El
historiador británico Eric Hobsbawm (1917-2012) es autor de una trilogía de
obras sobre el siglo XIX (La era de la
revolución, La era del capital, La era del imperio). Su lectura es
imprescindible para la compresión del desarrollo y la expansión del
capitalismo. A esta altura es innecesario afirmar que resulta imposible hacer
sociología sin un profundo conocimiento de la historia.
The Age of Empire, 1875-1914, fue publicada en 1987 (Londres, Weidenfeld and Nicolson). Abarca un
periodo crucial en el desarrollo del capitalismo, cuyos indicadores más
notables son la expansión imperialista, el desarrollo de los regímenes
democráticos y el crecimiento del movimiento obrero y del socialismo.
La
presente ficha está dedicada al capítulo 4, cuyo título es “La política de la
democracia”.
Nota bibliográfica:
Trabajé
con la traducción española de Juan Faci Lacasta: Hobsbawm, E. (1998). La era del imperio, 1875-1914. Buenos
Aires: Crítica. Entre corchetes figuran los comentarios y elaboraciones a
partir del texto.
Abreviaturas:
PGM
= Primera guerra mundial.
En
el último tercio del siglo XIX el problema fundamental de la política de la
sociedad burguesa era la cuestión de su democratización.
La experiencia de la Comuna de París (1871) [1] produjo una “crisis de histeria
internacional” entre los gobernantes europeos y puso en el centro del debate
político la cuestión de la democracia. La burguesía estaba preocupada porque
una expansión del derecho de voto podía poner en peligro su dominación.
“¿Qué ocurriría en la vida
política cuando las masas ignorantes y embrutecidas, incapaces de comprender la
lógica elegante y saludable de las teorías del mercado libre de Adam Smith [1723-1790],
controlaran el destino político de los estados? Tal vez tomarían el camino que
conducía a la revolución social, cuya efímera reaparición en 1871 tanto había
atemorizado a las mentes respetables. Tal vez la revolución no parecía
inminente en su antigua forma insurreccional, pero ¿no se ocultaba acaso, tras
la ampliación significativa del sufragio más allá del ámbito de los poseedores
de propiedades y de los elementos educados de la sociedad? ¿No conduciría eso
inevitablemente al comunismo (…)? (p. 95).
Hobsbawm
resume el dilema del liberalismo del
siglo XIX:
“Propugnaba la existencia de
constituciones y de asambleas soberanas elegidas que, sin embargo, luego
trataba por todos los medios de esquivar actuando de forma antidemocrática, es
decir, excluyendo del derecho de votar y de ser elegido a la mayor parte de los
ciudadanos varones y de la totalidad de las mujeres.” (p. 95).
La
burguesía restringía el derecho de voto para preservar su dominación política.
Sin embargo, a partir de 1870 se hizo evidente que la democratización de la
política era inevitable:
“El mundo occidental,
incluyendo en él a la Rusia zarista a partir de 1905, avanzaba claramente hacia
un sistema político basado en un electorado cada vez más amplio dominado por el
pueblo común.” (p. 97).
En
vísperas de la PGM, el proceso de democratización había registrado grandes
avances en los países de Europa occidental. Entre el 30 y el 40% de la
población adulta gozaba del sufragio universal. El voto femenino comenzaba, de
modo muy incipiente, a plasmarse. [2]
Los
políticos burgueses veían con malos ojos esta ampliación de derechos, pero
entre 1880 y 1914 se resignaron a lo inevitable. De manera creciente, para
ellos se trataba de encontrar los mecanismos más eficaces para manipular el
voto y evitar que su dominación política y económica se viera socavada.
Ensayaron toda una batería de medidas (existencia de dos cámaras legislativas,
con un Senado mucho más restrictivo, colegios electorales – elección indirecta
para los cargos públicos -, sufragio censitario (que podía incluir una
cualificación educativa), manipulación de los distritos electorales, votaciones
públicas para intimidar a los votantes, fraude, etc.
La
ampliación del sufragio dio origen a un nuevo sistema político, centrado en “la
movilización política de las masas para y por las elecciones, con el objetivo
de presionar a los gobiernos nacionales.” (p. 97). Surgieron movimientos y
partidos de masas, la política de propaganda de masas, los medios de
comunicación de masas. Para los políticos se volvió imposible adoptar la
“sinceridad” en sus discursos, pues sus palabras llegaban rápidamente a la masa
de los electores. Se inauguró una época de hipocresía política.
