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sábado, 14 de marzo de 2015

PROGRESISMO, ESTADO Y DEMOCRACIA: UNA CRÍTICA A HOROWICZ

A Leonardo Norniella

La muerte del fiscal Alberto Nisman puso en el centro del debate político la cuestión de la función de los Servicios de Inteligencia (SI a partir de aquí) y, en un plano más general, el tema del Estado y la democracia. Sin embargo, la ya crónica pobreza de las discusiones políticas en nuestro país hizo que la mayoría de las intervenciones sobre el caso fueran irremediablemente superficiales. Alejandro Horowicz es una de las excepciones a la regla.

Horowicz es autor del artículo “Repensar la inteligencia del Estado”. Allí expone el punto de vista del progresismo sobre la relación entre los SI, el Estado y la democracia. El progresismo, con sus matices, dominó el panorama ideológico argentino posterior a la crisis de 2001; de ahí la importancia de la opinión de Horowicz.

El progresismo es una corriente ideológica que parte de considerar  al capitalismo como la forma más eficiente de organización social (o, si se prefiere, la única forma posible de organizar una sociedad moderna): para los progresistas, el marxismo es anacrónico y/o utópico. Sin embargo, a diferencia de los liberales, quienes aceptan alegremente las reglas de juego del capital, los progresistas ven con disgusto las diferencias sociales que engendra el sistema capitalista. Es por eso que critican el incremento de la desigualdad social y las formas extremas de explotación (por ejemplo, el trabajo “esclavo” en los talleres clandestinos); no obstante, el rechazo de la lucha de clases y aún de la existencia misma de la clase trabajadora, pone a los progresistas en una situación difícil. ¿En qué actor social apoyarse para reformar los aspectos más repugnantes de la sociedad en que vivimos? La respuesta no es novedosa: corresponde al Estado encargarse de resolver los problemas sociales, en tanto representación de los intereses de toda la sociedad. Para que esta solución sea viable es preciso rechazar el concepto clasista del Estado, pues si los organismos estatales defienden los intereses de una clase social particular, resulta imposible que expresen el interés general. De ahí la preferencia de los progresistas por los conceptos de democracia y ciudadanía.  A diferencia del viejo reformismo, que tenía por meta alguna variante de socialismo, el progresismo considera que el capitalismo es el límite último del progreso social. El progresismo es el producto de las fenomenales derrotas del movimiento obrero en las décadas del ’70 y ’80 del siglo pasado, y de la consiguiente reestructuración capitalista.

Horowicz aplica los principios generales del progresismo al análisis de la crisis Nisman. Parte de una pregunta absolutamente pertinente: “¿Por qué todos los Estados mantienen costosos e ineficientes sistemas, que suelen violar las leyes que esos mismos Estados dicen respetar?" Horowicz responde que lo hacen para “evitar la victoria del enemigo”. Nuestro desacuerdo con el autor comienza cuando éste intenta definir el concepto de “enemigo”.

Horowicz sostiene que evitar la victoria del enemigo es equivalente a “conservar el poder”. No se trata, por cierto, del poder de la burguesía, de los empresarios. Reconocer esto implicaría aceptar los presupuestos del análisis marxista, y esto se encuentra vedado a los progresistas, en tanto trasciende su horizonte intelectual. ¿Quiénes son, entonces, los que conservan el poder? Los gobernantes de turno, ni más ni menos. Claro que Horowicz es demasiado inteligente como para presentar las cosas de un modo tan burdo. Su argumento es más complejo.

Horowicz plantea con tino que la calidad del sistema depende del tipo de respuesta que se dé a la definición del “enemigo”. Según él, para encarar esta tarea existen dos programas opuestos de construcción de hipótesis de conflicto: uno, sostiene que la elaboración debe ser pública y, por tanto, quedar sometida a la regulación de la política; otro, plantea que debe basarse en las teorías conspirativas de la historia y, por eso, prefiere el secreto. Este último camino termina por erosionar la calidad de las instituciones y desemboca en una crisis profunda: “Toda la información resulta relevante. Espiar a todos arroja una masa de "información" delicada. Este abordaje impone que la actividad tenga que ser completamente secreta, y por tanto incontrolable. El uso de esa información termina siendo una mercancía. Esto es lo que terminó pasando (…) Bajo un régimen democrático, estas decisiones contienen el núcleo duro de la política y delegarlas sin control equivale a admitir una zona gris fuera del Estado de derecho. Como el "enemigo", como su victoria, debe ser evitado, no importa si se viola el Estado de derecho.”

