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sábado, 14 de marzo de 2015

PROGRESISMO, ESTADO Y DEMOCRACIA: UNA CRÍTICA A HOROWICZ

A Leonardo Norniella

La muerte del fiscal Alberto Nisman puso en el centro del debate político la cuestión de la función de los Servicios de Inteligencia (SI a partir de aquí) y, en un plano más general, el tema del Estado y la democracia. Sin embargo, la ya crónica pobreza de las discusiones políticas en nuestro país hizo que la mayoría de las intervenciones sobre el caso fueran irremediablemente superficiales. Alejandro Horowicz es una de las excepciones a la regla.

Horowicz es autor del artículo “Repensar la inteligencia del Estado”. Allí expone el punto de vista del progresismo sobre la relación entre los SI, el Estado y la democracia. El progresismo, con sus matices, dominó el panorama ideológico argentino posterior a la crisis de 2001; de ahí la importancia de la opinión de Horowicz.

El progresismo es una corriente ideológica que parte de considerar  al capitalismo como la forma más eficiente de organización social (o, si se prefiere, la única forma posible de organizar una sociedad moderna): para los progresistas, el marxismo es anacrónico y/o utópico. Sin embargo, a diferencia de los liberales, quienes aceptan alegremente las reglas de juego del capital, los progresistas ven con disgusto las diferencias sociales que engendra el sistema capitalista. Es por eso que critican el incremento de la desigualdad social y las formas extremas de explotación (por ejemplo, el trabajo “esclavo” en los talleres clandestinos); no obstante, el rechazo de la lucha de clases y aún de la existencia misma de la clase trabajadora, pone a los progresistas en una situación difícil. ¿En qué actor social apoyarse para reformar los aspectos más repugnantes de la sociedad en que vivimos? La respuesta no es novedosa: corresponde al Estado encargarse de resolver los problemas sociales, en tanto representación de los intereses de toda la sociedad. Para que esta solución sea viable es preciso rechazar el concepto clasista del Estado, pues si los organismos estatales defienden los intereses de una clase social particular, resulta imposible que expresen el interés general. De ahí la preferencia de los progresistas por los conceptos de democracia y ciudadanía.  A diferencia del viejo reformismo, que tenía por meta alguna variante de socialismo, el progresismo considera que el capitalismo es el límite último del progreso social. El progresismo es el producto de las fenomenales derrotas del movimiento obrero en las décadas del ’70 y ’80 del siglo pasado, y de la consiguiente reestructuración capitalista.

Horowicz aplica los principios generales del progresismo al análisis de la crisis Nisman. Parte de una pregunta absolutamente pertinente: “¿Por qué todos los Estados mantienen costosos e ineficientes sistemas, que suelen violar las leyes que esos mismos Estados dicen respetar?" Horowicz responde que lo hacen para “evitar la victoria del enemigo”. Nuestro desacuerdo con el autor comienza cuando éste intenta definir el concepto de “enemigo”.

Horowicz sostiene que evitar la victoria del enemigo es equivalente a “conservar el poder”. No se trata, por cierto, del poder de la burguesía, de los empresarios. Reconocer esto implicaría aceptar los presupuestos del análisis marxista, y esto se encuentra vedado a los progresistas, en tanto trasciende su horizonte intelectual. ¿Quiénes son, entonces, los que conservan el poder? Los gobernantes de turno, ni más ni menos. Claro que Horowicz es demasiado inteligente como para presentar las cosas de un modo tan burdo. Su argumento es más complejo.

Horowicz plantea con tino que la calidad del sistema depende del tipo de respuesta que se dé a la definición del “enemigo”. Según él, para encarar esta tarea existen dos programas opuestos de construcción de hipótesis de conflicto: uno, sostiene que la elaboración debe ser pública y, por tanto, quedar sometida a la regulación de la política; otro, plantea que debe basarse en las teorías conspirativas de la historia y, por eso, prefiere el secreto. Este último camino termina por erosionar la calidad de las instituciones y desemboca en una crisis profunda: “Toda la información resulta relevante. Espiar a todos arroja una masa de "información" delicada. Este abordaje impone que la actividad tenga que ser completamente secreta, y por tanto incontrolable. El uso de esa información termina siendo una mercancía. Esto es lo que terminó pasando (…) Bajo un régimen democrático, estas decisiones contienen el núcleo duro de la política y delegarlas sin control equivale a admitir una zona gris fuera del Estado de derecho. Como el "enemigo", como su victoria, debe ser evitado, no importa si se viola el Estado de derecho.”

O sea, el problema no radica en el capitalismo ni en la forma capitalista de nuestra democracia, que permite, por ejemplo, la coexistencia de barrios privados y villas miserias. Nada de eso. Se trata de la elección del programa erróneo de construcción de hipótesis de conflicto. Esta elección es producto de la “democracia de la derrota”, imperante en nuestro país desde 1983, definida por Horowicz como “un sistema donde los mismos hacen lo mismo, se vote a quién se vote”. Frente a este estado de cosas, nuestro autor propone “reconstruir de arriba abajo las FF AA y las policías, siendo orientados ambos cuerpos por un servicio de inteligencia que responda a una agenda política pública, bajo estricto control parlamentario. La privatización de la seguridad parte de aceptar el fracaso de la seguridad pública. Y una sociedad que ni siquiera puede imaginar garantías colectivas ha renunciado al fundamento democrático de su existencia.”

