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martes, 19 de julio de 2016

EL DÍA QUE LOS ANARQUISTAS SALVARON A LOS BOLCHEVIQUES

“Exigir sobreponerse a las ilusiones acerca de un estado de cosas vale tanto
como exigir que se abandon un estado de cosas que necesita de ilusiones.”
Karl Marx, “Introducción a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel”

Toda revolución genera su mitología, sus héroes, sus fábulas edificantes. Estos mitos cumplen dos funciones divergentes, que responden a diferentes intereses sociales. Por un lado, permiten amortiguar el impacto de la movilización popular que implica toda revolución, poniendo a las masas en segundo plano y destacando a los héroes. Constituyen un paso necesario en la construcción de una elite gobernante que se apropia el poder para su propio beneficio. Por otro lado, ponen a cubierto de las inclemencias de la historia a los revolucionarios. En tiempos duros, cuando las fuerzas contrarrevolucionarias procuran sepultar los logros del movimiento, los mitos sirven para afirmar la fe de los partidarios de la revolución.  


La Revolución Rusa de 1917 fue uno de los acontecimiento más importantes de la historia. Su característica más importante radica en que se trató de un movimiento de las masas explotadas contra las clases dominantes. A diferencia de las revoluciones burguesas, en las que la clase revolucionaria (la burguesía) controlaba  algunos de los resortes del poder social, ya con anterioridad a los sucesos revolucionarios, la clase obrera y los campesinos poseían únicamente su fuerza de trabajo y carecían de toda experiencia en el arte de gobernar. En este sentido, la Revolución Rusa constituye un acontecimiento excepcional, sin subestimar, por supuesto, a los movimientos revolucionarios posteriores, como la Revolución China o la Revolución Cubana. De ahí se desprenden los reiterados intentos para calumniarla, las repetidas tentativas para hacerla desaparecer de la historia. De ahí también la aparición de una mitología tanto más poderosa cuanto más fuertes han sido las tentativas para borrar el acontecimiento.


La mitología de la Revolución Rusa se centra en el partido bolchevique y sus dirigentes. Así, el partido, Lenin, Trotsky, son dotados de la cualidad de la infalibilidad, que les permite conducir a las masas hacia el triunfo de la revolución. La multiplicidad de actores sociales que participaron del movimiento se ve reducida a un puñado de dirigentes y a un sujeto colectivo (el partido) al que se le atribuyen cualidades milagrosas.


En el caso de la Revolución Rusa, la construcción de mitos revolucionarios tropieza, con un problema que desconocieron las revoluciones anteriores. Se trató de un movimiento que pretendió construir el socialismo. Más allá de todo debate, es indudable que el marxismo constituyó el eje de la ideología de los bolcheviques. Ahora bien, el marxismo considera que la historia es lucha de clases. Esta afirmación supone dos cosas. En primer lugar, la historia es hecha por las clases antes que por los héroes. En segundo lugar, la lucha supone indeterminación, la existencia de un resultado incierto. Esto conspira contra la creencia en la infalibilidad de los partidos y de los héroes.


A un año del centenario de la Revolución Rusa y en momentos en los que la clase obrera mundial sufre los efectos de las derrotas padecidas en las décadas anteriores, resulta fundamental dejar de lado las mitologías y abordar la comprensión del proceso revolucionario. Sólo así será posible aprender de los errores. El capitalismo continúa siendo una realidad tangible, concreta. Frente a ello, las fuerzas del socialismo no pueden seguir basándose en mitologías, que resultan reconfortantes, pero que oscurecen el conocimiento de la mecánica de los movimientos revolucionarios.


Para poner en cuestión las mitologías no hay nada mejor que concentrarse en los pequeños sucesos, aquéllos que carecen de significación “histórica universal”, pero que ponen al desnudo las limitaciones de los personajes actuantes en la revolución. Aquí quiero traer a colación un hecho que ocurrió en los comienzos de la Revolución Rusa, inmediatamente después de la toma del Palacio de Invierno. Los bolcheviques se hallaban inmersos en la tarea de controlar efectivamente el poder, y tropezaban a diario con todo tipo de obstáculos. Uno de ellos fue el alcoholismo, endémico en Rusia antes y después de la Revolución. Cedo la palabra a Serge, quien relata el episodio en su obra El año I de la Revolución Rusa:


