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martes, 12 de julio de 2022

ARGUMENTOS HOBBESIANOS PARA AMAR AL LEVIATÁN O, POR LO MENOS, JUSTIFICAR SU EXISTENCIA

 

Coloso, pintura atribuida a Francisco de Goya


 "Si pudiéramos imaginar una gran multitud de individuos, 

concordes con la observancia de la justicia y de otras leyes de naturaleza, 

pero sin un poder común para mantenerlos a raya, 

podríamos suponer igualmente que todo el género humano hiciera lo mismo, 

y entonces no existiría ni sería preciso que existiera ningún gobierno civil 

o Estado, en absoluto, porque la paz existiría sin sujeción alguna."

Thomas Hobbes


En el Leviatán, la obra maestra del filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679), se encuentran algunos capítulos especialmente importantes desde el punto de vista de la ciencia de la sociedad. Ellos son el XIII, donde se describen las características del estado de naturaleza, el cual precede a la vida en sociedad, y el XVII, en el que se presentan las causas de la creación del Estado, así como la manera en que esa creación se lleva a cabo. Ambos capítulos, que por sí solos justifican la inclusión de Hobbes en cualquier antología del pensamiento político, ya fueron reseñados y comentados en este blog. Pero el trabajo quedaría incompleto si no procedemos a examinar el capítulo XVIII, que da un cierre al tema de la cuestión del surgimiento del Estado abordada en el capítulo que lo precede en la obra.

Antes de empezar es preciso contentar a los amantes de las noticias bibliográficas. Todas las citas del Leviatán fueron tomadas de la siguiente edición: Hobbes, T. (1998). [1°edición: 1651]: Leviatán o la materia, forma y poder de una república, eclesiástica y civil. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica. 618 p. (Sección de Obras de Política y Derecho). Traducción de Manuel Sánchez Sarto.


Cumplidas las formalidades, ya podemos comenzar con el análisis del capítulo XVIII, cuyo título es “De los Derechos de los Soberanos por Institución”. [1]

Hobbes inauguró una corriente de pensamiento político conocida como contractualismo, cuya característica definitoria consiste en postular un estado presocial (el famoso estado de naturaleza), del que se sale mediante la realización de un pacto o contrato (de ahí el nombre de la corriente). A Hobbes no le importa si existió históricamente el estado de naturaleza, pues éste es más que nada un recurso lógico, que permite a nuestro autor modelar los rasgos del Estado. Para ser precisos, hay que decir que en la base de la argumentación hobbesiana se encuentra la noción de naturaleza humana. O sea, la serie argumental es la siguiente: naturaleza (o esencia) humana - estado de naturaleza - contrato o pacto - Leviatán (Estado). En entradas anteriores ya desarrollamos los primeros tres puntos de la serie argumental y, además, indicamos que la nota característica del Estado es el recurso al terror para lograr la paz. Nuestro filósofo no es afecto a lo políticamente correcto y prefiere mostrarnos la desnudez del Estado.

La necesidad del Estado se deriva de la situación de guerra de todos contra todos, propia del estado de naturaleza. El mismo egoísmo que provoca la confrontación entre los seres humanos propone el remedio para superarla: surge así en cada individuo la decisión de ceder a un tercero su derecho al autogobierno. De este modo cobra vida el Leviatán, cuya potencia inflige terror a las personas y las convence de respetar las reglas que impone.

Ahora bien, el Estado utiliza el terror para imponer la paz. Con ese objetivo concentra el poder para someter a los súbditos. Por ende, existe una asimetría brutal entre el poder estatal y el poder de los ciudadanos; simplemente no hay equivalencia entre uno y otro. Pero el gran poder del Estado tiene su contracara; los súbditos pueden considerar que la asimetría mencionada les proporciona más desventajas que utilidades. 

A primera vista, salir de la guerra de todos contra todos para pasar a la opresión estatal no parece ser un buen negocio.