Como buen progresista, Horowicz considera que los Servicios de Inteligencia, las Fuerzas Armadas y la policía son instituciones naturales de la sociedad. No se puede vivir sin ellas y quien piense lo contrario es un utopista que debería dedicarse a tocar la guitarra en una plaza. Como funcionan mal, hay que reformarlas. Ahora bien, ¿quién se encargará de esta “reconstrucción” de los organismos de seguridad? La “sociedad”, quien debe “imaginar garantías colectivas”. Pero esta “sociedad” es un ente abstracto, que carece de sustancia para poner en caja a la policía, el ejército y los SI. Cuando pasamos de la abstracción a lo concreto, la sociedad argentina se caracteriza por una profunda desigualdad entre las clases que la componen. Dicho de modo burdo y a modo de ejemplo, el 35 % de trabajadores se encuentran no registrados, esto es, sus patrones no hacen siquiera los aportes al sistema de seguridad social; como es de esperarse, estos trabajadores tienen muy poco peso a la hora de fijar las políticas públicas, por más que posean el derecho de voto. Y así podríamos multiplicar los ejemplos al infinito. Pretender que esta sociedad concreta se encargue de fijar una agenda pública para los SI implica, en los hechos, dejar las manos libres a la burguesía (aunque este término le suene anacrónico a más no poder a la mentalidad progresista) para fijar dicha agenda. Si en vez de hablar de “sociedad” trasladamos la resolución del problema al Estado, las cosas no cambian en absoluto. El Estado argentino es un Estado de clase, representa los intereses de las clases dominantes. Basta observar el hecho de que dicho Estado no cobra impuestos a las transacciones financieras, mientras cae sobre los trabajadores en forma de impuesto a las ganancias, para comprender su carácter de clase. Sólo un utopista irremediable (y el progresismo retiene para sí lo peor del utopismo) puede pensar que dicho Estado tiene interés en reformar los SI en un sentido democrático.

Llegados a este punto corresponde decir unas palabras sobre la democracia. Desde 1983 en adelante, sin excepción de ningún gobierno, la democracia argentina funcionó como un mecanismo dirigido a fortalecer la dominación de la burguesía. De ahí su incapacidad para modificar en algo el sistema de poder social legado por la dictadura militar. Como es sabido, la dictadura representó una derrota fenomenal para el movimiento obrero. Sobre estas bases se edificó el régimen democrático a partir de 1983. La pervivencia de los mismos personajes al frente de los SI (Stiuso es el caso más emblemático) refleja los límites del régimen, al que Horowicz denomina “democracia de la derrota”. Nuestro Autor propone como solución que el Estado se reforme a sí mismo. Pero la sociedad argentina requiere de SI y demás organismos represivos porque es, en general, una sociedad capitalista, y porque, en particular, es una sociedad parida por la derrota del movimiento obrero y demás sectores populares en 1976.

La única respuesta adecuada para terminar con la “democracia de la derrota” es la remoción de las condiciones que permiten su existencia. En otras palabras, la supresión de las bases del poder de la burguesía argentina. Desde este punto de vista, todo el planteo de Horowicz acerca de la necesidad de una “reforma democrática” de los organismos de seguridad carece de sentido. Estos organismos no tienen que ser reformados, hay que eliminarlos. Su existencia misma impide cualquier reforma de las condiciones en que viven los millones de trabajadores argentinos.



Villa del Parque, sábado 14 de marzo de 2015

sábado, 8 de diciembre de 2012

PIERRE ROSANVALLON Y LA CRÍTICA PROGRESISTA DEL CAPITALISMO





En los últimos años se ha puesto de moda aquello que podríamos llamar la “crítica progresista del capitalismo”. En rigor, no se trata de una verdadera crítica, pues no discute ninguno de los pilares del capitalismo, como ser la propiedad privada de los medios de producción, la dictadura del empresario en el lugar de trabajo o la búsqueda de ganancias como eje de la actividad económica. Como nada de ello es puesto en cuestión, la crítica progresista se convierte en algo bastante insulso, sobre todo si uno se pone en el sitio de los que padecen la organización social capitalista. Si una discusión no puede versar sobre las cuestiones fundamentales que la motivan, forzosamente tiene que girar en torno a los puntos secundarios.
Pierre Rosanvallon (n. 1948) es uno de los exponentes de dicha crítica progresista. El domingo 2 de diciembre, PÁGINA/12 publicó una extensa entrevista a Rosanvallon, realizada en París por Eduardo Febbro,.en la que el francés comenta su reciente obra, La sociedad de los iguales. Las ideas expuestas en la entrevista son significativas, porque expresan claramente los límites del progresismo cuando se propone discutir al capitalismo.

Ante todo, el lector tiene que renunciar al tratamiento de los hechos concretos del capitalismo. No espere que Rosanvallon hable de la explotación, de las pequeñas miserias cotidianas que tiene que afrontar el trabajador, de la pelea despiadada entre capitalistas (la competencia), de las guerras o de la destrucción sistemática del planeta en pos de la ganancia. Nada de eso es relevante. Nuestro autor prefiere dedicarse a las cosas importantes, esto es, la igualdad y el respeto de las diferencias. 

¿Qué significa igualdad para Rosanvallon?

“Creo que la emancipación humana pasa hoy por la condición de que cada persona sea reconocida por lo que tiene de específico. Por consiguiente, la igualdad no puede ser más la uniformidad, ni la uniformidad de cuartel: la igualdad debe ser una igualdad de la singularidad. Hay que volver a los fundamentos de lo que fue la revolución democrática moderna: hacer que reviva en un sentido auténtico la noción de igualdad, que no es la noción de igualitarismo. El igualitarismo es la visión aritmética de la igualdad. Pero lo que yo intento definir es una relación de la sociedad, una idea de la igualdad como relación.” [El resaltado es mío – AM-]

A Rosanvallon sólo le importa preservar la “singularidad”. 

“El gran problema de la sociedad moderna radica en el hecho de que es una sociedad de individuos. Pero esos individuos deben formar una sociedad todos juntos. Los individuos quieren tener éxito en su vida individual, quieren ser reconocidos por lo que son, por lo que hay de específico. Pero esto implica saber componer con esas singularidades y ofrecer un marco común. Y es precisamente ese marco común el que nos está faltando. Por consiguiente, esa demanda de singularidad sólo se expresa mediante un individualismo galopante.”