O sea, el problema no radica en el capitalismo ni en la forma capitalista de nuestra democracia, que permite, por ejemplo, la coexistencia de barrios privados y villas miserias. Nada de eso. Se trata de la elección del programa erróneo de construcción de hipótesis de conflicto. Esta elección es producto de la “democracia de la derrota”, imperante en nuestro país desde 1983, definida por Horowicz como “un sistema donde los mismos hacen lo mismo, se vote a quién se vote”. Frente a este estado de cosas, nuestro autor propone “reconstruir de arriba abajo las FF AA y las policías, siendo orientados ambos cuerpos por un servicio de inteligencia que responda a una agenda política pública, bajo estricto control parlamentario. La privatización de la seguridad parte de aceptar el fracaso de la seguridad pública. Y una sociedad que ni siquiera puede imaginar garantías colectivas ha renunciado al fundamento democrático de su existencia.”

Como buen progresista, Horowicz considera que los Servicios de Inteligencia, las Fuerzas Armadas y la policía son instituciones naturales de la sociedad. No se puede vivir sin ellas y quien piense lo contrario es un utopista que debería dedicarse a tocar la guitarra en una plaza. Como funcionan mal, hay que reformarlas. Ahora bien, ¿quién se encargará de esta “reconstrucción” de los organismos de seguridad? La “sociedad”, quien debe “imaginar garantías colectivas”. Pero esta “sociedad” es un ente abstracto, que carece de sustancia para poner en caja a la policía, el ejército y los SI. Cuando pasamos de la abstracción a lo concreto, la sociedad argentina se caracteriza por una profunda desigualdad entre las clases que la componen. Dicho de modo burdo y a modo de ejemplo, el 35 % de trabajadores se encuentran no registrados, esto es, sus patrones no hacen siquiera los aportes al sistema de seguridad social; como es de esperarse, estos trabajadores tienen muy poco peso a la hora de fijar las políticas públicas, por más que posean el derecho de voto. Y así podríamos multiplicar los ejemplos al infinito. Pretender que esta sociedad concreta se encargue de fijar una agenda pública para los SI implica, en los hechos, dejar las manos libres a la burguesía (aunque este término le suene anacrónico a más no poder a la mentalidad progresista) para fijar dicha agenda. Si en vez de hablar de “sociedad” trasladamos la resolución del problema al Estado, las cosas no cambian en absoluto. El Estado argentino es un Estado de clase, representa los intereses de las clases dominantes. Basta observar el hecho de que dicho Estado no cobra impuestos a las transacciones financieras, mientras cae sobre los trabajadores en forma de impuesto a las ganancias, para comprender su carácter de clase. Sólo un utopista irremediable (y el progresismo retiene para sí lo peor del utopismo) puede pensar que dicho Estado tiene interés en reformar los SI en un sentido democrático.

Llegados a este punto corresponde decir unas palabras sobre la democracia. Desde 1983 en adelante, sin excepción de ningún gobierno, la democracia argentina funcionó como un mecanismo dirigido a fortalecer la dominación de la burguesía. De ahí su incapacidad para modificar en algo el sistema de poder social legado por la dictadura militar. Como es sabido, la dictadura representó una derrota fenomenal para el movimiento obrero. Sobre estas bases se edificó el régimen democrático a partir de 1983. La pervivencia de los mismos personajes al frente de los SI (Stiuso es el caso más emblemático) refleja los límites del régimen, al que Horowicz denomina “democracia de la derrota”. Nuestro Autor propone como solución que el Estado se reforme a sí mismo. Pero la sociedad argentina requiere de SI y demás organismos represivos porque es, en general, una sociedad capitalista, y porque, en particular, es una sociedad parida por la derrota del movimiento obrero y demás sectores populares en 1976.

La única respuesta adecuada para terminar con la “democracia de la derrota” es la remoción de las condiciones que permiten su existencia. En otras palabras, la supresión de las bases del poder de la burguesía argentina. Desde este punto de vista, todo el planteo de Horowicz acerca de la necesidad de una “reforma democrática” de los organismos de seguridad carece de sentido. Estos organismos no tienen que ser reformados, hay que eliminarlos. Su existencia misma impide cualquier reforma de las condiciones en que viven los millones de trabajadores argentinos.



