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viernes, 7 de julio de 2017

PALIMPSESTOS 1: EL ESTADO EN EL MANIFIESTO COMUNISTA




Palimpsesto.
Del lat. palimpsestus, y este del gr. παλίμψηστος palímpsēstos.
1..m. Manuscrito antiguo que conserva huellas de
Una escritura anterior borrada artificialmente.

Real Academia Española (1)


La relectura de un clásico produce una sensación extraña: cada vez que volvemos al texto nos encontramos con un libro “distinto” al que conocimos la vez anterior. Las frases, cuyo sentido creíamos haber fijado de una vez y para siempre, se transforman ante nuestros ojos, convirtiéndose en algo diferente a la forma que encontramos la primera vez. El misterio de esta particularidad se disipa (o cobra nuevo significado) cuando se piensa que la metamorfosis del sentido de las frases es una expresión más de la complejidad de la realidad y del esfuerzo realizado por el autor para asir la complejidad mediante ese torpe instrumento que es el lenguaje. Un texto clásico es así un palimpsesto interminable, que oculta múltiples escrituras detrás de una superficie árida o sencilla. Ninguna de esas escrituras, de esos textos dentro de otro texto, es la definitiva. Así como el mundo es una totalidad inabarcable, pero que estamos obligados a conocer, cada texto clásico es un reflejo de esa totalidad y, como todo reflejo, padece las limitaciones de la copia. Nosotros, que pretendemos comprender el mundo como totalidad, encontramos en esas copias lo que buscamos (o creemos buscar) en un momento determinado de nuestra búsqueda. Por eso leemos palimpsestos, porque el conocimiento huye de lo definitivo.




Afirmar que el Manifiesto del partido comunista (1848) es un clásico no requiere de ninguna fundamentación. Escrito por Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895) para dar a conocer los fundamentos de la concepción política y el programa de la Liga de los Comunistas, tuvo un destino singular. Publicado poco antes del estallido de las revoluciones europeas conocidas como “la primavera de los pueblos”, fue ignorado prolijamente hasta bien entrada la década de 1860. A partir de allí sirvió para difundir los principios generales de la concepción marxista de la sociedad y para convencer a propios y extraños acerca de la necesidad de luchar contra el capitalismo. Si bien varias de sus afirmaciones han envejecido y tienen un interés principalmente histórico, el grueso de su argumentación conserva todo su valor teórico y político. En especial, la concepción del Estado resulta de notable actualidad. Pero, para ello, es preciso leer el texto como un palimpsesto:

“El gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa.” (2)

La frase, que se encuentra en el Manifiesto del Partido Comunista, es harto conocida por militantes políticos, estudiantes y académicos. Cada vez que hay que resumir la concepción marxista del Estado se recurre a ella. Su sentido parece ser evidente: Marx y Engels enfatizan con ella el carácter de clase del Estado, su función de instrumento que garantiza la dominación de la burguesía.

Sin embargo, si la función del Estado fuera tan visible, la dominación capitalista correría peligro. Un poder demasiado evidente es ineficaz. Los dominados se darían cuenta que se encuentran sometidos por un poder ajeno, que tiene por misión someterlos. En el límite, podrían llegar a pensar que el fundamento del Estado es la fuerza al servicio de la dominación de una clase particular.

No obstante, la frase de Marx y Engels puede entenderse de otro modo, más complejo y más rico en consecuencias políticas. La burguesía no es un todo homogéneo; se halla dividida en fracciones que defienden intereses específicos (3); los empresarios compiten entre sí. Pero la frase hace referencia a los “intereses generales” de la burguesía. ¿Cuáles pueden ser éstos? Ante todo, la preservación de la propiedad privada de los medios de producción y la reproducción de las relaciones sociales capitalistas. Pero puede darse el caso de que los intereses particulares de una fracción de la burguesía vayan en contra de esos intereses colectivos. Por ejemplo: los empresarios agrícolas prefieren exportar porque los precios del trigo son más altos en el mercado internacional que en el interno. Eso encarece el precio del pan en el país. En consecuencia, los trabajadores reclaman el alza de su salario, perjudicando así las ganancias de los empresarios que no producen ni trigo ni pan. El Estado interviene regulando el precio del pan y/o poniendo un tope a la cantidad de trigo que puede exportarse. De ese modo, resguarda los intereses colectivos de la clase capitalista.

La intervención del Estado en contra de una fracción particular de la burguesía tiene otro efecto, fundamental para la consolidación de la dominación del capital: crea la posibilidad de que el Estado aparezca como representante de los intereses de todos. De ese modo, se oscurece el clasismo del Estado.

Denunciar el carácter de clase del Estado es sólo el primer paso; es preciso analizar los mecanismos políticos de la dominación capitalista. El análisis de la composición de la burguesía en cada caso concreto resulta imprescindible para entender la dialéctica entre sus intereses colectivos y los intereses particulares de sus diferentes fracciones. El conocimiento de esa dialéctica es central para entender las formas en que el capitalismo supera sus crisis.

La concepción del Estado expuesta en el Manifiesto se resiste a los esquemas fáciles. Durante mucho tiempo, en épocas de ascenso del movimiento obrero (el destinatario último de la argumentación contenida en la obra) la frase citada fue interpretada en su sentido más evidente: el énfasis en el carácter de clase del Estado. Ahora, en una etapa de derrota de los trabajadores, quienes seguimos defendiendo la causa del socialismo estamos obligados a leer el otro significado contenido en la afirmación de Marx y Engels, pues hay que comprender cada uno de los mecanismos de que dispone el capitalismo para perpetuarse como régimen social.


