Vistas de página en total

Mostrando entradas con la etiqueta Lafargue. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Lafargue. Mostrar todas las entradas

viernes, 30 de marzo de 2018

MARX SOBRE LA ACCIÓN POLÍTICA DE LOS TRABAJADORES: LA CARTA A LAFARGUE, 19/04/1870


Mijaíl Bakunin



1] Introducción:

En otra ocasión tuve la oportunidad de referirme a la compilación de textos de Marx, Engels y Lenin, Acerca del anarquismo y el anarcosindicalismo (Moscú, Editorial Progreso, 1976). Se trata, por cierto, de un trabajo sesgado, para nada favorable a los anarquistas. En el epílogo de la obra (pp. 332-351), redactado por un tal Kolpinski, pueden leerse “perlas” como estas: “el anarquismo corriente socio-político de naturaleza clasista pequeñoburguesa” (p. 332); “el individualismo y el subjetivismo extremos de los anarquistas” (p. 332); “manifestación del revolucionarismo pequeñoburgués” (p. 333); “esta doctrina, ajena al proletariado por su contenido de clase, sustituye el pensamiento revolucionario con la fraseología dogmática” (p. 333). La selección de trabajos reunidos en la obra refleja ese sesgo: no se encuentra en ella ninguno de los pasajes en los que Marx, por ejemplo, reconoce que los trabajadores no pueden recurrir a una herramienta de opresión (el Estado) para lograr su emancipación. Por ello es conveniente acompañar su lectura con la de obras que tienen una actitud mucho más “amable” hacia el anarquismo, como es el caso del libro clásico de Maximilien Rubel y Louis Janover, Marx anarquista (Buenos Aires, Madreselva, 2010).

La lucha entre socialistas marxistas y socialistas anarquistas es innegable. Así, por ejemplo, una de las primeras exposiciones de la concepción marxista de la sociedad se encuentra en Miseria de la Filosofía (1847), cuyo objetivo primordial es la crítica de Proudhon. Los ejemplos pueden multiplicarse, y la compilación que tengo a mi vista recoge prolijamente todo tipo de chicanas de Marx y Engels contra los anarquistas. Del lado opuesto, la cosa no va mejor: podríamos recopilar un libro completo con los adjetivos calificativos que Bakunin dedica a Marx.

Sin embargo, casi siglo y medio después de esas discusiones es posible y conveniente adoptar un punto de vista menos centrado en las diferencias y más enfocado en los aportes de ambos socialismos a la causa común de la liberación de la clase trabajadora. El carácter estatista de los socialismos del siglo XX requiere retomar todas las contribuciones a la crítica del Estado formuladas en el seno del vasto movimiento socialista (vasto en el sentido de que de ninguna manera puede resumirse a su visión marxista). Si se acepta esta afirmación, es claro que resulta imprescindible examinar de un modo crítico las obras de los anarquistas de los siglos XIX y XX.

El presente trabajo es la ficha de lectura de la carta de Marx a Paul Lafargue, fechada en Londres el 19 de abril de 1870, casi un año antes de la Comuna de París. Marx examina críticamente el “programa” de Bakunin en la 1° Internacional. La carta es reproducida de modo incompleto en la compilación mencionada (pp. 25-26).

Para comenzar, cabe decir que Marx distingue tres puntos en el “programa” de Bakunin:

1] la abolición del derecho de herencia;

2] la igualdad de las diferentes clases sociales;

3] la renuncia de la clase obrera a la acción política.

A continuación, paso a exponer el desarrollo de cada punto, no sin antes aclarar que, por razones de espacio, no expondré aquí cuál era la posición de Bakunin a partir de las palabras de éste; me limitaré a comentar las afirmaciones de Marx. Tal como indiqué más arriba, me interesa más destacar el contenido positivo de la crítica de Marx y no la vieja polémica entre marxistas y bakuninistas.

Unas palabras más. La posición de Marx y Bakunin sobre el Estado tiene una importancia que excede largamente lo expresado aquí, pues arroja un punto de vista fructífero para la ciencia política y las ciencias sociales en general, dado que se centra en el carácter de clase del Estado, algo lamentablemente olvidado en estos días. Ahora bien, nadie se atrevería a negar la importancia que tienen las instituciones estatales en las sociedades capitalistas modernas. De ahí que la lectura de los “viejos” Marx y Bakunin puede resultar sugerente aún para quienes no estén interesados en los problemas del movimiento obrero y del socialismo.



2] La abolición del derecho de herencia:

Marx rastrea los orígenes de la consigna. El derecho de herencia era una vieja preocupación del saint-simonismo; estos socialistas pensaban que la abolición de la herencia era una pieza fundamental en la constitución de un nuevo orden social.

Marx adopta una perspectiva diferente a la de los sansimonianos: si hubiera revolución socialista, esta aboliría por decreto la propiedad agraria y el capital [la propiedad privada de los medios de producción]. En este contexto, abolir el derecho de herencia sería innecesario. Sin revolución, en una situación de vigencia “pacífica” de las relaciones sociales capitalistas, la abolición de la herencia es una consigna que equivale a pegarse un tiro en los pies: “una amenaza estúpida que agruparía a todo el campesinado y a toda la pequeña burguesía alrededor de la reacción.” (p. 25).

Desde junio de 1848 (y mucho más desde la derrota de la Comuna de París), Marx tenía una gran preocupación por evitar “el solo trágico del proletariado”, esa situación en la que la clase quedaba aislada de los otros sectores populares (campesinos, pequeña burguesía) y era aplastada fácilmente por la burguesía. Dicho de otro modo, la revolución socialista exige que la clase trabajadora pueda comandar a las otras clases de la sociedad (exceptuando, por supuesto, a la burguesía). Ello implica construir hegemonía en la práctica cotidiana.

La abolición de la propiedad agraria y el capital, corresponden al programa mínimo. La abolición del derecho de herencia, en cambio, no puede formar parte del programa mínimo, pues éste incluye las medidas que tienen por objetivo mejorar la posición económica de la clase obrera y construir la dirección política de la clase obrera sobre las otras clases de la sociedad.

La base teórica de la crítica marxiana a la abolición del derecho de herencia es explicitada en el siguiente párrafo:

“¡Toda esta teoría se basa en el anticuado idealismo, que considera la jurisprudencia actual como la base de nuestro sistema económico, en lugar de ver en nuestro sistema económico la base y la fuente de nuestra jurisprudencia!” (p. 25).

La cuestión del derecho de herencia forma parte de la crítica marxiana del Derecho, parte integrante, a su vez, de la crítica a la concepción idealista de la sociedad. En el terreno político, sirve para comprender los límites del electoralismo y del parlamentarismo. Los problemas sociales (y, por supuesto, el capitalismo en general) no se resuelven en el Parlamento.



3] La igualdad de las clases sociales:

El problema se refiere a la situación de una revolución socialista, que ha derrocado a la burguesía. Marx indica el carácter absurdo de la afirmación: si las clases continúan existiendo, no pueden ser iguales entre sí. Las clases sociales presuponen la desigualdad entre ellas.