Las
masas que se movilizaban en la acción política estaban constituidas por: a) la
clase obrera, “que se movilizaba en partidos y movimientos de base clasista”
(p. 99); b) la pequeña burguesía tradicional, compuesta por maestros artesanos
y pequeños tenderos, cuya posición era socavada por el desarrollo de la
economía capitalista; c) los campesinos. Sin embargo, este último grupo nunca
se movilizó políticamente como clase independiente; d) los cuerpos de
ciudadanos unidos por lealtades sectoriales, como la religión o la
nacionalidad.
La
conformación de partidos políticos de carácter religioso (católicos,
protestantes) se vio imposibilitada por la férrea oposición de la Iglesia a la
Modernidad. Los católicos no tuvieron más remedio que apoyar a partidos
conservadores o nacionalistas, en vez de conformar sus propias organizaciones.
El
partido de masas disciplinado era la
forma más extrema de la movilización política de masas. Se dio poco durante el
período estudiado, salvo el caso del partido socialdemócrata alemán. No
obstante, se fueron manifestando sus elementos constitutivos:
a)
Las
organizaciones que conformaban su base. “El partido de masas ideal consistía en
un conjunto de organizaciones o ramas locales junto con un complejo de
organizaciones, cada una también con ramas locales, para objetivos especiales
pero integradas en un partido con objetivos políticos más amplios.” (p. 103).
b)
Partidos
ideológicos, en el sentido de que “eran algo más que simples grupos de presión
y de acción para conseguir objetivos concretos. (…) A diferencia de esos grupos
con intereses específicos, aunque ciertamente poderosos, el nuevo partido
representaba una visión global del mundo. (…) La religión, el nacionalismo, la
democracia, el socialismo y las ideologías precursoras del fascismo de
entreguerras constituían el nexo de unión de las nuevas masas movilizadas,
cualesquiera que fueran los intereses materiales que representaban también esos
movimientos.” (p. 103).
c)
Promovían
movilizaciones locales, que escapaban de los marcos locales de la acción
política anterior. Los partidos de masas “Quebrantaron el viejo marco local o
regional de la política, minimizaron su importancia o lo integraron en
movimientos mucho más amplios.” (p. 104).
La
paulatina conformación de partidos de masas y las nuevas formas de movilización
política socavaron las estructuras que permitían el predominio de los “notables”
locales. Surgió una nueva política. Pero no se trató de una política de la “igualdad”,
en la que los participantes se relacionaban entre sí de igual a igual:
“La democracia que ocupó el
lugar de la política dominada por los notables – en la medida en que consiguió
alcanzar ese objetivo – no sustituyó el patrocinio y la influencia por el «pueblo»,
sino por una organización, es decir, por los comités, los notables del partido
y las minorías activistas.” (p. 105).
Los
partidos de masas no eran repúblicas de iguales. Su estructura jerárquica
sirvió de base a los movimientos revolucionarios del siglo XX:
“El binomio organización y
apoyo de masas les otorgaba [a esos partidos] una gran capacidad: eran estados potenciales. De hecho, las
grandes revoluciones [del siglo XX] sustituirían a los viejos regímenes,
estados y clases gobernantes por partidos y movimientos institucionalizados
como sistemas de poder estatal.” (p. 105; el resaltado es mío – AM-). [3]
Como
se indicó más arriba, las elites de los países europeos se oponían al proceso
de democratización. Al hacerlo, su argumento podía resumirse en la siguiente
pregunta: “¿No interferiría inevitablemente la democracia en el funcionamiento
del capitalismo y – tal como pensaban los hombres de negocios -, además, de
forma negativa?” (p. 106).
Pero
el desarrollo de la movilización de las masas, que creció gradualmente en las
décadas de 1870 y 1880, hizo insostenible la política de oposición de las
elites a la democratización. Esto se reflejó en el pesimismo de la cultura
burguesa a partir de decenio de 1880, que expresaba “el sentimiento de unos
líderes abandonados por sus antiguos partidarios pertenecientes a unas elites
cuyas defensas frete a las masas se estaban derrumbando, de la minoría educada
y culta (es decir, fundamentalmente, de los hijos de los acomodados), que se
sentían invadidos (…) o arrinconados por la marea creciente de una civilización
dirigida a esas masas.” (p. 108). La irrupción del movimiento obrero como un fenómeno de masas en la década de 1890 no
hizo más que agudizar el problema.
La
respuesta de las elites consistió en integrar a las masas al escenario
político. [4] “Antes o después (…), los gobiernos tenían que aprender a
convivir con los nuevos movimientos de masas.” (p. 109). La burguesía liberal,
que había predominado a mediados del siglo XIX, perdió posiciones en los
Estados europeos con constituciones limitadas o derecho de voto restringido. En
muchos países se conformaron coaliciones para enfrentar los desafíos de la
revolución o de la secesión (el caso de Inglaterra e Irlanda, con los
irlandeses procurando constituir su propio Estado independiente).
