El autor de este
escrito es consciente que se trata de un trabajo muy incompleto, que exige
mayor desarrollo de la argumentación. Sin embargo, la carencia de tiempo y la
urgencia del tema, requieren una escritura rápida, que esboce las cuestiones
principales. Aquí, como en tantas otras ocasiones, la lucha de clases pasa por
encima de la tranquilidad que requiere la labor intelectual. Está bien que así sea.
El Papa Francisco
realizó un viaje pastoral por Cuba y EE.UU. Los medios de comunicación no han
dejado de alabar las dotes de Francisco, en especial su “humildad”, su “visión
espiritual” de los asuntos internacionales y muchas sandeces más. A esta altura
del partido, no es necesario detenerse en una crítica de semejantes
caracterizaciones. Basta con decir que, sea lo que sea que se piense respecto a
las dotes sobrenaturales de Bergoglio (alias) Francisco, ellas no juegan ningún
papel en este valle de lágrimas. Por lo menos, así es como lo consideran Obama
y Raúl Castro, que utilizan la figura del Papa para asuntos más sustanciosos
que la “espiritualidad”. Hecha esta advertencia, podemos pasar al tema central
de este artículo.
El papado de
Francisco es la respuesta de la Curia a la creciente pérdida de influencia de
la Iglesia, algunos de cuyos indicadores son las iglesias vacías, la sanción en
varios países de medidas tales como el matrimonio igualitario, la
despenalización del aborto, etc. Dicha respuesta se articuló en un contexto
marcado por el fracaso de la tentativa anterior de revertir la crisis, el
papado de Ratzinger (alias) Benedicto XVI, líder de los sectores más
conservadores de la Curia, quienes ejercen el control del aparato eclesiástico
desde los tiempos del difunto Wojtyla (alias) Juan Pablo II. El fracaso de
Ratzinger se vio potenciado por el conocimiento público de infinidad de casos
de pedofilia (casi podríamos decir que esta práctica aberrante se había
constituido en una institución religiosa más) y de algunos casos de corrupción
que involucraban a altos funcionarios de la administración vaticana.
Bergoglio es la
respuesta de la Curia a la profundización de la crisis. Ante todo, se trata de
una respuesta superficial, que privilegia el marketing centrado en la figura
papal, en un intento por recuperar credibilidad dando poco y nada a cambio.
Bergoglio es el papa de los gestos banales e intrascendentes, pero amplificados
a escala planetaria por las cámaras de TV. Bergoglio si obró un milagro: el de
conseguir fama de humilde mientras pasa sus días en un palacio.
La revitalización de
la imagen de la Iglesia, obrada por la figura de Bergoglio, tiene alcances muy
limitados. Comencemos por indicar lo esencial: la Iglesia ocupa un lugar
subordinado en la sociedad capitalista. Por más que sus dignatarios pataleen,
no hay vuelta posible al feudalismo (esa época “dorada” tan añorada por muchos
funcionarios e intelectuales eclesiásticos). Al mismo tiempo, Juan Pablo II,
Benedicto XVI y ahora Francisco, se ocuparon de “aniquilar” las disidencias de
izquierda al interior de la Iglesia, como fue el caso de la célebre Teología de
la Liberación). Por tanto, ni en un sentido conservador, ni en un sentido
revolucionario, la Iglesia constituye una alternativa al capitalismo.
La Iglesia cumple la función
de ser una de las estructuras ideológicas (¡ni siquiera en esto tiene el
monopolio!) abocadas a la defensa del régimen capitalista. Prima facie, parece
estar poco preparada para ello. No obstante, su larga experiencia en la
formación de intelectuales para las clases dominantes, así como también su
exterioridad relativa al capitalismo (la Iglesia pertenece a una tradición
ideológica anterior a la Modernidad) le permiten cumplir con eficacia la
función mencionada. Esa exterioridad relativa resulta particularmente eficaz en
épocas de crisis, cuando puede presentarse como mediadora en el conflicto
social, pues su existencia anterior a las relaciones capitalistas le permite
presentarse como un ente que se halla por encima de los intereses en conflicto.
La Iglesia refuerza
el prestigio que le confiere su antigüedad con permanentes referencias a la
“espiritualidad”. Esta cualidad no es otra cosa que un subproducto de un hecho
“material”: en el capitalismo la Iglesia está excluida de la explotación
directa de los trabajadores. Ello le permite divagar sobre lo bueno que sería
poner “límites” a la “ambición” de los empresarios. Con tan poco (¡nuestra
sociedad es tan groseramente “material”!) la Iglesia construye su dichosa
“espiritualidad”.
Para recuperar el terreno
perdido, Bergoglio explotó con eficacia la exterioridad relativa, sumándole a
ello un uso inteligente (publicitario) de los pequeños gestos. Nada nuevo bajo
el sol. Pero nuestra época tan descarnada (tan capitalista) contradice el
proverbio que dice que una golondrina no hace verano.
El reciente viaje del
Papa a Cuba ilustra los alcances limitados de la recuperación de la Iglesia a
partir de la política de Bergoglio. Si se deja de lado la propaganda (que
alcanzó niveles escandalosos), es evidente que el acercamiento entre Cuba y
EE.UU. es el resultado de la dinámica de la política de ambos países (y, sobre
todo, de las dificultades económicas del régimen cubano). Pero para los
gobiernos de ambos países era conveniente que interviniera un mediador de
prestigio, para evitar quedar en la posición de quien cede en la negociación. ¿Qué
mejor que el Papa para ese papel? La Iglesia revitaliza así su imagen y su rol de
mediadora en los conflictos. Pero no hay que caer en la confusión de pensar que
es Bergoglio quien lleva la iniciativa del proceso. En verdad, su rol no es el
de mediador, sino el de recadero de la principal potencia mundial capitalista.
Como hizo en su momento Juan Pablo II en Europa del Este, la política de
Bergoglio se encuentra alineada a la política exterior norteamericana. Más
claro: la Iglesia cumple aquí la función que le asigna la clase dominante en la
sociedad capitalista, a pesar de los rezongos de algunos de sus intelectuales
que añoran los viejos buenos tiempos medievales. En reconocimiento por los
servicios prestados, la burguesía deja que Bergoglio siga sosteniendo la vieja
y podrida doctrina eclesiástica sobre los homosexuales, el aborto, el divorcio,
etc.
En Cuba, Bergoglio
promovió la reconciliación con EE.UU. En criollo, llamó a apoyar la
restauración capitalista en curso. Como puede observarse, esta política tiene
mucho de cualquier cosa y nada de “espiritualidad”. El error (que es parte del
marketing papal) reside en pensar la política de Bergoglio como si fuera
independiente de la dinámica del capitalismo. Este error no es tal, sino una
operación ideológica.
En dos años de
pontificado, Bergoglio multiplicó los gestos inofensivos, pero no tomó una sola
medida que rebasara los límites de la doctrina tradicional de la Iglesia. Sus
últimas declaraciones referidas a los homosexuales no hacen más que ratificar
la posición eclesiástica con toda su podredumbre.
Francisco de Asís, de
quien Bergoglio usurpó el nombre, se despojó de sus riquezas y ropas para vivir
la pobreza evangélica. En el viejo Francisco el gesto acompañaba a la acción.
Bergoglio no se despojó de nada, pues eligió seguir viviendo en el palacio. En
nuestro compatriota, los gestos son mera cáscara, que sirven para tapar esa
inmensa letrina que es la Iglesia actual.
Villa del Parque,
miércoles 30 de septiembre de 2015