Hay que agregar que si hay Estado, hay clases y, por lo tanto, desigualdad social y opresión de una clase por otra.



4] La acción política de la clase obrera:

Marx discute la idea de Bakunin de que la clase obrera tiene que dedicarse a organizar sindicatos, y dejar de lado la política. Es cierto que el objetivo final [programa máximo] del movimiento socialista “es transformar en asociaciones los Estados existentes” (p. 26).

El problema concreto es otro, pues no estamos en una sociedad socialista. Se trata de qué hacer en el marco del capitalismo. ¿Corresponde abandonar la actividad política? ¿Vamos a dejar “a los gobiernos, a estas gigantescas tradeuniones [sindicatos] de las clases gobernantes, que hagan lo que les venga en gana, ya que si tratamos con ellos eso significará que los reconocemos”? Si el movimiento obrero procede así, queda el camino abierto para el monopolio de la política por la burguesía.

Negarse a realizar acción política es proceder como los “viejos socialistas”, quienes pensaban que no había que luchar por mejoras salariales, por cuanto el objetivo del socialismo era luchar por la abolición del trabajo asalariado. Desde la perspectiva de estos socialistas, luchar por los salarios equivalía a aceptar el sistema del trabajo asalariado.

Marx propone una posición diferente: “todo movimiento de clase como tal es y ha sido siempre necesariamente un movimiento político” (p. 26). ¿Qué significa esta afirmación?

Tomemos el caso de una huelga en protesta contra el cierre de una fábrica por la patronal. De un lado, están los trabajadores; del otro, la empresa, la policía y demás fuerzas represivas reprimiendo a los trabajadores. ¿Cómo pueden equilibrar la balanza los trabajadores? Apelando a la solidaridad de otros trabajadores, buscando aliarse con otros sindicatos y otros sectores de la población, etc., etc.

La patronal dispone de la legislación, que es una legislación de clase; del Estado, que es instrumento de represión; de la hegemonía de la burguesía sobre la clase trabajadora. Frente a este poder abrumador (y el poder de la burguesía es siempre abrumador, salvo en períodos revolucionarios) la lucha “exclusivamente” sindical terminaría por aislar al movimiento, aunque éste tenga objetivos “estrictamente” económicos. Por todo esto la lucha de clases es necesariamente un movimiento político.



Villa del Parque, viernes 30 de marzo de 2018

viernes, 25 de agosto de 2017

CONTRA LA CULTURA DEL TRABAJO, POR EL DERECHO A LA PEREZA: COMENTARIO A LAFARGUE



Los debates actuales sobre la llamada Reforma Laboral exigen que la clase trabajadora ponga en tensión todo el arsenal de argumentos para oponerse a la misma. El momento es crucial. La imposición de la nueva legislación laboral tendría como resultado un deterioro significativo de las condiciones laborales. Es por ello que creí conveniente desempolvar un viejo texto publicado en 2010 (en rigor, una ficha de lectura), en la creencia de que puede ser de alguna utilidad en el debate. Respecto al texto original, hice unos pocos agregados y supresiones, revisé errores de tipeo y mejoré el formato.

Nota bibliográfica:
Para las citas de El Capital utilizo la edición preparada por Pedro Scaron para Siglo XXI Editores (1º edición, 1975). Dispongo de un ejemplar de la 21º edición, publicada en México D. F. La traducción, advertencia y notas son obra de Scaron. Para indicar la página correspondiente de la edición Siglo XXI procedo de la siguiente manera: I corresponde al número de Libro de la obra (recordar que El Capital está constituido por cuatro libros); 1 al número de volumen de la edición Siglo XXI (esta edición publicó los tres primeros libros en 8 volúmenes); 6 hace referencia al número de página de la edición Siglo XXI.

En este comentario utilizo la traducción de El derecho a la pereza realizada por María Celia Cotarelo, incluida en Sartelli, Eduardo. (2005). Contra la cultura del trabajo: Una crítica marxista del sentido de la vida en la sociedad capitalista. Buenos Aires: Ediciones Razón y Revolución. (pp. 193-221). Este volumen reúne, además, un conjunto de trabajos que tienen por objeto comentar y/o desarrollar aspectos del texto de Lafargue.



En el comienzo del primer capítulo del Libro Primero de El Capital (1867), Karl Marx (1818-1883) formula la distinción entre valor de uso y valor de cambio. El primer concepto alude a la capacidad que posee una cosa o un servicio para satisfacer necesidades de las personas; el uso es la utilización de la cosa por el individuo para realizar su goce. (1). El valor de cambio designa a la capacidad que posee una mercancía de ser cambiada en el mercado por otras mercancías; a diferencia del valor de uso, el valor de cambio presupone necesariamente la existencia del mercado. (2). Marx no desarrolla la concepción del valor de uso en El capital, si bien reconoce que es el sustrato material del valor de cambio. (3)

El proceso de trabajo, en su forma capitalista, está centrado en el valor de cambio (más exactamente, en la producción de plusvalor). Para el capitalista, el objetivo del proceso productivo es la producción de mercancías que puedan venderse en el mercado. En el fondo, no le interesa qué mercancía produce, sólo le importa que se venda. Toda su "responsabilidad social" concluye allí.

La hegemonía del valor de cambio engendra la paradoja de que el capitalismo, lejos de tener presente las necesidades de los individuos, impone a las personas sus propias necesidades (por ejemplo, la creación de la compulsión a la compra de todo tipo de mercancías). No es la satisfacción de las personas la que guía el rumbo del proceso productivo, sino el goy la satisfacción del capital a través de la producción de cantidades crecientes de plusvalor. En el capitalismo los individuos tienen que estar permanentemente insatisfechos para que el capital pueda gozar con el plusvalor. En un correlato de la teoría del fetichismo de las mercancías, la esfera del goce se desplaza desde las personas hacia las cosas (el capital).

Aunque Marx no dedica su atención a la problemática del valor de uso, El capital proporciona elementos para entender la relación entre la hegemonía del valor de cambio y el papel secundario del valor de uso. La clave para comprender por qué son las cosas quienes disfrutan en el capitalismo se encuentra en la organización del proceso de trabajo. En este punto El derecho a la pereza cobra una enorme actualidad.

Paul Lafargue (1842-1911) (4) fue un militante socialista francés, nacido en Santiago de Cuba. Estaba casado con Laura Marx (1845-1911) y realizó una tarea infatigable de difusión de las ideas marxistas, a través de numerosos textos, muchos de ellos presentados en el formato folleto. Como buen militante, su interés por las cuestiones teóricas estaba soldado con la preocupación por transformar la realidad, y esto debe ser tenido en cuenta al momento de abordar la lectura de sus obras.