Villa del Parque, viernes 7 de julio de 2017


NOTAS:
(1) Real Academia Española. Diccionario de la lengua española. Versión online.
(2) Marx, Karl y Engels, Friedrich. (1986). [1° edición: 1848]. Manifiesto del partido comunista. Buenos Aires: Anteo. (p. 37).
(3) La concepción que atribuye a Marx una concepción dualista de las clases sociales (capitalistas vs. trabajadores) es errónea, pues oculta toda la complejidad de la teorización marxista de las mismas. En obras como El dieciocho brumario de Luis Bonaparte o Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850, se aprecia una concepción mucho más rica de la problemática de las clases. “Lo que dominó bajo Luis Felipe no fue la burguesía francesa sino una fracción de ella: los banqueros, los reyes de los ferrocarriles, los propietarios de minas de carbón y de hierro y de explotaciones forestales y una parte de la propiedad territorial aliada a ellos: la llamada aristocracia financiera.” (Marx, Karl, Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850, incluida en Marx, Karl, Trabajo asalariado y capital, Barcelona, Planeta-De Agostini, 1985, p. 38).

lunes, 31 de agosto de 2015

LAS ELECCIONES EN TUCUMÁN Y LA CUESTIÓN DE LA DEMOCRACIA POLÍTICA

En los análisis políticos del trotskismo argentino juega un papel central la noción de crisis política, que suele ser equiparada al agotamiento del capitalismo y su imposibilidad por ofrecer concesiones a los trabajadores y demás sectores populares. La crítica a fondo de esta posición requiere un trabajo extenso, que no estamos en condiciones de realizar en este momento. Sin embargo, y dada la urgencia política de la cuestión (formular un diagnóstico equivocado implica elaborar una línea política errada), es conveniente desarrollar las consecuencias que tiene la mencionada noción en la caracterización del papel del Estado en la coyuntura actual.

Los recientes sucesos de Tucumán ofrecen la oportunidad de realizar el análisis mencionado en el párrafo anterior. Como es sabido, las elecciones celebradas en esa provincia el pasado 23 de agosto (que dieron el triunfo al candidato kirchnerista a la gobernación de la provincia, Manzur) estuvieron teñidas por denuncias de fraude y diversos hechos violentos (varios militantes del Partido Obrero fueron detenidos – al momento de escribir estas líneas siguen presos – por defender las urnas en uno de los lugares de votación). Además, el 24 de agosto la policía tucumana reprimió ferozmente una manifestación en la plaza central de la capital de la provincia.

Marcelo Ramal, uno de los principales dirigentes del Partido Obrero, se refirió así a lo acaecido en Tucumán: “Lo que puso de manifiesto Tucumán excede por mucho a una «crisis de representación». Es el agotamiento del propio Estado, como lo plantea la propuesta de Manifiesto que discute la mesa del Frente de Izquierda. La democracia política solamente puede ser lograda por un gobierno de los trabajadores.” (Prensa Obrera, 27/08/2015).

Ramal dice expresamente que lo ocurrido no es una “crisis de representación”, esto es, el cortocircuito entre los partidos burgueses y sus votantes (el fraude expresa esta crisis, porque indica que los partidos tienen que recurrir a procedimientos ilegales para atribuirse el voto de los ciudadanos). Va mucho más allá y sostiene que es el Estado quien está “agotado”.

¿Qué debemos entender por “agotamiento del Estado?

Antes de responder la pregunta es necesario tener en claro cuáles son las funciones del Estado en una sociedad capitalista. En primer lugar, el Estado ejerce la representación de los intereses del conjunto de la clase capitalista, más allá de que en tal o cual momento determinado esté controlado por alguna/s fracción/es de la misma. Frente a las tendencia de cada capitalista individual de privilegiar sus intereses particulares por sobre los del conjunto de su clase, el Estado se yergue como el capitalista colectivo, que pone límites al egoísmo individual y estabiliza el sistema en su conjunto. El ejercicio de esta función hace que el Estado deba enfrentarse a fracciones de la burguesía para preservar la reproducción del sistema; al hacer esto, refuerza su propia legitimidad, porque aparece como el representante de los intereses del conjunto de la sociedad. En segundo lugar, el Estado es el instrumento de dominación que permite la explotación de los trabajadores por la clase dominante; sin Estado no hay apropiación del plusvalor por la clase capitalista. Para cumplir esta función, el Estado emplea no sólo la violencia, sino el otorgamiento de concesiones y la producción de una ideología que fomenta la fragmentación de las luchas de los trabajadores (de hecho, en condiciones normales de dominación capitalista, la violencia es un recurso secundario). En síntesis, en ambas funciones el Estado se desempeña como el capitalista colectivo: en el primer caso, enfrentando a las distintas fracciones de la burguesía; en el segundo caso, haciendo frente a los trabajadores y demás sectores populares.

Si tomamos literalmente la afirmación de Ramal, el “agotamiento del Estado” significa que éste se halla imposibilitado de cumplir con las dos funciones mencionadas en el párrafo anterior. Nada de eso ha ocurrido. El Estado conserva su función de regular la economía en interés del conjunto de la clase dominante. En este punto, Ramal debería mostrar de qué manera los distintos episodios de fraude electoral mellan esta función, pero no emprende esta tarea en su artículo. El Estado conserva también su capacidad de controlar, mediante la represión, las concesiones y la ideología, a la clase trabajadora. Una aclaración. Esta capacidad de control tiene por objetivo evitar que la clase obrera cuestione la propiedad privada de los medios de producción (la cuestión de la que no se habla bajo el capitalismo). Ahora bien, aun aceptando que los trabajadores tucumanos se hubieran volcado masivamente a las calles para repudiar el fraude y exigir la convocatoria de nuevas elecciones, ¿en qué medida esto demuestra el agotamiento de la capacidad del Estado para controlarlos? De hecho, quienes canalizan el reclamo por el fraude electoral son políticos que representan a la burguesía (la UCR y el PRO). Ramal confunde una impugnación al personal que ejerce el gobierno en Tucumán (¿es preciso aclarar que el actual gobernador – Alperovich – y el candidato “vencedor” en las elecciones – Manzur – representan lo más podrido de la burguesía argentina?) y a los mecanismos de selección del mismo (las elecciones fraudulentas) con la puesta en discusión de las reglas (capitalistas) del juego político.

