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jueves, 24 de marzo de 2016

24 DE MARZO

El golpe de 1976 cerró un período de movilización popular sin precedentes en la historia argentina contemporánea (sólo puede comparársele el 17 de octubre de 1945). La clase obrera encabezó esa movilización, cuyo punto de partida fue el Cordobazo en 1969. Pocas veces la burguesía sintió tanto temor a perder sus privilegios. El terrorismo de Estado fue la respuesta a ese terror, el uso sin límites de la tortura y el asesinato para conseguir la desmovilización de los trabajadores. No fue la guerrilla (no pretendo, por supuesto, negar la importancia de las organizaciones armadas en el período), fue la clase obrera quien desató todos los miedos de los burgueses. No fue el peronismo (aunque la gran mayoría de los trabajadores se identificaban como peronistas), fue la creencia de los laburantes en su propia fuerza la que quitó el sueño a la clase dominante.

La normalidad capitalista se asienta en la unidad de la clase dominante y en la fragmentación de la clase trabajadora. O sea, los empresarios saben que son una clase y actúan como clase (a pesar de sus diferencias internas); mientras tanto, los trabajadores deben estar divididos (cada uno cuenta con sí mismo y con nadie más en la lucha diaria por ganarse el sustento), actuando como un montón de individuos sueltos. Ese es el mejor de los mundos posibles para la burguesía. Pero cuando los trabajadores se ven a sí mismos como clase y actúan en defensa de sus compañeros, la normalidad se va al diablo. Organización, movilización, solidaridad: he aquí las tres palabras malditas para la burguesía.

En 1969-1976 la clase trabajadora argentina estaba organizada, movilizada y mostraba grandes niveles de solidaridad. El objetivo de sus luchas no era el socialismo (por lo menos no lo era para la mayoría de la clase), pero su organización, movilización y solidaridad desafiaban la dominación de la burguesía. Si esas cualidades no eran desarmadas, resultaba imposible la implementación de planes económicos dirigidos a aumentar la explotación y, por ende, las ganancias de los empresarios. Sin política no hay economía que valga. La burguesía estaba decidida a darle una lección inolvidable a la clase obrera, para que nunca más levantara cabeza.

El secuestro, la tortura y el asesinato de decenas de miles de argentinos fue el método elegido para dar esa lección. No hubo irracionalidad ni perversión (aunque los muchos ejecutores de las torturas y asesinatos calificaran como sádicos y perversos), todo fue parte de la racionalidad capitalista más pura. El horror del capitalismo no reside en la violencia irracional; todo lo contrario, la violencia, el sadismo y la perversión forman parte de una estructura de dominación cuyo objetivo central es la anulación de la resistencia de los trabajadores para poder obtener mayores ganancias. La picana es parte necesaria de la contabilidad empresaria, aunque no pueda figurar en los balances.

La victoria de la burguesía en 1976 moldeó la sociedad actual. El régimen democrático vigente desde 1983 se asentó sobre la ruptura de la organización, de la movilización y de la solidaridad obrera. El individualismo imperante entre los trabajadores es el indicador más claro del éxito de la dictadura. 

Es por todo esto que el aniversario del golpe sigue revolviendo nuestra conciencia y nuestras tripas. Por más que la maquinaria de dominación invite a la indiferencia, el 24 de marzo termina siempre por revolver la naturalidad ganada a sangre y fuego. No se trata del efecto del día feriado. No se trata tampoco de la presencia coyuntural de Obama. El 24 de marzo nos recuerda que esa “naturalidad en que vivimos no es “natural”, pues tiene un origen preciso: el golpe militar de 1976.

El 24 de marzo no forma parte del pasado. Es nuestro presente. En la lucha de clases no hay victorias ni derrotas definitivas. Está en nuestras manos reconstruir la organización, la movilización y la solidaridad de la clase trabajadora.



Villa del Parque, jueves 24 de marzo de 2016

martes, 7 de enero de 2014

“ALGO HABREMOS HECHO…”: LA NUEVA MIRADA DEL KIRCHNERISMO SOBRE LA DICTADURA MILITAR

Hernán Brienza, a cargo del editorial político dominical del diario kirchnerista Tiempo Argentino, está empeñado a fondo en defender el ascenso del actual Jefe del Estado Mayor del Ejército, César Milani, al rango de teniente general.  Milani, acusado por organismos de derechos humanos, de ser por lo menos cómplice en el secuestro, tortura y asesinato de ciudadanos argentinos durante la dictadura militar de 1976-1983, fue puesto al comando del Ejército por la presidenta Cristina Fernández. Brienza, especialista en el arte milenario de ingerir sapos, emprende la defensa de su jefa (la señora presidenta) sin parar en escrúpulos.

