El
historiador británico Eric Hobsbawm (1917-2012) es autor de una trilogía de
obras sobre el siglo XIX (La era de la
revolución, La era del capital, La era del imperio). Su lectura es
imprescindible para la compresión del desarrollo y la expansión del
capitalismo. A esta altura es innecesario afirmar que resulta imposible hacer
sociología sin un profundo conocimiento de la historia.
The Age of Empire, 1875-1914, fue publicada en 1987 (Londres, Weidenfeld and Nicolson). Abarca un periodo
crucial en el desarrollo del capitalismo, cuyos indicadores más notables son la
expansión imperialista, el desarrollo de los regímenes democráticos y el
crecimiento del movimiento obrero y del socialismo.
La
presente ficha está dedicada al capítulo 3, cuyo título es homónimo al del
libro. El capítulo está dividido en dos apartados. En el primero (pp. 65-82) se
presentan las principales características del imperialismo; en el segundo (pp.
83-93), el impacto de la expansión occidental en el resto del mundo y el
significado de los aspectos “imperialistas” del imperialismo para los países
metropolitanos.
Nota bibliográfica:
Trabajé
con la traducción española de Juan Faci Lacasta: Hobsbawm, E. (1998). La era del imperio, 1875-1914. Buenos
Aires: Crítica. Entre corchetes figuran los comentarios y elaboraciones a
partir del texto.
Hobsbawm
indica que el período 1875-1914 se caracterizó por la aparición de un nuevo
tipo de imperio, el imperio colonial.
La supremacía económica y militar de los países capitalistas, incuestionada
desde mucho tiempo atrás, se convirtió en conquista, anexión y administración
formales de vastos territorios de África, Asia y Polinesia. La excepción fue el
continente americano que, si bien constituía una dependencia económica de los
países desarrollados, mantuvo su independencia política formal. [1]
El
mundo (las zonas mencionadas arriba) fue repartido entre Reino Unido, Francia,
Alemania, Italia, los Países Bajos, Bélgica, EE.UU. y Japón.
El
término imperialismo apareció en la
década de 1870 y su uso se generalizó en la década de 1890. Se lo utilizó para
designar la expansión colonial de las metrópolis capitalistas. El término
adquirió la dimensión económica que conserva hasta la actualidad.
El
imperialismo fue objeto de un debate, desarrollado especialmente entre los
marxistas. La contribución más significativa fue la de V. I. Lenin (1870-1914),
quien afirmó que la expansión colonial era uno de los aspectos de la nueva
etapa del capitalismo. Dicha expansión permitía la explotación del mundo por
las metrópolis y esto resultaba esencial para las potencias capitalistas. Por
su parte, los participantes no marxistas señalaron que no existía conexión
entre el imperialismo y la etapa contemporánea del capitalismo; en otras
palabras, rechazaban que se tratase de un fenómeno de carácter económico
(aunque reconocían que tenía aspectos económicos) y proponían explicaciones
para la expansión colonial basadas en aspectos psicológicos, ideológicos,
culturales y políticos.
Hobsbawm
apunta que “nadie habría negado en la década de 1890, de que la división del
globo tenía una dimensión económica” (p. 71). Por supuesto, afirmar la relación
entre economía e imperialismo no alcanza para explicar el segundo. [No hay que
cansarse de repetir que la teoría social siente horror – o, mejor dicho, debe
sentir – frente a las explicaciones monocausales.]
El
imperialismo tiene que ser puesto en el contexto más general de globalización
de la economía [La conformación del mercado mundial, tal como indicaron Marx y
Engels en el Manifiesto comunista
(1848)]:
“El acontecimiento más
importante en el siglo XIX es la creación de una economía global, que penetró
de forma progresiva en los rincones más remotos del mundo, con un tejido cada
vez más denso de transacciones económicas, comunicaciones y movimiento de
productos, dinero y seres humanos que vinculaba a los países desarrollados
entre sí y con el mundo subdesarrollado.” (p. 71).
La
globalización de la economía capitalista implicó un enorme desarrollo de la red
de transportes: la flota mercante, que había pasado de 10 a 16 millones de
toneladas en el período 1840-1870, se duplicó en los cuarenta años siguientes;
los ferrocarriles se ampliaron de 200.000 km. en 1870 hasta más de un millón de
km. en vísperas de la PGM.
La
expansión de los transportes respondía a la creciente demanda de materias
primas y productos alimenticios por parte de las metrópolis capitalistas.
Muchos de los materiales requeridos por las nuevas tecnologías eran producidos
en las regiones subdesarrolladas. Era el caso del petróleo, el cobre, el
estaño, el oro y los diamantes, etc.
“Estos acontecimientos no cambiaron
la forma y las características de los países industrializados o en proceso de
industrialización, aunque crearon nuevas ramas de grandes negocios cuyos
destinos corrían paralelos a los de zonas determinadas del planeta, caso de las
compañías petrolíferas. Pero transformaron el resto del mundo, en la medida en
que lo convirtieron en un complejo de territorios coloniales y semicoloniales
que progresivamente se convirtieron en productores especializados de uno o dos
productos básicos para exportarlos al mercado mundial, de cuya fortuna
dependían por completo.” (p. 73).