Ramal también afirma que “la democracia política solamente puede ser lograda por un gobierno de los trabajadores”. Tal como está formulada, la afirmación es radicalmente falsa. La democracia política es uno de los mecanismos de dominación de la burguesía, pues implica separar al ciudadano (que ejerce su derecho de voto cada n años o n meses) del trabajador que es explotado en la producción (¿se vota en la fábrica, en la oficina, en la casa de comercio?). La democracia política establece el límite entre lo que podemos elegir (quién será la cara visible del gobierno de la burguesía) y aquello que debemos aceptar sin remedio (la explotación capitalista). Desde el punto de vista de los trabajadores, la democracia tiene sentido en la medida en que sea abolida la propiedad privada de los medios de producción y se elimine así la separación entre el ciudadano y el trabajador. Esto no puede ser logrado de ninguna manera bajo el capitalismo. En todo caso, la lucha en Tucumán es por lograr condiciones transparentes para el ejercicio del sufragio. De ningún modo vamos a negar que eso sea importante para los trabajadores, pero hay que tener presente en todo momento que el sufragio “transparente” puede lograrse bajo las condiciones del capitalismo; de ahí que los políticos burgueses (muchos de los seguidores del candidato opositor Cano, militaron hasta cinco minutos atrás con el prócer Alperovich) sean quienes están en mejores condiciones para canalizar las movilizaciones del pueblo tucumano.

Por último, al terminar de escribir estas líneas José Kobak, dirigente del Partido Obrero, y Santiago y Alejandro Navarro, militantes del Polo Obrero, se encuentran detenidos por defender las urnas de votación en la localidad de Los Ralos (Tucumán). Además de exigir su libertad, queda claro cuál es el carácter de nuestra democracia: mientras que Alperovich y su clan se dedicaron alegremente a hacerse ricos, los militantes populares terminan presos por defender la democracia.



Villa del Parque, lunes 31 de agosto de 2015

sábado, 14 de marzo de 2015

PROGRESISMO, ESTADO Y DEMOCRACIA: UNA CRÍTICA A HOROWICZ

A Leonardo Norniella

La muerte del fiscal Alberto Nisman puso en el centro del debate político la cuestión de la función de los Servicios de Inteligencia (SI a partir de aquí) y, en un plano más general, el tema del Estado y la democracia. Sin embargo, la ya crónica pobreza de las discusiones políticas en nuestro país hizo que la mayoría de las intervenciones sobre el caso fueran irremediablemente superficiales. Alejandro Horowicz es una de las excepciones a la regla.

Horowicz es autor del artículo “Repensar la inteligencia del Estado”. Allí expone el punto de vista del progresismo sobre la relación entre los SI, el Estado y la democracia. El progresismo, con sus matices, dominó el panorama ideológico argentino posterior a la crisis de 2001; de ahí la importancia de la opinión de Horowicz.

El progresismo es una corriente ideológica que parte de considerar  al capitalismo como la forma más eficiente de organización social (o, si se prefiere, la única forma posible de organizar una sociedad moderna): para los progresistas, el marxismo es anacrónico y/o utópico. Sin embargo, a diferencia de los liberales, quienes aceptan alegremente las reglas de juego del capital, los progresistas ven con disgusto las diferencias sociales que engendra el sistema capitalista. Es por eso que critican el incremento de la desigualdad social y las formas extremas de explotación (por ejemplo, el trabajo “esclavo” en los talleres clandestinos); no obstante, el rechazo de la lucha de clases y aún de la existencia misma de la clase trabajadora, pone a los progresistas en una situación difícil. ¿En qué actor social apoyarse para reformar los aspectos más repugnantes de la sociedad en que vivimos? La respuesta no es novedosa: corresponde al Estado encargarse de resolver los problemas sociales, en tanto representación de los intereses de toda la sociedad. Para que esta solución sea viable es preciso rechazar el concepto clasista del Estado, pues si los organismos estatales defienden los intereses de una clase social particular, resulta imposible que expresen el interés general. De ahí la preferencia de los progresistas por los conceptos de democracia y ciudadanía.  A diferencia del viejo reformismo, que tenía por meta alguna variante de socialismo, el progresismo considera que el capitalismo es el límite último del progreso social. El progresismo es el producto de las fenomenales derrotas del movimiento obrero en las décadas del ’70 y ’80 del siglo pasado, y de la consiguiente reestructuración capitalista.

Horowicz aplica los principios generales del progresismo al análisis de la crisis Nisman. Parte de una pregunta absolutamente pertinente: “¿Por qué todos los Estados mantienen costosos e ineficientes sistemas, que suelen violar las leyes que esos mismos Estados dicen respetar?" Horowicz responde que lo hacen para “evitar la victoria del enemigo”. Nuestro desacuerdo con el autor comienza cuando éste intenta definir el concepto de “enemigo”.

Horowicz sostiene que evitar la victoria del enemigo es equivalente a “conservar el poder”. No se trata, por cierto, del poder de la burguesía, de los empresarios. Reconocer esto implicaría aceptar los presupuestos del análisis marxista, y esto se encuentra vedado a los progresistas, en tanto trasciende su horizonte intelectual. ¿Quiénes son, entonces, los que conservan el poder? Los gobernantes de turno, ni más ni menos. Claro que Horowicz es demasiado inteligente como para presentar las cosas de un modo tan burdo. Su argumento es más complejo.

Horowicz plantea con tino que la calidad del sistema depende del tipo de respuesta que se dé a la definición del “enemigo”. Según él, para encarar esta tarea existen dos programas opuestos de construcción de hipótesis de conflicto: uno, sostiene que la elaboración debe ser pública y, por tanto, quedar sometida a la regulación de la política; otro, plantea que debe basarse en las teorías conspirativas de la historia y, por eso, prefiere el secreto. Este último camino termina por erosionar la calidad de las instituciones y desemboca en una crisis profunda: “Toda la información resulta relevante. Espiar a todos arroja una masa de "información" delicada. Este abordaje impone que la actividad tenga que ser completamente secreta, y por tanto incontrolable. El uso de esa información termina siendo una mercancía. Esto es lo que terminó pasando (…) Bajo un régimen democrático, estas decisiones contienen el núcleo duro de la política y delegarlas sin control equivale a admitir una zona gris fuera del Estado de derecho. Como el "enemigo", como su victoria, debe ser evitado, no importa si se viola el Estado de derecho.”

