Ya hemos visto en las notas anteriores que Borón sostiene que democracia y
mercado son incompatibles. Los gobiernos neoliberales de la década del ’90
expresaron dicha incompatibilidad recortando al máximo las instancias propias
del “capitalismo democrático”. El debilitamiento de los Estados y su subordinación
a las ETN son los indicadores más crudos de esta tendencia. Este es, palabras
más, palabras menos, el núcleo del argumento defendido por Borón.
“La soberanía popular que se expresa en un régimen democrático debe
necesariamente encarnarse en un estado nacional (…) ¿Cuál es el drama de la de
nuestra época? Que los estados, especialmente en la periferia capitalista, han
sido conscientemente debilitados, cuando no salvajemente desangrados, por las
políticas neoliberales a los efectos de favorecer el predominio sin contrapesos
de los intereses de las grandes empresas. Como consecuencia de lo anterior los
estados latinoamericanos se convirtieron en verdaderos «tigres de papel»
incapaces de disciplinar a los grandes actores económicos y, mucho menos, de
velar por la provisión de los bienes públicos que constituyen el núcleo de una
concepción de la ciudadanía adecuada a las exigencias de fin de siglo.” (p.
124).
¿Cómo es posible hablar de soberanía popular en un sentido fuerte si la
sociedad es capitalista? El capitalismo supone la explotación y el sometimiento
de los trabajadores. Ambos se verifican en el proceso de producción. Soberanía
popular implica (si la expresión quiere decir algo) que el pueblo decide de
manera autónoma sobre su propio destino; más claro, significa que cada persona
tiene autonomía para tomar las decisiones que atañen a su existencia. Autonomía
equivale a control sobre las condiciones materiales que la hacen posible. Un
trabajador que pasa su vida pensando en como hacer para llegar a fin de mes
carece de control sobre sus condiciones de existencia. ¿Cómo puede, entonces,
ser soberano? Por más que el progresismo de vueltas en torno a esta cuestión,
la falta de autonomía no se transmuta en soberanía.
Ahora bien, Borón sostiene su argumento tomando como punto de partida la
escisión entre economía y política. Todas sus disquisiciones y elucubraciones
acerca de las diferencias entre mercado y democracia se apoyan en la supuesta
separación entre las mencionadas esferas de la sociedad, escisión que se da
bajo el capitalismo. A nuestro juicio, todas las limitaciones del progresismo
se derivan de la incomprensión de la relación entre economía y política. Borón
puede contraponer la democracia y la soberanía popular al mercado porque
considera que economía y políticas son compartimentos separados, y que una
puede imponerse sobre la otra a partir de una determinada relación de fuerzas;
así, en el neoliberalismo, la economía dicta su mandato a la política; así, en
el capitalismo “democrático” de la segunda posguerra, la política sometió a la
economía. Es, por cierto, una forma de pensar no dialéctica.
La relación entre economía y política puede ser abordada adecuadamente si
se considera que ambas esferas de actividad sólo son separables con fines analíticos.
Economía y política son dos aspectos de una misma totalidad, que es la sociedad
capitalista. En este sentido, mercado y democracia, para usar los términos
empleados por Borón, son las dos caras de la misma moneda. Considerarlos como
esferas antagónicas implica «comprar» la explicación que el capitalismo da de
sí mismo. Además, desde un punto de vista práctico, significa negar el hecho de
que existe una democracia capitalista que es perfectamente funcional a la
explotación de la fuerza de trabajo. En la década del ’90 el neoliberalismo
latinoamericano coexistió sin grandes sobresaltos con un abanico de gobiernos
democráticos. La incompatibilidad planteada por Borón no se manifestó en el
terreno de lo real.
Lejos de la incompatibilidad pregonada por Borón, el capitalismo requiere
de una democracia (capitalista) para legitimar la explotación de la fuerza de
trabajo. A diferencia de otras formas de organización social, en las que la
violencia jugaba un papel central en la apropiación del excedente por la clase
dominante, el capitalismo se basa en la apropiación de la plusvalía generada
por trabajadores libres. Los
productores directos son sujetos jurídicos iguales a los patrones. Marx expresó
esta situación aludiendo a “la doble liberación” de los trabajadores bajo el
capitalismo; el obrero es “libre” de la propiedad de los medios de producción,
pero al mismo tiempo se ha visto liberado de toda forma de dependencia personal
(esclavitud, servidumbre, etc.). Es esta “doble liberación” la que genera la posibilidad
misma de la democracia capitalista. La igualdad jurídica en el mercado
(derivada de la igualación de las mercancías en tanto productos del trabajo
humano abstracto) requiere de la figura del ciudadano. El capital, cuya
dominación adquiere la forma de dictadura en la fábrica a partir de la
propiedad privada de los medios de producción, necesita de la ciudadanía y de
lo público para esconder su dictadura, para presentarla como el resultado del
libre consentimiento de las partes en el contrato. En el capitalismo no hay
explotación si los trabajadores son libres; dicho con otras palabras, la
legitimidad de la dictadura es producto de la libertad del trabajador. Esta
libertad entra en contradicción con un estado que únicamente otorgue la
ciudadanía a grupos privilegiados. ¿Cómo
legitimar la dictadura en el proceso de trabajo si la esfera política es
también una dictadura? La dictadura requiere de la democracia, de la forma
capitalista de democracia. A su vez, la ciudadanía, para dejar de ser una mera
abstracción, requiere de la presencia de su contrario (la ausencia de
derechos), porque así puede adquirir legitimidad. Las reflexiones de Borón
sobre el papel del Estado permiten explicar este último punto.
