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sábado, 10 de agosto de 2024

LA ANOMALÍA IRREDUCTIBLE: EL NACIONALISMO SEGÚN BENEDICT ANDERSON

 

Un joven Benedict Anderson

 

El presente texto es una ficha de lectura sobre un libro de Benedict Anderson (1936-2015). Escribo “un texto” y enseguida advierto que se trata de una expresión que le baja el precio a la obra maestra de Anderson. Comunidades imaginadas, cuya primera edición data de 1983, constituye una lectura ineludible para todas las personas interesadas en comprender el nacionalismo contemporáneo. Y no sólo eso, Anderson analiza el capitalismo desde una óptica cercana al marxismo. Esto último agrega interés a su trabajo, porque el nacionalismo representó siempre una espina en el talón para la teoría de Marx.

La propuesta desarrollada en el libro puede resumirse así: frente a la carencia de una teoría del nacionalismo, el autor se propone desarrollar una interpretación de la “anomalía” del nacionalismo. Esto tiene el doble mérito de atreverse a abordar una cuestión problemática y de encarar un objeto de estudio general, sin claudicar a los micro estudios de moda en las ciencias sociales.

La ficha está dedicada a la introducción, por cierto muy breve, de la obra. Ojalá sirva para despertar el interés en la lectura de la obra completa.

Referencia para las y los amantes de los libros:

Las citas textuales de esta ficha están tomadas de la edición española: Anderson, B. (1993). Comunidades imaginadas: Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo. México D. F.: Fondo de Cultura Económica. (Colección Popular; 498). Traducción de Eduardo L. Suárez.

1° edición: Imagined Communities: Reflections on the Origin and the Spread of Nationalism. Londres, UK: Verso, 1983.

Datos para personas ávidas del chisme:

Benedict Richard O’Gorman Anderson, tal es su nombre completo, nació en Kunming (China), de padre irlandés y madre inglesa. Fue el hermano mayor de Perry Anderson.


Introducción (pp. 17-25)

El texto tiene dos disparadores: la invasión y ocupación de Camboya por Vietnam (diciembre 1978 - enero 1979) y la incursión china sobre Vietnam (febrero de 1979). El primero de esos sucesos fue “ la primera guerra convencional en gran escala librada entre regímenes marxistas revolucionarios” (p. 17) [1]

Para Anderson, estos sucesos representan una transformación fundamental en la historia del marxismo y de los movimientos marxistas. La práctica demostró, a despecho de la teoría, que podía estallar un conflicto bélico entre regímenes marxistas. [2]

El hecho es que desde 1945 todas las revoluciones triunfantes se definieron en términos nacionales. El historiador Eric Hobsbawm (1917-2012) afirmó que los movimientos y los Estados marxistas se volvieron nacionales y, más aún, nacionalistas. Pero la tendencia excede al marxismo: las Naciones Unidas admiten cada vez más Estados e incluso en los Estados ya constituidos aparecen sub nacionalismos que los desafían.

El fin del nacionalismo no se verificó. Por el contrario, “la nacionalidad es el valor más universalmente legítimo en la vida política de nuestro tiempo” (p. 19) [3]

La existencia práctica del nacionalismo va muy por delante de su explicación teórica. “En contraste con la influencia inmensa que el nacionalismo ha ejercido sobre el mundo moderno, una teoría verosímil acerca del nacionalismo es claramente escasa.” (p. 19) Esta carencia ha sido especialmente significativa en el marxismo: “Sería más correcto afirmar que el nacionalismo ha sido una anomalía incómoda para la teoría marxista y que, precisamente por esa razón, se ha eludido. en gran medida, antes que confrontado.” (p. 20) 

Así, por ejemplo, no se justificó teóricamente el uso del término burguesía nacional, ni se explicó porque la burguesía, clase mundial desde el punto de vista de las relaciones de producción, se hallaba segmentada en espacios nacionales. 