El derecho a la pereza fue redactado en 1880 y publicado por partes en el periódico socialista francés L'ÉGALITÉ. Posteriormente, y estando preso por "favorecer y propugnar la muerte y el pillaje", Lafargue revisó el folleto y preparó su edición definitiva en 1883.  En la lectura que voy a proponer resulta  fundamental la categoría de valor de uso. Mediante el empleo de la misma, es posible desarmar el sentido común capitalista acerca del trabajo y comprender bajo qué condiciones pueden emanciparse las personas de la dominación del trabajo alienado y convertirse en dueños de su propio destino.

¿En qué consiste el sentido común sobre el trabajo? En la creencia en que el trabajo es bueno en sí mismo, y que constituye el camino que debe elegir el individuo para mejorar en tanto persona. En otras palabras, el trabajo nos hace mejores pues nos permite superarnos, al obligarnos a ser responsables. Frente a los innegables males de nuestra época, el sentido común capitalista suele proponer como solución el retorno a la "cultura del trabajo". El trabajo divide, pues, a las personas en dos grandes grupos: los trabajadores, serios y responsables, a los que les corresponde por mérito ascender en la escala social; y los "vagos", los que "no quieren trabajar, que quedan fuera del mundo del trabajo por su propia indolencia. El éxito, que en nuestra sociedad se mide por la cantidad de dinero acumulado, es presentado como un resultado del esfuerzo en el trabajo; las diferencias sociales son la expresión de una “meritocracia” basada en el trabajo.

La visión del sentido común tiene la ventaja de la sencillez, reforzada por la adopción del punto de vista individualista. Es el trabajo del individuo el que determina el lugar que éste ocupa en la sociedad. No hay que preocuparse por las estructuras, las clases sociales o la dinámica del capitalismo. Sólo es preciso concentrarse en los motivos de cada individuo para trabajar duro.

El sentido común tiene una valoración positiva del trabajo. ¿Quién podría oponerse al trabajo? Sólo alguien que quiere vivir a costa de los demás o que es "vago" por naturaleza.

Lafargue desarma la concepción del sentido común mediante el despliegue de una serie de operaciones conceptuales. En primer lugar, saca al trabajo del ámbito abstracto e individualista en que lo sitúa el pensamiento burgués, y lo ubica en el contexto general de la sociedad capitalista. Así, mientras que el sentido común presenta al trabajo como una actividad realizada por el trabajador para su propio beneficio, Lafargue considera al trabajo en su carácter capitalista, como actividad condicionada y formateada por las necesidades de reproducción del capital. Esto permite evitar muchos equívocos. Así, por ejemplo, cuando se habla de "cultura del trabajo" debe tenerse en cuenta que se está hablando de "cultura del trabajo capitalista".

Lafargue escribe: "Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de las naciones donde domina la civilización capitalista (...) Esta locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda por el trabajo, llevado hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de sus hijos. (...) En la sociedad capitalista, el trabajo es la causa de toda degeneración intelectual, de toda deformación orgánica." (p. 195). "Nuestra época es, dicen, el siglo del trabajo; es, en efecto el siglo del dolor, de la miseria y de la corrupción." (p. 198).

Así, frente al sentido común burgués, que sostiene que el trabajo es la fuente de todas las virtudes, Lafargue afirma que el trabajo es fuente de degradación. Frente a la afirmación de que el trabajo es creador de riqueza, Lafargue sostiene que es creador de miseria. ¿Cómo es posible que la actividad que genera efectivamente la riqueza de la sociedad capitalista se transmute en su opuesto? La respuesta a este interrogante se encuentra en la organización capitalista del proceso productivo.

En el capitalismo, el objetivo del proceso de trabajo es la producción de plusvalor, esto es, trabajo no pagado al trabajador, que es apropiado por el capitalista en virtud de su propiedad privada de los medios de producción. El valor de uso (la satisfacción de las necesidades de las personas) ocupa un lugar subordinado frente al valor de cambio. La hegemonía de este último permite explicar que la inmensa productividad del trabajo no desemboque en un aumento del ocio de los trabajadores, sino en una intensificación del ritmo de trabajo. Puesto que el trabajador no controla el proceso, su opinión no es considerada al momento de decidir qué, cómo y cuánto producir. Si la productividad del trabajo aumenta, es necesario producir cada vez más para así generar una masa mayor de plusvalor.

Lafargue expresa así el imperativo de la producción capitalista: "Trabajen, trabajen, proletarios, para aumentar la riqueza social y sus miserias individuales; trabajen, trabajen, trabajen, para que , volviéndose más pobres, tengan más razones para trabajar y ser miserables. Tal es la ley inexorable de la producción capitalista." (p. 201).

Sólo a partir de la hegemonía del valor de cambio puede entenderse la búsqueda desesperada por producir cada vez más mercancías en un mundo que ya está saturado de ella. En este punto cobra todo su sentido la afirmación de Lafargue de que el trabajo engendra "miseria" y "corrupción". La productividad del trabajo hace que el trabajador sea cada vez más miserable frente a una masa siempre creciente de mercancías que no puede poseer; la corrupción invade todos los resquicios de la sociedad puesto que todo el proceso productivo está regido por el valor de cambio y, por ende, todo tiene su precio.

Lafargue transforma a la "cultura del trabajo" en una pesadilla grotesca, donde las personas actúan guiadas por un impulso insensato a producir cada vez más. Claro que esta "insensatez" no es otra cosa que la lógica misma de la producción capitalista.

En segundo lugar, Lafargue se dedica a demostrar que el progreso técnico se transforma en un eslabón más en la cadena que somete al trabajador. Hay que detenerse en este punto pues constituye una de las muestras más evidentes de la mencionada "insensatez" del capitalismo. El progreso tecnológico implica un ahorro de fuerza de trabajo humana; en otras palabras, las máquinas reemplazan trabajo realizado directamente por las personas. El desarrollo de la técnica crea, entonces, las condiciones para que las personas se liberen progresivamente del trabajo físico. Sin embargo, la paradoja del capitalismo radica en que se trata de una forma de sociedad que incentiva como ninguna el desarrollo tecnológico, pero este progreso no va acompañado de un descenso ni de la intensidad del trabajo para los trabajadores, ni de una reducción de la jornada laboral acorde con la magnitud de la productividad.

Lafargue afirma: "la pasión ciega, perversa y homicida del trabajo transforma la máquina liberadora en un instrumento de servidumbre de los hombres libres: su productividad los empobrece." (p. 204). "A medida que la máquinas se perfecciona y quita el trabajo del hombre con una rapidez y una precisión constantemente crecientes, el obrero, en vez de prolongar su descanso en la misma proporción, redobla su actividad como si quisiera rivalizar con la máquina." (p. 204).

En el marco de un proceso laboral en el que impera la propiedad privada de los medios de producción, la tecnología se transforma cada vez más en un dispositivo de alienación. ¿Cómo puede esperarse que la tecnología represente un alivio para los trabajadores cuando el objetivo de la producción es el valor de cambio y no el valor de uso? A ningún empresario en su sano juicio le interesa que la tecnología mejore la condición de los trabajadores; la tecnología sirve como herramienta para someter a los trabajadores y enfrentar a la competencia.