Dicho en otros términos. La sociedad moderna es una sociedad en la que las personas aparecen como individuos aislados, como átomos que luchan entre sí por sobrevivir. Esta situación no es un castigo divino, sino el resultado de la expansión de la economía mercantil y, posteriormente, de las relaciones sociales capitalistas. Una sociedad de productores privados que producen para el mercado  produce necesariamente individuos que se ven a sí mismos (cada uno de ellos) como el centro del universo. Esperar otra cosa equivale a creer en los Reyes Magos. Ahora bien, Rosanvallon es consciente de los males que acarrea esta atomización de las personas. Pero no puede (su horizonte intelectual se lo impide) ir más allá de la constatación del problema. Su solución (el respeto de la singularidad de los individuos) es o una declamación vacía o, lo que es peor, una manera de defender las miserias del capitalismo. En un mundo donde un puñado de multimillonarios concentra la mayor parte de la riqueza mundial, donde la preocupación de centenares de millones de seres humanos pasa por qué llevar a la boca para comer mientras la productividad del trabajo alcanza niveles astronómicos, donde la pobreza prolifera en medio de la abundancia, la frase “respetar las singularidades” adquiere un significado perverso. ¿Cuáles singularidades debemos respetar?, ¿las que diferencian a Donald Trump o George Soros de los trabajadores que no llegan a fin de mes, de los precarizados, de los hambreados, etc.? En nuestro país, ¿tenemos que aceptar el escándalo de la convivencia en un mismo tiempo y espacio de Nordelta (por nombrar un lugar) y los centenares de asentamientos, villas miserias, etc.?

Rosanvallon define así la igualdad que pregona:

“Hemos entrado entonces en sociedades que están entre sí mismas y no en sociedades donde hay un mundo común. Y la igualdad es antes que nada eso: consiste en hacer un mundo común. Pero ese mundo común no se puede construir si las diferencias económicas entre los individuos son demasiado importantes, no se puede hacer un mundo común si no hay respeto por las diferencias, si todo el mundo no juega las mismas reglas del juego. Por eso intenté construir esa idea de la igualdad redefinida como una relación social en torno de tres principios: singularidad –reconocimiento de las diferencias–, reciprocidad –que cada uno juegue con las mismas reglas de juego– y comunalidad –la construcción de espacios comunes–. Después de todo, en la historia del mundo, si las ciudades fueron centros de libertad fue porque crearon algo común entre los individuos. Las ciudades no fueron solamente lugares de producción económica o lugares de circulación, no; las ciudades estaban organizadas en torno del foro, de la plaza pública y de espacios que permitían la discusión entre unos y otros; es eso lo que hoy está desapareciendo.” [El resaltado es mío.]

Hay que decirlo con todas las letras: las apelaciones a la construcción de un “mundo común” son tonterías insignes, que poco tienen que ver con las condiciones sociales existentes. Son tonterías porque: a) el capitalismo de la competencia y de la individualización es un “mundo común”, mal que le pese a Rosanvallon. La cuestión pasa por entender cuáles son las condiciones sociales del capitalismo que promueven la separación entre los seres humanos; b) las diferencias económicas “importantes” son la base misma del capitalismo. El capitalismo, en tanto forma de organización social, requiere de la concentración de los medios de producción en un polo de la sociedad. Esta es una diferencia económica “importante”, mal que le pese a Rosanvallon. La cuestión no es aceptar los marcos conceptuales del capitalismo para embellecerlo o volverlo más prolijo, sino estudiarlo para combatirlo. Claro que para Rosanvallon combatir al capitalismo no es una opción lícita, pues supondría faltarle el respeto a las “diferencias”.

Rosanvallon rechaza la concepción que sostiene que igualdad es igual a uniformidad. En la entrevista afirma genéricamente que dicha concepción fue defendida por los utopistas de los siglos XVIII y XIX, pero no hace más precisiones. Si bien se trata de una entrevista y, a veces, la memoria falla, la frase incluye claramente al marxismo y a otras variantes del socialismo entre quienes pensaban que la igualdad pasaba porque todos teníamos que comer, vestir y hacer las mismas cosas. Esto es una tontería que no resiste la confrontación con lo escrito y planteado por la mayoría de los socialistas del siglo XIX. Pero, a la par que engloba a estos autores bajo la etiqueta igualdad = uniformidad de costumbres y de gustos, deja de lado lo esencial: en Marx y cia, la lucha por la igualdad es inseparable de la lucha contra los mecanismos materiales que generan las desigualdades aberrantes entre los seres humanos (la propiedad privada de los medios de producción). Desde el punto de vista marxista, la escisión entre capitalistas y trabajadores constituye una desigualdad que obedece a causas sociales, que genera explotación, sufrimiento y penalidades para los seres humanos. Esta desigualdad de ningún modo puede ser defendida en aras del “respeto a las diferencias”.

En este marco, Rosanvallon plantea la cuestión de la democracia:

“Como régimen, la democracia tiende a progresar en todo el mundo. Pero sabemos que la democracia se define también como una forma de sociedad, una sociedad en la cual podemos vivir juntos, una sociedad de la vida común, una sociedad con relaciones de igualdad. La democracia política del sufragio universal y de la libertad progresó al mismo tiempo que la democracia de la sociedad de los iguales perdía vigencia. Hoy vemos un divorcio completo entre el ciudadano elector y el ciudadano compañero de trabajo. En la mayoría de los países se están multiplicando los ghettos, las formas de secesión y de separatismo social. La historia de la democracia nos muestra que la democracia tenía como objetivo la construcción de un mundo común entre los habitantes de un país. Hoy vemos la multiplicación de los mecanismos de encierro en sí mismo. Esto es muy peligroso porque si la distancia entre la democracia política y la democracia social se sigue agrandando, es la misma democracia política la que corre un gran peligro.” [El resaltado es mío – AM-]