“Hubo un momento en que la contrarrevolución pudo creer que había descubierto el arma más mortífera: el alcoholismo. El abominable propósito de ahogar la revolución en vino antes de ahogarla en sangre, de transformarla en una algarada de muchedumbres ebrias, propósito concebido en la sombra, empezó a tener un serio principio de ejecución. Existían en Petrogrado bodegas de vino bien provistas, almacenes preciosos de los más finos licores. Surgió - o para hablar con más exactitud -, fue lanzada entre la multitud la idea de saquearlos.Bandas de hombres, que muy pronto lo fueron de locos furiosos, se precipitaron sobre las bodegas de los palacios, de los restaurantes y de los hoteles. Fue aquél un contagio de locura. Hubo necesidad de formar destacamentos seleccionados de guardias rojos, marinos y revolucionarios para hacer frente por todos los medios al peligro. Las gentes iban a surtirse de vino por los propios respiraderos de las bodegas, inundadas con el contenido de centenares de barriles desfondados; se colocaron ametralladoras para impedir el acceso. Pero más de una vez se les subió el vino a la cabeza de los encargados de las ametralladoras. Hubo que proceder apresuradamente al saqueo de las provisiones de vinos añejos, a fin de que el veneno se fuese rápidamente por las alcantarillas.


Antonov-Ovseenko escribe a este propósito:


“Donde mayor gravedad adquirió el problema fue en las bodegas del Palacio de Invierno. El regimiento de Preobrajensky, encargado de su custodia, que era nuestra base revolucionaria, tampoco resistió. Se enviaron destacamentos de hombres tomados de diferentes regimientos: se embriagaron. Tampoco resistieron los propios Comités. Se ordenó a los automóviles blindados que dispersasen la muchedumbre; pero muy pronto empezaron también a titubear sus servidores. Al caer la tarde, aquello era una bacanal. Bebamos lo que queda de los Romanov, gritaban alegremente algunos entre la multitud. Se logró finalmente restablecer el orden gracias a los marinos llegados de Helsingfors, hombres de carácter férreo, que habían jurado matarse antes que beber. En el barrio de Vasili-Ostrov, el regimiento de Finlandia, dirigido por los elementos anarcosindicalistas, resolvió fusilar en el acto a los saqueadores y volar las bodegas de vino.” (2)


Estos libertarios no se paraban en barras. ¡Y ello fue una verdadera suerte!” (p. 150-151; el resaltado es mío  - AM-).


A la luz de la historia posterior de la Revolución, el episodio resulta más cómico que trágico. Sin embargo, y justamente por ello, la anécdota es reveladora. Los bolcheviques, que son presentados habitualmente como un partido monolítico, plenamente consciente de las tareas a realizar y notablemente eficaz en la realización de las mismas, aparecen como impotentes para hacer frente a los motines desatados por las ganas de emborracharse. Las fuerzas militares bolcheviques (endiosadas tanto por estalinistas como por trotskistas) cumplen un papel lamentable, uniéndose a la borrachera general. Todo ello en la ciudad en la que residían los héroes mitológicos Lenin y Trotsky. Y son los anarquistas quienes vienen a sacar las papas del fuego, poniendo fin a una situación “anárquica”.


Los anarquistas no forman parte de la “historia oficial” de la Revolución Rusa. Para los partidos que se consideran herederos de la Revolución (básicamente el trotskismo), constituyen un jeroglífico indescifrable, pues no encajan en las versiones canónicas del movimiento revolucionario, en las que todos los caminos conducen al partido bolchevique. De hecho, los bolcheviques persiguieron a los anarquistas, practicando con ellos las técnicas de exterminio que luego serían perfeccionadas por Stalin y entre cuyas víctimas se contaron muchos de esos bolcheviques. La matanza de Kronstadt (1921), llevada a cabo contra los anarquistas que se rebelaron contra la dictadura comunista, es el episodio más conocido de la actitud, y sigue siendo reivindicada como un acto dirigido a sofocar la “contrarrevolución”.


El episodio narrado por Serge revela la complejidad de la Revolución Rusa, que se expresa a través de la irrupción de un grupo habitualmente ignorado. Esa irrupción revela la fragilidad de las mitologías, su naufragio ante una realidad que se muestra renuente a toda reducción a esquemas fáciles. Los marxistas estamos obligados a poner las barbas en remojo, a aceptar nuestros errores, y a comenzar a construir una historia y una teoría libres de mitologías.