Lafargue señala que "para potenciar la productividad humana, en necesario reducir las horas de trabajo y multiplicar los días de pago y feriados" (p. 211); "para obligar a los capitalistas a perfeccionar sus máquinas de madera y de hierro, es necesario elevar los salarios y disminuir las horas de trabajo de las máquinas de carne y hueso." (p- 211). La organización del trabajo basada en la propiedad privada impone el antagonismo entre empresarios y trabajadores; de ahí que las máquinas aparezcan como un rival de los trabajadores, y que el desarrollo tecnológico sea promovido en la medida en que el costo de introducir tecnología sea inferior al coste de producir con fuerza de trabajo humana. Lafargue indica que el capitalismo no fomenta el desarrollo tecnológico porque actúa como un "progresista" nato, sino que hacer eso le conviene en su lucha contra los trabajadores. Esto sirve para desmitificar la imagen de sentido común del empresario como un elemento "progresista" y "racional" en la sociedad. Independientemente de que el desarrollo tecnológico también obedece a los vaivenes de la lucha entre capitalistas (competencia), hay que insistir en que la introducción de tecnología responde a las necesidades de la lucha del empresario contra los trabajadores. En el marco del trabajo alienado, la tecnología obedece a la lógica del capital.

En tercer lugar, y puesto que el eje del proceso económico radica en el valor de cambio, el sentido común dominante considera que la laboriosidad, la sobriedad y la obediencia son las virtudes cardinales del trabajador. En una sociedad en que la Joda (así, con mayúscula) representa el Bien, el objetivo último de los "ganadores" (los que han sabido hacer dinero), se pide a los trabajadores que sean sobrios, responsables y, en lo posible, que no molesten con pedidos de aumentos de salarios y otras cosas que suelen reclamar; en otras palabras, los trabajadores tienen que ser una encarnación de la "cultura del trabajo" y entender que el trabajo es la esencia misma de la personalidad humana (o, por lo menos, de la personalidad de los trabajadores). Lafargue emplea la ironía y reparte palos tanto a empresarios como a trabajadores con el fin de mostrar todo la hipocresía y el absurdo de esta concepción. Así, la sobriedad que se pide a los trabajadores tiene su contrapartida en la presión constante sobre la burguesía para que compre mercancías producidas en cantidad creciente. "La abstinencia a que la que se condena a la clase productiva obliga a los burgueses a dedicarse al sobreconsumo de los productos que ella produce en forma desordenada. (p. 205). "Para cumplir su doble función social de no productor y de sobreconsumidor, el burgués debió no solamente violentar sus gustos modestos, perder sus hábitos laboriosos de hace dos siglos y entregarse al lujo desenfrenado a las indigestiones trufadas y a los libertinajes sifilíticos, sino también sustraer al trabajo productivo una masa enorme de hombres a fin de procurarse ayudantes." (p. 206).

Dado que la base del poder de la burguesía reside en la apropiación del plusvalor, y que este plusvalor sólo se realiza al venderse la mercancía, la compra y consumo de mercancías se transforma en el imperativo categórico de la burguesía y de los sectores sociales que participan de su dominación. La clase dominante de la sociedad capitalista se ve dominada, a su vez, por las cosas (las mercancías). Así, mientras que la clase trabajadora está encadenada a la "cultura del trabajo", la burguesía se halla sometida a la "cultura del consumo". La existencia humana pasa a estar regulada en su totalidad por las necesidades de la reproducción se capital.

Como se desprende del análisis anterior, el capitalismo, que ha llevado el desarrollo de la técnica a niveles nunca vistos en la historia, y que ha conseguido que la humanidad disponga por primera vez en su existencia de más bienes de los que necesita, se ha convertido en la forma de dominación más omnipotente de la historia. Como bien lo demuestra Lafargue, son los propios trabajadores lo que exigen trabajar más (p. 201, 202), aun cuando sea ese mismo trabajo el que debilita constantemente su posición frente a los empresarios. La "cultura del trabajo" es la expresión naturalizada e internalizada del sometimiento y de la esclavitud de los trabajadores, la expresión políticamente correcta de la explotación de los obreros por los empresarios, la forma elegante de manifestar su (de los trabajadores) renuncia a una vida dedicada al goce y a la expansión de sus capacidades.

En el plano teórico más general, las cuestiones tratadas por Lafargue son manifestaciones del carácter alienado que asume el trabajo en la sociedad capitalista, cuestión que Marx analizó con maestría en los Manuscritos de 1844. En este punto hay que ubicar la categoría de valor de uso y su subordinación al valor de cambio en el capitalismo. Que el objetivo primordial del proceso de trabajo sea el valor de cambio tiene consecuencias fundamentales para la sociedad; así, las personas pasan a ser meros soportes de las operaciones necesarias para la reproducción del capital. Las relaciones sociales, que son relaciones entre personas, pasan a ser vistas como relaciones entre cosas; las personas mismas son cosificadas y se transforman en mercancías.

El valor de uso, que, como dijimos anteriormente, es la propiedad que poseen las cosas de satisfacer determinadas necesidades humanas, queda relegado a un puesto secundario en la producción capitalista. Si la producción tuviera como eje el valor de uso, la satisfacción de necesidades pasaría a ser el centro del proceso productivo. El goce de los individuos, y no la lógica de reproducción del capital, constituiría la norma que guiaría el desarrollo del aparato productivo. No se trata aquí de establecer una distinción abstracta entre necesidades "naturales" (hegemonía del valor de uso) y necesidades "artificiales" (hegemonía del valor de cambio), pues ello implicaría partir de una concepción esencialista de la naturaleza humana (postulando una esencia inmutable de la que se derivarían ciertas necesidades naturales). Fijar la atención en la categoría de valor de usos supone, en cambio, enfatizar el hecho de que en la sociedad capitalista la satisfacción de necesidades está regida por la lógica del valor de cambio y no por las personas. En este contexto, pensar en la posibilidad misma de un capitalismo "sustentable", de un capitalismo "amigable", resulta grotesco.

En cuarto lugar, Lafargue fustiga duramente a los trabajadores por haber aceptado la "locura" del trabajo. En este punto, nuestro autor rechaza toda "adoración " populista de los trabajadores y critica su adhesión a la insensatez consistente en trabajar cada vez más. No se trata, por cierto, de una recriminación "paternalista" propia de un intelectual "superado; tampoco de una manifestación de desprecio hacia la "estupidez" del proletariado. Lafargue, que es militante y teórico a la vez, busca provocar la reacción de los interpelados.

Para concluir, hay que decir unas palabras sobre el camino que propone Lafargue para superar la "cultura del trabajo". Ante todo, hay que comenzar por notar que Lafargue no atribuye los efectos devastadores de la "cultura del trabajo" a una maldición de la naturaleza o a el capricho divino. Estos efectos son el resultado de una determinada forma de organización del proceso de producción. Cualquier intento de modificar la situación existente debe tener en cuenta, por tanto, dicha forma de organización. Además, hay que tener en cuenta que el desarrollo de la tecnología en el capitalismo crea, POR PRIMERA VEZ EN LA HISTORIA, la posibilidad de reducir la jornada de trabajo a una mínima expresión sin afectar la productividad. Puede decirse que hoy, mucho más que en tiempos de Lafargue, el capitalismo ha proporcionado las herramientas para que TODAS las personas puedan desarrollarse plenamente y gozar de la existencia.