En su editorial “El debate por Milani” (Tiempo Argentino, 22/12/2013) procuró transformar la cuestión en un problema moral. Milani, desgajado de la institución Ejército, es reducido a un individuo que obra a partir de las circunstancias. Alguna vez Miguel Hernández escribió “Vientos del pueblo me llevan, vientos del pueblo me arrastran”. Según Brienza, durante la dictadura a Milani lo arrastraban los vientos de las circunstancias. No encuentra, por tanto, ninguna responsabilidad en ese joven oficial que era Milani en 1976. Como esto parece no alcanzar para algunos estómagos que todavía sienten asco hacia los sapos, Brienza saca a relucir la adhesión de Milani al “proyecto nacional y popular”. En otras palabras, Milani puede ser un torturador, un ladrón de caminos y un asesino, pero todo ello no importa si adhiere al “proyecto”. Si es así, ¿para qué Brienza pierde el tiempo escribiendo zonceras sobre la moral y otras yerbas?, ¿no bastaba con decir, simplemente, a Milani lo bancamos porque la presidenta dice que es uno de los nuestros? Pero ser sincero no vende, así que tenemos que sufrir y hacer sufrir a otros armando argumentos inverosímiles para justificar cosas todavía más inverosímiles.

Brienza se supera en el editorial “Papá, ¿vos que hiciste en la dictadura?” (Tiempo Argentino, 29/12/2013). Da la impresión de que se dio cuenta de que para defender la enormidad que significa el ascenso de un oficial de Inteligencia acusado de violaciones a los derechos humanos era preciso recurrir a enormidades argumentativas. Ya no bastaba con hacer de Milani una víctima inocente de las “circunstancias”. El problema es sencillo: si otros argentinos no fueron víctimas de las “circunstancias”, Milani no podía ser defendido tan fácilmente. Era preciso extender la responsabilidad por la dictadura a todo el mundo, así nuestro teniente general nacional y popular queda a salvo de la maledicencia de las gentes. Brienza obra el milagro en este editorial, que constituye una verdadera obra maestra de la estupidez.

Nuestro autor pone manos a la obra de un modo característico: henchido de pretensiones, no se propone enunciar su punto de vista particular sobre la dictadura. No. Por el contrario, quiere aplicar la frase popular “si la vamos a hacer, hagámosla en grande”:

“Los argentinos nos merecemos una nueva mirada sobre los años setenta. Sin hipocresías. Sin fariseísmos. Sin querer sacar partido inmediato de esa experiencia atroz por la que atravesamos. Incluso, diría, sin resentimientos. Posiblemente, aquellos que participaron en aquellos años, sobre todo las víctimas del horror, les sea muy difícil hacerlo. Pero las generaciones posteriores tenemos la obligación y el deber de reconstituir un pasado que no esté signado por héroes ni por mártires ni por verdugos ni por dos demonios. Aunque todos hayamos sido y tenido un poco de eso. Algo parecido a esto escribí y vengo escribiendo desde 2003, cuando concluí mi libro Maldito tú eres.”

Lo suyo es proponer una nueva mirada sobre la década del ´70. Que esa mirada no tenga nada de novedoso carece de importante. Además, para seguir haciendo alarde de su modestia, nuestro héroe indica que en 2003 ya sabía por dónde venía la cosa. Cabe decir que una monstruosidad como el ascenso de Milani tiene que ser defendida por argumentos monstruosamente estúpidos. Y Brienza sabe mucho de esto.

“No me interesa mirar el pasado reciente con ojos de verdugo ni de mártir ni de héroe. No necesito hacerlo, por otra parte, ya que era un niño durante la dictadura militar. Aspiro a mirarlo con todas sus complejidades, con todas sus contradicciones, con toda la angustia que genera el mal absoluto del que podemos ser parte. Sencillamente, aspiro a mirar ese pasado con ojos de hombre. Es cierto, es una tarea titánica. Pero, quizás, sea la única forma en que podamos lograr que el horror no vuelva a repetirse.”