Villa del Parque, martes 19 de julio de 2016

NOTAS:
(1) Serge, Victor. ⦗1º edición: 1930⦘. (2011). El año I de la Revolución Rusa. Buenos Aires: Ediciones RyR.

(2) Serge cita la obra de V. A. Antonov-Ovseenko (1883-1939), Notas acerca de la guerra civil, t. I.

martes, 29 de noviembre de 2011

GRAMSCI Y LA REVOLUCIÓN RUSA DE 1917: COMENTARIOS AL ARTÍCULO "LA REVOLUCIÓN CONTRA 'EL CAPITAL'" (1918)


Las puertas del cementerio (1917), Marc Chagall



Antonio Gramsci (1891-1937) fue toda su vida un marxista revolucionario; como tal, siempre reconoció la existencia de la lucha de clases entre capitalistas y trabajadores, así como también la necesidad de que los trabajadores construyeran una organización política autónoma, capaz de enfrentar con éxito al Estado capitalista. Casi podríamos escribir que era un “primitivo”, que todavía no había llegado al conocimiento de que entre empresarios y trabajadores existe una armonía invisible. Sin embargo, todo llega en este mundo. El marxista revolucionario Gramsci, andando los años, fue transformado en un “revolucionario cultural” para quien la lucha de clases era tabú. Gramsci, cuya intransigencia frente al Estado burgués lo llevó a la cárcel, pasó a ser un defensor del uso del Estado para obtener reformas (y algunos buenos empleos, dicho sea de paso). ¿Cómo pudo suceder este “milagro”? En artículos posteriores iremos contando algunos pasajes de esta alquimia invertida, que hizo del oro plomo. En este momento nos parece más relevante rescatar del olvido al Gramsci revolucionario, sepultado tras los escritos y discursos de los académicos y de los reformistas.

Un punto tiene que quedar claro desde el principio. Reivindicar al Gramsci revolucionario frente a los “revolucionarios culturales” no significa santificarlo ni convertirlo en un teórico y político infalible. De ninguna manera. Si se intenta retomar a un clásico es preciso, ante todo, comenzar por discutir cada una de sus afirmaciones, someter sus textos y sus acciones a una crítica constante. Sólo así se muestra respeto hacia los clásicos.

Para empezar esta relectura de Gramsci hemos optado por comenzar con sus artículos sobre la Revolución Rusa de 1917. Hay que decir, ante todo, que Gramsci se encolumnó desde el primer momento entre los defensores de los bolcheviques, frente a quienes sostenían que la “correlación de fuerzas era desfavorable” o que Rusia no estaba preparada para el socialismo.

En enero de 1918 Gramsci publicó en IL GRIDO DEL POPOLO (órgano del Partido Socialista Italiano) su artículo “La revolución contra «El capital». (1) En este texto se encuentran expuestas tanto sus ideas juveniles sobre el marxismo como su concepción sobre la Revolución Rusa.

Es un artículo provocador, nada complaciente con los puntos de vista admitidos por los socialistas de la II Internacional. La provocación comienza en el título mismo. ¿Qué sentido tiene la caracterización de “la revolución contra «El capital»”?

De ningún modo cabe pensar que Gramsci está expresando una renuncia a los principios del socialismo revolucionario, aceptando en su formulación el punto de vista de los reformistas, quienes pensaban que la Revolución bolchevique era un error histórico, pues Rusia carecía de las condiciones necesarias para el desarrollo del capitalismo, esto es, una industria fuerte y un proletariado industrial numeroso y educado. Al contrario, Gramsci veía en la Revolución liderada por los bolcheviques la respuesta finalmente encontrada al problema de cómo romper la hegemonía del reformismo y del oportunismo en el movimiento socialista. Gramsci se había opuesto desde el principio a la participación italiana en la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y había defendido durante la guerra los principios del socialismo revolucionario, afirmando que sólo mediante la revolución los trabajadores podrían obtener un final de la guerra que les resultara beneficiosa. Estos puntos de vista acercaban a Gramsci a las posiciones defendidas por Lenin (1870-1924) durante la contienda.