No
se produjo una crisis de los valores liberales, más allá del pesimismo
imperante en muchos intelectuales:
“La sociedad burguesa tal vez
se sentía incómoda sobre su futuro, pero conservaba la confianza suficiente, en
gran parte porque el avance de la economía mundial no favorecía el pesimismo. (…)
La sociedad burguesa en conjunto no se sentía amenazada de forma grave e
inmediata, tampoco sus valores y sus expectativas históricas decimonónicas se
habían visto seriamente socavados todavía. Se esperaba que el comportamiento civilizado,
el imperio de la ley y las instituciones liberales continuarían con su progreso
secular.” (p. 110-111).
La
burguesía dirigió su atención al movimiento obrero y socialista. Su propósito
de integrarlo chocó con los empresarios, quienes defendían una política de mano
dura hacia los trabajadores. La política de integración tuvo un éxito relativo:
chocó con los partidos de la 2°
Internacional (de orientación marxista), quienes rehusaron acordar con los
gobiernos; no obstante ello, a partir de 1900 se fortaleció una tendencia
reformista entre los partidos socialistas, cuyo principal teórico fue el
socialista alemán Eduard Bernstein (1850-1932). Como resultado de ello, los
socialistas quedaron divididos entre un ala conciliadora y reformista (más allá
de su retórica revolucionaria) y un ala revolucionaria, que se hallaba
generalmente en minoría (salvo el caso de los bolcheviques en Rusia). Además, “la política del electoralismo de masas,
que incluso la mayor parte de los partidos marxistas defendía con entusiasmo
porque permitía un rápido crecimiento de sus filas, integró gradualmente a esos partidos en el sistema.” (p. 112; el
resaltado es mío – AM-.).
Hobsbawm
describe así la política burguesa:
“Lo cierto es que la democracia
sería más fácilmente maleable cuanto menos agudos fueran los descontentos. Así
pues, la nueva estrategia implicaba la disposición a poner en marcha programas
de reforma y asistencia social, que socavó la posición liberal clásica de
mediados de siglo [XIX] de apoyar gobiernos que se mantenían al margen del
campo reservado a la empresa privada y a la iniciativa individual.” (p. 113).
Esta
nueva política derivó en el incremento de la importancia y el tamaño del
aparato del Estado. La burocracia
creció en número, aunque todavía era muy modesta si se toman en cuenta los
parámetros de la segunda mitad del siglo XX. [5]
El
gran problema político de las elites europeas era el siguiente: “¿Era posible
dar una nueva legitimidad a los regímenes de los Estados y a las clases
dirigentes a los ojos de las masas movilizadas democráticamente?” (p. 114).
Hobsbawm
remarca la importancia del problema, pues “en muchos casos los viejos
mecanismos de la subordinación social se estaban derrumbando” (p. 114). Un
indicador del derrumbe era la caída de los votos de los conservadores y de la
burguesía liberal en Alemania.
Para
enfrentar la crisis de legitimidad,
“Los gobiernos, los
intelectuales y los hombres de negocios descubrieron el ignificado político de
la irracionalidad. (…) La vida política se ritualizó (…) cada vez más y se
llenó de símbolos y de reclamos publicitarios, tanto abiertos como
subliminales. Conforme se vieron socavados los antiguos métodos –
fundamentalmente religiosos – para asegurar la subordinación, la obediencia y
la lealtad, la necesidad de encontrar otros medios que los sustituyeran se
cubría por medio de la invención de la tradición, utilizando elementos antiguos
y experimentados capaces de provocar la emoción, como la corona y la gloria
militar y (…), otros sistemas nuevos como el imperio y la conquista colonial.”
(p. 115).
Los
Estados recurrieron a la instauración de nuevas fiestas nacionales (por
ejemplo, el 14 de julio en Francia), a las ceremonias de coronación de los
monarcas (caso de Gran Bretaña), a la creación de símbolos patrios (como la
bandera y el himno). Todo esto se desarrolló en el marco más general del “descubrimiento
comercial del mercado de masas y de los espectáculos y entretenimientos de
masas” (p. 116). La política se fue volviendo, cada vez más, otro espectáculo
de masas. De ahí el carácter cada vez más hipócrita de los políticos, su
imposibilidad para decir la verdad.
La
nueva política se construyó en torno a una lucha fenomenal por el control de lo
simbólico:
“Los regímenes políticos
llevaron a cabo, dentro de sus fronteras, una guerra silenciosa por el control
de los símbolos y ritos de pertenencia a la especie humana, muy en especial
mediante el control de la escuela pública (sobre todo la escuela primaria) (…)
y, por lo general cuando las Iglesias eran poco fiables políticamente, mediante
el intento de controlar las grandes ceremonias del nacimiento, el matrimonio y
la muerte.” (p. 117).