La
demanda de las metrópolis capitalistas permitió el crecimiento de los países
dependientes. Esto fue especialmente notorio en las colonias de población
blanca (Australia, Canadá, Nueva Zelandia. También fue el caso de países
formalmente independientes como Argentina o Uruguay). Sin embargo, ninguno de
ellos siguió un camino de industrialización. “Sea cual fuere la retórico
oficial, la función de las colonias y de las dependencias no formales era la de
complementar las economías de las metrópolis y no la de competir con ellas.”
(p. 74). En cambio, los países dependientes de población no blanca se
beneficiaron con el alza de los precios de las materias primas y de los
alimentos (situación que se prolongó, en rigor, hasta la gran crisis de
1929-1933), pero se concentraron en la producción de uno o dos productos de
exportación y sufrieron fuertes crisis cuando caía el precio de sus productos
exportables; en ellos y a diferencia de los anteriores, el crecimiento fue
mucho más acotado. Además, los beneficios del comercio exterior eran acaparados
por las clases dominantes, constituidas generalmente por terratenientes o
grupos ligados al comercio de ultramar, quienes promovían una política de bajos
salarios para potenciar sus beneficios.
Hobsbawm
examina cada una de las explicaciones de la expansión colonial:
a)
La
presión del capital para encontrar inversiones más favorables que las que se
podían realizar en el interior de las metrópolis capitalistas. Debe ser
descartada, porque el flujo de las inversiones (se refiere aquí al caso
británico) se dirigía a las colonias en rápida expansión, sobre todo a las de
población blanca.
b)
La
búsqueda de mercados. Los capitalistas de las metrópolis pensaban que las
crisis de sobreproducción [La existencia de grandes cantidades de mercancías
que no encontraban compradores.] podían ser resueltas por medio de la posesión
de colonias, que funcionarían como mercados de salida para el exceso de
producción.
c)
Las
consideraciones de orden estratégico. El caso emblemático es Gran Bretaña,
interesada en proteger las rutas que conducían al núcleo de su imperio
colonial: la India.
Hobsbawm
rechaza los argumentos que separan la expansión imperialista de la situación de
la economía capitalista. Agrega, además, otra consideración. El imperialismo
“ayudaba a crear un buen cemento ideológico”:
“De forma más general, el
imperialismo estimuló a las masas, y en especial a los elementos potencialmente
descontentos, a identificarse con el Estado y la nación imperial, dando así, de
forma inconsciente, justificación y legitimidad al sistema social y político
representado por el Estado. En una era de política de masas (…) incluso los
viejos sistemas exigían una nueva legitimidad.” (p. 79).
El
atractivo del imperialismo se hizo sentir entre las nuevas clases medias y los
trabajadores administrativos, “cuya identidad social descansaba en la
pretensión de ser los vehículos elegidos del patriotismo.” (p. 79); fue menos
importante o menos extendido entre los trabajadores. Como quiera que sea, la
dominación sobre poblaciones de piel oscura tuvo arraigo popular en las
metrópolis capitalistas: un sentimiento de superioridad unía a los hombres
blancos occidentales. Hasta el trabajador más modesto era un “señor” en las
colonias.
La
expansión colonial motivó un ascenso de la acción misionera: protestantes y
católicos se esforzaron por convertir a los indígenas. Pero los indígenas
apenas fueron incorporados a las filas eclesiásticas. La Iglesia católica
consagró los primeros obispos asiáticos recién en la década de 1920.
La
izquierda (Hobsbawm se refiere sobre todo a los socialistas) fue
antiimperialista. Sin embargo, “el socialismo fue hasta 1914 un movimiento de
europeos y emigrantes blancos o de los descendientes de éstos. (…) El
colonialismo era para ellos una cuestión marginal.” (p. 82). Lenin fue la
excepción, pues consideraba que la periferia del capitalismo mundial estaba
dotada de “material inflamable” para la revolución.
Al
final del primer apartado, Hobsbawm sintetiza su noción de imperialismo:
“Era [el imperialismo] el
producto de una época de competitividad entre economías nacionales capitalistas
e industriales rivales que era nueva y que se vio intensificada por las
presiones para asegurar y salvaguardar mercados en un período de incertidumbre
económica (…). Formaba parte de un proceso de alejamiento de un capitalismo
basado en la práctica privada y pública del laissez-faire,
que también era nuevo, e implicaba la aparición de grandes corporaciones y
oligopolios y la intervención cada vez más intensa del Estado en los asuntos
económicos. Correspondía a un momento en que las zonas periféricas de la
economía global eran cada vez más importantes.” (p. 82).