Anderson se propone el objetivo de realizar una interpretación “satisfactoria” de la anomalía representada por el nacionalismo. Para ello comienza afirmando que tanto la nacionalidad como el nacionalismo son “artefactos culturales de una clase particular” (p. 21) La creación de esos artefactos se verificó a fines del siglo XVIII: 

“Fue la destilación espontánea de un cruce complejo de fuerzas históricas discretas; pero que, una vez creados, se volvieron modulares, capaces de ser trasplantados, con grados variables de autoconciencia, a una gran diversidad de terrenos sociales, de mezclarse con una diversidad correspondientemente amplia de constelaciones políticas e ideológicas.” (p. 21)

Los teóricos del nacionalismo se enfrentaron con tres paradojas: a) la modernidad objetiva de las naciones para el historiador frente a su antigüedad subjetiva para los nacionalistas; b) la universalidad formal de la nacionalidad como concepto socio-cultural frente a la particularidad irremediable de sus manifestaciones concretas; c) el poder político de los nacionalismos frente a su pobreza e incoherencia filosóficas.

Anderson propone la siguiente definición de nación: “una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana.” (p. 23)

A continuación analiza los cuatro elementos de esa definición:

a) Imaginada = Los habitantes de una nación, por más pequeña que sea, no conocerán jamás a todos sus compatriotas; sin embargo, “en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión” (p. 23).

Todas las comunidades mayores que las aldeas primordiales de contacto directo son imaginadas. Por ende, no existen comunidades verdaderas o falsas; lo que distingue a las comunidades es el estilo con el que son imaginadas.

b) Limitada = Incluso las mayores de ellas, con 1400 millones de habitantes (China, India), se encuentran con que más allá de sus fronteras hay otras naciones. Ninguna nación es la humanidad

c) Soberana = la garantía de esa soberanía es el Estado soberano. Hay que tener en cuenta que el concepto de nación surgió cuando la filosofía de la Ilustración y la Revolución Francesa habían destruido la legitimidad divina del reino dinástico ordenado.

d) Comunidad = la nación se concibe siempre como un compañerismo profundo, horizontal, con independencia del grado de explotación y de desigualdad que haya en su interior.

Aquí culmina la introducción. La mesa está servida para que los lectores se adentren en el libro. ¡Bon appetit!

Balvanera, sábado 10 de agosto de 2024


NOTAS:

[1] Calificar al régimen de Pol Pot (1925-1996) como “marxista revolucionario” es a nuestro juicio un error. Sin embargo, no ignoramos que el sentido común de nuestra época adosa el adjetivo de “marxista” a todos los regímenes que se proclamaron “socialistas” a lo largo de los siglos XX y XXI. El movimiento socialista (lo que queda de él) se debe una crítica profunda de los regímenes del “socialismo real” del siglo pasado. Aquí sólo podemos mencionar esa carencia.

[2] Insiste en lo expuesto en la nota 1. Los regímenes socialistas del siglo XX no pueden ser calificados sin más de “marxistas”, entre otras cosas porque es absurdo decir que las realizaciones de esos regímenes consistieron en “poner en práctica” la “teoría” de Marx. Ninguna teoría es tan poderosa, salvo que pensemos que las ideas hacen literalmente la historia.

[3] No se trata únicamente de las predicciones erróneas realizadas por el marxismo. En el período que siguió a la caída de la URSS los teóricos del liberalismo proclamaron el “fin de la historia” y la progresiva desaparición de los Estados, que se volverían innecesarios en el marco de la globalización. En 2024 podemos dar cuenta del desacierto de los pronósticos liberales sobre el fin de los Estados y del nacionalismo.

domingo, 4 de agosto de 2024

GIDDENS Y EL MITO DEL CISMA: APUNTES PARA LA CRÍTICA DEL MARXISMO Y EL ESTRUCTURAL-FUNCIONALISMO

 


 

El sociólogo británico Anthony Giddens (n. 1938) es un viejo conocido de este blog. Por ende, no necesita presentación. Hoy publicamos una ficha de lectura sobre una parte de su libro Profiles and Critiques in Social Theory, (Londres, MacMillan Press, 1982) [1]. De este modo, continuamos la publicación de materiales sobre la historia de la sociología. Estamos en una época de profundas transformaciones, ¡qué duda cabe! Por ello nos encontramos obligados a revisar cada una de las herramientas conceptuales con que analizamos nuestra angustiante realidad actual. Aplicar la duda (tal como nos enseñó el viejo René) siempre es provechoso.