El planteo está mal formulado. Si hablamos de democracia, tenemos que hablar, ante todo, de democracia capitalista. Ésta es la democracia realmente existente, y cualquier análisis de la democracia en general debe empezar por el análisis de la democracia concreta. Esta democracia capitalista requiere de la concentración del capital en un polo de la sociedad, y de que la mayoría de los ciudadanos se vean obligados a trabajar como asalariados para subsistir. Sólo a partir de la consagración de la dictadura del empresario en el lugar de trabajo es posible la democracia política en las condiciones del capitalismo, pues los empresarios tienen aseguradas las espaldas a partir de su control de los medios de producción. Al dejar de lado esto, todo el argumento de Rosanvallon es ocioso. En las condiciones del capitalismo no puede haber democracia social, pues la misma implicaría la supresión de la propiedad privada de los medios de producción. Como no puede haber democracia social, tampoco puede haber democracia política, en el sentido de ejercicio efectivo del gobierno por el conjunto de los ciudadanos. El problema de Rosanvallon radica en que el capitalismo es su horizonte intelectual, por más rezongos bienintencionados que formule contra este.

La marca distintiva de la crítica progresista al capitalismo es su falta de vigor, su negativa a discutir las bases mismas del capitalismo o a captar toda la irracionalidad de un sistema de producción que fabrica pobreza y miseria en medio de la abundancia.

Para precisar las limitaciones del discurso progresista sobre el capital nada mejor que retroceder en el tiempo, para confrontarlo con otro tipo de críticas, mucho más “desinhibidas”.
Friedrich Engels (1820-1895) no siempre fue marxista. Esta afirmación puede parecer extraña a los amantes del dogmatismo, pero es verdadera. Engels, hijo de un comerciante alemán, conoció los horrores de la Revolución Industrial y de la acumulación capitalista a comienzos de la década de 1840, cuando viajó a Inglaterra enviado por su padre para perfeccionar sus conocimientos del comercio. Engels, demostrando muy poca conciencia de clase burguesa, dedicó su estancia allí a estudiar las condiciones de vida de los obreros ingleses. Producto de esa investigación es el libro La situación de la clase obrera en Inglaterra, uno de los mejores testimonios de las condiciones del proletariado inglés en el primer período de desarrollo del capitalismo, publicado en Alemania en 1843.

Engels también escribió un importante artículo, “Esbozos para una crítica de la economía política”, publicado en 1844 en la revista DEUTSCH-FRANZÖSICHE JAHBÜCHER, en el número doble con el que dicha revista hizo debut y despedida. Los “Esbozos” representan un intento de refutar a la economía política elaborada por la burguesía como explicación y legitimación del capitalismo. Marx reconoció, en el prologo a su Contribución a la crítica de la economía política (1859), que el texto de Engels fue un “genial esbozo de una crítica de las categorías económicas” (Marx, 2000: 4).

Es inútil buscar en el “Esbozo” una primera presentación de las tesis de la teoría económica desarrollada por Marx. Dicha teoría todavía no existía. Más allá de todos los méritos del artículo de Engels, el horizonte intelectual sigue estando marcado por la indignación moral contra los horrores del capitalismo. El marxismo, en tanto teoría social y en tanto corriente política, no ataca al capitalismo por inmoral, sino por ser un sistema social que impide a las mayorías gozar de los frutos de la creciente productividad del trabajo.  Hechas estas salvedades, veamos en un par de pasajes cómo criticaba Engels al capitalismo en su “etapa premarxista”.

Engels se refería así al comercio:

“La siguiente consecuencia de la propiedad privada es el comercio, el intercambio de las necesidades mutuas, la compra y la venta. Bajo el gobierno de la propiedad privada, este comercio debe convertirse, como toda actividad, en una fuente de lucro inmediata para el comerciante; es decir, cada uno debe intentar vender tan caro y comprar tan barato como sea posible. En cada compra y en cada venta están enfrentados dos hombres con intereses absolutamente opuestos, el conflicto es decididamente hostil, ya que cada uno conoce las intenciones del otro, sabe que sus intenciones son contrarias a las del otro. La primera consecuencia es, entonces, por un lado, la desconfianza mutua, y por el otro, la justificación de esa desconfianza, la utilización de medios inmorales para la consecución de un fin inmoral. Así, por ejemplo, el primer principio del comercio es la discreción, la ocultación de todo lo que podría reducir el valor del artículo en cuestión. La consecuencia de esto: en el comercio está permitido extraer el mayor provecho posible del desconocimiento, de la confianza de la contraparte y, del mismo modo, atribuirle a la propia mercancía características que no posee. En una palabra, el comercio es la estafa legal.” (Engels, 2004: 9-10).

Compárese el párrafo anterior con las apelaciones de Rosanvallon a un “mundo común” y se tendrá una visión clara de los límites del progresismo.

Engels caracteriza así a la expansión del mercado mundial:

“¡Han aniquilado los monopolios pequeños para dejar actuar tanto más libre y sin barreras al gran monopolio, la propiedad; han civilizado los confines de la tierra a fin de ganar terreno nuevo para desplegar su vulgar codicia; han hermanado pueblos, pero para hacer de ellos una hermandad de ladrones, y han reducido las guerras para ganar tanto más en la paz, para llevar hasta el extremo la enemistad de los individuos, la guerra deshonrosa de la competencia! ¿Cuándo hicieron algo por pura humanidad, por conciencia de la futilidad de la oposición entre el interés general y el individual? ¿Cuándo han sido morales sin ser interesados, sin cobijar en el fondo motivos inmorales y egoístas?” (Engesl, 2004: 11).