Hobbes resuelve el problema mediante dos argumentos. El primero involucra la cuestión de la representación y es desarrollado al comienzo del capítulo. El segundo consiste en la comparación de la vida de las personas en estado de naturaleza y la vida bajo el poder del Leviatán, y se encuentra al final del capítulo. Dado que el segundo argumento remite a los fines del Estado y que, por tanto, toca la raíz de la cuestión, es preciso comenzar por éste a los fines de la claridad de la exposición, a pesar de que proceder así implica invertir la estructura del capítulo.

Como es su costumbre, Hobbes va al hueso:

“Puede objetarse aquí que la condición de los súbditos es muy miserable, puesto que están sujetos a los caprichos y otras irregulares pasiones de aquel o aquellos cuyas manos tienen tan ilimitado poder.” (p. 150)

La objeción es plausible dada la asimetría de poder entre el Leviatán y los súbditos. Y es todavía más pertinente si se acepta la concepción hobbesiana de la naturaleza humana: los seres humanos son egoístas por naturaleza y luchan entre sí por tres motivos, a saber, competencia, desconfianza, gloria. [2] Pues, si cada individuo procura someter a los demás, ¿qué no haría uno - o varios de ellos - colocado en una posición de poder? 

Parece ser que hemos salido del terror de la guerra de todos contra todos para sumergirnos en el terror del despotismo estatal.

Hobbes responde al problema de la asimetría Estado-súbdito mediante otra asimetría: el terror de la guerra de todos contra todos frente al terror estatal. El primero es la peor situación imaginable para los seres humanos, pues “existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve” (p. 103). En el estado de naturaleza impera “esa disoluta condición de los hombres desenfrenados, sin sujeción a leyes y a un poder coercitivo que trabe sus manos, apartándoles de la rapiña y de la venganza” (p. 150). Ese estado puede compararse a “la miseria y calamidades que acompañan a una guerra civil” (p. 150). 

Todos estos horrores son consecuencia de la ausencia de un “poder coercitivo” que ponga freno a la acción de las pasiones propias de la naturaleza humana.

Nuestro filósofo es taxativo:

“Las leyes de naturaleza (...) [en suma, la ley que dice haz a los otros lo que quieras que otros hagan para tí] son, por sí mismas, cuando no existe el temor a un determinado poder que motive su observancia, contrarias a nuestras pasiones, las cuales nos inducen a la parcialidad, al orgullo, a la venganza y a cosas semejantes. Los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza para proteger al hombre, en modo alguno.” (p. 137)

Por todo esto, el terror de la guerra de todos contra todos es inconmensurable. En consecuencia, el terror que impone el Leviatán es necesario, pues sin la existencia de un poder coercitivo la vida humana no es otra cosa que miedo e incertidumbre. 

El poder estatal provoca “incomodidades” a las personas, pero son insignificantes frente a los efectos de la guerra de todos contra todos. Este es, palabras más palabras menos, el argumento hobbesiano.

La historia nos enseña las atrocidades cometidas por los Estados. Está fuera de discusión la inigualable capacidad estatal para infligir daño y provocar sufrimiento. Pero Hobbes nos propone ampliar la perspectiva e indagar las causas de la existencia del Estado, pues el Leviatán existe con independencia de lo que pensemos de él. Su razonamiento es sencillo, pero apunta al núcleo de la cuestión: la necesidad de reglas para vivir en sociedad y, derivada de ella, la necesidad de un poder que haga cumplir esas reglas.

Tal como se indicó más arriba, Hobbes desarrolla otro argumento para resolver el problema de la justificación del Estado. Según esta otra argumentación, el Leviatán es instituido por la voluntad de cada uno de los individuos, expresada en el pacto. No es una imposición; su institución expresa la autonomía del individuo. Si bien Hobbes apenas menciona al pueblo (algo lógico, puesto que su postura es individualista metodológica), puede afirmarse que el Leviatán surge de la voluntad popular (entendida aquí como la agregación de cada uno de los individuos que firma el pacto). [3] Por ende, cada una de las leyes establecidas por el Estado debe ser considerada como la expresión de la voluntad de cada individuo pactante.