El argumento, dejando de lado todas las frases que muestran lo pagado de sí mismo que es este lamentable personaje, puede sintetizarse así: todos los habitantes del país, mayores de edad en 1976, son responsables de la dictadura porque no hicieron nada contra ella. Sólo quedan al margen los militantes de las organizaciones revolucionarias que fueron secuestrados, encarcelados o asesinados. Para el resto de los habitantes hay que aplicar la frase “algo habrán hecho” para justificar su supervivencia. Como sobrevivieron, fueron cómplices de la dictadura. Hay que ser un cínico descomunal para escribir semejante disparate y afirmar que constituye una “nueva mirada”. Véase el siguiente párrafo:

“Si una persona supo y no denunció, permítame añadirle una gran cuota de complicidad con lo que estaba ocurriendo en aquellos años duros. Si usted no está muerto, si usted no fue torturado, perseguido, encarcelado, si no se exilió –incluso esto puede discutirse– es porque prestó algún grado de consentimiento con los paladines del horror en la Argentina. No digo que haya golpeado las puertas de los cuarteles –como hicieron muchos–, tampoco que haya aplaudido a viva voz los desaguisados económicos de la "plata dulce", ni que haya aceptado el trabajo que había dejado vacante el "desaparecido". Tampoco lo acuso de haber sido aquel que levantó el teléfono para denunciar a su vecino a la policía porque andaba en algo raro. Pero si usted estuvo allí y puso cara de nada, permítame decirle: algo habrá hecho o, al menos, algo no habrá hecho para seguir con vida.

La dictadura militar no fue, por tanto, una confrontación entre clases y grupos sociales, con vencedores y vencidos. Nada de eso. La “nua mirada” de Brienza propone concebirla como un inmenso teatro donde se dirimían dilemas morales. Todo pasa por el individuo y su responsabilidad. El pueblo (para usar un término que pueda entender Brienza) es una suma mecánica de individuos, cada uno de los cuales decide el curso de su destino. ¡Y es este amontonamiento de lugares comunes lo que se propone como una “nueva mirada”, como “mirar el pasado con ojos de hombre”!

Brienza, además, pone especial empeño en mostrar que la clase media “progresista” fue responsable de la dictadura. No podía ser de otra manera, puesto que son precisamente los “progresistas” del kirchnerismo quienes muestran, dentro de las filas del oficialismo, las mayores dudas respecto al nombramiento de Milani.

“la dictadura tuvo no sólo complicidad en los sectores dominantes como empresarios, sacerdotes, políticos y periodistas, también tuvo consenso social, también fue apoyada por mayorías. Y, claro, por la clase media, incluso por muchos de sus integrantes que, en los primeros setenta miraron con simpatía a la "juventud maravillosa", que luego pidió a los gritos un poco de orden, que vivieron las fiestita del "deme dos" en Miami y que, a la vuelta de la esquina repitieron a diestra y siniestra con carita de buena gente "yo te juro que ni sabía lo que estaba pasando". (Cualquier parecido con lo ocurrido con el menemismo y la corrupción, aun sin el mismo nivel de tragedia, no es mera coincidencia). Si usted está dentro de esta categoría, le voy a ser sincero: prefiero que se saque la careta y me diga que sí, que es verdad, que usted fue cómplice de la dictadura –aunque no ejecutor de los delitos de lesa humanidad–, que usted comparte ideológicamente lo sucedido y que, bueno, "alguien tenía que hacer el trabajo sucio y les toco a los militares". Pero no me haga un "progre desentendido" ni un demócrata de Teoría de los Dos Demonios. No le sienta bien.”

O sea, todos somos cómplices de la dictadura, y la clase media más cómplice que nadie. Por lo tanto, como nadie está libre de pecado, nadie puede arrojarle ni una piedra al teniente general Milani.

La dictadura, despojada de carácter político, transformada en un dilema moral, pierde toda carnadura. Si se dice esto de Milani, ¿qué sentido tuvo juzgar a Videla, a Massera, etc., etc.? Si se acepta la argumentación de Brienza, ellos también fueron movidos por las “circunstancias”.  Si todos somos culpables, para qué recargar el peso de la culpa sobre unos pocos.