O sea, el problema no radica en el capitalismo ni en la forma capitalista de nuestra democracia, que permite, por ejemplo, la coexistencia de barrios privados y villas miserias. Nada de eso. Se trata de la elección del programa erróneo de construcción de hipótesis de conflicto. Esta elección es producto de la “democracia de la derrota”, imperante en nuestro país desde 1983, definida por Horowicz como “un sistema donde los mismos hacen lo mismo, se vote a quién se vote”. Frente a este estado de cosas, nuestro autor propone “reconstruir de arriba abajo las FF AA y las policías, siendo orientados ambos cuerpos por un servicio de inteligencia que responda a una agenda política pública, bajo estricto control parlamentario. La privatización de la seguridad parte de aceptar el fracaso de la seguridad pública. Y una sociedad que ni siquiera puede imaginar garantías colectivas ha renunciado al fundamento democrático de su existencia.”

Como buen progresista, Horowicz considera que los Servicios de Inteligencia, las Fuerzas Armadas y la policía son instituciones naturales de la sociedad. No se puede vivir sin ellas y quien piense lo contrario es un utopista que debería dedicarse a tocar la guitarra en una plaza. Como funcionan mal, hay que reformarlas. Ahora bien, ¿quién se encargará de esta “reconstrucción” de los organismos de seguridad? La “sociedad”, quien debe “imaginar garantías colectivas”. Pero esta “sociedad” es un ente abstracto, que carece de sustancia para poner en caja a la policía, el ejército y los SI. Cuando pasamos de la abstracción a lo concreto, la sociedad argentina se caracteriza por una profunda desigualdad entre las clases que la componen. Dicho de modo burdo y a modo de ejemplo, el 35 % de trabajadores se encuentran no registrados, esto es, sus patrones no hacen siquiera los aportes al sistema de seguridad social; como es de esperarse, estos trabajadores tienen muy poco peso a la hora de fijar las políticas públicas, por más que posean el derecho de voto. Y así podríamos multiplicar los ejemplos al infinito. Pretender que esta sociedad concreta se encargue de fijar una agenda pública para los SI implica, en los hechos, dejar las manos libres a la burguesía (aunque este término le suene anacrónico a más no poder a la mentalidad progresista) para fijar dicha agenda. Si en vez de hablar de “sociedad” trasladamos la resolución del problema al Estado, las cosas no cambian en absoluto. El Estado argentino es un Estado de clase, representa los intereses de las clases dominantes. Basta observar el hecho de que dicho Estado no cobra impuestos a las transacciones financieras, mientras cae sobre los trabajadores en forma de impuesto a las ganancias, para comprender su carácter de clase. Sólo un utopista irremediable (y el progresismo retiene para sí lo peor del utopismo) puede pensar que dicho Estado tiene interés en reformar los SI en un sentido democrático.

Llegados a este punto corresponde decir unas palabras sobre la democracia. Desde 1983 en adelante, sin excepción de ningún gobierno, la democracia argentina funcionó como un mecanismo dirigido a fortalecer la dominación de la burguesía. De ahí su incapacidad para modificar en algo el sistema de poder social legado por la dictadura militar. Como es sabido, la dictadura representó una derrota fenomenal para el movimiento obrero. Sobre estas bases se edificó el régimen democrático a partir de 1983. La pervivencia de los mismos personajes al frente de los SI (Stiuso es el caso más emblemático) refleja los límites del régimen, al que Horowicz denomina “democracia de la derrota”. Nuestro Autor propone como solución que el Estado se reforme a sí mismo. Pero la sociedad argentina requiere de SI y demás organismos represivos porque es, en general, una sociedad capitalista, y porque, en particular, es una sociedad parida por la derrota del movimiento obrero y demás sectores populares en 1976.

La única respuesta adecuada para terminar con la “democracia de la derrota” es la remoción de las condiciones que permiten su existencia. En otras palabras, la supresión de las bases del poder de la burguesía argentina. Desde este punto de vista, todo el planteo de Horowicz acerca de la necesidad de una “reforma democrática” de los organismos de seguridad carece de sentido. Estos organismos no tienen que ser reformados, hay que eliminarlos. Su existencia misma impide cualquier reforma de las condiciones en que viven los millones de trabajadores argentinos.



Villa del Parque, sábado 14 de marzo de 2015

lunes, 9 de marzo de 2015

NEOLIBERALISMO Y PROGRESISMO: UNA CRÍTICA A SADER

La reestructuración de los capitalismos latinoamericanos, acaecida en los últimos quince años, puso en el centro del debate ideológico la cuestión del neoliberalismo. Las políticas de libre mercado, de privatizaciones de empresas estatales y de flexibilización de la legislación laboral, se tradujeron en un aumento de la desigualdad social y en crisis políticas, cuyos exponentes más extremos fueron el Caracazo (1989) y los sucesos de diciembre de 2001 en Argentina. Entre finales de la década del ’90 y los primeros años del siglo XXI, se hizo evidente que el modelo de acumulación imperante se hallaba agotado. Con diferencias según cada país, comenzó un proceso de reestructuración que fue calificado de “izquierdista” o “populista” por numerosos intelectuales, quienes contribuyeron en no poca medida a legitimar dicho proceso. Emir Sader es un ejemplo de esta tendencia.

Sader es autor de un artículo, “La batalla de las ideas”, publicado en la edición del sábado 7 de marzo del periódico argentino PÁGINA/12. En él presenta de modo conciso varias ideas características de la corriente intelectual que apoya, desde el progresismo, la reestructuración capitalista. Si bien ninguna de ellas es original, corresponde someterlas a crítica dada la influencia que alcanzaron.

En primer término, conviene hacer un par de aclaraciones. Sader tiene por objetivo hacer pasar un proceso que fortalece el dominio del capital sobre la sociedad como si se tratara de una revolución sui generis, dirigida a repartir la riqueza de modo más igualitario. Para ello tiene que construir un enemigo que sirva de justificación a las tareas emprendidas por los gobiernos latinoamericanos: el neoliberalismo. Ahora bien, y puesto que el proceso latinoamericano está dirigido a satisfacer las necesidades del capital, Sader se encuentra obligado a romper toda conexión entre el neoliberalismo y la lucha de clases entre capital y trabajo. Sólo así es posible afirmar que se encuentra en marcha “la liberación latinoamericana de los poderes centrales”, “la construcción de la Patria Grande” y otros lemas grandilocuentes proclamados en la última década. Como el proceso latinoamericano fue dirigido desde arriba, Sader también está obligado a ignorar el carácter de clase del Estado, en tanto garante del orden social capitalista. Ambas tareas son realizadas en su noción de neoliberalismo, que transcribo a continuación:

“El neoliberalismo buscaba destruir la imagen del Estado –especialmente en sus aspectos reguladores de la actividad económica, de propietario de empresas, de garante de derechos sociales, entre otros—, para reducirlo a un mínimo, colocando en su lugar la centralidad del mercado. Fue la nueva versión de la concepción liberal, de polarización entre la sociedad civil –compuesta por individuos– y el Estado.”