El mito del cismo y su crítica

La expresión mito del cisma fue acuñada por Giddens y hace referencia a los debates en torno a la teoría del orden social, formulada por el sociólogo estadounidense Talcott Parsons (1902-1979) en su obra El sistema social [The Social System] (1951). El cisma se establece entre quienes “asumen una visión consensual/conservadora de esa teoría del orden y aquellas que lo analizan en términos de crítica y dominación” (p. 1).

Giddens no adopta ninguna de las dos posiciones mencionadas en el párrafo precedente; por el contrario, desarrolla una crítica del mito centrada en dos cuestiones principales:

En primer lugar, sostiene que el mito perpetúa la manera ambigua en que Parsons concibe la noción de orden: 1) orden como la antítesis de aleatoriedad o azar (lo incomprensible); 2) orden como el proceso que se realiza según patrones establecidos por el sistema normativo (integración normativa o consenso). Se trata de nociones diferentes, pero Parsons considera que ambas definiciones pueden ser tratadas como una y la misma. La primera formulación de orden contiene la tarea de la teoría social en general (aportar inteligibilidad a la compresión de la sociedad); la segunda formulación, en cambio, es una interpretación especial de la tarea de la teoría social.

En segundo lugar, Giddens sostiene que los sociólogos enrolados en el mito plantean de manera insatisfactoria la distinción entre “estructural-funcionalismo” y “marxismo”. Esto es así porque presentan una caricatura del segundo, al que imagina concentrado en los temas del “conflicto” (a diferencia del estructural-funcionalismo, que aparece centrado en el “orden”). Pero:

“Es bastante equivocado sugerir que Marx no estaba preocupado por el consenso normativo, aunque por supuesto le desagradara ese término específico. Los «valores comunes» aparecen en la teoría marxista bajo la forma de «ideología», y lo que diferencia el último concepto del primero no puede entenderse sin referencia a otros conceptos integrales al marxismo: a saber, los de modos de producción e interés de clase.” (p. 2)

En base a lo anterior, Giddens concluye que “la idea del cisma es estéril y debe ser abandonada”. En cambio, propone tomar como punto de partida la idea de que el orden es la noción clave de la sociología, y que debe ser complementado con un análisis que lleve el conflicto y el cambio al centro de la escena. Esto obliga a discutir la tesis del carácter intrínsecamente conservador de la sociología, y su contrapartida, la “sociología radical” [2].

El estructural-funcionalismo y la teoría de la sociedad industrial

En este punto, el sociólogo británico señala las líneas de contacto entre el estructural-funcionalismo y su correlato, la teoría de la sociedad industrial, a la que describe del siguiente modo:

“El contraste fundamental en el mundo moderno es (...) entre una sociedad tradicional, agraria, normalmente basada en la dominación por parte de elites que son propietarias de la tierra, establecida por la religión, aunque en realidad a menudo derivada del poder militar y coordinada con un estado autoritario; y sociedades industriales, urbanas, fluidas y «meritocráticas» en su estructura, caracterizadas por la difusión del poder entre élites competitivas, donde la solidaridad social se basa en transacciones de intercambio seculares en lugar de sobre una ética religiosa o un poder militar coercitivo, y en las que el gobierno se transforma en un estado democrático de masas. La teoría de la sociedad industrial reconoce el fenómeno del conflicto de clase, pero sostiene que es característica de una fase de transición en el surgimiento del industrialismo a partir de la sociedad tradicional y que es superado (léase «regulado» o «institucionalizado») cuándo el orden industrial alcanza su madurez.” (pp. 3-4)

La teoría de la sociedad industrial tiene como corolario la elaboración de una tipología dicotómica de las formas de organización social: “estatus” vs. “contrato”; “solidaridad mecánica” vs. “solidaridad orgánica”; “Gemeinschaft” vs. “Gesellschaft”, etc.

Para Giddens es preciso abandona la teoría de la sociedad industrial, pues ella alude a una realidad social que ya no existe (las sociedades del siglo XIX y principios del siglo XX, centradas en las tensiones entre los centros urbanos-industriales y el movimiento centrífugo del interior rural). Pero también debe ser abandonada porque está construida en torno a ciertas características intelectuales propias del siglo XIX, entre las que destaca el sesgo antipolítico. Dicho sesgo plantea que la política se encuentra subordinada a las tendencias sociales y que, por tanto, debe explicarse en base a ellas [3].