La crítica de Engels al capitalismo es bien diferente a la de Rosanvallon. La crítica progresista al capitalismo es demasiado educada, demasiado respetuosa, demasiado hipócrita. No se trata, a nuestro juicio, de una diferencia de sensibilidad entre los intelectuales del siglo XIX y los intelectuales actuales. Es, por el contrario, el efecto necesario de la aceptación de las reglas de juego capitalistas y del reconocimiento implícito de la supuesta imposibilidad de enfrentar políticamente al capitalismo. En otras palabras, si parte del reconocimiento de la imposibilidad del socialismo, la crítica al capitalismo se convierte, al margen de las intenciones de sus autores, en una exaltación más o menos vergonzante del capital.


Villa del Parque, sábado 8 de diciembre de 2012

BIBLIOGRAFÍA:

Engels, Friedrich. [1844]. (2004). “Esbozos para una crítica de la economía política”. En: Marx, Karl. (2004). Manuscritos económico-filosóficos de 1844. Buenos Aires: Colihue. (pp. 1-39).

Marx, Karl. [1859]. Contribución a la crítica de la economía política. Buenos Aires: Siglo XXI.

Rosanvallon, Pierre. (2012). “La desigualdad se mundializó”. En: PÁGINA/12, Buenos Aires, domingo 2 de diciembre de 2012.

lunes, 1 de octubre de 2012

DEMOCRACIA Y CAPITALISMO SEGÚN EL PROGRESISMO ARGENTINO: NOTAS A UN ARTÍCULO DE ATILIO BORÓN (III)


Ya hemos visto en las notas anteriores que Borón sostiene que democracia y mercado son incompatibles. Los gobiernos neoliberales de la década del ’90 expresaron dicha incompatibilidad recortando al máximo las instancias propias del “capitalismo democrático”. El debilitamiento de los Estados y su subordinación a las ETN son los indicadores más crudos de esta tendencia. Este es, palabras más, palabras menos, el núcleo del argumento defendido por Borón.

“La soberanía popular que se expresa en un régimen democrático debe necesariamente encarnarse en un estado nacional (…) ¿Cuál es el drama de la de nuestra época? Que los estados, especialmente en la periferia capitalista, han sido conscientemente debilitados, cuando no salvajemente desangrados, por las políticas neoliberales a los efectos de favorecer el predominio sin contrapesos de los intereses de las grandes empresas. Como consecuencia de lo anterior los estados latinoamericanos se convirtieron en verdaderos «tigres de papel» incapaces de disciplinar a los grandes actores económicos y, mucho menos, de velar por la provisión de los bienes públicos que constituyen el núcleo de una concepción de la ciudadanía adecuada a las exigencias de fin de siglo.” (p. 124).

¿Cómo es posible hablar de soberanía popular en un sentido fuerte si la sociedad es capitalista? El capitalismo supone la explotación y el sometimiento de los trabajadores. Ambos se verifican en el proceso de producción. Soberanía popular implica (si la expresión quiere decir algo) que el pueblo decide de manera autónoma sobre su propio destino; más claro, significa que cada persona tiene autonomía para tomar las decisiones que atañen a su existencia. Autonomía equivale a control sobre las condiciones materiales que la hacen posible. Un trabajador que pasa su vida pensando en como hacer para llegar a fin de mes carece de control sobre sus condiciones de existencia. ¿Cómo puede, entonces, ser soberano? Por más que el progresismo de vueltas en torno a esta cuestión, la falta de autonomía no se transmuta en soberanía.

Ahora bien, Borón sostiene su argumento tomando como punto de partida la escisión entre economía y política. Todas sus disquisiciones y elucubraciones acerca de las diferencias entre mercado y democracia se apoyan en la supuesta separación entre las mencionadas esferas de la sociedad, escisión que se da bajo el capitalismo. A nuestro juicio, todas las limitaciones del progresismo se derivan de la incomprensión de la relación entre economía y política. Borón puede contraponer la democracia y la soberanía popular al mercado porque considera que economía y políticas son compartimentos separados, y que una puede imponerse sobre la otra a partir de una determinada relación de fuerzas; así, en el neoliberalismo, la economía dicta su mandato a la política; así, en el capitalismo “democrático” de la segunda posguerra, la política sometió a la economía. Es, por cierto, una forma de pensar no dialéctica.

La relación entre economía y política puede ser abordada adecuadamente si se considera que ambas esferas de actividad sólo son separables con fines analíticos. Economía y política son dos aspectos de una misma totalidad, que es la sociedad capitalista. En este sentido, mercado y democracia, para usar los términos empleados por Borón, son las dos caras de la misma moneda. Considerarlos como esferas antagónicas implica «comprar» la explicación que el capitalismo da de sí mismo. Además, desde un punto de vista práctico, significa negar el hecho de que existe una democracia capitalista que es perfectamente funcional a la explotación de la fuerza de trabajo. En la década del ’90 el neoliberalismo latinoamericano coexistió sin grandes sobresaltos con un abanico de gobiernos democráticos. La incompatibilidad planteada por Borón no se manifestó en el terreno de lo real.

Lejos de la incompatibilidad pregonada por Borón, el capitalismo requiere de una democracia (capitalista) para legitimar la explotación de la fuerza de trabajo. A diferencia de otras formas de organización social, en las que la violencia jugaba un papel central en la apropiación del excedente por la clase dominante, el capitalismo se basa en la apropiación de la plusvalía generada por trabajadores libres. Los productores directos son sujetos jurídicos iguales a los patrones. Marx expresó esta situación aludiendo a “la doble liberación” de los trabajadores bajo el capitalismo; el obrero es “libre” de la propiedad de los medios de producción, pero al mismo tiempo se ha visto liberado de toda forma de dependencia personal (esclavitud, servidumbre, etc.). Es esta “doble liberación” la que genera la posibilidad misma de la democracia capitalista. La igualdad jurídica en el mercado (derivada de la igualación de las mercancías en tanto productos del trabajo humano abstracto) requiere de la figura del ciudadano. El capital, cuya dominación adquiere la forma de dictadura en la fábrica a partir de la propiedad privada de los medios de producción, necesita de la ciudadanía y de lo público para esconder su dictadura, para presentarla como el resultado del libre consentimiento de las partes en el contrato. En el capitalismo no hay explotación si los trabajadores son libres; dicho con otras palabras, la legitimidad de la dictadura es producto de la libertad del trabajador. Esta libertad entra en contradicción con un estado que únicamente otorgue la ciudadanía  a grupos privilegiados. ¿Cómo legitimar la dictadura en el proceso de trabajo si la esfera política es también una dictadura? La dictadura requiere de la democracia, de la forma capitalista de democracia. A su vez, la ciudadanía, para dejar de ser una mera abstracción, requiere de la presencia de su contrario (la ausencia de derechos), porque así puede adquirir legitimidad. Las reflexiones de Borón sobre el papel del Estado permiten explicar este último punto.