Villa del Parque, sábado 14 de marzo de 2015

miércoles, 26 de diciembre de 2012

APUNTES SOBRE LA ECONOMÍA POLÍTICA DEL PROGRESISMO ARGENTINO


“Cuando rajés los tamangos
buscando ese mango
que te haga morfar...
la indiferencia del mundo
-que es sordo y es mudo-
recién sentirás.”
Enrique Santos Discépolo

En otras oportunidades dediqué entradas de este blog a comentar artículos del economista y periodista Alfredo Zaiat. Más allá de que Zaiat es una rara avis del periodismo económico, pues suele abordar problemas fundamentales recurriendo (y citando) a la bibliografía especializada, y porque procura debatir la argumentación del adversario, sus artículos presentan un interés adicional, pues exponen de manera “popular” los lineamientos principales de la política económica del “kirchnerismo”.

Zaiat puede ser considerado como un exponente del progresismo en economía. El progresismo es aquella corriente política e ideológica que acepta al capitalismo como su horizonte intelectual, pero que se propone “organizarlo” y/o “humanizarlo”. Cuando se produjo el agotamiento del régimen de acumulación de capital conocido como “neoliberalismo” (agotamiento que en la Argentina se experimentó de manera particularmente aguda en 2001-2002), el progresismo tomó la posta y fue creando las condiciones para el surgimiento de un nuevo régimen de acumulación, que se apoyaba en los “logros” de la década menemista (flexibilización laboral, concentración de la producción, privatizaciones), pero adaptándolos a las nuevas realidades del mercado mundial y a los límites impuestos por la rebelión popular de 2001.

Como es lógico, Zaiat defiende con tesón las políticas económicas del “kirchnerismo”. En su artículo “Inflación y empleo”, publicado en la edición del 9 de diciembre de 2012 de PÁGINA/12, se dedica a plantear la cuestión de cuál es el principal problema de la economía argentina. Su argumento gira en torno a la inflación y el empleo, y termina concluyendo que la temática del empleo constituye el problema principal de la economía. 

No es mi objetivo realizar una discusión económica del argumento de Zaiat. Considero más interesante discutir los supuestos políticos de su propuesta de política económica, pues estos supuestos expresan cabalmente los rasgos principales del progresismo en economía.

Para empezar, corresponde situar la argumentación de Zaiat en su contexto concreto. Para ello, nada mejor que sus propias palabras. Según nuestro autor, la inflación representa un problema más (no el más importante) “para quienes no se incorporaron al mercado laboral, que aún sigue fragmentado, por la existencia de una tasa de desocupación del 7,6 por ciento, de subocupación del 8,9 por ciento y de empleo informal de 33,8 por ciento”. 

La primera herramienta para comenzar a comprender la economía es saber sumar y restar. Siguiendo a Zaiat, resulta que el 50,3% de los trabajadores argentinos padece importantes problemas con el empleo. En otras palabras, luego de casi una década de crecimiento económico ininterrumpido, la mitad de los trabajadores tienen una relación precaria o muy precaria con el empleo. Esta constatación dice mucho acerca del poder de los distintos actores sociales en la Argentina, pero nuestro autor omite cualquier referencia al balance del poder político de las distintas clases sociales en nuestro país. Esta omisión sirve de pilar y/o refuerza la idea implícita de que el Estado representa el interés general y de que su objetivo es preservar “la paz social”.

Zaiat utiliza los datos de precariedad laboral para afirmar que la política centrada en la generación de empleo es más importante que aquella tendiente a contener la inflación. Si la mitad de los trabajadores argentinos sufren de precarización, subocupación y/o desocupación, esto significa que para ellos se vuelve más acuciante la cuestión de tener un empleo estable que la cuestión del aumento de los precios. Zaiat, quien probablemente hace tres comidas al día y no tiene problemas de empleo, deja de lado el hecho de que los precarizados, subocupados y/o desocupados también precisan comer (aunque difícilmente hagan las tres comidas al día de Zaiat), y que esto se les dificulta cada vez más en la medida en que siguen subiendo los precios de los alimentos. Nuestro economista prefiere pasar de largo, en buena medida porque el progresismo ha naturalizado (es verdad que en varios casos a regañadientes) la desigual distribución del ingreso en nuestra sociedad, y el hecho de que los “pobres” coman menos, se vistan peor y no puedan acceder a cuestiones elementales de higiene, pasa a formar parte del paisaje para nuestros progresistas. Para el progresismo es fácil mentar la necesidad de una mejor distribución del ingreso, pero tiende a volverse oscuro como la suerte del pobre al momento de plantear medidas concretas para modificar dicha distribución en términos reales.