Algunas propuestas para la sociología

Ahora bien, del supuesto de la impotencia de la política, compartido por el marxismo y el estructural-funcionalismo, se desprenden otros supuestos, que también deben ser discutidos:

1-El desarrollo social responde al despliegue de influencias endógenas en una sociedad dada (modelo endógeno en sociología). Este supuesto, arraigado en la sociología contemporánea, niega el hecho de que ninguna sociedad se encuentra aislada, y que los acontecimientos político-militares moldearon y moldean a las sociedades avanzadas [y a las no avanzadas también].

2-Las características de cualquier sociedad son gobernadas por su nivel de desarrollo económico o tecnológico.

3-Las sociedades económicamente avanzadas muestran a las demás sociedades la imagen de su propio futuro.

La ruptura con las “ideas caducas” del siglo XIX debe ser completa y requiere la formulación de un nuevo programa teórico y de investigación para la sociología, basado en las siguientes presuposiciones:

a-Eliminar la distinción entre sociología (estudio de la estructura social) y ciencia política (estudio del poder político). Una de las tareas centrales de la sociología consiste en crear una teoría del Estado moderno y sus implicancias para la teoría social.

b-Llegar a un acuerdo teórico con la comunidad internacional, que es una “comunidad global”: los conflictos de clase al interior de las sociedades capitalistas se han convertido en conflictos entre naciones ricas y naciones pobres.

c-Explorar las diferencias entre las sociedades y reconocer que existen diferentes caminos hacia el desarrollo industrial.

d-Dejar de construir teorías en base a casos únicos (Gran Bretaña en el siglo XIX; EE. UU. en el siglo XX). Hay que darle una oportunidad a la sociología comparativa de las sociedades avanzadas [y de las sociedades “no avanzadas” también].

 

Balvanera, domingo 4 de agosto de 2024


NOTAS:

[1] La traducción pertenece al sociólogo y profesor argentino Sebastián Pereyra. Se trata de un material de cátedra. La paginación utilizada en esta ficha corresponde a la de dicho material.

[2] “El propio marxismo siempre tuvo dificultades con su estatus epistemológico: esto es, hasta qué punto es una ciencia neutral y hasta qué punto es una teoría crítica vinculada con los intereses del movimiento obrero. Estas dificultades están seguramente implicadas en las ideales difusamente expresados de la «sociología radical». (p. 3)

[3] Giddens afirma que Marx cayó en este sesgo: “en los escritos de Marx, como en la teoría de la sociedad industrial, sólo existe una teoría rudimentaria y muy inadecuada del Estado, del poder militar, o de la anticipación del resurgimiento del nacionalismo que, no muchos años después de la muerte de Marx, fue la ruina de las esperanzas de una mancomunidad socialista internacional.” (p. 5)

sábado, 6 de julio de 2024

LAS ILUSIONES CONGELADAS: AMÉRICA LATINA ENTRE 1825 Y 1850

 ´

Fusilamiento de Manuel Dorrego (1828)


“Lo estremeció la revelación deslumbrante de que

la loca carrera entre sus males y sus sueños

llegaba en aquel instante a la meta final.

El resto eran las tinieblas.

Carajos... ¡Cómo voy a salir de este laberinto!”

Gabriel García Márquez, El general en su laberinto (1989)

 

En Miseria de la Sociología continuamos, después de una larga pausa, la publicación de materiales referidos a la historia de América Latina. La importancia de la historia para la ciencia de la sociedad no requiere justificación, como tampoco necesita presentación el historiador argentino Tulio Halperín Donghi (1926-2014). En esta oportunidad publicamos una ficha de lectura sobre el capítulo 3 de la Historia contemporánea de América Latina (1969) [1], uno de los trabajos más significativos de Halperín Donghi. Allí se aborda el período comprendido entre la finalización de las guerras de independencia (1825) y el comienzo del despegue de las economías latinoamericanas (1850).

Referencia bibliográfica:

Halperín Donghi, T. (2005). Historia contemporánea de América Latina. Madrid, España: Alianza. 750 p. (El libro de bolsillo. Humanidades).