El artículo de Sader es importante por lo que omite antes que por lo que afirma. En dichas omisiones se encuentra el núcleo de la concepción progresista de la sociedad, que poco o nada tiene que ver con el intento de transformarla a favor de los trabajadores. Sader nos quiere hacer creer que el neoliberalismo es una alternativa dentro del capitalismo (podríamos llamarla “el mal capitalismo”), dirigida a destruir la capacidad regulatoria del Estado, en perjuicio de los trabajadores y demás sectores populares. O sea, el Estado es el bien a preservar en contra del embate neoliberal.

“Construir alternativa al modelo neoliberal supone la reconstrucción del Estado alrededor de su esfera pública, rescatando los derechos sociales, el rol de inducción del crecimiento económico, la función de los bancos públicos. Haciendo del Estado un instrumento de universalización de los derechos, de construcción de ciudadanía, de hegemonía de los intereses públicos sobre los mercantiles.”

El Estado deja de ser un órgano de opresión de clase. La sociedad deja de estar dividida en clases enfrentadas entre sí. Por obra de la palabra de Sader, el Estado pasa a ser un instrumento en disputa que puede ser usado para cualquier cosa, inclusive para favorecer a los oprimidos y demases. Sólo así puede entenderse esta perorata que combina derechos sociales, crecimiento económico y bancos públicos. Pero la realidad manda. Desde que el capitalismo es capitalismo (y, a pesar de sus omisiones, no dudo que Sader esté de acuerdo con que vivimos en una sociedad capitalista), el aumento de las ganancias del capital requiere de un incremento de la explotación de los trabajadores. Dicha explotación es sostenida de múltiples maneras por el Estado, el cual se encuentra conectado por innumerables vínculos con el capital (que van, desde el financiamiento mismo del Estado hasta la forma en que éste gestiona los conflictos sociales).

Afirmar que el enemigo es el neoliberalismo y no el capital implica tomar partido por el capitalismo. Sostener que el Estado (capitalista) puede ser instrumento de liberación supone aceptar las reglas de juego del Estado, que son, precisamente, las reglas de juego del capitalismo. Así, en vez de apostar por la organización de los trabajadores como herramienta para combatir al capital (única opción posible si el objetivo es luchar contra el capitalismo), Sader prefiere recostarse en el Estado, que todo lo puede y todo lo soluciona. Además, y esto no es menos importante para intelectuales como Sader, el Estado es fuente de puestos bien remunerados por tareas casi inexistentes.

Del planteo de Sader se desprende que la contradicción de nuestras sociedades no es la existente entre Capital y Trabajo. ¡Dios nos libre y guarde caer en semejante anacronismo! Para nuestro autor, la cosa es mucho más relajada:

“Pasaron a proponer como campo teórico de enfrentamiento la polarización entre estatal y privado, escondiendo lo público, buscando confundirlo con lo estatal. Mientras que el campo teórico central de la era neoliberal tiene como eje la polarización entre lo público y lo mercantil. Democratizar es desmercantilizar, es consolidar y expandir la esfera pública, articulada alrededor de los derechos de todos y compuesta por los ciudadanos como sujetos de derechos. La esfera mercantil, a su vez, se articula alrededor del poder de compra de los consumidores, del mercado.”

El conflicto primordial se da, pues, entre lo público y lo mercantil. Sader aclara que ni lo público es lo estatal, ni lo mercantil es lo capitalista. Ahora bien, por más que le demos vueltas a la cosa, invocando al “giro lingüístico”, las palabras no cambian la dura realidad. Sin recursos materiales, lo público gira en el vacío. En cambio, lo mercantil se apoya en algo mucho más firme que las palabras de Sader: la propiedad privada. Claro está que hablar de lo público y lo mercantil suena más agradable que los viejos términos capitalismo y Estado, pero ¿cómo democratizar sin recortar el poder del capital?, ¿cómo construir ciudadanos sujetos de derechos cuando en nuestros países conviven chozas – muchas – y palacios – pocos-? Por supuesto, estas preguntas carecen de sentido en el esquema mental de Sader.

A esta altura es conveniente hacer notar un comportamiento curioso: a mayor profundización de la desigualdad social, mayor desprecio de los intelectuales onda Sader hacia las teorías y los conceptos que aluden al capitalismo como sistema basado en la explotación, a la lucha de clases, al Estado como órgano de dominación. No es, por cierto, una opción científica, desinteresada. Adoptar el punto de vista de la lucha de clases desde los trabajadores (Sader no tiene ningún problema – salvo el de mencionarlo – en adoptar el punto de vista de la clase dominante) implica dejar de lado las ventajas materiales que ofrece el sistema a los intelectuales. Evidentemente, Sader no está para esas patriadas.
Sader se define a sí mismo como “de izquierda”. Es una izquierda modesta, por cierto, que propone cosas como ésta:
“la izquierda tiene que construir sus gobiernos y su hegemonía. El Estado, refundado o reorganizado alrededor de la esfera pública, es un agente indispensable para la superación de los procesos de mercantilización diseminados por la sociedad. (/) Una de las condiciones del rescate de la capacidad de acción del Estado es recuperar su capacidad de tributación, para dotarlo de los recursos que tantas políticas nuevas requieren.”
Para Sader, la izquierda tiene que ser la cobertura ideológica del Estado capitalista. Ni más ni menos. Así, la épica de la lucha contra el neoliberalismo gira en torno a…la reforma tributaria. Pero la realidad es un poco más compleja que estas ilusiones. En Argentina, por ejemplo, donde uno de cada tres trabajadores padece el trabajo en negro, donde la precarización laboral garantiza niveles de superexplotación capitalista, donde el “gatillo fácil” (asesinato sumario) de la policía contra los jóvenes trabajadores es moneda corriente, las palabras de Sader suenan a falsedad vieja.