Nuestro héroe parece percatarse de ello y redacta un párrafo confuso para tratar de salir del paso:

“Ni olvido, ni perdón, ni reconciliación. Simplemente Justicia. Delimitar las responsabilidades y las acciones delictivas de los hombres en el marco de sus circunstancias. Ser certeros a la hora de delimitar las complicidades efectivas tanto civiles como empresariales. Pero sin sobreactuaciones. El Estado debe recomponer el valor de justicia y equilibrio en un país donde era más fácil torturar y asesinar a miles de personas que robarse un sánguche del escritorio de un juez. La impunidad genera anomia en cualquier sociedad humana.

“Sin sobreactuaciones”. No se nos ocurra impugnar los crímenes de un oficial de inteligencia devenido en jefe del Ejército. No se nos ocurra indignarnos porque la ministra de Desarrollo Social, Alicia Kirchner, haya sido funcionaria de la dictadura, no se nos ocurra enojarnos porque hubo dirigentes sindicales simpatizantes del kirchnerismo que colaboraron con los servicios de inteligencia durante la dictadura. El cinismo requiere serenidad, no sobreactuación. A tragar sapos, pero con calma.

La “nueva mirada” es, por tanto, una vuelta de tuerca sobre la vieja frase “algo habrán hecho”. La dictadura deja de ser un episodio de la lucha de clases en la Argentina moderna y pasa a transformarse en el “horror”, la “maldad absoluta” y otras zonceras por el estilo. Esto permite no sólo disculpar a Milani, sino perder de vista que la distribución del poder en la sociedad actual deriva de ese hecho histórico fundamental que es la derrota de los trabajadores en 1976. 

Es por eso que hoy tenemos a Hernán Brienza escribiendo editoriales, y no a Rodolfo Walsh.


Congreso, martes 7 de enero de 2014

sábado, 23 de marzo de 2013

24 DE MARZO, O DE CÓMO LA DICTADURA MILITAR GOZA DE BUENA SALUD



A 37 años del golpe militar de 1976 la consigna “Nunca más” se está plasmando en los juicios a los genocidas y en el repudio generalizado de la sociedad a los crímenes cometidos por la dictadura de Videla y cía. Todavía falta mucho por hacer, pero el gobierno “nacional y popular” ha tomado la senda del juicio y castigo a los genocidas. No sólo los militares están siendo llevados a los tribunales. El gobierno de los Derechos Humanos también ha puesto la lupa sobre los cómplices civiles de la dictadura. 

Todo marcha bien. La justicia se impone. Nunca más…

Un artículo dedicado a otro aniversario del golpe del 24 de marzo de 1976 bien podría empezar de este modo. O, empezar mentando el recuerdo de las compañeras y compañeros desaparecidos, de cómo su lucha no fue en vano y de cómo las nuevas generaciones han levantado sus banderas. 

Nada de esto sería honesto…

En el país del “Nunca más”, de los juicios a los genocidas, del repudio generalizado a la dictadura, de los cientos y miles de discursos y jornadas conmemorativas, de la proliferación de espacios dedicados a la “memoria”, la herencia de la dictadura sigue más presente que nunca.

¿Cómo es posible afirmar esto si los juicios a los genocidas son una realidad tangible y ni aún los fachos empedernidos se animan a defender abiertamente a la dictadura?

La respuesta se encuentra en la realidad misma.

“En estos días, también hubo un encuentro en uno de los salones de Diagonal Sur al 600 (Secretaría de Comercio) con industriales de primera línea en productos alimentarios. Allí el hecho llamativo –‘la sorpresa”, califican otros– fue la postura que asumió un directivo de la firma azucarera Ledesma, del grupo Blaquier. «El mercado está totalmente abastecido, y si hubiera alguna necesidad extra en estos 60 días, tenemos stock suficiente para atenderla y asegurar la reposición», garantizó el representante industrial. No es poco, proviniendo además de un grupo cuya cabeza principal (Carlos Pedro Blaquier) ha quedado seriamente comprometido por los juicios de lesa humanidad y la presunta participación y colaboración en secuestros seguidos de desaparición o muerte en Tucumán.” (Página/12, 10 de febrero de 2013. Nota firmada por Raúl Dellatorre)

No es una anécdota sacada de contexto. Ledesma, empresa que resolvió sus problemas laborales recurriendo a los servicios de los militares en la tristemente célebre “Noche del Apagón", expresa la concentración del capital que fue uno de los objetivos perseguidos por los milicos.