Gramsci expone así el sentido del título. “[La Revolución de los bolcheviques] es la revolución contra El Capital, de Carlos Marx. El Capital, de Marx, era en Rusia el libro de los burgueses más que el de los proletarios. Era la demostración crítica de la fatal necesidad de que en Rusia se formara una burguesía, empezara una Era capitalista, se instaurase una civilización de tipo occidental, antes de que el proletariado pudiera pensar siquiera en su ofensiva, en sus reivindicaciones de clase, en su revolución. Los hechos han superado las ideologías. Los hechos han provocado la explosión de los esquemas críticos en cuyo marco la Historia de Rusia habría tenido que desarrollarse según los cánones del materialismo histórico. Los bolcheviques reniegan de Carlos Marx, afirman con el testimonio de la acción cumplida, de las conquistas realizadas, que los cánones del materialismo histórico no son tan férreos como podría creerse y como se ha creído.” (p. 34)

Gramsci dirige su crítica contra los socialistas de la II Internacional, quienes habían optado por seguir a sus gobiernos nacionales en la carnicería que fue la Primera Guerra Mundial (1914-1918), antes que adoptar un camino revolucionario. Para estos socialistas la teoría de Marx era un dogma multiuso, que servía tanto para justificar la participación en la guerra imperialista, la política colonial, las alianzas con los partidos de la burguesía. Pero, sobre todo, la teoría de Marx era empleada, paradójicamente, como una herramienta contra la Revolución. Así, estos socialistas consideraban que la conquista del poder por los trabajadores sólo sería posible cuando estuvieran dadas las condiciones, cuando la educación socialista de las masas estuviera completa, cuando las instituciones de la sociedad civil pasaran a manos de los socialistas. Por supuesto, todo esto en el marco del desarrollo de las fuerzas productivas, pues para estos socialistas era impensable una revolución en un país atrasado o colonial.

“La revolución contra El Capital” debe entenderse, por tanto, como la revolución contra el marxismo dominante en la II Internacional. Sin embargo, Gramsci, en su afán de combatir el reformismo termina metiendo un poco a Marx en la misma bolsa. En parte, Gramsci es consciente de ello; así, más adelante escribe: “si los bolcheviques reniegan de algunas afirmaciones de El Capital, no reniegan, en cambio, de su pensamiento inmanente, vivificador. No son «marxistas», y eso es todo; no han levantado sobre las obras del maestro una exterior doctrina de afirmaciones dogmáticas e indiscutibles. Viven el pensamiento marxista, el que nunca muere” (p. 34-35)

¿Cómo concebía Gramsci al marxismo en 1918?

En primer lugar, pensaba que el marxismo “es la continuación del pensamiento idealista italiano y alemán, y que en Marx se había contaminado con incrustaciones positivistas y naturalistas” (p. 35). En segundo lugar, sostenía que el pensamiento marxista “no sitúa nunca como factor máximo de la historia los hechos económicos en bruto, sino siempre el hombre, la sociedad de los hombres, de los hombres que se reúnen, se comprenden, desarrollan a través de esos contactos (cultura) una voluntad social, colectiva, y entienden los hechos económicos, los juzgan y los adaptan a su voluntad hasta que ésta se convierte en motor de la economía, en plasmadora de la realidad objetiva, la cual vive entonces, se mueve y toma el carácter de materia telúrica en ebullición, canalizable por donde la voluntad lo desee, y como la voluntad lo desee.” (p. 35).

Se ha dicho muchas veces que aquél que enfrenta a un enemigo termina por parecérsele. Algo de esto le sucede a Gramsci en su lucha contra los socialistas de la II Internacional. Hay que insistir en que se trataba de socialistas que habían apoyado una de las peores matanzas de la historia (la guerra mundial) y que, por tanto, toda crítica dirigida contra ellos resultaba escasa. Esto permite comprender el ánimo de los socialistas revolucionarios como Gramsci. Sin embargo, Gramsci termina incorporando algunos elementos del pensamiento de los socialistas de la II Internacional acerca del marxismo. Vayamos por partes.

Como hemos visto, Gramsci afirma que el marxismo es la continuación del pensamiento idealista alemán e italiano. Más allá de la mayor o menor certeza de esta afirmación (y de su toque de localismo al incluir a los italianos), hay que decir que dicha afirmación deja fuera algunas de las influencias fundamentales en los orígenes de la teoría social de Marx. En primer término, omite a la economía política, cuyo influjo fue para Marx especialmente estimulante en lo que hace a prestar atención al proceso de producción como un elemento fundamental para entender la organización social. En segundo lugar, deja de lado al influjo que ejerció la crítica de la experiencia de la Revolución Francesa en la constitución del pensamiento político de Marx. En tercer lugar, quita de la escena el papel determinante que jugó el desarrollo del movimiento obrero en el acercamiento de Marx al socialismo y en su caracterización de la democracia. Tal como está planteada, la formulación de Gramsci encierra a Marx en el formato de la filosofía, cosa que está muy lejos de las intenciones y los planteos de éste último.

