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viernes, 11 de octubre de 2019

HOBSBAWM ACERCA DEL IMPERIALISMO: APUNTES SOBRE LA ERA DEL IMPERIO




El historiador británico Eric Hobsbawm (1917-2012) es autor de una trilogía de obras sobre el siglo XIX (La era de la revolución, La era del capital, La era del imperio). Su lectura es imprescindible para la compresión del desarrollo y la expansión del capitalismo. A esta altura es innecesario afirmar que resulta imposible hacer sociología sin un profundo conocimiento de la historia.
The Age of Empire, 1875-1914, fue publicada en 1987 (Londres, Weidenfeld and Nicolson). Abarca un periodo crucial en el desarrollo del capitalismo, cuyos indicadores más notables son la expansión imperialista, el desarrollo de los regímenes democráticos y el crecimiento del movimiento obrero y del socialismo.
La presente ficha está dedicada al capítulo 3, cuyo título es homónimo al del libro. El capítulo está dividido en dos apartados. En el primero (pp. 65-82) se presentan las principales características del imperialismo; en el segundo (pp. 83-93), el impacto de la expansión occidental en el resto del mundo y el significado de los aspectos “imperialistas” del imperialismo para los países metropolitanos.
Nota bibliográfica:
Trabajé con la traducción española de Juan Faci Lacasta: Hobsbawm, E. (1998). La era del imperio, 1875-1914. Buenos Aires: Crítica. Entre corchetes figuran los comentarios y elaboraciones a partir del texto.