“Cada uno de ellos, tanto los que han votado en pro como los que han votado en contra [de la creación del Leviatán], debe autorizar todas las acciones y juicios de ese hombre o asamblea de hombres, lo mismo que si fueran suyos propios, al objeto de vivir apaciblemente entre sí y de ser protegidos contra otros hombres.” (p. 142)

El terror de que se sirve el Estado para imponer la paz es, por tanto, la manifestación de las voluntades de los individuos. Esta es una diferencia radical respecto a la situación del estado de naturaleza.

Hobbes profundiza el camino abierto por Maquiavelo (1469-1527) en El príncipe [4]. El pueblo es la fuente de la soberanía; el Leviatán es la representación del pueblo. Por esto el terror estatal expresa la voluntad del pueblo de poner fin a la guerra de todos contra todos.

Los dos argumentos que acabamos de exponer le sirven a Hobbes para justificar la necesidad del Estado. Ellos no agotan la variedad de temas desarrollados en el capítulo XVIII, pues allí se abordan dos cuestiones más: i) la soberanía y la representación; ii) los derechos y atributos del Estado. Pero aquí termina la ficha. Ya habrá oportunidad para tratar ambas cuestiones.

 

Villa del Parque, martes 12 de julio de 2022


NOTAS

[1] Se encuentra en pp. 142-150 de la edición mencionada.

[2] Hobbes escribió en el capítulo XIII: “Así hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de discordia. Primera, la competencia; segunda, la desconfianza; tercera, la gloria.” (p. 102).

[3] El pasaje clave es el siguiente: “De esta institución de un Estado derivan todos los derechos y facultades de aquel o de aquellos a quienes se confiere el poder soberano por el consentimiento del pueblo reunido.” (p. 142)

[4] Ver al respecto el capítulo 9 de El príncipe.



lunes, 31 de enero de 2022

SAINT-SIMON Y EL SURGIMIENTO DE LA SOCIOLOGÍA



 “La crisis en que se hallan comprometidas Inglaterra y Francia a la vez, 

acabará con el completo abandono del sistema feudal y 

el establecimiento exclusivo del sistema industrial.”

Saint-Simon, Catecismo político de los industriales (1823)

 

El profesor Irving Zeitlin es autor de un libro clásico sobre la historia de la sociología: Ideology and the Development of Sociological Theory (Englewood Cliffs: Prentince-Hall, 1968). Esta obra se caracteriza, entre otras cosas, por dedicarle un espacio considerable a los precursores de la moderna teoría sociológica, es decir, los autores que comenzaron a diferenciarse de la filosofía política y a elaborar un cuerpo teórico cuyo núcleo era el análisis del capitalismo, esa nueva forma de organización social que estaba reemplazando al feudalismo.

Entre los precursores ocupa un lugar destacado Claude-Henri de Rouvroy, conde Saint-Simon (1760-1825). Zeitlin dedica el capítulo 6 de la obra a presentar los lineamientos principales de la teoría social de Saint-Simon. Esta ficha es un resumen de dicho capítulo, con comentarios propios y agregados varios.

Saint-Simon constituye un caso singular, pues ha sido considerado uno de los padres de la sociología, uno de los primeros defensores del industrialismo y de la tecnocracia y, como si esto fuera poco, uno de los creadores de la teoría socialista. Tal variedad de caracterizaciones, cada una de las cuales contiene algo de verdad, es consecuencia de la época histórica en la que vivió Saint-Simon, y de la manera peculiar en la que éste interpretó las características de esa época; Saint-Simon vivió una era de transición y fue plenamente consciente de ello; esa conciencia le permitió construir una obra compleja, plagada de ideas fructíferas y de errores grandiosos.

Al hablar de transición nos referimos al largo pasaje del feudalismo al capitalismo. No es posible esbozar aquí los rasgos principales de dicha transición; basta con señalar que abarcó todos los aspectos de la cultura, desde la economía y la política hasta las costumbres cotidianas y las ideología. Saint-Simon experimentó de manera más o menos directa dos sucesos fundamentales de esa transición: la Revolución industrial inglesa, iniciada hacia 1770 y que permitió el despegue definitivo del capitalismo; y la Revolución Francesa de 1789, cuyas consecuencias inmediatas fueron el final de la monarquía y de la nobleza feudales. [1] Para un observador situado en 1800 y que abarcase con su mirada la realidad mundial, estaba claro que ambas revoluciones habían acelerado procesos anteriores, así como también iniciado otros nuevos, cuyo impacto se concretaría en los siglos XIX y XX. Saint-Simon es un ejemplo de este tipo de observador.