La economía política progresista ha descartado la posibilidad de construir una forma de organización social distinta del capitalismo. Esta posibilidad ni siquiera es contemplada como utopía; de hecho, para la economía progresista la utopía es alguna forma de capitalismo “organizado” y no el socialismo. En esto hay una aceptación acrítica del balance de fuerzas resultante de las derrotas experimentadas por la clase trabajadora a nivel mundial en las décadas del ’70 al ’90. Si se tiene en cuenta esto, se comprende que para el progresista sólo existe el capitalismo, y que la explotación de los trabajadores es una característica natural del proceso económico. Sin explotación no habría “eficiencia”. Claro que los progresistas ni siquiera mencionan la palabra explotación, pues ella les trae problemas de conciencia. En todo caso, prefieren hablar de “injusticia” o de “desorganización” y/o “anarquía” del capitalismo. Pero, y por más que se adorne la cuestión, el progresismo se ve obligado a girar en torno a qué grado de explotación del hombre por el hombre es aceptable. Este es el corolario necesario de aceptar al capitalismo como el horizonte intelectual. 

Los progresistas toman nota de las derrotas y convierten aquello que es el resultado de la lucha de clases (siempre incierta, siempre indeterminada) en un resultado natural (en el único resultado posible: la victoria del capital). Ellos leen el proceso histórico que pasa por la dictadura militar de 1976, el alfonsinismo y su reconocimiento de la irreversibilidad de los cambios sociales y económicos promovidos por la dictadura, el menemismo y su exaltación del individualismo y del dinero, y dicen: “- Cambiar el mundo es imposible, pues todos los intentos por hacerlo llevan a la derrota. Hay que ser realista y entender que el capitalismo vino para quedarse. Hasta ahora todos los revolucionarios han procurado transformar al capitalismo, pero de lo que se trata es de aceptarlo y, a lo sumo, de organizarlo.” Claro que no es bueno andar por ahí proclamando verdades. Estamos en la época de lo “políticamente correcto” y nuestros progresistas prefieren disfrazar su negación a pensar algo distinto bajo las vestiduras de la “emancipación nacional y social”.

Zaiat expresa con claridad la tendencia esbozada en el párrafo anterior. Luego de reconocer la enormidad de que la mitad de la fuerza de trabajo en Argentina padece serios o muy serios problemas de empleo, plantea la cuestión en términos economicistas, dejando de lado el aspecto político de la cuestión: “Cuando la estrategia económica oficial ubica a la generación de empleo como primordial, para cumplir con esa meta, instrumenta una serie de iniciativas que, en gran medida, son de base inflacionaria. El dilema se presenta de la siguiente manera: minimizar el crecimiento de la economía sin resolver el frente laboral para tener una baja inflación, o alentar un firme crecimiento de la economía para atender el tema empleo generando presión sobre los precios.” O sea, el Estado, supuesto garante de un supuesto “interés general” tiene que optar entre promover la generación de más empleo o bajar la tasa de inflación. Ante este dilema, Zaiat sostiene, como ya señalamos, que el empleo tiene que ser atendido como tema prioritario, pues garantiza un mayor grado de “bienestar emocional” de las personas. Mientras tanto, los trabajadores “en negro”, los desocupados y los subocupados siguen sufriendo bajos niveles de felicidad.