Hobsbawm indica que el período 1875-1914 se caracterizó por la aparición de un nuevo tipo de imperio, el imperio colonial. La supremacía económica y militar de los países capitalistas, incuestionada desde mucho tiempo atrás, se convirtió en conquista, anexión y administración formales de vastos territorios de África, Asia y Polinesia. La excepción fue el continente americano que, si bien constituía una dependencia económica de los países desarrollados, mantuvo su independencia política formal. [1]
El mundo (las zonas mencionadas arriba) fue repartido entre Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, los Países Bajos, Bélgica, EE.UU. y Japón.
El término imperialismo apareció en la década de 1870 y su uso se generalizó en la década de 1890. Se lo utilizó para designar la expansión colonial de las metrópolis capitalistas. El término adquirió la dimensión económica que conserva hasta la actualidad.
El imperialismo fue objeto de un debate, desarrollado especialmente entre los marxistas. La contribución más significativa fue la de V. I. Lenin (1870-1914), quien afirmó que la expansión colonial era uno de los aspectos de la nueva etapa del capitalismo. Dicha expansión permitía la explotación del mundo por las metrópolis y esto resultaba esencial para las potencias capitalistas. Por su parte, los participantes no marxistas señalaron que no existía conexión entre el imperialismo y la etapa contemporánea del capitalismo; en otras palabras, rechazaban que se tratase de un fenómeno de carácter económico (aunque reconocían que tenía aspectos económicos) y proponían explicaciones para la expansión colonial basadas en aspectos psicológicos, ideológicos, culturales y políticos.
Hobsbawm apunta que “nadie habría negado en la década de 1890, de que la división del globo tenía una dimensión económica” (p. 71). Por supuesto, afirmar la relación entre economía e imperialismo no alcanza para explicar el segundo. [No hay que cansarse de repetir que la teoría social siente horror – o, mejor dicho, debe sentir – frente a las explicaciones monocausales.]
El imperialismo tiene que ser puesto en el contexto más general de globalización de la economía [La conformación del mercado mundial, tal como indicaron Marx y Engels en el Manifiesto comunista (1848)]:
“El acontecimiento más importante en el siglo XIX es la creación de una economía global, que penetró de forma progresiva en los rincones más remotos del mundo, con un tejido cada vez más denso de transacciones económicas, comunicaciones y movimiento de productos, dinero y seres humanos que vinculaba a los países desarrollados entre sí y con el mundo subdesarrollado.” (p. 71).
La globalización de la economía capitalista implicó un enorme desarrollo de la red de transportes: la flota mercante, que había pasado de 10 a 16 millones de toneladas en el período 1840-1870, se duplicó en los cuarenta años siguientes; los ferrocarriles se ampliaron de 200.000 km. en 1870 hasta más de un millón de km. en vísperas de la PGM.
La expansión de los transportes respondía a la creciente demanda de materias primas y productos alimenticios por parte de las metrópolis capitalistas. Muchos de los materiales requeridos por las nuevas tecnologías eran producidos en las regiones subdesarrolladas. Era el caso del petróleo, el cobre, el estaño, el oro y los diamantes, etc.
“Estos acontecimientos no cambiaron la forma y las características de los países industrializados o en proceso de industrialización, aunque crearon nuevas ramas de grandes negocios cuyos destinos corrían paralelos a los de zonas determinadas del planeta, caso de las compañías petrolíferas. Pero transformaron el resto del mundo, en la medida en que lo convirtieron en un complejo de territorios coloniales y semicoloniales que progresivamente se convirtieron en productores especializados de uno o dos productos básicos para exportarlos al mercado mundial, de cuya fortuna dependían por completo.” (p. 73).
La demanda de las metrópolis capitalistas permitió el crecimiento de los países dependientes. Esto fue especialmente notorio en las colonias de población blanca (Australia, Canadá, Nueva Zelandia. También fue el caso de países formalmente independientes como Argentina o Uruguay). Sin embargo, ninguno de ellos siguió un camino de industrialización. “Sea cual fuere la retórico oficial, la función de las colonias y de las dependencias no formales era la de complementar las economías de las metrópolis y no la de competir con ellas.” (p. 74). En cambio, los países dependientes de población no blanca se beneficiaron con el alza de los precios de las materias primas y de los alimentos (situación que se prolongó, en rigor, hasta la gran crisis de 1929-1933), pero se concentraron en la producción de uno o dos productos de exportación y sufrieron fuertes crisis cuando caía el precio de sus productos exportables; en ellos y a diferencia de los anteriores, el crecimiento fue mucho más acotado. Además, los beneficios del comercio exterior eran acaparados por las clases dominantes, constituidas generalmente por terratenientes o grupos ligados al comercio de ultramar, quienes promovían una política de bajos salarios para potenciar sus beneficios.
Hobsbawm examina cada una de las explicaciones de la expansión colonial:
a)      La presión del capital para encontrar inversiones más favorables que las que se podían realizar en el interior de las metrópolis capitalistas. Debe ser descartada, porque el flujo de las inversiones (se refiere aquí al caso británico) se dirigía a las colonias en rápida expansión, sobre todo a las de población blanca.
b)     La búsqueda de mercados. Los capitalistas de las metrópolis pensaban que las crisis de sobreproducción [La existencia de grandes cantidades de mercancías que no encontraban compradores.] podían ser resueltas por medio de la posesión de colonias, que funcionarían como mercados de salida para el exceso de producción.
c)      Las consideraciones de orden estratégico. El caso emblemático es Gran Bretaña, interesada en proteger las rutas que conducían al núcleo de su imperio colonial: la India.
Hobsbawm rechaza los argumentos que separan la expansión imperialista de la situación de la economía capitalista. Agrega, además, otra consideración. El imperialismo “ayudaba a crear un buen cemento ideológico”:
“De forma más general, el imperialismo estimuló a las masas, y en especial a los elementos potencialmente descontentos, a identificarse con el Estado y la nación imperial, dando así, de forma inconsciente, justificación y legitimidad al sistema social y político representado por el Estado. En una era de política de masas (…) incluso los viejos sistemas exigían una nueva legitimidad.” (p. 79).
El atractivo del imperialismo se hizo sentir entre las nuevas clases medias y los trabajadores administrativos, “cuya identidad social descansaba en la pretensión de ser los vehículos elegidos del patriotismo.” (p. 79); fue menos importante o menos extendido entre los trabajadores. Como quiera que sea, la dominación sobre poblaciones de piel oscura tuvo arraigo popular en las metrópolis capitalistas: un sentimiento de superioridad unía a los hombres blancos occidentales. Hasta el trabajador más modesto era un “señor” en las colonias.
La expansión colonial motivó un ascenso de la acción misionera: protestantes y católicos se esforzaron por convertir a los indígenas. Pero los indígenas apenas fueron incorporados a las filas eclesiásticas. La Iglesia católica consagró los primeros obispos asiáticos recién en la década de 1920.
La izquierda (Hobsbawm se refiere sobre todo a los socialistas) fue antiimperialista. Sin embargo, “el socialismo fue hasta 1914 un movimiento de europeos y emigrantes blancos o de los descendientes de éstos. (…) El colonialismo era para ellos una cuestión marginal.” (p. 82). Lenin fue la excepción, pues consideraba que la periferia del capitalismo mundial estaba dotada de “material inflamable” para la revolución.
Al final del primer apartado, Hobsbawm sintetiza su noción de imperialismo:
“Era [el imperialismo] el producto de una época de competitividad entre economías nacionales capitalistas e industriales rivales que era nueva y que se vio intensificada por las presiones para asegurar y salvaguardar mercados en un período de incertidumbre económica (…). Formaba parte de un proceso de alejamiento de un capitalismo basado en la práctica privada y pública del laissez-faire, que también era nuevo, e implicaba la aparición de grandes corporaciones y oligopolios y la intervención cada vez más intensa del Estado en los asuntos económicos. Correspondía a un momento en que las zonas periféricas de la economía global eran cada vez más importantes.” (p. 82).