En 1825 concluyó el ciclo de las guerras de Independencia, cuya consecuencia fue la ruptura definitiva del vínculo político entre los países latinoamericanos y España. Sin embargo, el nuevo orden prometido durante el período revolucionario tardó décadas en nacer. En la mayoría de los nuevos Estados, el período comprendido entre 1825 y mediados del siglo XIX estuvo signado por las guerras civiles, la inestabilidad política y la imposibilidad de constituir un Estado nación.

Para comprender las causas del largo período de inestabilidad política hay que empezar por analizar las transformaciones provocadas por las guerras independentistas, pues “los cambios ocurridos son impresionantes: no hay sector de la vida hispanoamericana que no haya sido tocado por la revolución.” (p. 136)

Halperín describe tres cambios fundamentales:

1-Violencia: es la más visible de las novedades. La guerra de Independencia en el Río de la Plata, Venezuela y México (un poco menos en Chile o Colombia) fue un movimiento político que provocó la movilización militar. En este sentido, la guerra de Independencia puede ser caracterizada como un “complejo de guerras en las que hallan expresión tensiones raciales, regionales, grupales demasiado tiempo reprimidas” (p. 136).

Halperín caracteriza el proceso de movilización militar de los diferentes sectores sociales:

“Al lado de la violencia plebeya surge (en parte como imitación, más frecuentemente como reacción frente a ella) un nuevo estilo de acción de la elite criolla que en quince años de guerra saca de sí todo un cuerpo de oficiales: éstos, obligados a menudo a vivir y a hacer vivir a sus soldados del país – realista o patriota – que ocupan, terminan poseídos de un espíritu de cuerpo rápidamente consolidado y son a la vez un íncubo y un instrumento de poder para el sector que ha desencadenado la revolución y entiende seguir gobernándola.” (pp. 136-137)

La violencia llegó a dominar la vida cotidiana [2]. Luego de la guerra de independencia se volvió preciso difundir las armas para garantizar el orden interno: la consecuencia fue la militarización de la sociedad. Los jefes de grupos armados se independizaron de quienes los habían invocado y organizado. Los gobierno, para tenerlos a gusto y evitar así las rebeliones, destinaron la mayor parte de las rentas del Estado al pago de armas y sueldos a los militares. Pero, dada la exigüidad de los recursos financieros gubernamentales, se requirió más dinero; ello demandó a su vez más impuestos, con lo que se incrementó el descontento de las poblaciones agobiadas por las cargas fiscales y, por ende, aumentó la necesidad de militares. Se dio así una espiral de militarización [3].

Halperín señala, por último, que la militarización constituyó, en última instancia, el instrumento al que terminaron apelando las elites para contrarrestar la democratización originada en la revolución y las guerras de independencia.

“La gravitación de los cuerpos armados, surgida en el momento mismo en que se da una democratización, sin duda limitada pero real, de la vida política y social hispanoamericana, comienza sin duda por ser un aspecto de esa democratización, pero bien pronto se transforma en una garantía contra una extensión excesiva de ese proceso; por eso (y no sólo porque parece inevitable) aun quienes deploran algunas de las modalidades de la militarización hacen poco para ponerle fin.” (p. 138)

2-Democratización:

El proceso de democratización consistió en una serie de transformaciones que modificaron sustancialmente la estructura de la sociedad colonial:

a)    El cambio en la significación de la esclavitud. La guerra de Independencia obligó a manumisiones de esclavos, las que continuaron luego con las guerras civiles. Los objetivos de las manumisiones eran conseguir soldados y salvar el equilibrio racial (que los negros también pagasen su cuota de sangre) [4]. La esclavitud doméstica perdió importancia; la esclavitud agrícola se defendió mejor en las zonas de plantaciones. Cayó la productividad de los esclavos; la reposición se volvió muy complicada. Los negros emancipados no fueron reconocidos como iguales por la población blanca (tampoco por los mestizos).

b)    El cambio en el sentido de la división de castas. La situación de las masas indígenas de México, Guatemala, el macizo andino permaneció inmodificada: conservaron su estatus particular y también sobrevivió la comunidad agraria. Esto fue consecuencia del debilitamiento de los sectores urbanos, la falta de expansión del consumo interno y de la exportación agrícola, que impidieron que fuera económico avanzar sobre las tierras indígenas. Por el contrario, los mestizos y los mulatos libres aprovecharon mejor los cambios revolucionarios. Todo ello ocasionó un debilitamiento de la división en castas.