En
el segundo apartado Hobsbawm examina las consecuencias económicas y políticas
de la colonización. Pone en primer lugar el caso de Gran Bretaña. Los ingleses
concentraron sus inversiones en Canadá, Australia y América Latina (en 1914, la
mitad de todo el capital público a largo plazo emitido ese año se hallaba en
dichos lugares). El capitalismo inglés obtuvo importantes beneficios de la
explotación colonial de India y Sudáfrica. Sin embargo, la política
imperialista inglesa tenía carácter defensivo; se trataba de preservar espacios
geográficos frente a la expansión de potencias rivales.
Alemania
y EE.UU, los dos grandes rivales económicos de Gran Bretaña, no dependían de
sus imperios coloniales (mínimo en el caso norteamericano) para expandir sus
economías. En cambio, Francia, más atrasada en su desarrollo, conquistó
numerosas colonias.
“Podemos establecer algunas
conclusiones con cierta seguridad. En primer lugar, el impulso colonial parece
haber sido más fuerte en los países metropolitanos menos dinámicos desde el
punto de vista económico, donde hasta cierto punto constituían una compensación
potencial para su inferioridad económica y política frente a sus rivales, y en
el caso de Francia, de su inferioridad demográfica y militar. En segundo lugar,
en todos los casos existían grupos económicos concretos – entre los que se
destacan los asociados con el comercio y las industrias de ultramar que
utilizaban materias primas procedentes de las colonias – que ejercían una
fuerte presión en pos de la expansión colonial, que justificaban, naturalmente,
por las perspectivas de los beneficios para la nación. En tercer lugar,
mientras que algunos de esos grupos obtuvieron importantes beneficios de esa
expansión (…), la mayor parte de las nuevas colonias atrajeron escasos
capitales y sus resultados económicos fueron mediocres. En resumen, el nuevo
colonialismo fue una consecuencia de una era de rivalidad económica-política
entre economías nacionales competidoras, rivalidad intensificada por el
proteccionismo. Ahora bien, en la medida en que ese comercio metropolitano con
las colonias se incrementó en porcentaje respecto al comercio global, ese
proteccionismo tuvo un éxito relativo.” (p. 86).
A
continuación, Hobsbawm analiza los aspectos culturales de la expansión imperialista.
En
los países dependientes, los cambios afectaron “a las elites indígenas, aunque
hay que recordar que en algunas zonas, como en el África subsahariana, fue el
imperialismo o el fenómeno asociado de las misiones cristianas, el que creó la
posibilidad de que aparecieran nuevas elites sociales sobre la base de una
educación a la manera occidental.” (p. 86). La gran masa de la población de
esos países mantuvo su forma de vida con pocas modificaciones. Sin embargo, el
impacto sobre las elites, que puede denominarse occidentalización (la adopción de costumbres y formas de pensar
propias de Europa occidental), sentó las bases para el posterior desarrollo del
nacionalismo y las luchas antiimperialistas. Menciona como ejemplo a Gandhi
(1869-1948). En síntesis, “la era del imperio creó una serie de condiciones que
determinaron la aparición de líderes antiimperialistas y, asimismo, las
condicionas que (…) comenzaron a dar resonancia a sus voces.” (p. 88).
Respecto
a la influencia de los países dependientes sobre las metrópolis. Salvo el caso
de las vanguardias artísticas, que consideraron
en un pie de igualdad a las producciones artísticas del mundo
subdesarrollado, surgió la novedad,
“de que cada vez más y de forma
más general se consideró a los pueblos no europeos y a sus sociedades como
inferiores, indeseables, débiles y atrasadas, incluso infantiles. Eran pueblos
adecuados para la conquista o, al menos, para la conversión a los valores de la
única civilización real, la que representaban los comerciantes, las misiones y
los ejércitos de hombres armados, que se presentaban cargados de armas de fuego
y de bebidas alcohólicas. En cierto sentido, los valores de las sociedades
tradicionales no occidentales fueron perdiendo importancia para su
supervivencia en un momento en que lo único importante eran la fuerza y la
tecnología militar.” (p. 89).
El
desdén y el desprecio fueron las actitudes más comunes del europeo medio hacia
los pueblos conquistados. Sólo algunos misioneros y funcionarios coloniales se
esforzaron por comprender las diferencias entre la sociedad occidental y las
sociedades colonizadas.
Hobsbawm
cierra el capítulo señalando que a finales del siglo XIX comenzó a cundir
cierta preocupación entre intelectuales y funcionarios de los países
imperialistas. Existía la conciencia de la enormidad de los territorios
conquistados, de la magnitud de las poblaciones sometidas y de los exiguos
recursos de las metrópolis para sostener esa dominación. El temor al despertar
de los pueblos conquistados se expresó en diversos escritos. [2] Esta cuestión
se hallaba ligada a la expansión de las ideas democráticas, pues ellas
aparecían como la antítesis de la dominación imperialista.
Parque
Avellaneda, viernes 11 de octubre de 2019
NOTAS:
[1]
Argentina y Uruguay son caracterizadas como “territorios coloniales «honoríficos»”
de Gran Bretaña. (p. 75).
[2]
Varios intelectuales pensaban que la industria y las tareas más pesadas serían
desplazadas hacia las colonias. Las metrópolis quedarían reducidas a la situación
de “rentistas”.
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