Frente a un marxismo supuestamente "puritano", Lafargue se erige en defensor de la reorganización del proceso de trabajo para garantizar el derecho al goce de todos los individuos. Así, "para que tome conciencia de su fuerza, el proletariado debe aplastar con sus pies los prejuicios de la moral cristiana, económica y librepensadora; debe retornar a sus instintos naturales, proclamar los Derechos de la Pereza, mil veces más nobles y más sagrados que los tísicos Derechos del Hombre, proclamados por los abogados metafísicos de la revolución burguesa; que se limite a trabajar no más de tres horas por día, a holgazanear y comer el resto del día y de la noche." (p. 203).

La reivindicación de una jornada laboral de 3 horas resulta interesante, más allá de la cifra en sí, porque alerta contra una tendencia predominante en los movimientos revolucionarios de tipo soviético a privilegiar un enfoque "productivista" por sobre todas las demás consideraciones. No se trata de negar la necesidad de producir, sino de acentuar la cuestión de que, en un régimen socialista viable, la producción tiene que estar al servicio de la satisfacción de las necesidades de las personas. En definitiva, hacer del valor de uso el centro alrededor del cual gire todo el sistema productivo. En palabras de Lafargue, "a fin de encontrar trabajo para todos los improductivos de la sociedad actual, a fin de dejar la maquinaria industrial desarrollarse indefinidamente, la clase obrera deberá, como la burguesía, violentar sus gustos ascéticos, y desarrollar indefinidamente sus capacidades de consumo. En vez de comer por día una o dos onzas de carne dura como el cuero - cuando la come -, comerá sabrosos bifes de una o dos libras, en vez de beber moderadamente un vino malo, más católico que el papa, beberá bordeaux y borgoña, en grandes y profundas copas, sin bautismo industrial, y dejará el agua a los animales." (p. 212).

Villa del Parque, viernes 25 de agosto de 2017

NOTAS:
(1) "La utilidad de una cosa hace de ella un valor de uso. (...) El valor de uso se efectiviza únicamente en el uso o en el consumo. Los valores de uso constituyen el contenido material de la riqueza, sea cual fuere la forma social de ésta." (Marx, El capital, I, 1: 44)
(2) "En primer lugar, el valor de cambio se presenta como relación cuantitativa, proporción en que se intercambian valores de uso de una clase por valores de uso de otra clase (...) salta a la vista que es precisamente la abstracción de sus valores de uso lo que caracteriza a la relación de intercambio entre las mercancías. (...) En cuanto valores de uso, las mercancías son, ante todo, diferentes en cuanta a la cualidad; como valores de cambio, sólo pueden diferir por su cantidad, y no contienen, por consiguiente, ni un solo átomo de valor de uso." (Marx, El capital, I, 1: 45-46).
(3) "...ninguna cosa puede ser valor si no es un objeto para el uso. Si es inútil, también será inútil el trabajo contenido en ella; no se contaría como trabajo y no constituirá valor alguno." (Marx, El capital, I, 1: 50-51).
(4) Para los datos biográficos y un comentario de los principales trabajos de Lafargue, así como también una valoración general de su obra y actuación, puede consultarse el trabajo de Sartelli, "Trabajo y subversión: Paul Lafargue y la crítica marxista de la sociedad burguesa", incluido en Sartelli, Eduardo. (2005). Contra la cultura del trabajo: Una crítica marxista del sentido de la vida en la sociedad capitalista. Buenos Aires: Ediciones Razón y Revolución. (pp. 11-96). Es recomendable la compilación de trabajos de Lafargue: En defensa del materialismo histórico, Buenos Aires, RyR, 2011.

lunes, 18 de octubre de 2010

COMENTARIOS A "EL DERECHO A LA PEREZA", DE PAUL LAFARGUE (II)

En segundo lugar, Lafargue se dedica a demostrar que el progreso técnico se transforma en un eslabón más en la cadena que somete al trabajador. Hay que detenerse en este punto pues constituye una de las muestras más evidentes de la mencionada "insensatez" del capitalismo. Ante todo, hay que empezar por recordar lo evidente. El progreso tecnológico implica un ahorro de fuerza de trabajo humana; en otras palabras, las máquinas reemplazan trabajo realizado directamente por las personas. El desarrollo de la técnica crea, entonces, las condiciones para que las personas se liberen progresivamente del trabajo físico. Sin embargo, la paradoja del capitalismo radica en que se trata de una forma de sociedad que incentiva como ninguna el desarrollo tecnológico, pero este progreso no va acompañado de un descenso ni de la intensidad del trabajo para los trabajadores, ni de una reducción de la jornada laboral acorde con la magnitud de la productividad. Lafargue afirma: "la pasión ciega, perversa y homicida del trabajo transforma la máquina liberadora en un instrumento de servidumbre de los hombres libres: su productividad los empobrece." (p. 204). "A medida que la máquinas se perfecciona y quita el trabajo del hombre con una rapidez y una precisión constantemente crecientes, el obrero, en vez de prolongar su descanso en la misma proporción, redobla su actividad como si quisiera rivalizar con la máquina." (p. 204).

En el marco de un proceso laboral en el que impera la propiedad privada de los medios de producción, la tecnología se transforma cada vez más en un dispositivo de alienación. ¿Cómo podría esperarse que la tecnología represente un alivio para los trabajadores cuando el objetivo de la producción es el valor de cambio y no el valor de uso? Si el trabajo produce mercancías, el goce y el placer de las personas son atendidos sólo en la medida en que puedan venderse y comprase. A ningún empresario en su sano juicio le interesa que la tecnología mejore la condición de los trabajadores; la tecnología sirve como herramienta para someter a los trabajadores y enfrentar a la competencia.

Lafargue señala que "para potenciar la productividad humana, en necesario reducir las horas de trabajo y multiplicar los días de pago y feriados" (p. 211); "para obligar a los capitalistas a perfeccionar sus máquinas de madera y de hierro, es necesario elevar los salarios y disminuir las horas de trabajo de las máquinas de carne y hueso." (p- 211). La organización del trabajo basada en la propiedad privada impone el antagonismo entre empresarios y trabajadores; de ahí que las máquinas aparezcan como un rival de los trabajadores, y que el desarrollo tecnológico sea promovido en la medida en que el costo de introducir tecnología sea inferior al coste de producir con fuerza de trabajo humana. Lafargue indica que el capitalismo no fomenta el desarrollo tecnológico porque actúe como un "progresista" nato, sino que hacer eso le conviene en su lucha contra los trabajadores. Esto sirve para desmitificar la imagen de sentido común del empresario como un elemento "progresista" y "racional" en la sociedad. Independientemente de que el desarrollo tecnológico también obedece a los vaivenes de la lucha entre capitalistas (competencia), hay que insistir en que la introducción de tecnología responde a las necesidades de la lucha del empresario contra los trabajadores. En el marco del trabajo alienado, la tecnología obedece a la lógica del capital.