En el segundo apartado Hobsbawm examina las consecuencias económicas y políticas de la colonización. Pone en primer lugar el caso de Gran Bretaña. Los ingleses concentraron sus inversiones en Canadá, Australia y América Latina (en 1914, la mitad de todo el capital público a largo plazo emitido ese año se hallaba en dichos lugares). El capitalismo inglés obtuvo importantes beneficios de la explotación colonial de India y Sudáfrica. Sin embargo, la política imperialista inglesa tenía carácter defensivo; se trataba de preservar espacios geográficos frente a la expansión de potencias rivales.
Alemania y EE.UU, los dos grandes rivales económicos de Gran Bretaña, no dependían de sus imperios coloniales (mínimo en el caso norteamericano) para expandir sus economías. En cambio, Francia, más atrasada en su desarrollo, conquistó numerosas colonias.
“Podemos establecer algunas conclusiones con cierta seguridad. En primer lugar, el impulso colonial parece haber sido más fuerte en los países metropolitanos menos dinámicos desde el punto de vista económico, donde hasta cierto punto constituían una compensación potencial para su inferioridad económica y política frente a sus rivales, y en el caso de Francia, de su inferioridad demográfica y militar. En segundo lugar, en todos los casos existían grupos económicos concretos – entre los que se destacan los asociados con el comercio y las industrias de ultramar que utilizaban materias primas procedentes de las colonias – que ejercían una fuerte presión en pos de la expansión colonial, que justificaban, naturalmente, por las perspectivas de los beneficios para la nación. En tercer lugar, mientras que algunos de esos grupos obtuvieron importantes beneficios de esa expansión (…), la mayor parte de las nuevas colonias atrajeron escasos capitales y sus resultados económicos fueron mediocres. En resumen, el nuevo colonialismo fue una consecuencia de una era de rivalidad económica-política entre economías nacionales competidoras, rivalidad intensificada por el proteccionismo. Ahora bien, en la medida en que ese comercio metropolitano con las colonias se incrementó en porcentaje respecto al comercio global, ese proteccionismo tuvo un éxito relativo.” (p. 86).
A continuación, Hobsbawm analiza los aspectos culturales de la expansión imperialista.
En los países dependientes, los cambios afectaron “a las elites indígenas, aunque hay que recordar que en algunas zonas, como en el África subsahariana, fue el imperialismo o el fenómeno asociado de las misiones cristianas, el que creó la posibilidad de que aparecieran nuevas elites sociales sobre la base de una educación a la manera occidental.” (p. 86). La gran masa de la población de esos países mantuvo su forma de vida con pocas modificaciones. Sin embargo, el impacto sobre las elites, que puede denominarse occidentalización (la adopción de costumbres y formas de pensar propias de Europa occidental), sentó las bases para el posterior desarrollo del nacionalismo y las luchas antiimperialistas. Menciona como ejemplo a Gandhi (1869-1948). En síntesis, “la era del imperio creó una serie de condiciones que determinaron la aparición de líderes antiimperialistas y, asimismo, las condicionas que (…) comenzaron a dar resonancia a sus voces.” (p. 88).
Respecto a la influencia de los países dependientes sobre las metrópolis. Salvo el caso de las vanguardias artísticas, que consideraron  en un pie de igualdad a las producciones artísticas del mundo subdesarrollado, surgió la novedad,
“de que cada vez más y de forma más general se consideró a los pueblos no europeos y a sus sociedades como inferiores, indeseables, débiles y atrasadas, incluso infantiles. Eran pueblos adecuados para la conquista o, al menos, para la conversión a los valores de la única civilización real, la que representaban los comerciantes, las misiones y los ejércitos de hombres armados, que se presentaban cargados de armas de fuego y de bebidas alcohólicas. En cierto sentido, los valores de las sociedades tradicionales no occidentales fueron perdiendo importancia para su supervivencia en un momento en que lo único importante eran la fuerza y la tecnología militar.” (p. 89).
El desdén y el desprecio fueron las actitudes más comunes del europeo medio hacia los pueblos conquistados. Sólo algunos misioneros y funcionarios coloniales se esforzaron por comprender las diferencias entre la sociedad occidental y las sociedades colonizadas.
Hobsbawm cierra el capítulo señalando que a finales del siglo XIX comenzó a cundir cierta preocupación entre intelectuales y funcionarios de los países imperialistas. Existía la conciencia de la enormidad de los territorios conquistados, de la magnitud de las poblaciones sometidas y de los exiguos recursos de las metrópolis para sostener esa dominación. El temor al despertar de los pueblos conquistados se expresó en diversos escritos. [2] Esta cuestión se hallaba ligada a la expansión de las ideas democráticas, pues ellas aparecían como la antítesis de la dominación imperialista.