Los
gobiernos de Europa occidental lograron el éxito en su tarea de controlar las
movilizaciones de masas, por lo menos en el período 1875-1914. De hecho,
tuvieron la suficiente habilidad como para utilizar a los enemigos del orden
existente, empleándolos como catalizadores de la “unión nacional”: nada unía
más que la convicción de que existía un enemigo común.
El
estallido de la PGM no fue resistido por los partidos socialistas (con la
solitaria excepción de los bolcheviques en Rusia y de un grupo de
socialdemócratas alemanas liderado por Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht). El
masivo alistamiento de voluntarios fue el indicador más notable del “éxito de
la democracia integradora” (p. 119).
A
modo de conclusión, Hobsbawm escribe:
“En el período
transcurrido entre 1880 y 1914, las clases dirigentes descubrieron que la
democracia parlamentaria, a pesar de sus temores, fue perfectamente compatible
con la estabilidad política y económica de los regímenes capitalistas.” (p.
120).
Siempre
en el contexto limitado a los países de Europa occidental y con todas las
limitaciones que tenían esas democracias (por ejemplo, la negación del voto a
las mujeres), puede afirmarse que durante la belle époque se verificó la coexistencia de capitalismo y
democracia. Esa coexistencia sirvió a los fines de la burguesía, pues le
permitió integrar a sus enemigos (fundamentalmente los trabajadores, partidos
socialistas y sindicatos) al sistema.
El
delicado equilibrio de la belle époque
se quebró en 1914, con el estallido de la PGM.
Parque
Avellaneda, domingo 13 de octubre de 2019
NOTAS:
[1]
La guerra franco-prusiana (1870-1871) tuvo como resultados la derrota del
ejército francés, la caída de Napoleón III y la proclamación de la República.
La población de París, que se había armado para resistir el sitio de la ciudad
por los prusianos, se negó a entregar sus armas al gobierno burgués liderado
por Thiers (18/03/1871). Comenzó así el primer gobierno obrero de la historia.
Su existencia fue breve y debió enfrentar la ofensiva de las tropas que
respondían Adolphe Thiers (1797-1877). La existencia de la Comuna concluyó el
28/05/1871, en medio de una ola de fusilamientos y encarcelaciones. Dentro de
sus limitaciones, derivadas de la guerra civil y de la brevedad de la
experiencia, la Comuna mostró que los trabajadores podían tomar el poder
político y transformarlo; la revolución socialista dejó de ser una utopía y
pasó a ser una posibilidad real. Su importancia para el movimiento socialista
fue enorme. Basta mencionar que Karl Marx (1818-1883) modificó su concepción
del Estado y de la revolución a partir del análisis de la experiencia de los
trabajadores Franceses. Ver al respecto el tercer apartado de La guerra civil en Francia (1871).
[2]
El voto femenino fue establecido en la década de 1890 en Wyoming (EE.UU.),
Nueva Zelandia y el sur de Australia. Posteriormente, fue implementado en
Finlandia y Noruega entre 1905 y 1913. (p. 96).
[3]
El partido político de izquierda (socialistas, comunistas) se organizó a imagen
y semejanza del Estado burgués, porque su era objetivo derrotar a éste y reemplazarlo
por un nuevo Estado, que llevara a la sociedad hacia el socialismo. La
jerarquía, cuyo vértice es el comité central, la circulación de órdenes e
información de arriba hacia abajo y no a la inversa, la censura y el rechazo de
los debates en la base, en la medida en que no se trata de meros rituales para
legitimar la autoridad de los dirigentes, todo ello da cuenta del carácter
estatal del partido. La pretensión de ser “vanguardia” no es otra cosa que una
forma velada de manifestar la intención de conducir el proceso revolucionario,
negando la democracia y la iniciativa de las masas.
[4]
Alexis de Tocqueville (1805-1859) anticipó los fundamentos de esa política en
su obra La democracia en América (vol.
1, 1835; vol. 2, 1840). Sostuvo allí que la ola de igualación, cuyas raíces se
remontaban a la sociedad feudal, era imparable y que, por tanto, las elites
tenían que dejar de oponerse a ella y pasar a intentar dirigirla.
[5]
Hobsbawm aporta algunos datos estadísticos para efectuar la comparación: en Gran Bretaña, el número de trabajadores al
servicio del gobierno se triplicó entre 1891 y 1911. En 1914, el 3% del total
de los trabajadores estaban empleados en el Estado en Francia, y la cifra
trepaba el 5.5% en Alemania. En la década de 1970 y en los países de la
Comunidad Económica Europea, la burocracia estatal constituía el 10-12% de la
población activa. (pp. 113-114).
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