En tercer lugar, y puesto que el eje del proceso económico radica en el valor de cambio, el sentido común dominante considera que la laboriosidad, la sobriedad y la obediencia son las virtudes cardinales del trabajador. En una sociedad en que la Joda (así, con mayúscula) representa el Bien, el objetivo último de los "ganadores" (los que han sabido hacer dinero), se pide a los trabajadores que sean sobrios, responsables y, en lo posible, que no jodan con pedidos de aumentos de salarios y otras cosas que suelen reclamar; en otras palabras, los trabajadores tienen que ser una encarnación de la "cultura del trabajo" y entender que el trabajo es la esencia misma de la personalidad humana (o, por lo menos, de la personalidad de los trabajadores). Lafargue emplea la ironía y reparte palos tanto a empresarios como a trabajadores con el fin de mostrar todo la hipocresía y el absurdo de esta concepción. Así, la sobriedad que se pide a los trabajadores tiene su contrapartida en la presión constante sobre la burguesía para que compre mercancías producidas en cantidad creciente. "La abstinencia a que la que se condena a la clase productiva obliga a los burgueses a dedicarse al sobreconsumo de los productos que ella produce en forma desordenada. (p. 205). "Para cumplir su doble función social de no productor y de sobreconsumidor, el burgués debió no solamente violentar sus gustos modestos, perder sus hábitos laboriosos de hace dos siglos y entregarse al lujo desenfrenado a las indigestiones trufadas y a los libertinajes sifilíticos, sino también sustraer al trabajo productivo una masa enorme de hombres a fin de procurarse ayudantes." (p. 206).

Dado que la base del poder de la burguesía reside en la apropiación del plusvalor, y que este plusvalor sólo se realiza al venderse la mercancía, la compra y consumo de mercancías se transforma en el imperativo categórico de la burguesía y de los sectores sociales que participan de su dominación. La clase dominante de la sociedad capitalista se ve dominada, a su vez, por las cosas (las mercancías). Así, mientras que la clase trabajadora está encadenada a la "cultura del trabajo", la burguesia se halla sometida a la "cultura del consumo". La existencia humana pasa a estar regulada en su totalidad por las necesidades de la reproducción se capital.

Como se desprende del análisis anterior, el capitalismo, que ha llevado el desarrollo de la técnica a niveles nunca vistos en la historia, y que ha conseguido que la humanidad disponga por primera vez en su existencia de más bienes de los que necesita, se ha convertido en la forma de dominación más omnipotente de la historia. Como bien lo demuestra Lafargue, son los propios trabajadores lo que exigen trabajar más (p. 201, 202), aun cuando sea ese mismo trabajo el que debilita constantemente su posición frente a los empresarios. La "cultura del trabajo" es la expresión naturalizada e internalizada del sometimiento y de la esclavitud de los trabajadores, la expresión políticamente correcta de la explotación de los obreros por los empresarios, la forma elegante de manifestar su (de los trabajadores) renuncia a una vida dedicada al goce y a la expansión de sus capacidades.

En el plano teórico más general, las cuestiones tratadas por Lafargue son manifestaciones del carácter alienado que asume el trabajo en la sociedad capitalista, cuestión que Marx analizó con maestría en los Manuscritos de 1844. En este punto hay que ubicar la categoría de valor de uso y su subordinación al valor de cambio en el capitalismo. Que el objetivo primordial del proceso de trabajo sea el valor de cambio tiene consecuencias fundamentales para la sociedad; así, las personas pasan a ser meros soportes de las operaciones necesarias para la reproducción del capital. Las relaciones sociales, que son relaciones entre personas, pasan a ser vistas como relaciones entre cosas; las personas mismas son cosificadas y se transforman en mercancías.

El valor de uso, que, como dijimos anteriormente, es la propiedad que poseen las cosas de satisfacer determinadas necesidades humanas, queda relegado a un puesto secundario en la producción capitalista. Es, por supuesto, una condición necesaria para que las mercancías sean vendibles (no puede venderse algo que no satisfaga alguna necesidad), pero su papel no va mucho más allá. Como sucede con la primacía del valor de cambio, esta subordinación al valor de uso también tiene importantes consecuencias sociales. Si la producción tuviera como eje el valor de uso, la satisfacción de necesidades pasaría a ser el centro del proceso productivo. El goce de los individuos, y no la lógica de reproducción del capital, constituiría la norma que guiaría el desarrollo del aparato productivo. No se trata aquí de establecer una distinción abstracta entre necesidades "naturales" (hegemonía del valor de uso) y necesidades "artificiales" (hegemonía del valor de cambio), pues ello implicaría partir de una concepción esencialista de la naturaleza humana (postulando una esencia inmutable de la que se derivarían ciertas necesidades naturales). Fijar la atención en la categoría de valor de usos supone, en cambio, enfatizar el hecho de que en la sociedad capitalista la satisfacción de necesidades está regida por la lógica del valor de cambio y no por las personas. En este contexto, pensar en la posibilidad misma de un capitalismo "sustentable", de un capitalismo "amigable", resulta grotesco.

En cuarto lugar, Lafargue fustiga duramente a los trabajadores por haber aceptado la "locura" del trabajo. En este punto, nuestro autor rechaza toda "adoración " populista de los trabajadores y critica su adhesión a la insensatez consistente en trabajar cada vez más. No se trata, por cierto, de una recriminación "paternalista" propia de un intelectual "superado; tampoco de una manifestación de desprecio hacia la "estupidez" del proletariado. Lafargue, que es militante y teórico a la vez, busca provocar la reacción de los interpelados. Al revés de nuestros académicos que se sienten cómodos frente a la ausencia de todo debate, Lafargue precisa de la discusión. Su modelo no es el becario del CONICET, sino el militante revolucionario. Sólo si se tiene en cuenta esto pueden entenderse plenamente tanto sus argumentos como forma elegida para exponerlos.

Para concluir, hay que decir unas palabras sobre el camino que propone Lafargue para superar la "cultura del trabajo". Ante todo, hay que comenzar por notar que Lafargue no atribuye los efectos devastadores de la "cultura del trabajo" a una maldición de la naturaleza o a el capricho divino. Estos efectos son el resultado de una determinada forma de organización del proceso de producción. Cualquier intento de modificar la situación existente debe tener en cuenta, por tanto, dicha forma de organización. Además, hay que tener en cuenta que el desarrollo de la tecnología en el capitalismo crea, POR PRIMERA VEZ EN LA HISTORIA, la posibilidad de reducir la jornada de trabajo a una mínima expresión sin afectar la productividad. Puede decirse que hoy, mucho más que en tiempos de Lafargue, el capitalismo ha proporcionado las herramientas para que TODAS las personas puedan desarrollarse plenamente y gozar de la existencia.