De la crítica de Borón al neoliberalismo se desprende que una de sus características de éste es la pérdida de peso del Estado en los países dependientes. Sin entrar a discutir la pertinencia de esta caracterización, cabe decir que concibe al Estado como independiente o autónomo respecto a la lógica del capital, puesto que Borón dice que su papel es “disciplinar a los grandes actores económicos” (p. 124).

Borón lamenta el debilitamiento del Estado y sostiene en varios pasajes del artículo que la salida del neoliberalismo pasa por la recuperación de la capacidad de regulación del Estado sobre la economía. Para no multiplicar las citas textuales, basta con reproducir el siguiente pasaje:

“…la fenomenal desproporción entre estados y megacorporaciones constituye una amenaza formidable al futuro de la democracia en nuestros países. Para enfrentarla es preciso, (a) construir nuevas alianzas sociales que permitan una drástica reorientación de las políticas gubernamentales y, por otro lado, (b) diseñar y poner en marcha esquemas de cooperación e integración supranacional que hagan posible contraponer una renovada fortaleza de los espacios públicos democráticamente constituidos al poderío gigantesco de las empresas transnacionales.” (p. 125).

O sea que la democracia existía en América Latina con anterioridad al neoliberalismo. Si no, no tendría sentido afirmar, como lo hace Borón, que el futuro de la democracia está amenazado. Además, la democracia pre-neoliberalismo se caracterizaba, al parecer, por su capacidad para actuar como contrapeso de las grandes empresas. Nada de esto es verdad en términos históricos, pero nuestro autor no se achica ante las dificultades.

La frase que sigue contiene el núcleo del pensamiento de Borón:

“La «locura» de pretender acabar con el desempleo, redistribuir ingresos, recuperar el control social de los principales procesos productivos, profundizar la democracia y afianzar la justicia social no es más irreal y «utópica» que la que, en su momento, encarnó la propuesta neoliberal de Hayek y Friedman.” (p. 131). Las “locuras” de Borón son el horizonte político del progresismo, sobre todo de su variante de izquierda. Profundización de la democracia y justicia social son las “locuras” propuestas. Según Borón, esto es posible mediante el fortalecimiento del Estado.

En este punto cobra sentido la cita realizada más arriba, en la que Borón sostiene que el problema principal de nuestra época es el debilitamiento de los Estados de la periferia. El drama de nuestra época no es la pérdida de la capacidad de control del Estado, sino las derrotas experimentadas por la clase obrera en las décadas del ´70 y del ’80. Como indicamos oportunamente, Borón deja de lado esta cuestión. Prestar atención a la lucha de clases supondría considerar que política y economía van juntas, de modo que ya no podría postularse la autonomía del Estado tal como lo hace nuestro progresista.

Si el Estado constituye una esfera más o menos autónoma de la economía, tiene sentido afirmar que el drama de nuestra época es la debilidad del Estado. Pero si el Estado (y la forma capitalista de la democracia) es inseparable de la acumulación capitalista y resulta moldeado por la lógica del capital, el discurso progresista de Borón termina por reafirmar, aunque no sea esa su intención, la dominación capitalista.

El Estado, lejos de ser neutral o independiente, es el representante de la clase capitalista en su conjunto. Los capitalistas se ven compelidos, por la acción de la ley del valor, a competir entre sí. Esta competencia puede poner en riesgo las condiciones para la reproducción de la sociedad capitalista. Por ejemplo, si la extensión de la jornada laboral quedara en manos de los empresarios, la misma se extendería a 14, 16, 18 o quién sabe cuántas horas, afectando la salud de la clase trabajadora. Al fijar límites precisos a la jornada laboral, el Estado promueve una explotación más racional de la fuerza de trabajo.

La escisión economía–política cultivada por el pensamiento progresista ignora el papel fundamental desempeñado por el Estado en la reproducción del capital. La lógica del Estado moderno es la lógica del capital. La preocupación del Estado por el crecimiento económico es, en las condiciones del capitalismo, preocupación por la expansión de la plusvalía, es decir, es preocupación por el mantenimiento y la racionalización de la explotación capitalista.

Al representar los intereses de la clase capitalista en su conjunto, el Estado interviene poniendo en caja a los empresarios que se pasan de rosca en la explotación de la fuerza de trabajo. Al hacer esto, el Estado aparece como el representante de los intereses de la sociedad, como el árbitro entre intereses contrapuestos. De este modo, los “excesos” de la dictadura capitalista en el proceso de producción son la fuente de legitimación del Estado. La democracia capitalista se monta sobre esa actuación del Estado. Los progresistas separan la actuación del Estado de su relación con la lógica del capital y terminan recomendando la expansión del Estado para “enfrentar” al capital. Su prédica, lejos de poner en dificultades al capital, no hace más que reforzar la dominación capitalista.

Adam Smith escribió alguna vez que el gobierno era una creación de los ricos para defender sus propiedades de los pobres. Sería bueno que el progresista Borón tuviera en cuenta las palabras del liberal Smith antes de alzar la voz a favor de la expansión del Estado como solución al “drama de nuestra época”.