c)    El cambio en la relación entre las elites urbanas prerrevolucionarias y los sectores de blancos pobres y las castas (mulatos o mestizos urbanos). La revolución armó a vastas masas: fortaleció el poder del número y con ello encumbró a la población rural (y a sus dirigentes). En el campo la jefatura quedó en manos de los propietarios de tierras y de sus agentes, quienes dominaban las milicias organizadas para defender el orden rural. La radicalización revolucionaria resultó efímera y sólo se limitó a la organización para la guerra. Por ello, “la reconversión a una economía de paz obliga a devolver el poder a los terratenientes” (p. 142). En consecuencia, se produjo el ascenso del sector terrateniente (que ocupaba una posición subordinada en la Colonia). La victoria de la revolución debilitó económicamente a las elites urbanas y despojó de prestigio y poder al sistema institucional urbano. La Iglesia se empobreció y subordinó de manera creciente al poder político. En consecuencia, las elites urbanas prerrevolucionarias debieron aceptar integrarse en posición muy subordinada en un nuevo orden político, cuyo núcleo era militar. Los ganadores del cambio revolucionario fueron: los comerciantes extranjeros, los generales transformados en terratenientes.

d)    Un cambio en la división de funciones en el poder. Los sectores económicamente poderosos (hacendados, agiotistas que prestaban dinero a los gobiernos) pasaron a solicitarle favores al Estado y lograr así concesiones. El telón de fondo de este proceso es la ya mencionada pobreza del Estado surgido de la Revolución.

3-Apertura plena de Hispanoamérica al comercio extranjero:

En la primera mitad del siglo XIX no hubo inversiones de capitales extranjeros en América Latina. Las causas de ello deben buscarse, sobre todo, en las propias economías metropolitanas. Desde el punto de vista de las metrópolis, “lo que se busca en Latinoamérica son sobre todo desemboques a la exportación metropolitana, y junto con ellos un dominio de los circuitos mercantiles locales que acentúe la situación favorable para la metrópoli.” (p. 147)

Hasta 1815 Gran Bretaña inundó de mercancías a los países de América Latina [5]; luego, empezó la competencia europea y estadounidense. Desde la perspectiva hispanoamericana, este proceso se tradujo en pérdidas para quienes habían dominado las estructuras mercantiles coloniales. En toda la región, “la parte más rica, la más prestigiosa del comercio local quedará en manos extranjeras” (p. 149). Así, la ruta de Liverpool reemplazó a la de Cádiz. Gran Bretaña heredó la posición de España: su monopolio se apoyaba en medios económicos más que jurídicos, “pero se contenta de nuevo demasiado fácilmente con reservarse los mejores lucros de un tráfico mantenido dentro de niveles relativamente fijos” (p. 150)

Hacia 1825, y como consecuencia del proceso descrito en el párrafo anterior, Hispanoamérica consumía más que en 1810, porque la producción extranjera la proveía mejor que la artesanía local, a lo que debe agregarse la creación de un mercado nuevo. Pero el límite a este crecimiento estaba dado por la escasa capacidad de consumo popular. El aumento de las importaciones no se equilibró con el incremento de las exportaciones: por ende, se produjo un drenaje continuo de metálico, que terminó por no alcanzar para las necesidades de la circulación interna. En consecuencia, se verificó una ralentización del crecimiento de las importaciones.

También hacia 1825 cabe hablar del establecimiento un nuevo equilibrio económico:

“Así la economía nos muestra una Hispanoamérica detenida, en la que la victoria (relativa) del productor – en términos sociales esto quiere decir en casi todos los casos del terrateniente- sobre el mercader, se debe, sobre todo, a la decadencia de éste y no basta (…) para inducir un aumento de producción que el contacto más intenso con la economía mundial no estimula en el grado que se había esperado hacia 1810. Hispanoamérica aparece entonces encerrada en un nuevo equilibrio, acaso más resueltamente estático que el colonial.” (p. 152)