La dictadura se hizo, entre otras cosas, para mostrarle a la negrada que con el capital no se jode. Ledesma puede dar cuenta de la verdad de este aserto.

La dictadura no fue el producto de la maldad intrínseca de los militares argentinos, ni tampoco una confrontación teñida de un romanticismo trágico entre jóvenes idealistas que peleaban por una sociedad más justa y un montón de torturadores y asesinos amantes de todo lo retrógrado. Fue, ante todo, un esfuerzo racional y consecuente para resolver la crisis del capitalismo argentino en beneficio del gran capital (del que forma parte, por supuesto, Ledesma). La maldad (y la hubo a mares) estuvo al servicio de un proyecto de país cuyo eje era el sometimiento de la clase trabajadora. 

1976 no se comprende sin 1945 y sin 1969. El 17 de octubre marcó la irrupción de la clase trabajadora en la política argentina. Exagerando un poco, puede afirmarse que la clase obrera creó a Perón y al peronismo. El 17 de octubre puso límites a la burguesía argentina. A partir de allí y hasta 1976, los sucesivos intentos de reestructuración del capitalismo en nuestro país tropezaron con la capacidad de resistencia de la clase obrera. Esta poseía una conciencia reformista, es cierto, pero esta conciencia se oponía a ser pisoteada por los empresarios preocupados por la “eficiencia” y la “productividad”. 

El Cordobazo representó la irrupción del clasismo en la escena política del país. Si el 17 de octubre puede ser visto como el momento de toma de confianza por parte de la clase trabajadora, el Cordobazo abrió las puertas para que la lucha obrera fuera no sólo salarial. El Cordobazo constituye el momento en que la clase obrera argentina, a los tropezones y de modo desparejo y desprolijo, comienza a cuestionar el orden capitalista existente. 

La combinación de los efectos del 17 de octubre y del Cordobazo fue la causa profunda del golpe militar de 1976.

Que se entienda. No estoy diciendo que los obreros fueran bolcheviques en vísperas del golpe. La mayoría de los trabajadores eran peronistas, ni más ni menos. Pero el peronismo del período 1945-1976 era plebeyo, a diferencias de los peronistas del período posdictatorial. Esto a despecho de Perón, Vandor y tantos otros dirigentes. A pesar de adherir mayoritariamente al reformismo, la clase obrera era irreductible a los ajustes capitalistas. El fracaso del Rodrigazo en 1975 es el mejor ejemplo de la capacidad de resistencia de los laburantes y de su poder para imponer límites a los capitalistas.

El 24 de marzo de 1976 fue, sobre todo, un golpe a la clase obrera. Por razones que no podemos analizar aquí, los militares obtuvieron un éxito completo. Cuando Alfonsín asumió el gobierno en diciembre de 1983, ni 1945 ni 1969 eran ya un problema para los empresarios. El peronismo había perdido su carácter plebeyo y ya no asustaba a nadie. El clasismo, sobre el que se había descargado todo el peso de la represión, había quedado reducido a un papel insignificante. 

Es claro que la historia argentina no quedó congelada en 1983. Con posterioridad a los militares, los trabajadores sufrieron otras duras derrotas (¿es preciso recordar aquí al menemismo?). Pero 1976 es el huevo de la serpiente, la condición necesaria para las derrotas subsiguientes. Ledesma conserva su poder de fuego económico gracias a que los militares secuestraron, torturaron y asesinaron a los militantes obreros. 

Entonces, adoptar una actitud triunfalista y decir que los genocidas han encontrado su destino final, que es la cárcel, beneficia al principal heredero de la dictadura, que es la burguesía argentina (tanto la “nacional” como la “multinacional”).Si la dictadura hubiera sido derrotada no existiría, por ejemplo, Nordelta. No habría, por ejemplo, un tercio (y más) de trabajadores “en negro”. Los empresarios no levantarían sus ganancias “con pala”.

Mal que nos pese, todos nosotros seguimos moviéndonos dentro de los límites que la dictadura puso a la política. Así, por ejemplo, podemos repudiar a los genocidas octagenarios, pero consideramos como un hecho natural la dictadura de los empresarios en nuestros trabajos. 

Néstor Kirchner mandó sacar un cuadro de Videla, pero Ledesma sigue siendo una empresa monopólica. 