Villa del Parque, lunes 9 de marzo de 2015

martes, 20 de enero de 2015

LA MUERTE DEL FISCAL NISMAN

El fiscal Alberto Nisman, a cargo de la investigación del atentado a la AMIA (julio de 1994) y quien presentó una denuncia contra la presidenta Cristina Fernández por encubrimiento de los responsables del atentado, fue encontrado muerto en su domicilio en vísperas de presentarse en el Congreso, donde iba a defender su acusación contra la Presidenta. No es preciso abundar en la conmoción que produjo su muerte, que desató la crisis más importante del sistema político desde los hechos de diciembre de 2001.

El autor de este artículo no pretende esclarecer las circunstancias concretas del deceso del fiscal. Carece de información para ello y no quiere hacerle el coro a la confusión general. Prefiero concentrarme en una cuestión más general y que hace a la manera en que se encuentran estructuradas las relaciones de poder en Argentina. La muerte de Nisman está ligada a la relación de los servicios de inteligencia con el Estado argentino desde la restauración del régimen democrático en 1983.

En nuestro país existen varios servicios de inteligencia (los servicios a partir de aquí). El más importante de ellos es el SI (Servicio de Inteligencia, ex SIDE – Servicio de Inteligencia del Estado -). ¿Cuál es su cometido? Básicamente espiar a los ciudadanos y brindar esa información al personal político que detenta el control del Estado. O sea, su función es considerar a la población como un enemigo potencial, a quien debe vigilarse en todo momento. Para cumplir esta tarea, cuentan con presupuestos millonarios y con una plantilla numerosa, cosas particularmente escandalosas en un país donde, por ejemplo, los hospitales públicos carecen de equipamiento básico (como lo experimentó la propia Presidenta al sufrir una lesión en un pie y estar obligada a trasladarse desde Santa Cruz a Buenos Aires para recibir la atención adecuada).

Durante la dictadura militar de 1976-1983, los servicios jugaron un papel fundamental en la ofensiva contra los trabajadores y las organizaciones políticas revolucionarias. Como contrapartida, la derrota argentina en la guerra de Malvinas mostró, entre otras cosas, hasta qué punto los servicios eran inoperantes al tener que afrontar una amenaza externa. La dictadura dejó absolutamente en claro que los servicios actuaban en función de la lógica del enemigo interno, según la cual la propia población es el enemigo del Estado. No se trata de una lógica delirante. Todo lo contrario. Los servicios forman parte del aparato represivo del Estado, constituido, además, por las Fuerzas Armadas, la Policía Federal y las policías provinciales, los servicios penitenciarios federal y provinciales, etc. Más allá de los matices, el Estado tiene como función primordial preservar el orden existente, es decir, el orden capitalista, con todas las relaciones de dominación que éste conlleva. En este sentido, los servicios proporcionan información al Estado sobre todos aquellos que cuestionan al orden capitalista. De ahí que los militantes de los partidos de izquierda, los militantes clasistas en el movimiento obrero, etc, etc., sean los principales objetivos de los espías. Las tareas de Inteligencia son indispensables para el sostenimiento del orden capitalista.

Pero los servicios han desempeñado otra función desde 1983. De Alfonsín para adelante, se encargaron de recopilar información sobre el conjunto de la oposición política y sobre los jueces, a los fines de proporcionar al gobierno de turno de una herramienta para extorsionar a los dirigentes opositores y a los magistrados. Lejos de ver menguado su poder, los servicios continuaron jugando un papel político fundamental en el escenario post dictadura. Ahora bien, estas funciones fueron llevadas a cabo por el mismo personal que se había encargado de las tareas represivas durante la dictadura. Antonio Stiusso, alias “Jaime”, agente de la SIDE (luego SI), jefe virtual del principal servicio del Estado argentino, permaneció en actividad desde la dictadura hasta 2014. Esta continuidad, sumada a los otros factores mencionados aquí, hizo que los servicios acrecentaran su poder mientras los gobiernos pasaban.

Néstor Kirchner y Cristina Fernández no fueron la excepción en lo que hace a la utilización de los servicios. Las evidencias disponibles muestran que los utilizaron tanto contra la izquierda y el movimiento obrero (por ejemplo, el caso del famoso Proyecto X), como contra los jueces y los dirigentes políticos de la oposición burguesa. Hay que agregar que los dirigentes de dicha oposición, en los casos en los que ocuparon funciones de gobierno, armaron sus propias estructuras de espías con funciones semejantes a las de los servicios del Estado nacional (Mauricio Macri, Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, procesado por el caso de las escuchas telefónicas, es el caso más escandaloso).

Como suele ocurrir, en épocas de crisis económica afloran todas las miserias del orden existente. La retracción del crecimiento económico y el hecho de que Cristina Fernández dejará el gobierno en diciembre de este año, debilitaron al kirchnerismo. La fragmentación de la oposición burguesa (Scioli, Macri, Massa) y la relativa lejanía de las elecciones, complican el cuadro, acotando la capacidad de control de la burguesía (ya sea del elenco gobernante como de la oposición que se prueba el traje de futuros gobernantes). Esto es especialmente visible en el caso de los servicios, debido a la interna entre el SI y la inteligencia militar, cuya cabeza es el actual jefe del Ejército, Milani. Frente a un poder estatal debilitado, los servicios cobran mayor autonomía y dirimen su interna apelando a los recursos a los que están acostumbrados, sólo que esta vez lo hacen a la luz del día. No se trata, por cierto, de que Argentina sea un país gobernado por los servicios; se trata de un contexto político particular, en el que los servicios han visto acrecentada su influencia de un modo desorbitado. Los cambios de gabinete efectuados por Cristina Fernández a fines del año pasado, centrados en el control del área de Inteligencia, son una muestra de la preocupación del kirchnerismo por esta situación. Por su parte, el caso Nisman indica que el kirchnerismo no ha tenido éxito en su intento de volver a controlar a los servicios.