Gramsci acepta la pertinencia de una concepción reduccionista de la teoría de Marx, que concibe que el núcleo del marxismo se encuentra en el proceso de producción entendido en términos exclusivamente económicos. En otras palabras, el marxismo es concebido como la teoría que sostiene que la explicación última de todo proceso social debe buscarse en la economía. Gramsci compra aquí la interpretación de los teóricos de la II Internacional, que construyeron un Marx a imagen y semejanza de sus necesidades políticas.

Por último, Gramsci también reconoce implícitamente la validez de la atribución a Marx de una concepción etapista y lineal del proceso histórico, atribución realizada por los principales dirigentes de la II Internacional. Según esta tesis, la historia repite en todos los países las mismas etapas. De este modo, al esclavismo le sigue necesariamente el feudalismo y al feudalismo el capitalismo, sin que sea imposible saltar etapas o modificar el orden “natural” del desarrollo histórico. Era justamente esta concepción la que justificaba el cuestionamiento de la Revolución Rusa por los socialistas reformistas, pues éstos sostenían que el socialismo sólo era posible a partir de un desarrollo fenomenal de las fuerzas productivas, cosa que no había sucedido en Rusia. Según ellos, el socialismo se daría primero en los países capitalistas centrales, y de allí se expandiría a la periferia. Ahora bien, y a pesar de que pueden aducirse escritos de Marx que parecen postular una concepción lineal del proceso histórico, un examen de conjunto de la obra de Marx muestra que éste era refractario a la teleología y al finalismo en la historia. No estamos haciendo referencia aquí a textos que se publicaron bien entrado el siglo XX y que, por tanto, estaban fuera del alcance de Gramsci (como las cartas entre Marx y la militante rusa Vera Zasúlich), sino que tenemos en mente el Libro Primero de El Capital, que contiene numerosas indicaciones en las que se refuta la concepción lineal de la historia.

Lo expuesto en los párrafos anteriores no quita mérito al artículo de Gramsci, quien defiende a la Revolución bolchevique de los ataques del socialismo reformista. La lectura de su posición resulta interesante, además, frente a la multitud de análisis post facto sobre la Revolución Rusa, cuyos autores, muchos años después de la Revolución y con los resultados puestos, esbozan una mirada burlona y dicen: “¡Qué tipos ingenuos los bolcheviques! ¡Cómo se les ocurría pensar en el socialismo en Rusia en 1917!” Gramsci, con buen tino y sin tener a manos los “diarios del lunes”, escribe:”El capitalismo no podría hacer inmediatamente en Rusia más de lo que podrá hacer el colectivismo. Y hoy haría mucho menos que el colectivismo, porque tendría en seguida contra él un proletariado descontento, frenético, incapaz ya de soportar en beneficio de otros los dolores y las amarguras que acarrearía la mala situación económica. Incluso desde un punto de vista humano absoluto tiene su justificación el socialismo en Rusia.” (p. 37).

Gramsci, a despecho de sus intérpretes modernos, nuevos y novísimos, consideraba que la Revolución, entendida como conquista del poder político por los trabajadores, era el camino a seguir por los socialistas. The rest is silent.

Buenos Aires, martes 29 de noviembre de 2011

NOTAS:

(1) Todas las citas del texto han sido tomadas de la traducción española de Manuel Sacristán: Gramsci, Antonio. (2011). Antología. Buenos Aires: Siglo XXI. (34-37). El artículo está disponible en formato electrónico en: http://www.marxists.org/espanol/gramsci/nov1917.htm

viernes, 5 de noviembre de 2010

INDUSTRIALIZACIÓN Y SOCIALISMO

El punto de partida de un análisis marxista del proceso de industrialización tiene que ser la cuestión de la dialéctica entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción[1].

Es preciso, ante todo, comenzar por reconocer dos cuestiones fundamentales:

a) El socialismo exige un fenomenal desarrollo de las fuerzas productivas, esto es, un crecimiento tal de la capacidad productiva de la sociedad que posibilite que todos los individuos tengan sus necesidades satisfechas y que, además, puedan elegir libremente su actividad[2]. En este punto reside el núcleo duro de la problemática del socialismo. La temática de las necesidades debe ser aclarada para poder entender a fondo esta cuestión.

