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sábado, 6 de julio de 2024

LAS ILUSIONES CONGELADAS: AMÉRICA LATINA ENTRE 1825 Y 1850

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Fusilamiento de Manuel Dorrego (1828)


“Lo estremeció la revelación deslumbrante de que

la loca carrera entre sus males y sus sueños

llegaba en aquel instante a la meta final.

El resto eran las tinieblas.

Carajos... ¡Cómo voy a salir de este laberinto!”

Gabriel García Márquez, El general en su laberinto (1989)

 

En Miseria de la Sociología continuamos, después de una larga pausa, la publicación de materiales referidos a la historia de América Latina. La importancia de la historia para la ciencia de la sociedad no requiere justificación, como tampoco necesita presentación el historiador argentino Tulio Halperín Donghi (1926-2014). En esta oportunidad publicamos una ficha de lectura sobre el capítulo 3 de la Historia contemporánea de América Latina (1969) [1], uno de los trabajos más significativos de Halperín Donghi. Allí se aborda el período comprendido entre la finalización de las guerras de independencia (1825) y el comienzo del despegue de las economías latinoamericanas (1850).

Referencia bibliográfica:

Halperín Donghi, T. (2005). Historia contemporánea de América Latina. Madrid, España: Alianza. 750 p. (El libro de bolsillo. Humanidades).


En 1825 concluyó el ciclo de las guerras de Independencia, cuya consecuencia fue la ruptura definitiva del vínculo político entre los países latinoamericanos y España. Sin embargo, el nuevo orden prometido durante el período revolucionario tardó décadas en nacer. En la mayoría de los nuevos Estados, el período comprendido entre 1825 y mediados del siglo XIX estuvo signado por las guerras civiles, la inestabilidad política y la imposibilidad de constituir un Estado nación.

Para comprender las causas del largo período de inestabilidad política hay que empezar por analizar las transformaciones provocadas por las guerras independentistas, pues “los cambios ocurridos son impresionantes: no hay sector de la vida hispanoamericana que no haya sido tocado por la revolución.” (p. 136)

Halperín describe tres cambios fundamentales:

1-Violencia: es la más visible de las novedades. La guerra de Independencia en el Río de la Plata, Venezuela y México (un poco menos en Chile o Colombia) fue un movimiento político que provocó la movilización militar. En este sentido, la guerra de Independencia puede ser caracterizada como un “complejo de guerras en las que hallan expresión tensiones raciales, regionales, grupales demasiado tiempo reprimidas” (p. 136).

Halperín caracteriza el proceso de movilización militar de los diferentes sectores sociales:

“Al lado de la violencia plebeya surge (en parte como imitación, más frecuentemente como reacción frente a ella) un nuevo estilo de acción de la elite criolla que en quince años de guerra saca de sí todo un cuerpo de oficiales: éstos, obligados a menudo a vivir y a hacer vivir a sus soldados del país – realista o patriota – que ocupan, terminan poseídos de un espíritu de cuerpo rápidamente consolidado y son a la vez un íncubo y un instrumento de poder para el sector que ha desencadenado la revolución y entiende seguir gobernándola.” (pp. 136-137)

La violencia llegó a dominar la vida cotidiana [2]. Luego de la guerra de independencia se volvió preciso difundir las armas para garantizar el orden interno: la consecuencia fue la militarización de la sociedad. Los jefes de grupos armados se independizaron de quienes los habían invocado y organizado. Los gobierno, para tenerlos a gusto y evitar así las rebeliones, destinaron la mayor parte de las rentas del Estado al pago de armas y sueldos a los militares. Pero, dada la exigüidad de los recursos financieros gubernamentales, se requirió más dinero; ello demandó a su vez más impuestos, con lo que se incrementó el descontento de las poblaciones agobiadas por las cargas fiscales y, por ende, aumentó la necesidad de militares. Se dio así una espiral de militarización [3].

Halperín señala, por último, que la militarización constituyó, en última instancia, el instrumento al que terminaron apelando las elites para contrarrestar la democratización originada en la revolución y las guerras de independencia.

