preferencia de Laclau por el “afecto” deja de lado temas tales como el proceso de producción, las clases sociales y la ideología. Creo que esto es demasiado, aún para un “posmarxista audaz” como don Ernesto. Pero, sin esta apoyatura téorica no es posible siquiera intentar formular una teoría social que predique la inexistencia de la lucha de clases.Y no hace falta recordar que el “éxito” de Laclau se ha dado entre los gobiernos y los intelectuales que predican la armonía entre capital y trabajo. A esta altura se hace muy difícil inventar la pólvora.

Buenos Aires, jueves 8 de diciembre de 2011

NOTAS:

(1) Laclau, Ernesto. (2011). La razón populista. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. (pp. 9-12). El prefacio está fechado en Evanston, el 10 de noviembre de 2004. La primera edición de la obra data de 2004.

(2) Me refiero aquí al individualismo metodológico tal como aparece en los filósofos contractualistas (Hobbes, Locke, etc.) y en los economistas clásicos (Adam Smith). Con Max Weber (1864-1920), el individualismo deja de concentrarse en la naturaleza humana y pasa a concentrarse en los motivos de la acción de cada individuo.

(3) Laclau escribe que ha tenido la sospecha “de que en la desestimación del populismo hay mucho más que la relegación de un conjunto periférico de fenómenos a los márgenes de la explicación social. Pienso que lo que está implícito en un rechazo tan desdeñoso es la desestimación de la política tout court y la afirmación de que la gestión de los asuntos comunitarios corresponde a un poder administrativo cuya fuente de legitimidad es un conocimiento apropiado de lo que es la «buena» comunidad.” (p. 10). Ahora bien, esta desestimación del populismo es llevada adelante por los académicos; Laclau, tan rápido a la hora de criticarlos por su ignorancia de las formas reales en que se construyen las identidades políticas, asume punto por punto el discurso académico acerca de la sociedad. En mi barrio a esto se le llama oportunismo.