Los efectos de la Revolución Francesa fueron más notorios en lo inmediato, dada la índole de la misma. La ejecución de Luis XVI (1793) y la acción de las masas parisinas en las calles horrorizaron a los conservadores de todo pelaje; el orden, entendido como la sumisión incondicional de los pobres hacia sus superiores “naturales”, había sido trastocado; las cosas parecían marchar hacia la hecatombe, en la que la propiedad privada y la jerarquía social sería arrasadas por las masas sedientas de venganza. 

La sociología se originó en este caldo de transformaciones económicas, revoluciones políticas, irrupción de las masas y temores de las clases dominantes. Por ello, no es de extrañarse que una parte de los autores que ejercieron influencia en la nueva disciplina hayan adherido a posiciones conservadoras respecto a la Revolución Francesa y a los cambios económicos. Así, Louis de Bonald (1754-1840) y Joseph de Maistre (1754-1821) criticaron el individualismo y la filosofía de la Ilustración desde una perspectiva centrada en la admiración por los “buenos” viejos tiempos medievales, en los que imperaba la autoridad terrenal del señor feudal y la autoridad celestial de la Iglesia. [2] Sin embargo, no todos los conservadores proponían una vuelta a la Edad Media. Auguste Comte (1798-1857), señalado por muchos como el “padre” de la sociología, 

“era conservador en un sentido diferente que Bonald y Maistre. Comte no quería conservar el statu quo ante, sino el statu quo, esto es, la sociedad de clase media que entonces estaba emergiendo y consolidándose. La llamada filosofía positiva de Comte era un repudio explícito de la filosofía “negativa” del Iluminismo y de la Revolución. Comte quería conservar el ≪es≫. Cada etapa del desarrollo evolutivo de la sociedad, según él, es necesaria y perfecta. Sentía gran respeto por el orden fáctico existente, que no debía ser trascendido o negado en ninguna circunstancia.” (p. 70)

Saint-Simon, a pesar de sus críticas a la Revolución Francesa, no adhirió a las concepciones conservadoras. Comprendió que el orden surgido de la Revolución de 1789 estaba plagado de contradicciones y que la superación de las mismas debía darse en el marco de una teoría y una política enfocadas en el futuro, no en el pasado. Por estas razones supo leer mejor la transición de un modo más fructífero que su discípulo Comte.

“La filosofía de Saint-Simon (...) que originó prácticamente todas las ideas de Comte y que fue plagiada por este en forma desconsiderada, era una crítica del statu quo, al menos en algunos aspectos limitados. Esta es la razón por la cual a veces se ha considerado a Saint-Simon como uno de los precursores del socialismo.” (p. 70) [3]

El profesor Zeitlin enfatiza una y otra vez la importancia de las contribuciones (así, en plural) de Saint-Simon a las ciencias sociales:

“Los eruditos han demostrado en forma cabal que Saint-Simon desarrolló antes de 1814 todas las ideas importantes que posteriormente Thierry y Comte reclamaron como propias. Estas ideas - el positivismo, el industrialismo, el internacionalismo y una ≪nueva religión≫ - y la originalidad con que las abordó lo convierte, pues, en uno de los pensadores sociales más importantes del siglo XIX.” (p. 71).

En la primera parte del capítulo, Zeitlin presenta a grandes rasgos la teoría de Saint-Simon; luego, dedica sendos apartados a la concepción evolucionista de la historia y a la cuestión de la religión.

Nota bibliográfica:

Para la redacción de esta ficha utilicé la traducción española de Néstor A. Míguez: Ideología y teoría sociológica. Buenos Aires: Amorrortu. (pp. 70-84).