Frente a un marxismo supuestamente "puritano", Lafargue se erige en defensor de la reorganización del proceso de trabajo para garantizar el derecho al goce de todos los individuos. Así, "para que tome conciencia de su fuerza, el proletariado debe aplastar con sus pies los prejuicios de la moral cristiana, económica y librepensadora; debe retornar a sus instintos naturales, proclamar los Derechos de la Pereza, mil veces más nobles y más sagrados que los tísicos Derechos del Hombre, proclamados por los abogados metafísicos de la revolución burguesa; que se limite a trabajar no más de tres horas por día, a holgazanear y comer el resto del día y de la noche." (p. 203).

La reivindicación de una jornada laboral de 3 horas resulta interesante, más allá de la cifra en sí, porque alerta contra una tendencia predominante en los movimientos revolucionarios de tipo soviético a privilegiar un enfoque "productivista" por sobre todas las demás consideraciones. No se trata de negar la necesidad de producir, sino de acentuar la cuestión de que, en un régimen socialista viable, la producción tiene que estar al servicio de la satisfacción de las necesidades de las personas. En definitiva, hacer del valor de uso el centro alrededor del cual gire todo el sistema productivo. En palabras de Lafargue, "a fin de encontrar trabajo para todos los improductivos de la sociedad actual, a fin de dejar la maquinaria industrial desarrollarse indefinidamente, la clase obrera deberá, como la burguesía, violentar sus gustos ascéticos, y desarrollar indefinidamente sus capacidades de consumo. En vez de comer por día una o dos onzas de carne dura como el cuero - cuando la come -, comerá sabrosos bifes de una o dos libras, en vez de beber moderadamente un vino malo, más católico que el papa, beberá bordeaux y borgoña, en grandes y profundas copas, sin bautismo industrial, y dejará el agua a los animales." (p. 212).

Buenos Aires, lunes 18 de octubre de 2010

domingo, 17 de octubre de 2010

COMENTARIOS A "EL DERECHO A LA PEREZA", DE PAUL LAFARGUE (I)

En el comienzo del primer capítulo del Libro Primero de El Capital (1867), Karl Marx (1818-1883) formula la distinción entre valor de uso y valor de cambio. El primer concepto alude a la capacidad que posee un bien o servicio para satisfacer necesidades de las personas; el uso es, por tanto, la utilización de la cosa por el individuo para realizar su goce. (1). El segundo concepto, en cambio, designa a la capacidad que posee una mercancía (bien o servicio) de ser cambiada en el mercado por otras mercancías; a diferencia del valor de uso, el valor de cambio presupone necesariamente la existencia del mercado. (2). En El capital, si bien reconoce que es el sustrato material del valor de cambio (3), Marx no desarrolla la concepción del valor de uso.

El proceso de trabajo, en su forma capitalista, está centrado en el valor de cambio (más exactamente, en la producción de plusvalor). Para el capitalista, el objetivo del proceso productivo es la producción de mercancías que puedan venderse en el mercado. En el fondo, no le interesa qué mercancía produce, sólo le importa qué se venda. Toda su "responsabilidad social" concluye allí.

La hegemonía del valor de cambio engendra la paradoja de que el capitalismo, lejos de tener presente las necesidades de los individuos, impone a las personas sus propias necesidades, en la forma de la creación de la compulsión a la compra de todo tipo de mercancías. No es la satisfacción de las personas la que guía el rumbo del proceso productivo, sino el goce y la satisfacción del capital a través de la producción de cantidades crecientes de plusvalor. En el capitalismo desarrollado se da el caso curioso de que los individuos tienen que estar permanente insatisfechos para que el capital pueda gozar con el plusvalor. En un correlato de la teoría del fetichismo de las mercancías, la esfera del goce se desplaza desde las personas hacia las cosas (el capital).

Aunque Marx no dedica su atención a la problemática del valor de uso, El capital proporciona una indicación para entender la relación entre la hegemonía del valor de cambio y el papel secundario asumido por el valor de uso. La clave para comprender por qué las cosas son las que gozan en el capitalismo se encuentra en la forma en que está organizado el proceso de trabajo. Es en este punto que El derecho a la pereza cobra una enorme actualidad.

Paul Lafargue (1842-1911) (4) fue un militante socialista francés, una de las figuras más importantes de la generación de marxistas que se formó en contacto directo con Marx y Friedrich Engels (1820-1895). Estaba casado con Laura Marx (1845-1911) y realizó una tarea infatigable de difusión de las ideas marxistas, a través de numerosos textos, muchos de ellos presentados en el formato folleto. Como buen militante, su interés por las cuestiones teóricas estaba soldado con la preocupación por transformar la realidad, y esto debe ser tenido en cuenta al momento de abordar la lectura de sus obras.

El derecho a la pereza fue redactado en 1880 y publicado por partes en el periódico socialista francés L'ÉGALITÉ. Posteriormente, y estando preso por "favorecer y propugnar la muerte y el pillaje", Lafargue revisó el folleto y preparó su edición definitiva en 1883. En un tiempo en el que el mayor riesgo que corre un intelectual académico es el de perecer de alguna indigestión, no está mal discutir los argumentos de un texto que fue trabajado por su autor en la cárcel, siendo este autor un militante que tenía claro que la búsqueda de conocimiento no debía ser separada del compromiso político.

En la lectura que voy a proponer de El derecho a la pereza es fundamental tener presente la categoría de valor de uso. Mediante el empleo de la misma, es posible desarmar el sentido común capitalista acerca del trabajo y comprender bajo qué condiciones pueden emanciparse las personas de la dominación del trabajo alienado y convertirse en dueños de su propio destino.

¿En qué consiste el sentido común sobre el trabajo? Básicamente, en la creencia en que el trabajo es bueno en sí mismo, y que constituye el camino que debe elegir el individuo para mejorar en tanto persona. En otras palabras, el trabajo nos hace mejores pues nos permite superarnos, al obligarnos a ser responsables. Frente a los innegables males de nuestra época, el sentido común capitalista suele proponer como solución el retorno a la "cultura del trabajo". El trabajo divide, pues, a las personas en dos grandes grupos: los trabajadores, serios y responsables, a los que les corresponde por mérito ascender en la escala social; los "vagos" los que "no quieren trabajar!, que quedan fuera del mundo del trabajo por su propia indolencia. El trabajo proporciona al sentido común de la burguesía unas herramientas insustituibles para discriminar entre réprobos y elegidos; el éxito, que en nuestra sociedad se mide por la cantidad de dinero acumulado, es presentado como un resultado del esfuerzo en el trabajo. En este simpático cuentito para personas que creen que el sentido de la vida se resume en los catálogos de Frávega o Garbarino, las diferencias sociales son el resultado del esfuerzo diferencial de los individuos. Los que ganan lo hacen porque pusieron lo que hay que poner, esto es, esfuerzo y trabajo. Los que pierden merecen su suerte, porque no se esforzaron lo suficiente.