“La gravitación de los cuerpos armados, surgida en el momento mismo en que se da una democratización, sin duda limitada pero real, de la vida política y social hispanoamericana, comienza sin duda por ser un aspecto de esa democratización, pero bien pronto se transforma en una garantía contra una extensión excesiva de ese proceso; por eso (y no sólo porque parece inevitable) aun quienes deploran algunas de las modalidades de la militarización hacen poco para ponerle fin.” (p. 138)

2-Democratización:

El proceso de democratización consistió en una serie de transformaciones que modificaron sustancialmente la estructura de la sociedad colonial:

a)    El cambio en la significación de la esclavitud. La guerra de Independencia obligó a manumisiones de esclavos, las que continuaron luego con las guerras civiles. Los objetivos de las manumisiones eran conseguir soldados y salvar el equilibrio racial (que los negros también pagasen su cuota de sangre) [4]. La esclavitud doméstica perdió importancia; la esclavitud agrícola se defendió mejor en las zonas de plantaciones. Cayó la productividad de los esclavos; la reposición se volvió muy complicada. Los negros emancipados no fueron reconocidos como iguales por la población blanca (tampoco por los mestizos).

b)    El cambio en el sentido de la división de castas. La situación de las masas indígenas de México, Guatemala, el macizo andino permaneció inmodificada: conservaron su estatus particular y también sobrevivió la comunidad agraria. Esto fue consecuencia del debilitamiento de los sectores urbanos, la falta de expansión del consumo interno y de la exportación agrícola, que impidieron que fuera económico avanzar sobre las tierras indígenas. Por el contrario, los mestizos y los mulatos libres aprovecharon mejor los cambios revolucionarios. Todo ello ocasionó un debilitamiento de la división en castas.

c)    El cambio en la relación entre las elites urbanas prerrevolucionarias y los sectores de blancos pobres y las castas (mulatos o mestizos urbanos). La revolución armó a vastas masas: fortaleció el poder del número y con ello encumbró a la población rural (y a sus dirigentes). En el campo la jefatura quedó en manos de los propietarios de tierras y de sus agentes, quienes dominaban las milicias organizadas para defender el orden rural. La radicalización revolucionaria resultó efímera y sólo se limitó a la organización para la guerra. Por ello, “la reconversión a una economía de paz obliga a devolver el poder a los terratenientes” (p. 142). En consecuencia, se produjo el ascenso del sector terrateniente (que ocupaba una posición subordinada en la Colonia). La victoria de la revolución debilitó económicamente a las elites urbanas y despojó de prestigio y poder al sistema institucional urbano. La Iglesia se empobreció y subordinó de manera creciente al poder político. En consecuencia, las elites urbanas prerrevolucionarias debieron aceptar integrarse en posición muy subordinada en un nuevo orden político, cuyo núcleo era militar. Los ganadores del cambio revolucionario fueron: los comerciantes extranjeros, los generales transformados en terratenientes.

d)    Un cambio en la división de funciones en el poder. Los sectores económicamente poderosos (hacendados, agiotistas que prestaban dinero a los gobiernos) pasaron a solicitarle favores al Estado y lograr así concesiones. El telón de fondo de este proceso es la ya mencionada pobreza del Estado surgido de la Revolución.

3-Apertura plena de Hispanoamérica al comercio extranjero:

En la primera mitad del siglo XIX no hubo inversiones de capitales extranjeros en América Latina. Las causas de ello deben buscarse, sobre todo, en las propias economías metropolitanas. Desde el punto de vista de las metrópolis, “lo que se busca en Latinoamérica son sobre todo desemboques a la exportación metropolitana, y junto con ellos un dominio de los circuitos mercantiles locales que acentúe la situación favorable para la metrópoli.” (p. 147)

Hasta 1815 Gran Bretaña inundó de mercancías a los países de América Latina [5]; luego, empezó la competencia europea y estadounidense. Desde la perspectiva hispanoamericana, este proceso se tradujo en pérdidas para quienes habían dominado las estructuras mercantiles coloniales. En toda la región, “la parte más rica, la más prestigiosa del comercio local quedará en manos extranjeras” (p. 149). Así, la ruta de Liverpool reemplazó a la de Cádiz. Gran Bretaña heredó la posición de España: su monopolio se apoyaba en medios económicos más que jurídicos, “pero se contenta de nuevo demasiado fácilmente con reservarse los mejores lucros de un tráfico mantenido dentro de niveles relativamente fijos” (p. 150)

Hacia 1825, y como consecuencia del proceso descrito en el párrafo anterior, Hispanoamérica consumía más que en 1810, porque la producción extranjera la proveía mejor que la artesanía local, a lo que debe agregarse la creación de un mercado nuevo. Pero el límite a este crecimiento estaba dado por la escasa capacidad de consumo popular. El aumento de las importaciones no se equilibró con el incremento de las exportaciones: por ende, se produjo un drenaje continuo de metálico, que terminó por no alcanzar para las necesidades de la circulación interna. En consecuencia, se verificó una ralentización del crecimiento de las importaciones.