Abreviaturas:

RF = Revolución Francesa de 1789 / RI = Revolución Industrial


Saint-Simon construyó su teoría de la sociedad a partir de una toma de posición respecto a la respuesta conservadora ante la RF:

“Si bien Saint-Simon admiraba la unidad social de la Edad Media tanto como Bonald, reconocía también que no había manera de volver atrás, con lo cual se separaba de los teóricos del resurgimiento católico. La nueva unidad social debía basarse en una nueva unidad en el dominio del pensamiento, de los principales intelectuales.” (p. 72)

La convicción saintsimoniana de la imposibilidad de volver al pasado se sustentaba en una concepción etapista de la historia (luego retomada casi al pie de la letra por Comte  en su conocida teoría de los tres estados): 

“El conocimiento humano había pasado por tres etapas de desarrollo: de la teología a la metafísica y de esta a la científica. El estudio de la conducta humana, al que Saint-Simon llamaba ≪fisiología social≫, debía convertirse en una ciencia positiva, del mismo modo que el estudio de los fenómenos físicos se había hecho científico. Así, el conocimiento científico ocupará el lugar del dogma religioso, y los hombres de ciencia  e industriales serán la nueva élite ≪natural≫ que reemplazará a los líderes de la sociedad medieval, el clero y la nobleza.” (p. 72)

Los esfuerzos de los conservadores por restaurar el statu quo previo a 1789 eran inútiles, pues la RF expresaba una tendencia histórica, un momento necesario en el desarrollo de la humanidad. Saint-Simon pensaba que la nueva etapa estaba signada por el dominio del pensamiento científico.

“Una nueva élite internacional científico-industrial sustituiría a la vieja élite cultivada y educada de la Edad Media. La ciencia debía cumplir en el nuevo orden la misma función que la religión en el viejo. ¿Cómo? Por medio del positivismo, o sea la aplicación de los principios científicos a todos los fenómenos naturales y humanos.” (p. 72).

La afirmación de la preeminencia de la ciencia en el terreno de la teoría de la sociedad venía a cerrar el largo período en el que dicha teoría estuvo encerrada en los marcos de la filosofía política, cuyo rasgo más significativo era el reconocimiento de la centralidad de la naturaleza humana como factor explicativo de las acciones de las personas. Saint-Simon se propuso realizar en el terreno de la teoría social una revolución semejante a la producida en las ciencias naturales a partir del siglo XVI. La filosofía positivista tenía el objetivo de sentar las bases para el desarrollo del pensamiento científico en el estudio de la sociedad y del Estado. Pero Saint-Simon pensaba que esa transformación debía tener su correlato en el terreno de la política.

“En el cuadro saint-simoniano de la sociedad futura es esencial tanto una élite espiritual como una temporal; la primera está constituida por hombres de ciencia y la segunda por industriales y otros propietarios ≪productivos≫. Se trata de una sociedad autoritaria, en la que una élite científico-tecnológica dominará juntamente con los propietarios.” (p. 73)

En este punto se produce la confluencia entre Saint-Simon y los conservadores: ambos temían la irrupción de las masas en la escena política y querían mantener la jerarquía social. Pero Saint-Simon era más realista en términos políticos y comprendía que las condiciones sociales se habían modificado de manera irreversible. Por eso puso a los industriales en la cima de la nueva organización social surgida de la RF. La sociedad burguesa había llegado para quedarse y había que reconocer a la nueva clase dominante. 

“La estructura de la nueva sociedad sigue siendo esencialmente la misma: la ciencia sustituye a la religión como principal fuerza cohesiva de la sociedad y cada élite del viejo sistema es suplantada por una nueva, los científicos por los sacerdotes y los industriales por los señores feudales. El conflicto entre los que tienen y los desposeídos continuará, pero los primeros podrán ahora recuperar el control sobre los segundos. En efecto, Saint-Simon implora a las clases poseedoras que se unan a los grupos más ilustrados de la sociedad, los intelectuales. Tal unión engendrará un orden que sea estable en el cual podrá recuperarse el control sobre los desposeídos, impidiéndose así la revolución.” (pp. 73-74)

En la teoría de Saint-Simon, el capital y la ciencia van juntos. Esta unidad expresa  la consolidación del nuevo orden capitalista. Pero Saint-Simon es consciente de la existencia de contradicciones en ese nuevo orden, siendo la principal de ellas la existente entre propietarios y no propietarios. Su énfasis en la necesidad de la unidad de la clase dominante es parte de esa preocupación por el conflicto social.