La muerte del fiscal Nisman tiene poco y nada que ver con el caso AMIA. Al Estado argentino no le importa esclarecer el atentado. Desde 1994 a la fecha, todos los gobiernos que se sucedieron colaboraron en el encubrimiento de los hechos. Mientras tanto, los servicios incrementaron su poder y su capacidad de control sobre la población. La muerte de Nisman, en medio de una interna feroz entre los servicios, da la pauta de las dimensiones del problema. Pensar que las cosas se solucionarán con el recambio de gobierno es una utopía. En todo caso, la interna entre servicios pasará a dirimirse entre bastidores, dejando libre el centro de la escena política. Pero los servicios seguirán espiando a la militancia de izquierda, a los delegados clasistas, a los militantes barriales que no se encuadren con los punteros del PJ o del macrismo, etc. También continuarán espiando a jueces y dirigentes opositores burgueses. No es una deformación, es la naturaleza misma del Estado capitalista. En un país donde la desigualdad social es tan grande que permite que coexistan Puerto Madero y Nordelta con cientos de villas miserias y asentamientos, ¿puede esperarse otra cosa?


Villa del Parque, martes 20 de enero de 2015

martes, 6 de enero de 2015

DICTADURA Y DEMOCRACIA EN EL CAPITALISMO: LA AUTORIDAD CAPITALISTA EN EL PROCESO DE PRODUCCIÓN



El capitalismo es la primera forma de organización social dominante a nivel mundial. Como tal, demostró una extraordinaria flexibilidad para adaptarse a circunstancias variadas, sin perder eficacia en su capacidad para apropiarse el plustrabajo realizado por la clase trabajadora (1). Esto es así porque el capitalismo está basado en la explotación de los trabajadores por la burguesía, dueña de los medios de producción. Si se tienen dudas acerca de la validez de la última afirmación basta constatar la ferocidad con que la burguesía defiende su propiedad (guerras, golpes de Estado, represiones, asesinatos, torturas y sigue la lista).

La realidad de la explotación capitalista implica que la clase obrera está obligada a ceder una parte sustancial de su tiempo vital a la burguesía, sin recibir nada a cambio. En otras palabras, los trabajadores producen de manera gratuita para la burguesía durante una parte de la jornada laboral. Esta explotación se da por medio del trabajo asalariado, que supone la existencia de trabajadores libres de toda forma de dependencia personal (por ejemplo, esclavitud, servidumbre feudal, etc.). Además, en buena parte del planeta existen regímenes políticos democráticos, esto es, los gobernantes son elegidos por el voto de los ciudadanos, con la particularidad que, entre estos últimos, los trabajadores constituyen la mayoría.

Una de las razones de la peculiar eficacia de la explotación capitalista radica en que combina el sometimiento de los trabajadores con la igualdad jurídica de éstos y con incorporación plena a la condición de ciudadanos. Los trabajadores son libres; si son explotados, es porque quieren, dado que la explotación surge de su libre consentimiento, expresado en el contrato. Además, si están molestos por las condiciones laborales, puede ir y votar un presidente, senadores, diputados, que los representen y que modifiquen la situación.

De lo anterior se deriva una pregunta crucial: ¿Cómo es posible la explotación en una sociedad donde los trabajadores son ciudadanos libres?

Dar una respuesta acabada a la pregunta formulada arriba es imposible, en parte porque realizar dicha tarea exige el estudio de todos los casos concretos de sociedades capitalistas, cuestión que está muy lejana de las posibilidades del autor. Sin embargo, es posible emprender algunas tareas preliminares necesarias para dar respuesta al interrogante planteado. Una de dichas tareas consiste en establecer los principios fundamentales de la teoría del Estado y de la política tal como aparecen en El capital de Karl Marx. El objetivo del texto es, pues, presentar algunos lineamientos para el tratamiento del problema de la dominación capitalista, tal como fueron esbozados por Marx en el capítulo 51 (Relaciones de distribución y relaciones de producción) del Libro Tercero de El capital (2).

La clave para comprender la eficacia de la dominación capitalista radica en la distinción entre el ámbito de la producción y el ámbito del mercado (o de la circulación). En el mercado, los capitalistas y los trabajadores son iguales en términos jurídicos; así, por ejemplo, los segundos pueden demandar a los primeros por incumplimiento de contrato si no reciben el salario. La igualdad incluye también la posibilidad de organizar sindicatos para defender las condiciones de la venta de su fuerza de trabajo (monto de los salarios, seguridad e higiene laboral, extensión de la jornada laboral, etc.) y su reconocimiento como ciudadanos (es decir, plena participación en el régimen democrático). La igualdad jurídica es consecuencia de la “doble liberación” del trabajador, esto es, de la combinación de dos procesos; por un lado, el proceso por el cual los trabajadores son expropiados de los medios de producción; por el otro, del proceso por el que son liberados de toda forma de dependencia personal, como ser la esclavitud y la servidumbre. (3)

La libertad jurídica del trabajador se convierte en su opuesto cuando se pasa al ámbito de la producción. (4) En el capítulo 51, Marx explica esta transformación al analizar los cambios en la autoridad entre las sociedades precapitalistas y el capitalismo.

“La autoridad que asume el capitalista como personificación del capital en el proceso directo de producción, la función social que reviste como director y dominador de la producción, es esencialmente diferente de la autoridad que se funda en la producción con esclavos, siervos, etcétera.” (p. 1118).

El empresario ejerce la autoridad sobre el trabajador en virtud de su control de los medios de producción. Es fundamental comprender que no se trata de un proceso meramente técnico, sino que es una función eminentemente política. La autoridad del capitalista en el lugar de producción es el punto de partida para comprender la especificidad del Estado burgués. La burguesía puede darse el lujo de “conceder” la igualdad jurídica a la clase obrera porque ejerce la dominación en el lugar de producción.

Marx explica lo anterior en el párrafo que sigue al que ya hemos citado:

“Mientras que, sobre la base de la producción capitalista, a la masa de los productores directos se les contrapone el carácter social de su producción bajo la forma de una autoridad rigurosamente reguladora y de un mecanismo social del proceso laboral articulado como jerarquía completa – autoridad que, sin embargo, sólo recae en sus portadores en cuanto personificación de las condiciones de trabajo frente al trabajo, y no, como en anteriores formas de producción, en cuanto dominadores políticos o teocráticos -, entre los portadores de autoridad, los capitalistas mismos, que sólo se enfrentan en cuanto poseedores de mercancías, reina la más completa anarquía, dentro de la cual la conexión social de la producción sólo se impone como irresistible ley natural a la arbitrariedad individual.” (p. 1118).