Parque Avellaneda, viernes 11 de octubre de 2019


NOTAS:
[1] Argentina y Uruguay son caracterizadas como “territorios coloniales «honoríficos»” de Gran Bretaña. (p. 75).
[2] Varios intelectuales pensaban que la industria y las tareas más pesadas serían desplazadas hacia las colonias. Las metrópolis quedarían reducidas a la situación de “rentistas”.

miércoles, 23 de marzo de 2011

LIBIA Y LA CUESTIÓN DEL IMPERIALISMO

La reciente intervención militar de EE.UU., Gran Bretaña y otros países europeos en Libia, con el objetivo declarado de evitar los bombardeos de las fuerzas del coronel Khadafy (n. 1942) sobre los "civiles inocentes", ha puesto otra vez en el centro del debate político a cuestiones tales como el imperialismo y la democracia. No es nuestro objetivo analizar la compleja situación política libia, puesto que carecemos de los conocimientos necesarios para hacerlo. Para opinar con desconocimiento de causa está la mayoría del periodismo "independiente", así que remitimos a los lectores audaces a esas fuentes de desinformación. La calaña de tales "opinólogos" queda al descubierto desde el momento en que a ninguno de ellos se le ocurre preguntarse cuál es el sentido de bombardear ciudades y matar civiles (cosas que están haciendo los países de la coalición), para evitar precisamente que las fuerzas del gobierno libio bombardeen ciudades y maten civiles.

Nuestra intención es formular algunas reflexiones sobre las actitudes que ha despertado la intervención de los guerreros occidentales y cristianos, en vastos sectores del campo nacional y popular y de la izquierda. Ante todo, y para evitar confusiones, hay que decir que la intervención tiene que ser condenada sin atenuantes. Que los Estados que torturaron y asesinaron a los pueblos de Afganistán y de Iraq (para mencionar los casos más recientes) y que eliminaron cualquier vestigio de derecho internacional y aún de mero trato humanitario en la infame prisión de Guantánamo, se atribuyan el derecho de intervenir "humanitariamente", no deja de ser una expresión del grotesco sangriento al que suele darse el nombre de "comunidad internacional". Pero la condena no sirve de nada si no se explican las bases políticas de la intervención. Más en general, tampoco sirve de nada clamar contra el imperialismo, sino se explicita en qué consiste y cuál es su relación con el estado actual de la economía mundial capitalista.

En estos días, se ha afirmado repetidas veces que el coronel Khadafy es un líder antiimperialista y que, debido a ello, su lucha actual tiene que ser apoyada. Cualquier intento de poner en discusión el antiimperialismo del coronel es tildado de servilismo frente al imperialismo. Sin embargo, la realidad suele ser más complicada que las etiquetas políticas. Nos remitimos a algunos hechos fácilmente comprobables. Khadafy fue un aliado fiel de EE.UU. en la lucha contra el "terrorismo islámico". Luego de los atentados del 11 de septiembre de 2001, el coronel vio la oportunidad de congraciarse con los amos del mundo occidental y cristiano, y con esta intención se sumó a la cruzada del inefable George W. Bush . En ese marco, entregó prisioneros e información a los servicios secretos occidentales, siendo uno de los puntales de la "guerra sucia" emprendida por el gobierno de los EE.UU. Lejos de sus veleidades antiimperialistas de los '70 y '80, el coronel se convirtió de la noche a la mañana en un personaje "respetable", al que se le perdonaban los pecadillos cometidos en contra de su propio pueblo. Parafraseando al viejo Franklin D. Roosevelt cuando se refirió al dictador nicaragüense Somoza, los líderes occidentales y cristianos podían decir del coronel: "es un hijo de puta, pero es NUESTRO hijo de puta".