Saint-Simon analizó la estructura social emergente de las dos revoluciones:

“Tanto en sus primeras obras como en las posteriores, la estructura de cada sociedad nacional es la misma: hay ≪productores≫ y ≪ociosos≫. En la clase ≪productiva≫, Saint-Simon agrupaba a los banqueros, los industriales, los científicos, los administradores y los obreros manuales, en la suposición de que todos ellos tienen intereses comunes. (...) Además, en su esquema de la ≪nueva≫ sociedad, Saint-Simon dejó intacta la estructura de clase y, por ende, la institución de la propiedad privada; el único cambio que propugna es la compensación a los aparceros por el mejoramiento de las tierras que trabajen. La igualdad, según creía, es una idea extraña que no tiene cabida en la civilización europea.” (p. 75)

En este punto se observa cómo la teoría de Saint-Simon se encuentra próxima a las ideas de los conservadores, pues la reivindicación de la jerarquía y el rechazo de la noción de igualdad poseen un aire precapitalista, que calza mal con las relaciones sociales capitalistas. 

Otro punto de divergencia respecto al capitalismo reside en las concepciones económicas de Saint-Simon:

“En los primeros años de su labor intelectual (1815-21), las ideas de Saint-Simon en materia económica se alinean claramente en la concepción del laissez-faire. Pero difiere de los economistas clásicos en varios puntos importantes. No ve la producción como un fin en sí mismo, sino como un medio para mejorar las condiciones de vida; y en la sociedad jerárquica y orgánica que propone esto es posible sólo mediante la planificación racional de la producción. (...) También discrepa de la suposición de los economistas clásicos en el sentido de que la busca del bienestar individual conducirá automáticamente al bien general.” (p. 75)

El énfasis en la necesidad de la planificación de la economía hizo que se lo considerara uno de los precursores del socialismo moderno. Sin embargo, cabe señalar que dicho énfasis no implica per se una ruptura con el capitalismo, pues en esta forma de organización social la competencia entre los empresarios (y con otros países) genera dificultades cuya solución requiere de la acción de un capitalista colectivo (el Estado), entre cuyas funciones se encuentra, precisamente, la de elaborar algún tipo de planificación de la economía que mitigue los efectos de la competencia.

Saint-Simon pensaba que no bastaba con la planificación para resolver los conflictos inherentes a la organización capitalista de la sociedad. Era necesario algo más:

“El egoísmo sin medida de los ricos y la rebeldía irrefrenable de los pobres, tendrán efectos desorganizadores en ausencia de una ética mundana de algún género; la nueva sociedad necesitará, pues, un equivalente secular de la religión.” (p. 75-76)

En la inevitable transición del feudalismo al capitalismo las ideas juegan un papel primordial, pues ellas son el fundamento de todo el orden social: 

“Para resumir, el conocimiento es, según Saint-Simon, el factor subyacente y sustentador de una sociedad; un sistema social es la aplicación de un sistema de ideas. El desarrollo histórico del conocimiento, o de la ciencia, fue una causa fundamental de la transformación de la sociedad europea.” (p. 77).

En línea con esta concepción, Saint-Simon advirtió sobre la carencia de una ciencia de la sociedad, que fuera el equivalente de la física en el ámbito de la naturaleza:

“Si bien existen ya muchas ciencias, falta la más importante: la ciencia del hombre. Esta es la única ciencia que puede reconciliar los intereses de clases y, por ende, ser el fundamento de una sociedad orgánica unida. La ciencia del hombre debe tomar como modelo a las otras ciencias de la naturaleza, pues el hombre es, a fin de cuentas, parte de la naturaleza.” (p. 77)

Zeitlin cierra el capítulo con dos apartados: el primero está dedicado a la concepción evolucionista de la historia (pp. 78-80) y el último a la relación entre internacionalismo y religión (pp. 80-84). Por razones de espacio omito aquí la consideración de estos temas.


