Emir Sader, influyente
intelectual brasileño, publica un artículo en la edición del 29 de enero del matutino porteño PÁGINA/12 en el que
proclama el fracaso de la “ultraizquierda” en América Latina. La pretensión del
autor es desmesurada, habida cuenta la vaguedad de su texto y su escasa
extensión. Sin embargo, es preciso someterlo a discusión debido a que Sader
presenta algunas de las tesis centrales del “progresismo” latinoamericano.
El “progresista”, más allá
de diferencias menores derivadas de la situación política concreta de cada
país, parte del supuesto de que el límite de toda acción política es el
capitalismo. Nadie puede “sacar los pies del plato” de esta forma de
organización social. En esto se diferencia del “reformista” en sentido clásico,
quien pensaba que era posible reformar al capitalismo (ya sea a través de
elecciones o por medio de la acción sindical) para llegar al socialismo. El
progresista no toma en serio la posibilidad de otra forma de sociedad.
Considera que es factible modificar tal o cual cuestión (por ejemplo, ampliar
los derechos de las minorías sexuales, poner coto a la acción de los monopolios
en los medios de comunicación, etc.), pero jamás se le pasa por la cabeza cuestionar
al sistema capitalista.
No se trata de una mera
opción ideológica. Es imposible comprender el auge del progresismo
latinoamericano en la primera década del siglo XXI si no se tiene en cuenta el
desarrollo de las clases medias. En este sentido, las raíces materiales del
progresismo se encuentran en el “neoliberalismo” de los ´90, que permitió la
expansión de dichas clases medias y las acostumbró a un modo de vida centrado
en el individualismo. Es por esto que el progresista promedio manifiesta una
profunda aversión hacia el movimiento obrero y tiende a buscar el
enriquecimiento personal sin demasiados escrúpulos.
Como indicamos, Sader
presenta en su artículo varios de los temas centrales del progresismo.
En primer lugar, el
progresismo se atribuye a sí mismo el lugar de la izquierda en las sociedades
latinoamericanas. El uso del término “izquierda” es significativo en sí mismo,
pues no implica ninguna definición sustantiva, más allá de su carácter
relacional (se está a la izquierda de la derecha). Hablar de izquierda y no de
socialismo, por ejemplo, resulta útil pues permite dejar de lado cuestiones
espinosas como la propiedad privada de los medios de producción, la lucha de
clases, el carácter de clase del Estado, etc. De este modo, Sader borra del
mapa el antagonismo entre capital y trabajo, central en el pensamiento
socialista, y lo reemplaza por la confrontación entre “neoliberalismo” y la
“izquierda realmente existente” (Evo, Lula, Correa, Cristina Kirchner).
En segundo lugar, y puesto
que la disputa política en América Latina se da entre dicha “izquierda” y la
“restauración conservadora”, todo cuestionamiento al capitalismo queda
confinado al rubro de “ultraizquierda”. Como en el caso de la palabra “izquierda”,
el uso del término “ultraizquierda” constituye en sí mismo una operación
política-ideológica. La “ultra” es definida por su posición respecto a la “izquierda
realmente existente” y es caracterizada como un pensamiento dogmático, alejado
de la realidad, incapaz de influir sobre ésta y reducido al lugar de la crítica
constante e ineficaz. Esta operación (por cierto, casi tan vieja como el mundo)
le permite a Sader evitar cualquier referencia a temas espinosos, tales como la
propiedad privada de los medios de producción, la lucha de clases, el carácter
clasista del Estado, etc. Como no puede modificar la realidad, el “progresista”
hace del lenguaje su campo de batalla.
En tercer lugar, luego de
haber sacado del escenario a la “ultraizquierda”, Sader puede cantar los logros
de los gobiernos de “izquierda”. Así, habla vagamente de “extraordinarias
transformaciones sociales”. Sin embargo, y a la hora de los bifes, sólo atina a
mencionar “el fortalecimiento y expansión de los
procesos de integración regional, del Mercosur a la Celac, pasando por Unasur,
de forma independiente respecto a Estados Unidos.” No es necesario decir
que ninguno de dichos logros modificó la relación entre capital y trabajo, base
del orden social en América Latina. Pero al progresista esto no le importa,
porque su condición social lo ubica lejos de los problemas cotidianos de los
trabajadores. Por el contrario, las transformaciones emprendidas por la
burguesía latinoamericana luego de la crisis del neoliberalismo permitieron
adaptar la acumulación de capital a condiciones internacionales de alza de los
precios de las materias primas y de los commodities.
Por último,
Sader plantea la relación entre “neoliberalismo”, “izquierda” y “ultraizquierda”
en términos exclusivamente ideológicos. En este sentido, el artículo resulta más
interesante por lo que omite que por lo que dice. Su lectura muestra una vez
más el progresismo latinoamericano acepta sin chistar las reglas de juego del
capitalismo y que ha renunciado a todo intento de explicar las contradicciones
sociales a partir del examen del proceso de producción y de las relaciones
entre las clases.
Villa del
Parque, viernes 29 de enero de 2016