Hoy, 24 de marzo de 2013, combatir el legado de la dictadura es una tarea impostergable. Pero el combate no tiene que ser por la decoración de interiores, sin una lucha contra el principal heredero de los militares: la burguesía. Sólo así podremos empezar a clausurar el ciclo histórico iniciado en 1976.


Villa del Parque, sábado 23 de marzo de 2013

viernes, 23 de marzo de 2012

24 DE MARZO

En vísperas de un nuevo aniversario del golpe militar de 1976 vuelven a reiterarse los lugares comunes sobre esta fecha. En algunos casos no está mal, pues para calificar la hijoputez de los valerosos militares argentinos, héroes de la picana, el submarino y el secuestro de bebés, los adjetivos se agotan pronto y abundan las repeticiones. Sin embargo, hay otras reiteraciones que terminan por banalizar el significado político de la fecha, al transformar en liturgia aquello que es parte de nuestra vida cotidiana desde los días del golpe militar. 

Es conveniente empezar diciendo, de una vez por todas, que la dictadura obtuvo un triunfo político rotundo en los objetivos políticos que se propuso, y que la relación de fuerzas sociales que cristalizó mediante el uso concentrado de la violencia (secuestros, torturas y asesinatos) permanece inalterada en nuestros días. En otras palabras, el proyecto político de la dictadura sigue victorioso, por más que sus ejecutores se hallen absolutamente desprestigiados y sometidos a la acción de los tribunales.

La dictadura militar o, mejor dicho, la clase dominante argentina (cosa que suele olvidarse en muchas de las celebraciones de estos días) se propuso destruir las bases de la capacidad de resistencia de los trabajadores y los sectores populares. Desde que el capitalismo existe, los empresarios producen en función de su tasa de ganancia. La organización de los trabajadores, independientemente de que ésta sea de carácter reformista o revolucionario, es uno de los factores que afecta dicha tasa de ganancia. Traducido al criollo, la organización de los trabajadores jode al capital, porque impide desarrollar plenamente su marca de nacimiento, que es la búsqueda de ganancias siempre crecientes. 

En Argentina, la irrupción de los trabajadores en el centro de la escena política con el peronismo (1945), tuvo como una de sus consecuencias la expansión de los sindicatos y el desarrollo de formas de poder obrero al interior de la fábrica (comisiones internas y delegados). Los sindicatos peronistas no discutían el dominio del capital, pero se mostraban fuertes al momento de discutir las condiciones de venta de los trabajadores en el mercado (la magnitud de los salarios, condiciones laborales, accidentes de trabajo, seguridad social, etc.). Esto ponía en entredicho la capacidad del capital para dictar las condiciones del proceso de producción en particular, y del proceso económico en general.

En la medida en que imperó el modelo de sustitución de importaciones (centrado en un proceso de industrialización basado en el reemplazo de productos importados por bienes producidos en el país), fue posible conciliar relativamente los intereses del capital y de los sindicatos peronistas, pues ambos tenían interés en el mercado interno. Sin embargo, en las fases recesivas de ese modelo, cuando el ritmo de crecimiento industrial se detenía o desaceleraba, los empresarios volvían a cargar sobre los "privilegios" de los sindicatos, pues los percibían como un obstáculo para el desenvolvimiento de las políticas de reestructuración necesarias para salir de la crisis. En este sentido, la tan mentada comunidad de intereses entre capital y trabajo fue una más una especie de guerra fría que una relación armónica.

La situación descripta en el párrafo anterior se agravó durante la dictadura del general Onganía (1966-1970), pues el intento de reestructurar la economía en favor del capital más concentrado dejó sin aire a los sindicatos peronistas, quienes entre 1966-1969 se vieron desplazados de las mesas de negociación. En este marco, y a partir del Cordobazo (1969), rebelión obrera-estudiantil que mostró las potencialidades políticas de los sectores populares, hizo eclosión una corriente de militantes obreros que rechazaba la conciliación con el capital y que ponía en el centro de su acción la lucha de clases entre obreros y empresarios. Además, la aparición de organizaciones guerrilleras fue visualizada por todas las fracciones de la clase dominante como un peligro para la dominación política del capital. En otras palabras, en el período comprendido entre 1969-1976, la clase dominante se sintió jaqueada por la presencia simultánea del peronismo (que, más allá de las políticas de su conductor, simbolizaba la irrupción de la clase obrera en la política argentina), el "clasismo" de muchos militantes obreros y las organizaciones político- militares de los sectores populares. 