Villa del Parque, lunes 31 de enero de 2022


NOTAS

[1] Respecto a la actitud de Saint-Simon sobre la RF, el profesor Zeitlin escribe: “En cuanto a la Revolución Francesa tuvo una actitud ambivalente (...), como él mismo lo señala en su autobiografía de 1808: ≪No quise tomar parte en ella porque, por un lado, estaba convencido de que el antiguo régimen no podía perdurar, y por el otro sentía antipatía hacia la destrucción.≫ Documentos del período revolucionario revelan, sin embargo, que fue un adepto de la Revolución más entusiasta de lo que admitió posteriormente. Por ejemplo, renunció a su título aristocrático, preparó el cahier [cuaderno de exigencias y reclamos] de su cantón local para los Estados Generales y presidió la primera reunión de su comuna. Además, en 1793 se le otorgaron dos certificados de civisme [buena ciudadanía] y en otoño del mismo año actuó en hébertist [los hebertistas] y otros círculos radicales de París. Las ideas de Saint-Simon mantuvieron hasta el fin elementos del pensamiento iluminista y revolucionario, pero fusionados, como veremos, con elementos románticos y conservadores.” (p. 71).

[2] Zeitlin dedica el capítulo 5 de su obra al análisis de las concepciones de Bonald y Maistre (pp. 56-69).

[3] Para un resumen de las contribuciones de Saint-Simon al socialismo puede consultarse: Cole, G. D. H. (1980). Historia del pensamiento socialista: 1. Los precursores. México D. F.: Fondo de Cultura Económica. El capítulo IV (pp. 44-57) está dedicado a Saint-Simon. También es recomendable la obra del historiador argentino Hernán Díaz: De Saint-Simon a Marx: Los orígenes del socialismo en Francia. Buenos Aires: Biblos, 2021.

sábado, 9 de octubre de 2021

CLÁSICOS RIOPLATENSES: VILLANUEVA, "EL ORIGEN DE LA INDUSTRIALIZACIÓN ARGENTINA" (1972)


Puente de Barracas, Benito Quinquela Martín


Uno de los rasgos distintivos de la formación social argentina es el carácter temprano de su industrialización, si se la compara con el resto de América Latina; ella permite comprender el peso de la clase obrera en la vida política del país. Esto es ampliamente reconocido por los científicos sociales; sin embargo, no existe acuerdo respecto a la datación del desarrollo industrial. En años recientes, varios historiadores revisaron la teoría tradicional, que situaba el comienzo del desarrollo industrial en la década de 1930. Hay antecedentes de esta revisión: uno de ellos es el artículo de Javier Villanueva, “El origen de la industrialización argentina”, publicado en la revista Desarrollo Económico. [1]

Villanueva se propuso discutir algunos aspectos fundamentales de la versión “olímpica” de la génesis de la industria; la denomina así porque observa los hechos desde las alturas, perdiendo de vista los detalles en los que se encuentran las claves para entender el proceso. La resume así: 

“Como resultado de las dificultades para exportar (e importar bienes y capitales) emergentes de la Gran Depresión, mejoraron los precios relativos de los productos manufacturados localmente en nuestros países. Con el apoyo de una política económica destinada a mantener el nivel de la demanda interna, la rentabilidad de la industria local resultó acrecentada con relación al tradicional sector agroexportador. La consecuencia de este cambio en las posiciones relativas entre ambos sectores dio origen a una transferencia interna de recursos a favor de los bienes importables. [La cual] permitió el crecimiento de la industria local a niveles no conocidos hasta entonces. La depresión, a través del mecanismo descripto, había (...) logrado producir una ruptura en la tendencia anterior en materia de crecimiento industrial.” (p. 451)

La versión olímpica se basa en : a) efecto reajuste, entendido como mayor utilización de la capacidad industrial preexistente; b) efecto transferencia, consistente en la ampliación de la capacidad de producción manufacturera por reorientación de los recursos locales.

La existencia de capacidad industrial ociosa a principio de los años ‘30 nos pone sobreaviso: ya había industria en Argentina antes de esa fecha. Villanueva indica que el fenómeno de la expansión industrial en esa década debe ubicarse “dentro de un proceso de evolución que arranca desde muchos años antes de la década de la Depresión mundial” (p. 454) Para fundamentarlo compara distintos indicadores: 

  • La tasa de crecimiento industrial fue igual o mayor en 1911-1929 que en el período 1929-1939. En la década de 1930 no hubo una clara discontinuidad con el pasado. 