Buenos Aires, lunes 1 de octubre de 2012

sábado, 22 de septiembre de 2012

DEMOCRACIA Y CAPITALISMO SEGÚN EL PROGRESISMO ARGENTINO: NOTAS A UN ARTÍCULO DE ATILIO BORÓN (II)


En la nota anterior hicimos referencia a la tesis de Borón acerca de la existencia de una incompatibilidad entre el neoliberalismo y la democracia. Esta tesis descansa en una particular concepción de la democracia y del capitalismo, que es propia del progresismo.

El capitalismo es una forma de organización social basada en la propiedad privada de los medios de producción y en el trabajo asalariado. Gracias a la propiedad privada, la burguesía explota a los trabajadores, apropiándose de manera gratuita del plusvalor generado en el proceso de trabajo. La explotación de la clase trabajadora (la apropiación de plusvalor) es el mecanismo por el cual la burguesía produce y reproduce su poder social. A diferencia de las clases dominantes propias de formas de organización social anteriores, la burguesía sólo emplea la violencia directa contra el conjunto de la clase trabajadora de manera excepciona. En condiciones normales, ejerce su dominación por medio de la “coerción económica”; desprovistos de medios de producción y envueltos en una sociedad mercantil en la que todo se compra con dinero, los trabajadores se ven compelidos por la fuerza de la necesidad a vender su fuerza de trabajo en el mercado a cambio de un salario. Mientras que en otras sociedades el Estado era indispensable para extraer el excedente de los productores, en el capitalista puede permanecer de manera aparente al margen de la explotación, pues la misma cobra la apariencia de un asunto privado, fruto del acuerdo entre empresarios y trabajadores, rubricado en un contrato. De este modo, se esfuma parcialmente el carácter de instrumento de dominación que posee el Estado en cuanto tal.

A pesar de su carácter esquemático, la descripción presentada en el párrafo precedente es fundamental para comprender la naturaleza de la relación entre capitalismo y democracia. La omnipotencia del empresario en el proceso de producción (él decide qué, cómo y en qué cantidad se produce) es la contracara de la supuesta neutralidad del Estado en los conflictos sociales, argumento esgrimido al momento de defender su carácter de “árbitro” en los mismos. La distinción entre lo público y lo privado, propia del capitalismo, encuentra su basamento en la dictadura del empresario en el lugar de trabajo. Trasladada la explotación al ámbito de lo privado, lo público se constituye como ámbito de la “libertad”. Esta “libertad” es funcional a la dictadura capitalista, pues su presencia anula el carácter político de la dominación capitalista en el lugar de trabajo. Marx expresa esto al aludir a “la doble liberación del trabajador” bajo el capitalismo. En ese sentido, cabe decir que la democracia brota de las entrañas mismas del capitalismo, y que la democracia es tanto más profunda cuanto es más sólida la explotación de los trabajadores.

Capitalismo y democracia no son incompatibles: la democracia capitalista es la garantía más sólida de la profundización de la explotación capitalista, entendida esta última en los términos en que la hemos definido más arriba.

Borón pasa por alto las consideraciones que hemos formulado en los párrafos precedentes. Para defender su tesis de la incompatibilidad entre capitalismo y democracia, Borón se ve obligado a efectuar una seria de reducciones. La primera de ellas consiste en reducir el capitalismo a “los mercados”. No es casual que el apartado del artículo dedicado a analizar la incompatibilidad entre capitalismo y democracia se titula precisamente “Mercados y democracia. Cuatro contradicciones” (p. 104).

Borón caracteriza a la globalización como un período de “auge de los mercados” (p. 104). Más en detalle: “la naturaleza de los mercados, las clases y las instituciones económicas del capitalismo cambió extraordinariamente a lo largo del último medio siglo” (p. 118).

¿En qué consisten los cambios experimentados por el capitalismo entre 1950 y 2000?

Borón afirma que: “Los mercados se han vuelto crecientemente oligopólicos, su competencia despiadada, y la gravitación de las firmas planetarias es inmensa. Además se proyectan en una dimensión planetaria.” (p. 118). O sea, su definición de la globalización gira en torno a la consideración del mercado como el nivel privilegiado del análisis, y al reconocimiento de que las empresas transnacionales (ETN a partir de aquí) se han convertido en los factores decisivos en la economía capitalista.

Borón remarca el peso adquirido por las ETN en la economía mundial, y el impacto político del mismo: “Nos importa, ante todo, señalar la magnitud del desequilibrio existente entre el dinamismo de la vida económica – que ha potenciado la gravitación de las grandes firmas y empresas monopólicas en las estructuras decisorias nacionales – y la fragilidad o escaso desarrollo de las instituciones democráticas eventualmente encargadas de neutralizar y corregir los crecientes desequilibrios entre el poder económico y la soberanía popular en los capitalismos democráticos.” (p. 119; la cursiva es mía). Más aún: “En virtud de estas transformaciones, los monopolios y las grandes empresas que «votan todos los días en el mercado» han adquirido una importancia decisiva (…) en la arena donde se adoptan las decisiones fundamentales de la vida económica y social.” (p. 120). “…las empresas transnacionales y las gigantescas firmas que dominan los mercados se han convertido en protagonistas privilegiados de nuestras débiles democracias.” (p. 121). Para Borón, las ETN que dominan los mercados se han vuelto más poderosas que los Estados, y son ellas las que toman las decisiones fundamentales de la vida económica, social y política. La explicación es seductora y resulta atractiva para el progresismo, pues permite imaginar al capitalismo como un sistema gobernado por una “mesa chica” de ETN (las “corporaciones” tan caras a nuestro discurso progresista). Las teorías conspirativas se sienten en su salsa en este escenario. Los “malos” pueden ser identificados y todos contentos. No obstante, cabe acotar que, como ocurre al momento de fundamentar el carácter de la globalización, Borón aporta muy pocas pruebas de sus lapidarias afirmaciones. En el artículo analizado, hay apenas algunos datos comparativos sobre el tamaño de las ETN y el PBI de varios Estados (p. 119).