En una economía socialista, no se trata justamente de la satisfacción de todas las necesidades sociales tal como se han conformado bajo el capitalismo, pues buena parte de ellas son creaciones artificiales, en el sentido de que están determinadas por el imperativo de realizar las mercancías, y no por el valor de uso. El socialismo, por ejemplo, no puede tener por objetivo desarrollar las fuerzas productivas para que todas las personas que habitan este planeta tengan un BMW. El socialismo, por el contrario y a partir de la organización autónoma de los trabajadores, tiene que modificar radicalmente la índole de las necesidades humanas, para adecuarlas a la realización universal de la personalidad. La eliminación de la propiedad privada de los medios de producción y el control de las mismas por los trabajadores autoorganizados tenderán a desactivar la lógica de la mercancía, modificando drásticamente la estructura de necesidades de la población.

Para los clásicos del marxismo, el mero hecho de la supresión de la propiedad privada generará una simplificación de la producción de bienes y servicios, pues muchos de ellos están destinados a satisfacer necesidades “artificiales”, creadas por la misma lógica de la mercancía, y desaparecerán con la eliminación de las diferencias de clase. Ahora bien, esta tendencia se verá compensada por la obligación de garantizar a todos los seres humanos la posibilidad efectiva de elegir libremente su campo de actividad.

La sociedad capitalista se caracteriza por que solo una parte de población está en condiciones de “elegir” (por cierto que dentro de márgenes relativamente estrechos) que estudiará y en qué trabajará. El resto tiene que conformarse con aceptar pasivamente lo que le impone la coerción económica. Como es de suponer, generar las condiciones para que toda la población pueda elegir libremente y gozar de una vida plena exige un desarrollo fenomenal de las fuerzas productivas. Esto es así porque no se trata, fundamentalmente, de un crecimiento cuantitativo, sino de una reestructuración y expansión cualitativa de las mismas, cuyo eje es la centralidad del valor de uso. Es por esto que el socialismo no pueda darse en medio de la “pobreza”. En definitiva, y esto sirve de transición para el siguiente punto a tratar, el problema de la industrialización es un problema político, que gira en torno a la organización autónoma de los trabajadores.

b) El socialismo exige, y esta es su condición primordial, que los trabajadores y demás sectores populares se organicen de manera autónoma. ¿Qué implica esta autonomía? Ante todo, su emancipación de la tutela de la burguesía. Esta autonomía se logra mediante la construcción de la organización y, en el extremo, se expresa en la capacidad para conducir el proceso revolucionario. Sólo si se comprende la centralidad de la autonomía de los trabajadores en la construcción de un proyecto socialista es posible entender el carácter ineludible de la revolución, entendida como un desplazamiento radical de las clases que detentan la hegemonía política en la sociedad. La revolución constituye el primer paso en la concreción efectiva del poder de los trabajadores, pues quiebra tanto a la propiedad privada de los medios de producción (base de la coerción económica capitalista) como al Estado, en tanto conjunto de aparatos de represión.

Ahora bien, y las experiencias socialistas del siglo XX muestran esto a las claras, los trabajadores tienen que pasar a un segundo momento para hacer efectiva su liberación, y ese momento es la implementación de la industrialización. Y este proceso industrializador sólo puede ser emancipatorio en la medida en que los trabajadores comanden efectivamente el proceso. En este punto entramos al meollo de la cuestión de la industrialización en la URSS: 1) la industrialización fue dirigida por la cúpula del partido y por la burocracia soviética, y se centró en los logros cuantitativos antes que en los cualitativos; 2) la industrialización se llevó en el marco de la supresión policíaca, en un grado con pocos precedentes en la historia, de las actividades independientes de los trabajadores. Así encarada, la industrialización alejó a la URSS del socialismo, pues contribuyó a reforzar el sometimiento de los trabajadores y las masas populares. En este sentido, el carácter socialista de la industrialización se mide por el grado de autonomía política e intelectual alcanzado por el productor.