  • La participación porcentual de la industria en la producción total del país tampoco muestra cambios abruptos entre los dos períodos.

  • La composición del producto manufacturero muestra que en los años ‘30 se produjo cierto despegue en productos metálicos y, sobre todo, en textiles.

  • La comparación de establecimientos industriales según fecha de fundación (fuente: Censos Industriales de 1935 y 1946) muestra que en 1935 el 78 % de la producción industrial se realizaba en establecimientos fundados antes de 1930, número que cae al 60 % en 1946.

  • Respecto a la inversión: la inversión bruta fija en el sector manufacturero tuvo tres picos máximos: 1913, 1929-1930 y 1937. La tasa de inversión más elevada en el sector industrial se dio en 1923-1929, en tanto que la inversión en equipo y maquinaria industrial alcanzó su pico en 1924-1930 (cifra no superada hasta la SGM). En 1930 se verificó el pico en inversiones en construcciones, que no volvió a darse hasta 1946.

El autor concluye que es preciso modificar nuestra imagen del proceso de industrialización argentino. Se trató de una expansión paulatina, que fue generando cambios importantes dentro de la estructura industrial. Para la comprensión del proceso hay que poner la lupa en los cambios en la composición de la producción industrial. Aquí jugó un rol central el aumento de la inversión, y esto obliga a poner la mirada en la década de 1920, en la se produjo la confluencia de dos factores: por un lado, la oleada de inversiones de empresas internacionales (sobre todo norteamericanas), que introdujeron nuevos bienes y nuevas formas de producción y organización; por otro, la política del presidente Alvear, quien en su discurso inaugural en 1923 se distanció de la interpretación tradicional de la industrialización (que postulaba que había que utilizar materias primas locales) y apoyó el desarrollo de industrias que usaran materias primas extranjeras. El gobierno alvearista promovió una mejora en la protección aduanera a la industria. Como resultado de todo esto comenzaron a producirse localmente caucho, artefactos eléctricos, subproductos del petróleo, etc.

La radicación de empresas extranjeras, tecnológicamente avanzadas y que detentaban posiciones oligopólicas en sus países de origen, requirió dos condiciones: a) seguridad del mercado local en vías de expansión a través de protección tarifaria adecuada; b) preservación de los derechos de exclusividad sobre tecnologías y marcas por la vía de las patentes. 

En la década de 1920 Argentina importaba de Gran Bretaña bienes terminados; las nuevas empresas importaban equipos, partes, materias primas y patentes. La Gran Depresión cortó este circuito: las divisas se volvieron escasas; las empresas inglesas y norteamericanas compitieron por ellas. El Pacto Roca-Runciman (1933) benefició a GB, al establecer una política comercial de neto corte bilateral; se instauró el control de cambios y las divisas disponibles se destinaron al intercambio financiero y de bienes entre Argentina y GB.

Las empresas norteamericanas (y de otras naciones) respondieron por medio de la instalación local de sus firmas. Entre 1936-1938 se produjo el crecimiento de la IED. El control de cambios generó barreras a las importaciones (importar era más caro que producir localmente); sin embargo, el gobierno siguió promoviendo la instalación de nuevas empresas, pues ello estimulaba el empleo industrial. La prioridad en el uso de divisas era proveer los insumos necesarios para la industria. Las empresas norteamericanas aprovecharon la situación y se instalaron en el país (sobre todo en el rubro textil). 

En síntesis, la estrategia adoptada por Argentina en 1933 constaba de dos patas complementarias: a) mantenimiento de las relaciones con GB y el equilibrio de poderes interno (ganaderos); b) estímulo del empleo industrial y la IED.


Villa del Parque, sábado 9 de octubre de 2021



Abreviaturas

GB = Gran Bretaña / IED = Inversión extranjera directa / SGM = Segunda Guerra Mundial

Notas

[1] Villanueva, J. (1972). El origen de la industrialización argentina. Desarrollo Económico, 12, (47), pp. 451-476.