Ahora bien y puesto que la felicidad es algo esquiva en estos tiempos que corren o tiende a concretarse en una serie de mercancías que pueden comprarse en un shopping, prefiero hablar un poco de política, retomando las cifras que Zaiat analiza tan despreocupadamente.
Todo aquel que ha trabajado en “negro”, o ha padecido la desocupación, sabe que encontrarse en estas condiciones implica estar en una situación de extrema debilidad al momento de buscar trabajo o al momento de aceptar las condiciones que imponen los empresarios en el trabajo mismo. Cuando se tiene un trabajo precario, o se es desocupado o subocupado, no hay derecho al pataleo. Estas situaciones suponen una profunda desigualdad política entre el trabajador y el empresario. La precariedad en la situación laboral refuerza el poder político que poseen los empresarios a partir de su control sobre los medios de producción. La precariedad, la desocupación y la subocupación son, pues, fuentes de ganancias extraordinarias para el capital, pues debilitan profundamente la capacidad de resistencia de los trabajadores. Constituyen un problema político fundamental, en la medida en que se entiende por política a las relaciones entre las distintas clases sociales de una sociedad. Claro que esto es invisible para los progresistas, quienes aceptan al capitalismo como horizonte natural de su pensamiento.

Así, por ejemplo, Zaiat sostiene que la inflación, con todos los inconvenientes que origina, expresa la mejoría de la situación de los trabajadores bajo el “kirchnerismo”: “El desarrollo de esa puja distributiva más que un problema es la expresión de vitalidad de la economía, de la intervención activa de dos protagonistas centrales de la sociedad (capital y trabajo) y de las resistencias estructurales a una mejora en el reparto de la riqueza. La inflación es una manifestación de la puja distributiva.” Hay que tener en cuenta que, según nuestro autor, “el aspecto notable de este período inflacionario es que, a diferencia de episodios similares pasados, los trabajadores formalizados y los jubilados no fueron los perdedores por el alza de precios porque los salarios y haberes no retrocedieron en términos reales. Las negociaciones colectivas permitieron negociar aumentos salariales por arriba de cualquier índice de inflación considerado. La suba de salarios, las paritarias y la creación de una importante cantidad de puestos de trabajo, en el marco de un crecimiento sostenido, mejoraron la situación relativa de los trabajadores formales. También fortalecieron a los sindicatos.”

En el párrafo anterior, Zaiat habla de “trabajadores formales”. Pero deja de lado el dato (presentado por él mismo) de que la mitad de los trabajadores no pertenecen a esa condición. La situación del movimiento obrero en la Argentina actual no puede entenderse si ignora el hecho fundamental de que la mitad de los trabajadores se encuentran en una situación laboral precaria y carecen de margen para discutir condiciones laborales y/o salarios. El crecimiento económico experimentado bajo el “kirchnerismo” requirió, entre otras cosas, de la debilidad política de los trabajadores, expresada en los elevados niveles de precariedad (y en la existencia de una enorme heterogeneidad de situaciones entre los trabajadores del sector formal). Esa debilidad política se construyó a partir de la fenomenal derrota del movimiento obrero en 1976 y de las transformaciones en las relaciones laborales llevadas adelante por el peronismo menemista en la década de 1990. No se trata, por cierto, del único factor que explica dicho crecimiento, pero “curiosamente” es un factor ignorado prolijamente por nuestros progresistas. La razón de esta “ignorancia” es simple: si la mitad de los trabajadores tienen que agachar la cabeza y aceptar lo que venga, no es factible pensar en ninguna “emancipación nacional y social” ni en la “profundización de la democracia”. Ninguna autonomía puede construirse sobre la explotación del hombre por el hombre. Reconocer el carácter político de la precariedad laboral supone reconocer que, lejos de ser el estado natural del ser humano, algo huele a podrido en el capitalismo. Significa, en fin, darse la posibilidad de buscar otros horizontes intelectuales distintos al capitalismo.

Zaiat reconoce que el capital y el trabajo son “dos protagonistas centrales de la sociedad”. Pero, fiel a la idea de que el capitalismo es el horizonte de todo pensamiento, concibe a la relación entre ambos como una articulación funcional, como algo necesario para llevar adelante el proceso productivo, en tanto que el Estado opera como el garante de los intereses generales, suprimiendo los abusos que puedan darse en dicha relación. La declamada “emancipación nacional y social” del “kirchnerismo” es, en el mejor de los casos, el intento de “organizar el capitalismo”. 

¿Qué el capitalismo implica necesariamente la explotación del hombre por el hombre? “- Es posible, dirán nuestros progresistas, pero sin capitalismo la economía naufraga y los pobres están peor que bajo la explotación capitalista”. Claro que quienes resuelven cuánta explotación puede soportarse son aquellos que hacen tres comidas al día y no ven a la existencia como una pelea cotidiana por sobrevivir.

Villa del Parque, miércoles 26 de diciembre de 2012.
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