De la crítica de Borón al neoliberalismo se desprende que una de sus
características de éste es la pérdida de peso del Estado en los países
dependientes. Sin entrar a discutir la pertinencia de esta caracterización,
cabe decir que concibe al Estado como independiente o autónomo respecto a la
lógica del capital, puesto que Borón dice que su papel es “disciplinar a los
grandes actores económicos” (p. 124).
Borón lamenta el debilitamiento del Estado y sostiene en varios pasajes del
artículo que la salida del neoliberalismo pasa por la recuperación de la
capacidad de regulación del Estado sobre la economía. Para no multiplicar las
citas textuales, basta con reproducir el siguiente pasaje:
“…la fenomenal desproporción entre estados y megacorporaciones constituye
una amenaza formidable al futuro de la democracia en nuestros países. Para
enfrentarla es preciso, (a) construir nuevas alianzas sociales que permitan una
drástica reorientación de las políticas gubernamentales y, por otro lado, (b)
diseñar y poner en marcha esquemas de cooperación e integración supranacional
que hagan posible contraponer una renovada fortaleza de los espacios públicos
democráticamente constituidos al poderío gigantesco de las empresas
transnacionales.” (p. 125).
O sea que la democracia existía en América Latina con anterioridad al
neoliberalismo. Si no, no tendría sentido afirmar, como lo hace Borón, que el
futuro de la democracia está amenazado. Además, la democracia
pre-neoliberalismo se caracterizaba, al parecer, por su capacidad para actuar
como contrapeso de las grandes empresas. Nada de esto es verdad en términos
históricos, pero nuestro autor no se achica ante las dificultades.
La frase que sigue contiene el núcleo del pensamiento de Borón:
“La «locura» de pretender acabar con el desempleo, redistribuir ingresos,
recuperar el control social de los principales procesos productivos,
profundizar la democracia y afianzar la justicia social no es más irreal y
«utópica» que la que, en su momento, encarnó la propuesta neoliberal de Hayek y
Friedman.” (p. 131). Las “locuras” de Borón son el horizonte político del
progresismo, sobre todo de su variante de izquierda. Profundización de la
democracia y justicia social son las “locuras” propuestas. Según Borón, esto es
posible mediante el fortalecimiento del Estado.
En este punto cobra sentido la cita realizada más arriba, en la que Borón
sostiene que el problema principal de nuestra época es el debilitamiento de los
Estados de la periferia. El drama de nuestra época no es la pérdida de la
capacidad de control del Estado, sino las derrotas experimentadas por la clase
obrera en las décadas del ´70 y del ’80. Como indicamos oportunamente, Borón
deja de lado esta cuestión. Prestar atención a la lucha de clases supondría
considerar que política y economía van juntas, de modo que ya no podría
postularse la autonomía del Estado tal como lo hace nuestro progresista.
Si el Estado constituye una esfera más o menos autónoma de la economía,
tiene sentido afirmar que el drama de nuestra época es la debilidad del Estado.
Pero si el Estado (y la forma capitalista de la democracia) es inseparable de
la acumulación capitalista y resulta moldeado por la lógica del capital, el
discurso progresista de Borón termina por reafirmar, aunque no sea esa su
intención, la dominación capitalista.
El Estado, lejos de ser neutral o independiente, es el representante de la
clase capitalista en su conjunto. Los capitalistas se ven compelidos, por la
acción de la ley del valor, a competir entre sí. Esta competencia puede poner
en riesgo las condiciones para la reproducción de la sociedad capitalista. Por
ejemplo, si la extensión de la jornada laboral quedara en manos de los
empresarios, la misma se extendería a 14, 16, 18 o quién sabe cuántas horas,
afectando la salud de la clase trabajadora. Al fijar límites precisos a la
jornada laboral, el Estado promueve una explotación más racional de la fuerza
de trabajo.
La escisión economía–política cultivada por el pensamiento progresista
ignora el papel fundamental desempeñado por el Estado en la reproducción del
capital. La lógica del Estado moderno es la lógica del capital. La preocupación
del Estado por el crecimiento económico es, en las condiciones del capitalismo,
preocupación por la expansión de la plusvalía, es decir, es preocupación por el
mantenimiento y la racionalización de la explotación capitalista.
Al representar los intereses de la clase capitalista en su conjunto, el
Estado interviene poniendo en caja a los empresarios que se pasan de rosca en
la explotación de la fuerza de trabajo. Al hacer esto, el Estado aparece como
el representante de los intereses de la sociedad, como el árbitro entre
intereses contrapuestos. De este modo, los “excesos” de la dictadura
capitalista en el proceso de producción son la fuente de legitimación del
Estado. La democracia capitalista se monta sobre esa actuación del Estado. Los
progresistas separan la actuación del Estado de su relación con la lógica del
capital y terminan recomendando la expansión del Estado para “enfrentar” al
capital. Su prédica, lejos de poner en dificultades al capital, no hace más que
reforzar la dominación capitalista.
Adam Smith escribió alguna vez que el gobierno era una creación de los
ricos para defender sus propiedades de los pobres. Sería bueno que el
progresista Borón tuviera en cuenta las palabras del liberal Smith antes de
alzar la voz a favor de la expansión del Estado como solución al “drama de
nuestra época”.
Buenos Aires, lunes 1 de octubre de 2012