Gran Bretaña mantuvo la hegemonía en Hispanoamérica durante todo el período, aunque debió enfrentar el desafío de EE. UU. (entre 1815-1830) y luego el de Francia. Pero la preponderancia inglesa nunca fue realmente discutida. La hegemonía británica se ejerció de modo discreto: no buscaba involucrarse profundamente en la política latinoamericana, fuera de la defensa de los intereses de sus súbditos (v. gr., comercio). Contra lo que se piensa habitualmente, Gran Bretaña no apostó a la fragmentación política de Hispanoamérica: “Inglaterra no tenía motivo para temer la creación de unidades políticas más vastas, que ofrecieran a su penetración comercial áreas más sólidamente pacificadas” (p. 156)

Hacia 1850 reapareció la presencia de EE. UU., luego de su victoria en la guerra con México (1846-1848). La presencia estadounidense tuvo un doble sentido: a) expansión del sur esclavista sobre la frontera de las tierras iberoamericanas; b) el esbozo de una relación nueva, económica, centrada en América Central, y que se dará en el comienzo del siglo XIX.

Halperín dedica la última parte del capítulo a presentar en general y en particular el panorama político de Hispanoamérica en este período. Sus conclusiones son lapidarias: en 1840 el panorama político era desolador. Los rasgos principales de ese panorama eran: 1) degradación de la vida administrativa, desorden y militarización; 2) estancamiento económico.

Sobre ese marco general, el autor esboza la situación de cada uno de los países hispanoamericanos. Dado que el presente material es una ficha de lectura, nos limitamos a presentar en pocas palabras el análisis de Halperín.

El Río de la Plata (gracias a la ganadería) y la meseta central de Costa Rica (desarrollo de la producción de café) hallaron la fórmula de la nueva prosperidad: “una economía exportadora ligada al mercado ultramarino” (p. 160).

Brasil superó con éxito la crisis de la independencia, provocada, entre otras cosas, por el desequilibrio originado en el auge de la producción de azúcar en el NE y la ganadería en el extremo sur. Este desequilibrio geográfico, con producciones situadas en los extremos del país, repercutió en la vida política y el Imperio terminó por adquirir cierta cohesión con el café – producción localizada en el centro del país -). El nuevo equilibrio político comenzó a gestarse con la partida a Portugal del emperador brasileño Pedro I en 1831 y la llegada al trono de Pedro II (con una regencia que se extendió hasta 1840): ello marcó el comienzo del imperio parlamentario. Las décadas de 1830 y 1840 fueron turbulentas para la política brasileña, como consecuencia del conflicto entre liberales y conservadores. Pero en 1851 la situación se estabilizó y el éxito brasileño contrastó con los fracasos de Hispanoamérica (con la excepción de Chile, otro ejemplo de estabilidad política).

Halperín enfatiza que la fragmentación política de América Latina fue el resultado de una fragmentación preexistente a las guerras de Independencia: “Más que de la fragmentación de Hispanoamérica habría entonces que hablar, para el período posterior a la independencia, de la incapacidad de superarla.” (p. 169)

En ese marco ubica el fracaso del intento unificador de Simón Bolívar (pp. 169-174). En México, los intentos de la restauración del orden ocuparon buena parte de la primera etapa independiente y fracasaron lamentablemente, derivando en estancamiento económico e inestabilidad política. Una situación análoga se dio en Perú y Bolivia.

Por último, Halperín hace un breve resumen de la evolución de cada uno de los países de Hispanoamérica en el período abarcado por este capítulo. Por nuestra parte, dejamos al lector interesado en esos pormenores la tarea de ir a la fuente y declaramos concluida esta ficha en una fría mañana invernal.

 

Balvanera, sábado 6 de julio de 2024


NOTAS:

[1] El capítulo 3 lleva por título “La larga espera” y abarca las pp. 135-205.

[2] El autor señala, a modo de contraste, que durante la época colonial era posible recorrer una Hispanoamérica casi libre de hombres armados.

[3] Halperín indica que el ejército consumía, por lo menos, la mitad de los gastos del Estado en la mayoría de los países hispanoamericanos.

[4] Las elites tenían presente el ejemplo de la revolución haitiana, que puso en el poder a los esclavos liberados y expulsando a los blancos del país. Estas elites temían que la guerra contra España dejar en inferioridad numérica a los criollos blancos frente a la masa de esclavos y mestizos.

[5] El bloqueo continental, establecido por Napoleón I en noviembre de 1806 para debilitar a Gran Bretaña, obligó a los ingleses a buscar nuevos mercados para su producción manufacturera.