A partir de 1969 la clase dominante experimentó una crisis de hegemonía, cuya expresión más significativa fue la incapacidad relativa de dicha clase para establecer los límites del debate político. La organización de los trabajadores y demás sectores populares (insisto, más allá del carácter reformista o revolucionario de dicha organización) ponía un límite bien concreto a cualquier intento de reestructuración capitalista (dirigida, por supuesto, a aumentar la tasa de ganancia). El fracaso del Rodrigazo (1975), un intento brutal por imponer las condiciones del capital a los trabajadores, mostró a las claras el enorme poder de resistencia de la clase trabajadora argentina. Ricardo Balbín, el principal dirigente del radicalismo de esa época, expresó con claridad el problema al hacer referencia a la necesidad de enfrentar a la "guerrilla fabril".

Los militares dieron el golpe con el objetivo primordial de aplastar las distintas formas de organización de los trabajadores. Éste fue el mandato que recibieron del conjunto de la clase dominante (incluyendo aquí a los sectores industriales). Es fundamental enfatizar esta cuestión. Si bien la política económica de la dictadura terminó favoreciendo a ciertas fracciones de la clase dominante, fue el conjunto de ésta la que proporcionó el aliento a la "gesta heroica" de los militares. Para los capitalistas argentinos, concentrados o pymes, nacionales o extranjeros, la organización de los trabajadores era un problema que había que resolver. Y los militares resolvieron el problema con un éxito contundente.

La clase obrera salió de la dictadura debilitada en número y en capacidad de organización; la tercerización, el empleo "en negro" y la desocupación se volvieron características estructurales a partir de 1976. Los sindicatos perdieron poder de negociación y terminaron convirtiéndose en una especie de departamento de recursos humanos de las empresas, cuando no en empresarios exitosos. Todo esto se tradujo en una fenomenal debilidad política. A partir de 1983, con la reinstauración del régimen democrático de gobierno, el capitalismo se volvió el límite de toda propuesta política. La dominación de los empresarios fue aceptada como un fenómeno natural. El socialismo pasó a ser concebido como una "utopía" inofensiva defendida solamente por los "alienígenas" de la izquierda. En este sentido, el éxito de los militares puede mensurarse a partir de lo estrecho de los límites del debate político, que no puede cuestionar de ningún modo la dominación del capital, ni siquiera en un sentido reformista (por ejemplo, plantear la necesidad de mejorar los ingresos del conjunto de los trabajadores, y no sólo los de las capas "privilegiadas"; eliminar la precarización de la relación laboral, etc.). Hoy en día, los trabajadores ni siquiera pueden decidir las condiciones en que viajan a los lugares en que son explotados. Tal vez esto último sirva para entender cabalmente los alcances del éxito de la dictadura.

La crisis terminal experimentada en 2001 por el modelo de acumulación vigente a partir de 1976 pareció marcar un corte con los legados de la dictadura. No obstante ello, y sin entrar a discutir los aspectos del nuevo modelo de acumulación que comenzó a cristalizar a partir de la devaluación de 2002, es preciso hacer notar que la desarticulación de las formas de organización de los trabajadores (insisto, ya sea reformistas o revolucionarias) ha persistido como la herencia más significativa de la dictadura. El debate actual acerca de la necesidad de una mayor intervención estatal en la economía tiene por trasfondo la aceptación de que el capitalismo es la única forma racional (y natural) de organizar el proceso productivo. La frase de Cristina Fernández acerca de la necesidad de superar "el anarcocapitalismo" resume con precisión la derrota de los trabajadores, pues expresa que la única alternativa posible al capitalismo es...el capitalismo.

La dictadura sigue, pues, formando parte de la vida cotidiana. Toda vez que un trabajador es despedido a los dos meses y 29 días de trabajo, para no tener que efectivizarlo, reaparece en toda su dimensión la "revancha clasista" llevada adelante por los militares. La lucha contra la dictadura, que es una lucha actual y no una liturgia, es la lucha por la superación de la fragmentación y por la organización de la clase trabajadora y los sectores populares.

Buenos Aires, viernes 23 de marzo de 2012