El antiimperialismo de Khadafy es tan sólido como el "humanitarismo" de los EE.UU. y Gran Bretaña. Desde el campo popular se vuelve preciso, entonces, replantear qué se entiende por imperialismo. Ante todo, hay que partir de que el imperialismo no puede ser separado de la cuestión del carácter capitalista de la economía mundial. Aislar el imperialismo de la temática del capitalismo lleva a confusiones teóricas y políticas, y debilita profundamente la lucha antiimperialista.

El capitalismo, en tanto sistema de economía mundial, presupone la existencia de diferencias de poder entre los distintos países y regiones. Así como en el interior de cada sociedad, el capitalismo reproduce la desigualdad y la explotación, en el marco del mercado mundial las relaciones capitalistas implican necesariamente la desigualdad y la explotación entre los países. La política internacional es cualquier cosa menos un ámbito donde reina la igualdad y la búsqueda pacífica de consensos. En este sentido, el pasaje de un mundo bipolar, marcado por el antagonismo entre dos superpotencias (EE.UU. y la URSS), a un mundo "multipolar", en el que una gran superpotencia militar (los EE.UU.) se enfrenta a la creciente competencia de competidores como China, la Unión Europea, etc., no modifica el carácter desigual y la existencia de la explotación en las relaciones internacionales. Este tiene que ser el punto de partida de cualquier análisis de la realidad internacional.

El imperialismo alude, pues, a una forma asimétrica de relación entre los países, que se da en el marco de la plena vigencia del capitalismo como sistema económico mundial, en el que la ley del valor y la lógica de la mercancía se han vuelto los principales determinantes de las luchas políticas internas y externas. Las intervenciones militares como la que da motivo a esta nota son solamente la cara más evidente de un sistema que está construido sobre la desigualdad de poder entre los países. La hegemonía del pensamiento neoliberal en las décadas del '80 y del '90 tuvo como una de sus consecuencias la erradicación del concepto mismo de capitalismo del vocabulario de lo "políticamente correcto". La "desaparición" del capitalismo trajo aparejado un fenómeno interesante. Por un lado, muchos intelectuales dejaron de lado la noción de imperialismo y se concentraron en elucubrar fórmulas cada vez más barrocas para describir el contenido que asumieron las relaciones internacionales luego de la caída de la URSS. En este sentido, Imperio de Toni Negri y Michael Hardt fue tal vez la expresión más extrema del abandono del sentido de la realidad por la intelectualidad progresista. Por otro lado, y sobre todo a partir del derrumbe ideológico del neoliberalismo en la primera década del siglo XXI, muchos políticos e intelectuales volvieron a considerarse "antiimperialistas", pero en el camino dejaron de lado todo atisbo de lucha anticapitalista, de modo que, aún superado formalmente, el pensamiento neoliberal siguió ordenando las coordenadas principales de las luchas políticas. Según esta concepción, es posible separar el imperialismo (considerado como un resabio de una forma ya anticuada de capitalismo) del capitalismo "moderno" , basado en la tecnología y no en la explotación de los pueblos, y que por ello permite ofrecer igualdad y posibilidades para todos. Es más, sigue casi sin hablarse de capitalismo. aunque se lucha desesperadamente por tener contentos a los empresarios y garantizar así el flujo de inversiones.

La escisión entre antiimperialismo y anticapitalismo se fue desarrollando, en su versión moderna, en la primera década del siglo XXI, y se concretó en la situación paradójica de partidos y gobiernos que hacen gala de un antiimperialismo declamativo, al mismo tiempo que pugnan por atraer inversores y por desarrollar sus economías en un sentido capitalista. Ahora bien, guste o no, el crecimiento del PBI en un marco económico regido por el mercado fortalece la vigencia del imperialismo. Nada de esto es novedoso. En los años '60, y para referirnos a un autor bien conocido en el campo nacional y popular, John William Cooke (1920-1968) defendió la postura de que sólo la clase trabajadora , cuyos intereses objetivos se oponían a los capitalistas, era capaz de llevar a cabo de manera consecuente la lucha contra el imperialismo. Ninguna burguesía nacional está en condiciones de llevar adelante esa lucha por la sencilla razón de que se mueve dentro de los límites y de la lógica del capitalismo. Y, repetimos, el capitalismo implica necesariamente desigualdad y explotación, tanto al interior como al exterior de los países.