También hacia 1825 cabe hablar del establecimiento un nuevo equilibrio económico:

“Así la economía nos muestra una Hispanoamérica detenida, en la que la victoria (relativa) del productor – en términos sociales esto quiere decir en casi todos los casos del terrateniente- sobre el mercader, se debe, sobre todo, a la decadencia de éste y no basta (…) para inducir un aumento de producción que el contacto más intenso con la economía mundial no estimula en el grado que se había esperado hacia 1810. Hispanoamérica aparece entonces encerrada en un nuevo equilibrio, acaso más resueltamente estático que el colonial.” (p. 152)

Gran Bretaña mantuvo la hegemonía en Hispanoamérica durante todo el período, aunque debió enfrentar el desafío de EE. UU. (entre 1815-1830) y luego el de Francia. Pero la preponderancia inglesa nunca fue realmente discutida. La hegemonía británica se ejerció de modo discreto: no buscaba involucrarse profundamente en la política latinoamericana, fuera de la defensa de los intereses de sus súbditos (v. gr., comercio). Contra lo que se piensa habitualmente, Gran Bretaña no apostó a la fragmentación política de Hispanoamérica: “Inglaterra no tenía motivo para temer la creación de unidades políticas más vastas, que ofrecieran a su penetración comercial áreas más sólidamente pacificadas” (p. 156)

Hacia 1850 reapareció la presencia de EE. UU., luego de su victoria en la guerra con México (1846-1848). La presencia estadounidense tuvo un doble sentido: a) expansión del sur esclavista sobre la frontera de las tierras iberoamericanas; b) el esbozo de una relación nueva, económica, centrada en América Central, y que se dará en el comienzo del siglo XIX.

Halperín dedica la última parte del capítulo a presentar en general y en particular el panorama político de Hispanoamérica en este período. Sus conclusiones son lapidarias: en 1840 el panorama político era desolador. Los rasgos principales de ese panorama eran: 1) degradación de la vida administrativa, desorden y militarización; 2) estancamiento económico.

Sobre ese marco general, el autor esboza la situación de cada uno de los países hispanoamericanos. Dado que el presente material es una ficha de lectura, nos limitamos a presentar en pocas palabras el análisis de Halperín.

El Río de la Plata (gracias a la ganadería) y la meseta central de Costa Rica (desarrollo de la producción de café) hallaron la fórmula de la nueva prosperidad: “una economía exportadora ligada al mercado ultramarino” (p. 160).

Brasil superó con éxito la crisis de la independencia, provocada, entre otras cosas, por el desequilibrio originado en el auge de la producción de azúcar en el NE y la ganadería en el extremo sur. Este desequilibrio geográfico, con producciones situadas en los extremos del país, repercutió en la vida política y el Imperio terminó por adquirir cierta cohesión con el café – producción localizada en el centro del país -). El nuevo equilibrio político comenzó a gestarse con la partida a Portugal del emperador brasileño Pedro I en 1831 y la llegada al trono de Pedro II (con una regencia que se extendió hasta 1840): ello marcó el comienzo del imperio parlamentario. Las décadas de 1830 y 1840 fueron turbulentas para la política brasileña, como consecuencia del conflicto entre liberales y conservadores. Pero en 1851 la situación se estabilizó y el éxito brasileño contrastó con los fracasos de Hispanoamérica (con la excepción de Chile, otro ejemplo de estabilidad política).

Halperín enfatiza que la fragmentación política de América Latina fue el resultado de una fragmentación preexistente a las guerras de Independencia: “Más que de la fragmentación de Hispanoamérica habría entonces que hablar, para el período posterior a la independencia, de la incapacidad de superarla.” (p. 169)

En ese marco ubica el fracaso del intento unificador de Simón Bolívar (pp. 169-174). En México, los intentos de la restauración del orden ocuparon buena parte de la primera etapa independiente y fracasaron lamentablemente, derivando en estancamiento económico e inestabilidad política. Una situación análoga se dio en Perú y Bolivia.

Por último, Halperín hace un breve resumen de la evolución de cada uno de los países de Hispanoamérica en el período abarcado por este capítulo. Por nuestra parte, dejamos al lector interesado en esos pormenores la tarea de ir a la fuente y declaramos concluida esta ficha en una fría mañana invernal.

 

Balvanera, sábado 6 de julio de 2024


NOTAS:

[1] El capítulo 3 lleva por título “La larga espera” y abarca las pp. 135-205.

[2] El autor señala, a modo de contraste, que durante la época colonial era posible recorrer una Hispanoamérica casi libre de hombres armados.

[3] Halperín indica que el ejército consumía, por lo menos, la mitad de los gastos del Estado en la mayoría de los países hispanoamericanos.

[4] Las elites tenían presente el ejemplo de la revolución haitiana, que puso en el poder a los esclavos liberados y expulsando a los blancos del país. Estas elites temían que la guerra contra España dejar en inferioridad numérica a los criollos blancos frente a la masa de esclavos y mestizos.

[5] El bloqueo continental, establecido por Napoleón I en noviembre de 1806 para debilitar a Gran Bretaña, obligó a los ingleses a buscar nuevos mercados para su producción manufacturera.