La visión del sentido común tiene la ventaja de la sencillez, la cual se ve reforzada por el hecho de que asume el punto de vista individualista. Es el trabajo del propio individuo, su propio esfuerzo, el responsable del lugar que ocupa esa persona en la sociedad. No hay que preocuparse por las estructuras, las clases sociales o la dinámica del capitalismo. Sólo es preciso concentrarse en los motivos de cada individuo para trabajar duro.

De yapa, la concepción del sentido común goza de la valoración positiva que ese mismo sentido común le otorga al trabajo. Es, si se permite la expresión, una concepción "más respetable". ¿Quién podría oponerse al trabajo? Sólo alguien que quiere vivir a costa de los demás, o alguien que es "vago" por naturaleza.

Lafargue desarma la concepción del sentido común mediante el despliegue de una serie de operaciones conceptuales. En primer lugar, saca al trabajo del ámbito abstracto e individualista en que lo sitúa el sentido común, y lo ubica en el contexto general de la sociedad capitalista. sí, mientras que el sentido común suele presentar al trabajo como una actividad realizada por el trabajador para su propio beneficio, Lafargue considera al trabajo en su carácter capitalista, como actividad condicionada y formateada en el sentido de las necesidades de reproducción del capital. Esto permite evitar muchos equívocos. Así, por ejemplo, cuando se habla de "cultura del trabajo" debe tenerse en cuenta que se está hablando de "cultura del trabajo capitalista".

Lafargue escribe: "Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de las naciones donde domina la civilización capitalista (...) Esta locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda por el trabajo, llevado hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de sus hijos. (...) En la sociedad capitalista, el trabajo es la causa de toda degeneración intelectual, de toda deformación orgánica." (p. 195). "Nuestra época es, dicen, el siglo del trabajo; es, en efecto el siglo del dolor, de la miseria y de la corrupción." (p. 198).

Así, frente al sentido común convencional, que sostiene que el trabajo es la fuente de todas las virtudes, Lafargue patea el tablero y afirma que, por el contrario, el trabajo es fuente de degradación. Frente al sentido común que dice que el trabajo es creador de riqueza, Lafargue sostiene que el trabajo es creador de miseria. ¿Cómo es posible que la actividad que genera efectivamente la riqueza de la sociedad capitalista se transmute en su opuesto? La respuesta a este interrogante se encuentra en la organización capitalista del proceso productivo.

En el capitalismo, el objetivo del proceso de trabajo es la producción de plusvalor, esto es, trabajo no pagado al trabajador y que es apropiado por el capitalista en virtud de su propiedad privada de los medios de producción. El valor de uso (la satisfacción de las necesidades de las personas) ocupa un lugar subordinado frente al valor de cambio. La hegemonía de este último permite explicar que la inmensa productividad del trabajo no desemboque en un aumento del ocio de los trabajadores, sino en una intensificación del ritmo de trabajo. Puesto que el trabajador no controla el proceso, su opinión no es considerada al momento de decidir qué, cómo y cuánto producir. Si la productividad del trabajo aumenta, es necesario producir cada vez más para así generar una masa mayor de plusvalor.

Lafargue expresa así el imperativo de la producción capitalista: "Trabajen, trabajen, proletarios, para aumentar la riqueza social y sus miserias individuales; trabajen, trabajen, trabajen, para que , volviéndose más pobres, tengan más razones para trabajar y ser miserables. Tal es la ley inexorable de la producción capitalista." (p. 201). Sólo a partir de la hegemonía del valor de cambio puede entenderse la búsqueda desesperada por producir cada vez más mercancías en un mundo que ya está saturado de mercancía de todo tipo de color y de pelaje. En este punto cobra todo su sentido la afirmación de Lafargue de que el trabajo engendra "miseria" y "corrupción". La productividad del trabajo hace que el trabajador sea cada vez más miserable frente a una masa siempre creciente de mercancías que no puede poseer; la corrupción invade todos los resquicios de la sociedad puesto que todo el proceso productivo está regido por el valor de cambio y, por ende, todo tiene su precio.

De este modo, Lafargue transforma a la "cultura del trabajo" en una pesadilla grotesca, en la que las personas actúan guiadas por un impulso insensato a producir cada vez más. Claro que esta "insensatez" no es otra cosa que la lógica misma de la producción capitalista.

Buenos Aires, domingo 16 de octubre de 2010

NOTAS:

En todas las citas de El Capital utilizo la edición preparada por Pedro Scaron para Siglo XXI Editores (1º edición, 1975). En mi caso dispongo de un ejemplar de la 21º edición, publicada en México D. F. por la citada editorial. La traducción, advertencia y notas corresponden al citado Scaron. Para indicar la página correspondiente de la edición Siglo XXI procedo de la siguiente manera:I corresponde al número de Libro de la obra (recordar que El Capital está constituido por cuatro libros); 1 al número de volumen de la edición Siglo XXI (esta edición publicó los tres primeros libros en 8 volúmenes); 6 hace referencia al número de página de la edición Siglo XXI.

En este comentario utilizo la traducción de El derecho a la pereza realizada por María Celia Cotarelo y que se encuentra incluida en Sartelli, Eduardo. (2005). Contra la cultura del trabajo: Una crítica marxista del sentido de la vida en la sociedad capitalista. Buenos Aires: Ediciones Razón y Revolución. (pp. 193-221). Este volumen reúne, además, un conjunto de trabajos que tienen por objeto comentar y/o desarrollar aspectos del texto de Lafargue.

(1) "La utilidad de una cosa hace de ella un valor de uso. (...) El valor de uso se efectiviza únicamente en el uso o en el consumo. Los valores de uso constituyen el contenido material de la riqueza, sea cual fuere la forma social de ésta." (Marx, El capital, I, 1: 44)

(2) "En primer lugar, el valor de cambio se presenta como relación cuantitativa, proporción en que se intercambian valores de uso de una clase por valores de uso de otra clase (...) salta a la vista que es precisamente la abstracción de sus valores de uso lo que caracteriza a la relación de intercambio entre las mercancías. (...) En cuanto valores de uso, las mercancías son, ante todo, diferentes en cuanta a la cualidad; como valores de cambio, sólo pueden diferir por su cantidad, y no contienen, por consiguiente, ni un solo átomo de valor de uso." (Marx, El capital, I, 1: 45-46).

(3) "...ninguna cosa puede ser valor si no es un objeto para el uso. Si es inútil, también será inútil el trabajo contenido en ella; no se contaría como trabajo y no constituirá valor alguno." (Marx, El capital, I, 1: 50-51).

(4) Para los datos biográficos y un comentario de los principales trabajos de Lafargue, así como también una valoración general de su obra y actuación, puede consultarse el trabajo de Sartelli, "Trabajo y subversión: Paul Lafargue y la crítica marxista de la sociedad burguesa", incluido en Sartelli, Eduardo. (2005). Contra la cultura del trabajo: Una crítica marxista del sentido de la vida en la sociedad capitalista. Buenos Aires: Ediciones Razón y Revolución. (pp. 11-96).