“Autoridad rigurosamente reguladora”, “jerarquía completa”, son alguno de los rasgos que caracterizan a la dominación capitalista de la producción. Se trata de atributos políticos antes que técnicos. Esta dominación política en el lugar de producción se complementa con la que emana de la condición asalariada del trabajador en la sociedad capitalista. La relación salarial requiere de la existencia de una masa de trabajadores separada de los medios de producción y que son libres en términos jurídicos. Dichos trabajadores, si quieren acceder a los bienes que precisan para subsistir, están forzados a vender su fuerza de trabajo en el mercado a cambio de un salario. En otras palabras, más allá de sus deseos, se ven obligados a trabajar para otros. La coerción económica derivada de la condición asalariada es la llave que permite al capitalista ejercer la dominación política en el lugar de producción. Esa coerción es consecuencia, a su vez, de la propiedad privada de los medios de producción, cuya garantía es el Estado capitalista.

La eficacia de la dominación capitalista es el resultado de la autoridad ejercida por el empresario en el proceso de producción. Esta autoridad, de carácter político, crea la posibilidad para el desarrollo de un ámbito de libertades y de la ciudadanía. A diferencia de otras formas de organización social, el capitalista ejerce el control directo del proceso productivo y no requiere, en principio, del Estado para obtener plustrabajo gratuito de los trabajadores. Es por ello que el Estado puede aparentar ser el garante de los “intereses generales”, como si se tratara de un ente que flota por encima de las clases sociales. La autoridad dictatorial del empresario en el proceso de producción, es la condición para que el Estado sea el ámbito de la “libertad”.  La dictadura es la clave de la libertad.

Es preciso agregar dos cuestiones al análisis. En primer lugar, Marx enfatiza que la dominación política del empresario en la producción no es el resultado de la libre voluntad de éste; al contrario, el capitalista, independientemente de sus preferencias o sentimientos, opera como “portador” de la lógica del capital, es decir, de la búsqueda de apropiarse porciones crecientes de plustrabajo. La dominación política del empresario puede analizarse, por tanto, a la luz del examen de la lógica propia del modo de producción capitalista.

En segundo lugar, entre los capitalistas impera la anarquía, llamada competencia en los manuales de economía. Si bien su producción es social, la apropiación privada de los frutos de la misma hace que los empresarios estén dispuestos en todo momento a sacarse los ojos entre sí. Es por esto que una de las funciones del Estado capitalista consista, precisamente, en evitar que esta anarquía se lleve puesto al sistema en su conjunto. De ahí que el Estado aparezca muchas veces como regulador del mercado, cuestión que acentúa la impresión de que se trata de una institución que flota sobre las clases sociales y sus antagonismos.

Villa del Parque, martes 6 de enero de 2015

NOTAS:

(1) Marx divide la jornada laboral en dos segmentos, a los que denomina tiempo de trabajo necesario y tiempo de plustrabajo. En el primero, el trabajador trabaja para sí mismo, es decir, produce el valor necesario para reponer su salario; en el segundo (el plustrabajo), produce para el capitalista, cede gratuitamente su tiempo de trabajo. En este segundo segmento, y visto desde el lado del valor, el trabajador produce el plusvalor, que es apropiado por el capitalista en virtud de su propiedad privada de los medios de producción.

(2) Marx, Karl. [1° edición: 1894]. (2004). El capital: Crítica de la economía política. Libro tercero: El proceso global de la producción capitalista. México D. F.: Siglo XXI. (Traducción española de León Mames).

(3) El pasaje clásico sobre la doble liberación del trabajador es el siguiente: “Trabajadores libres en el doble sentido de que ni están incluidos directamente entre los medios de producción – como sí lo están los esclavos, siervos de la gleba, etcétera -, ni tampoco les pertenecen a ellos los medios de producción – a la inversa de lo que ocurre con el campesino que trabaja su propia tierra, etcétera -, hallándose, por el contrario, libres y desembarazados de esos medios de producción.” (Marx, Karl, El capital. Crítica de la economía política. Libro primero: El proceso de producción de capital, México D. F., Siglo XXI, 1998, p. 214).

(4) El pasaje clave es el siguiente: “La esfera de la circulación o del intercambio de mercancías, dentro de cuyos límites se efectúa la compra y la venta de la fuerza de trabajo era, en realidad, un verdadero Edén de los derechos humanos innatos. Lo que allí imperaba era la libertad, la igualdad, la propiedad y Bentham. ¡Libertad!, porque el comprador y el vendedor de una mercancía, por ejemplo de la fuerza de trabajo, sólo están determinados por su libre voluntad. Celebran su contrato como personas libres, jurídicamente iguales. El contrato es el resultado final en el que sus voluntades confluyen en una expresión jurídica común. ¡Igualdad!, porque sólo se relacionan entre sí en cuanto poseedores de mercancías, e intercambian equivalente por equivalente. ¡Propiedad!, porque cada uno dispone sólo de lo suyo. ¡Bentham!, porque cada uno de los dos se ocupa sólo de sí  mismo. El único poder que los reúne y los pone en relación es el de su egoísmo, el de su ventaja personal, el de sus intereses privados. Y precisamente porque cada uno sólo se preocupa por sí mismo y ninguno del otro, ejecutan todos, en virtud de una armonía preestablecida de las cosas o bajo los auspicios de una providencia omniastuta, solamente la obra de su provecho recíproco, de su altruismo, de su interés colectivo.


Al dejar atrás esa esfera de la circulación simple o del intercambio de mercancías, en la cual el librecambista vulgaris abreva las ideas, los conceptos y la medida con que juzga la sociedad del capital y del trabajo asalariado, se transforma en cierta medida, según parece, la fisonomía de nuestros dramatis personae [personajes]. El otrora poseedor de dinero abre la marcha como capitalista; el poseedor de fuerza de trabajo lo sigue como su obrero; el uno, significativamente, sonríe con ínfulas y avanza impetuoso; el otro lo hace con recelo, reluctante, como el que ha llevado al mercado su propio pellejo y no puede esperar sino una cosa: que se lo curtan.” (Marx, Karl, El capital. Crítica de la economía política. Libro primero: El proceso de producción de capital, México D. F., Siglo XXI, 1998, p. 214).