El antiimperialismo, separado de su contenido anticapitalista, resulta funcional a una vieja idea del pensamiento nacional y popular, esto es, aquella que afirma que la historia es la lucha entre lo "nacional" y lo "extranjero". Bajo la etiqueta de lo nacional se agrupa, también, a la burguesía y al capitalismo nacional, a los que se supone preferibles a las burguesías de los demás países por el mero hecho de ser "nacionales". De modo que el antiimperialismo pasa a ser una consigna conveniente, pues pone el foco en lo extranjero y deja en la oscuridad la cuestión del capitalismo "nacional". Esta actitud no es compartida por todos los exponentes actuales del pensamiento nacional y popular, pero su difusión ha corrido pareja con la reestructuración capitalista en América Latina a lo largo de la primera década del corriente siglo. De este modo puede justificarse la expansión de la economía capitalista en los últimos diez años sin renegar del "progresismo" y de la adhesión a un pensamiento que en los papeles se presenta como diametralmente opuesto al neoliberalismo.

Esta forma peculiar de concebir el antiimperialismo se ha manifestado en la actitud frente a la crisis libia. La intervención es condenada como una manifestación imperialista, como la expresión de una forma salvaje de pensar al capitalismo, propia de las metrópolis acostumbradas a resolver los problemas recurriendo a su superioridad militar. También se alude con frecuencia al interés de las potencias por apoderarse del petróleo. Pero no se dice una palabra de la relación existente entre esta imperialismo y la expansión de las relaciones capitalista a nivel mundial. El imperio es insultado, pero el capital es venerado.

El episodio libio presenta otro costado interesante. Un militante escribió en un espacio virtual algo así como: ¡Aguante Khadafy! Qué nos vienen a hablar ellos de libertad!" Que los EE.UU., que sostienen regímenes profundamente democráticos como la monarquía imperante en Arabia Saudita, sigan presentando sus actos terroristas como cruzadas libertarias es sintomático del grado en que se han intoxicado con su propia ideología. Pero constituye un profundo error dejar la cuestión de la democracia en manos de los terroristas occidentales y cristianos.

Para muchos militantes, el hecho de que el coronel se encuentre hoy bajo el ataque de las potencias imperialistas es suficiente para eximirlo de todas sus "faltas" anteriores. Sin embargo, Khadafy es un dictador y toda su carrera política se apoyó en la supresión de las libertades democráticas. No se trata, por cierto, de la eliminación de los derechos liberales clásicos, como la libertad de reunión (aunque también nos referimos a estos), sino de la anulación de cualquier intento de organización independiente de su propio pueblo. Libia es el coronel, y aquí se acabó la historia. Su antiimperialismo de épocas pasadas (antes de su conversión a la "normalidad" occidental y cristiana) sirvió para ocultar la opresión a que sometía a su pueblo.

La lucha antiimperialista es, al mismo tiempo, lucha por las libertades democráticas, pues para enfrentar exitosamente al imperialismo y al capitalismo es preciso incorporar a todo el pueblo a la misma, y la democracia es la manera más sólida y duradera de garantizar esa movilización popular. Esto es así porque los trabajadores y los demás sectores populares son quienes más sufren la falta y/o las limitaciones de las libertades democráticas. El encolumnarse detrás de un líder puede resultar exitoso en un momento dado, pero debilita la lucha contra el capitalismo en el largo plazo. La lucha anticapitalista en el siglo XXI no puede separarse de ninguna manera de la lucha por la obtención, consolidación y profundización de las formas democráticas de la autoorganización popular. El antiimperialismo tiene que ser una unión inseparable de lucha anticapitalista y lucha democrática, justamente porque el capitalismo implica la subordinación de las personas a las cosas, con la consiguiente supresión de la capacidad de los seres humanos para convertirse en dueños de sus propios destinos. Pero, para que la lucha por la democracia sea verdadera y eficaz es imperativo evitar la escisión entre política y economía tan cara al capitalismo.

Es por lo expuesto en el párrafo anterior que no puede defenderse la figura de Khadafy. Su antiimperialismo pasado expresó todas las limitaciones y errores que llevaron a las derrota a tantos movimientos de liberación nacional.

El antiimperialismo será anticapitalismo o no será nada.

Buenos Aires, miércoles 23 de marzo de 2011