Luego de planteadas estas dos cuestiones fundamentales, es posible volver al problema inicial. En el socialismo, la industrialización expresa una dialéctica específica de las fuerzas productivas y de las relaciones de producción. Las fuerzas productivas tienen que expandirse en un sentido socialista, esto es, reemplazando la lógica de la mercancía a través de la abolición de la propiedad privada de los medios de producción y del desplazamiento hacia el valor de uso del proceso productivo. En este sentido, la satisfacción de las necesidades y no la realización de las mercancías (con sus secuelas de marketing, campañas publicitarias, creciente banalización de la vida cotidiana, etc.) tiene que ser el fundamento de la economía socialista. Para lograr esto resulta imprescindible una transformación tal de las fuerzas productivas que redunde en una consolidación del poder de los trabajadores sobre el proceso productivo mismo. Esto se entronca con la base misma de la concepción marxista de la sociedad, que sostiene que las características que asume toda estructura son el resultado de la lucha de clases, esto es, del balance de las relaciones de poder entre las clases sociales.

Entonces, para estudiar desde una perspectiva marxista el proceso de industrialización en la URSS es preciso comenzar por la relación de fuerzas entre los trabajadores y las capas sociales que detentaban el poder en la sociedad soviética. Sin entrar a discutir aquí el tema de la naturaleza de clase de estas capas sociales (más adelante haremos algunas observaciones al respecto), es necesario apuntar que dichos capas tomaban las decisiones sobre el rumbo de la industrialización (esto es, las preguntas centrales en todo proceso productivo: el qué, el cómo y el cuánto producir), y que la clase trabajadora estaba completamente apartada de los mecanismos decisorios. El debate sobre la “acumulación primitiva socialista” oculta, precisamente, que la acumulación no podía ser socialista porque se fundaba en una radical expropiación de los derechos y de la autonomía política conquistados por los trabajadores en 1917. Este no es el lugar para discutir los alcances de esas conquistas; sin embargo, conviene hacer notar que hubo efectivamente conquistas y que éstas representaron un desarrollo fenomenal de la conciencia de clase de los trabajadores.

La concepción del proceso de industrialización que terminó primando en la URSS no se diferenciaba, sustancialmente, de la que aparece en los manuales de economía política. Según estos, se trata de incrementar los volúmenes de producción y de la productividad en el marco de un desarrollo impulsado por el valor de cambio. Desde el momento en que los líderes soviéticos se propusieron alcanzar y superar al Occidente capitalista en el terreno del capitalismo, el carácter “socialista” de la acumulación quedó enterrado. Esto es porque alcanzar a EE.UU. suponía aceptar los valores de la competencia económica capitalista (más profundo, adoptar como propia la lógica misma de la mercancía). Este no era, por supuesto, el camino del socialismo. De modo que al plantear la cuestión de la naturaleza de clase de la industrialización soviética hay que tener en cuenta, en primer lugar, la supresión de la autonomía política de la clase trabajadora y de los demás sectores populares. Resulta paradójico que los dirigentes del bolchevismo que más bregaron por la profundización del carácter socialista de la revolución hayan sido, justamente, quienes más promovieron la adopción de la industrialización dirigida desde arriba, en la que los trabajadores fueron los convidados de piedra.

Lenin, por ejemplo, fue quien planteó con maestría la necesidad de que el partido fuera un instrumento para la educación política de las masas, para de ese modo incrementar la participación política de éstas[3]. Ahora bien, Lenin abogó por la puesta en práctica del taylorismo como medio para aumentar la productividad de la industria soviética. La pregunta que cabe hacer es: ¿Puede haber autonomía obrera en el taylorismo? Aquí Lenin fetichiza los métodos de producción, como si se tratara de herramientas neutrales y no de mecanismo que implican todo un contenido político, toda una determinada distribución del poder entre planificadores y trabajadores. Es importante tener presente, en este punto, el análisis clásico de Coriat sobre el taylorismo:

“Descomponiendo el saber obrero, «desmenuzándolo» en gestos elementales – por medio del «time and motion study» - haciéndose su dueño y poseedor, el capital efectua una «transferencia» de poder en todas las cuestiones concernientes al desarrollo y la marcha de la fabricación. Taylor hace posible la entrada masiva de los trabajadores no especializados en la producción. Con ello, el sindicalismo es derrotado en dos frentes. Pues quien progresivamente es expulsado de la fábrica, no es sólo el obrero de oficio, sino también el obrero sindicado y organizado. La entrada del «unskilled» en el taller no es sólo la entrada de un trabajador «objetivamente» menos caro, sino también la entrada de un trabajador no organizado, privado de capacidad para defender el valor de su fuerza de trabajo.” (Coriat, 1992: 30-31).

Trotsky, quien en las décadas de 1920 y 1930 emprendió la lucha más obstinada contra la burocratización del Estado soviético y el estalinismo, fue el impulsor, como vimos más arriba, de la incorporación de los métodos militares propios de la Guerra Civil a la industria.