“El predominio de los nuevos leviatanes en esta «segunda decisiva arena» de la política democrática, que es la que verdaderamente cuenta a la hora de tomar las decisiones fundamentales, confiere a aquéllos una gravitación fundamental en la esfera pública y en los mecanismos decisorios del Estado, con prescindencia de las preferencias en contrario que, en materia de políticas públicas, ocasionalmente pueda expresar el pueblo en las urnas.” (p. 121). El camino que va desde la centralidad del mercado y la hegemonía del capital financiero hasta la entronización de las ETN como sujetos decisivos de la economía capitalista, termina conduciendo a una teoría conspirativa del capitalismo, que postula que las políticas estatales son dictadas por los “leviatanes” (las ETN). La globalización no sería otra cosa que la expresión de la voluntad de estas empresas. Cabe decir que este argumento, desarrollado por el progresismo durante la década del ’90, se modificó en su forma, pero no en su esencia, en la primera década del siglo XXI.  Así, por ejemplo, el “kirchnerismo” afirmó repetidas veces que su enemigo eran las corporaciones, planteando que existía un antagonismo entre éstas y la reafirmación de la acción estatal. Tanto en uno y otro caso, las interpretaciones progresistas niegan el carácter de clase del Estado, atribuyéndole a las ETN (hoy las corporaciones) todos los males del mundo. Según este punto de vista, el capitalismo no es una totalidad, una forma de organización social total, sino que es un rejuntado de lógicas individuales, entre las que priman las de las ETN. Para lograr esto es preciso dejar de lado el nivel de la producción. En otras palabras, se deja de lado la explotación de la clase obrera por la clase capitalista y se pasa al terreno gelatinoso de la “maldad” y /o el “egoísmo” de las corporaciones. El lector imaginará ya que clase social se beneficia con la adopción de esta concepción de la sociedad…

“La fenomenal aceleración experimentada por la velocidad de rotación del capital – gracias al desarrollo de la microelectrónica, las telecomunicaciones y la computación -  (…) Por una parte, (…) estas modificaciones en el desarrollo de las fuerzas productivas tuvieron una influencia considerable (…) a la hora de definir la pugna hegemónica en favor del capital financiero y en desmedro de los sectores de la burguesía más ligados a la producción de bienes y servicios, revirtiendo de ese modo el resultado que había cristalizado en la fase de la inmediata posguerra.” (p. 118). A la caracterización de la globalización formulada en el párrafo anterior hay que agregarle, pues, la hegemonía del capital financiero sobre la burguesía industrial. Hay que decir que Borón es muy parco al abordar esta cuestión, a punto tal que no vuelve a tratar el tema en el resto del artículo. La resolución de la supuesta pugna hegemónica entre capital financiero y capital industrial se despacha con el pasaje citado.

La teoría de Borón sobre la globalización puede ser resumida así: la nueva etapa del capitalismo se caracteriza por el predominio del capital financiero sobre el capital industrial y por el dominio de las ETN sobre los Estados.

Ahora bien, hasta donde sabemos, el capitalismo es una forma de organización social estructurada en torno a la apropiación por la burguesía del plusvalor generado por la clase trabajadora. Suena antiguo, pero ninguna “revolución cultural” ha conseguido modificar este dato de la realidad. La fuente primordial del poder capitalista se encuentra en el nivel de la producción, entre otras cosas, porque sin plusvalor no hay capital ni dominación capitalista. Suena simple, y probablemente sea esquemático, pero lo simple es lo más difícil de aprehender en el campo de la teoría social.  

Decir que se ha producido un desplazamiento del poder desde el capital industrial hacia el capital financiero implica oscurecer el papel de la producción en la constitución de la sociedad capitalista. Implica dejar de lado, como cosa secundaria, aquello que la mayoría de las personas hacen la mayor parte de sus vidas, que es trabajar.

El argumento de Borón parece impresionante y cuenta con muchos adeptos en estos tiempos que corren. El capitalismo ha sido corrompido por la especulación desarrollada a partir de la hegemonía del capital financiero, y se trata de volver a su pureza virginal, encarnada por el capital industrial. Sin embargo, por mucho que se esfuerce Borón, un peso depositado en un banco no se reproduce a sí mismo por el mero hecho de estar depositado allí. El dinero no engendra dinero, no se fecunda a si mismo. Para poder multiplicarse, requiere ser incorporado al ciclo del capital productivo. Si esto no ocurre, no hay capital financiero que valga. A lo sumo, si se crea dinero “ficticio”, las crisis con su tendal de destrucción de fuerzas productivas, se encargan de poner las cosas en orden. Nada nuevo bajo el sol, pero Borón deja prolijamente de lado estas cuestiones.

Para hacerse una idea del significado político de la teoría defendida por Borón es conveniente revisar su descripción de la impotencia política de los trabajadores bajo el imperio de la globalización: “Los trabajadores podrán organizar huelgas, invadir tierras, ocupar fábricas y sitios urbanos, y casi invariablemente la respuesta oficial oscilará entre la represión y la indiferencia, pero pocas veces será el temor.” (p. 121). Borón sitúa las causas de dicha impotencia en el nivel del mercado, en la omnipotencia de las ETN que dominan los mercados y en el predominio del capital financiero. Y deja de lado las derrotas que profundizaron la debilidad de la clase obrera en el nivel de la producción. En un sentido, en la teoría de la globalización planteada por Borón, los trabajadores aparecen un una posición de exterioridad frente al centro de la sociedad, que es el mercado.

En la nota siguiente examinaremos las consecuencias políticas de la concepción de la globalización defendida por Borón.

Buenos Aires, sábado 22 de septiembre de 2012