Clausurada la vía de la expansión revolucionaria en Occidente (y esto quedó claro luego del fracaso polaco en 1920), los dirigentes bolcheviques sucumbieron a la atmósfera de la “fortaleza sitiada” y respondieron con el incremento de los métodos de coerción. El camino de la profundización de la democracia obrera no fue transitado, pues esto hubiera implicado legalizar la lucha de fracciones al interior del partido, así como también permitir la acción legal de los demás partidos de izquierda. Esto ejemplifica con claridad la relación existente entre economía y política. Una línea política basada en la dictadura del partido sobre los trabajadores tiene que desembocar, necesariamente, en la dictadura de los administradores en el interior de la empresa. Es curioso que fuera Bujarin (catalogado como “derechista” en las luchas internas de la segunda mitad de la década de 1920), el defensor de una política económica basada en la persuasión antes que en la represión.

En síntesis, puede afirmarse que la industrialización en un sentido socialista nunca se llevó a cabo en la URSS. De hecho, la posibilidad de que los trabajadores y los demás sectores populares participaran activamente en la elaboración y puesta en práctica de los planes de industrialización quedó clausurada hacia 1921, cuando se implementó la NEP. Todo el proceso posterior tiene que ser estudiado descartando de plano el carácter socialista del mismo.

Buenos Aires, 5 de noviembre de 2010

NOTAS:

[1] El lugar clásico en que es planteada esta dialéctica es el famoso prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política (1859). Allí Marx sostiene que “en la producción social de su existencia, los hombres establecen determinadas relaciones, necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a un determinado estadio evolutivo de sus fuerzas productivas materiales. La totalidad de estas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se alza un edificio jurídico y político, y a la cual corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material determina el proceso social, político e intelectual de la vida en general. (…) En un estadio determinado de su desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes o – lo cual sólo constituye una expresión jurídica de lo mismo – con las relaciones de producción dentro de las cuales se habían estado moviendo hasta ese momento. Estas relaciones se transforman de formas de desarrollo de las fuerzas productivas en ataduras de las mismas. Se inicia entonces una época de revolución social. Con la modificación del fundamento económico, todo ese edificio descomunal se trastoca con mayor o menor rapidez.” (Marx, 2000: 4-5). En este trabajo no disponemos de espacio como para comentar extensamente este pasaje. Pero si es necesario apuntar que en la concepción de Marx las fuerzas productivas son el elemento dinámico del desarrollo, es decir que, en última instancia, el proceso social está determinado por el grado de evolución de las mismas.

[2] En la Ideología alemana (1845-46), Marx y Engels conciben este desarrollo de las fuerzas productivas como el medio para superar la división del trabajo. De este modo, los seres humanos se liberarían de la sujeción a una actividad unilateral. “En efecto, a partir del momento en que comienza a dividirse el trabajo, cada cual se mueve en un determinado círculo exclusivo de actividades, que le es impuesto y del que no puede salirse; el hombre es cazador, pescador, pastor o crítico crítico, y no tiene más remedio que seguirlo siendo, si no quiere verse privado de los medios de vida; al paso que en la sociedad comunista, donde cada individuo no tiene acotado un círculo exclusivo de actividades, sino que puede desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor le parezca, la sociedad se encarga de regular la producción general, con lo que hace cabalmente posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos.” (Marx y Engels, 1985: 34). Es interesante hacer notar que en este mismo texto, Marx y Engels ponen en relación el desarrollo de la división del trabajo con la expansión del Estado. (Marx y Engels, 1985: 34-36).

[3] Esta línea de pensamiento encuentra su expresión más cabal en su obra El Estado y la revolución (1917), que no es por cierto un acercamiento demagógico a las posiciones anarquistas, como se ha afirmado algunas veces, sino que se trata de la culminación teórica de la concepción que hemos expuesto sobre el papel del partido revolucionario.

BIBLIOGRAFÍA:

Coriat, Benjamin. (1992). El taller y el cronómetro: Ensayo sobre el taylorismo, el fordismo y la producción en masa. México D. F.: Siglo XXI.

Marx, Karl y Engels, Friedrich. (1985). La ideología alemana. Buenos Aires: Ediciones Pueblos Unidos y Cartago.

Marx, Karl. (2000). Contribución a la crítica de la economía política. México D. F.: Siglo XXI.