“Se me preguntará si soy príncipe o legislador para
escribir sobre la Política.
Respondo que no, y que por eso es por lo que escribo
sobre la Política
Si fuera príncipe o legislador, no perdería mi tiempo en
decir lo que hay
que hacer; lo haría, o me callaría.”
Jean-Jacques Rousseau
A esta altura del partido resulta
inútil y pretencioso justificar la importancia de la obra de Jean-Jacques
Rousseau (1712-1778). Por tanto, el texto que sigue no es otra cosa que una
síntesis, arbitraria como toda síntesis, del argumento del Libro I de la obra.
(1).
Ante todo, dos palabras
sobre el contexto en que fue escrita la obra. Del contrato social se inscribe, por su fecha de publicación (2),
en el ciclo de las revoluciones burguesas. De ahí la importancia que concede
Rousseau al problema de cómo justificar un nuevo orden político, basado en la
convención y no en el derecho divino de los reyes. Pero también, y en esto
reside a nuestro juicio el mayor mérito de la obra, Rousseau percibe la
contradicción entre la voluntad particular y la voluntad general en el marco de
una sociedad en la que la producción mercantil se transformaba en producción
capitalista. En otras palabras, en toda la obra subyace la tensión insuperable
entre una voluntad particular centrada en la búsqueda egoísta del beneficio y
una voluntad general orientada hacia la satisfacción del interés de toda la
sociedad. En este sentido, cabe decir que Del
contrato social sigue gozando de actualidad a pesar del tiempo transcurrido
desde su redacción.
Nuestro autor formula del
siguiente modo el problema:
“El
hombre ha nacido libre, y por doquiera está encadenado. Hay quien se cree amo
de los demás, cuando no deja de ser más esclavo que ellos. ¿Cómo se ha
producido este cambio? Lo ignoro. ¿Qué es lo que puede hacerlo legítimo? Creo
poder resolver esta cuestión.” (p. 26).
Por tanto:
“Quiero
averiguar si en el orden civil puede haber alguna regla de administración
legítima y segura, tomando a los hombres tal como son; y a las leyes tal como
pueden ser” (p. 25).
Rousseau comienza su
análisis partiendo de dos supuestos: por un lado, el hombre es por esencia un
ser libre; por otro lado, las instituciones políticas existentes suprimen esa
libertad original y la transforman en su contrario, la esclavitud. Es por ello
que su objetivo es encontrar instituciones que permitan hacer efectiva esa
libertad natural de los seres humanos. Esta búsqueda es posible porque las
instituciones no tienen su origen en dios o en la naturaleza, sino que son
producto de la convención:
“…el
orden social es un derecho sagrado que sirve de base a todos los demás. Sin
embargo, tal derecho no viene de la naturaleza: está, pues, basado en las
convenciones.” (p. 26).
Pero antes de comenzar el
análisis de las convenciones que dan origen al orden social, Rousseau se dedica
a examinar otras fuentes posibles de legitimidad, en lo que constituye una
verdadera demolición de los fundamentos ideológicos de la monarquía absolutista. En esta tarea, se ve obligado a refutar las
argumentaciones de autores como Aristóteles, quien
“había
dicho también que en modo alguno son naturalmente iguales los hombres, sino que
unos nacen para la esclavitud y otros para la dominación.” (p. 28);
o el jurista Grocio
(1583-1645), uno de los teóricos más importantes del Estado absolutista:
“Grocio
niega que todo poder humano esté establecido en favor de aquellos que son
gobernados: cita la esclavitud como ejemplo. Su manera más constante de razonar
es establecer siempre el derecho por el hecho.” (p. 27).
Rousseau concentra su
argumentación en la refutación de la fuerza como fuente de legitimidad del
orden social. Su punto de partida es el reconocimiento de la libertad natural de los seres humanos:
“Renunciar
a su libertad es renunciar a su cualidad de hombre, a los derechos de la
humanidad, incluso a sus deberes. No hay
compensación posible para quien renuncia a todo. Semejante renuncia es
incompatible con la naturaleza del hombre, y es privar de toda moralidad a sus
acciones el privar a su voluntad de toda libertad.” (p. 32).
La libertad es un atributo
fundamental de la esencia humana. Sin ella, no es posible la moralidad, pues la
moralidad requiere la posibilidad de elección, y sólo los seres libres están en
condiciones de elegir, pues la libertad supone autonomía de la persona. Un
esclavo no es moral en el sentido de que no es autónomo, sus decisiones son
tomadas por su amo. La ausencia de libertad impide que el orden social sea
legítimo, pues implica negar la naturaleza humana. En otras palabras, la
legitimidad del orden social requiere la libertad.
Dicho esto, Rousseau señala
que Aristóteles, al justificar la esclavitud, toma el efecto por la causa: un
esclavo nacido esclavo nace para la esclavitud. Pero esto no nos dice nada
acerca de la causa de la esclavitud; Aristóteles sólo está afirmando que la
esclavitud se perpetúa a sí misma.
Pero, ¿cuál es el origen de
la esclavitud?
“La
fuerza hizo los primeros esclavos, su cobardía los ha perpetuado.” (p. 29).
Hay que resaltar que el
enfoque rousseauniano va más allá del individualismo metodológico esencialista
propio de los contractualistas. Su crítica de la esclavitud tiene un carácter
histórico, en el sentido de que la esclavitud sólo puede basarse en la fuerza,
en un hecho histórico original por el que un pueblo somete a otro.
La crítica del derecho del
más fuerte contenida en el capítulo III del Libro I se resume en el siguiente
pasaje:
“El
más fuerte nunca es bastante fuerte para ser siempre el amo si no transforma su
fuerza en derecho y la obediencia en deber. De ahí el derecho del más fuerte (…)
La fuerza es un poder físico; no veo qué moralidad puede resultar de sus
efectos. Ceder a la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad; es todo lo
más un acto de prudencia. ¿En qué sentido podrá ser un deber?” (p. 29).
La fuerza no crea legitimidad
ni moralidad, dado que las personas se ven obligadas a obedecer a quien posee
las armas. La violencia impide la libertad y anula todo consentimiento. Además,
la fuerza puede ser contrarrestada por una fuerza mayor:
“tan
pronto como sea la fuerza la que haga el derecho, el efecto cambia con la
causa; toda fuerza que supere a la primera, sucede a su derecho.” (p. 30).
En otras palabras:
“¿qué
derecho es ése que perece cuando la fuerza cesa? Si hay que obedecer por la
fuerza, no hay necesidad de obedecer por deber, y si uno ya no está forzado a
obedecer, ya no está obligado a ello.” (p. 30).
La refutación de la fuerza
como elemento creador de legitimidad del orden social es fundamental en la
argumentación rousseauniana, pues a partir de ella puede avanzar sobre la
discusión de la legitimidad de la monarquía absoluta. Aquí Grocio es otra vez
el elegido para iniciar la crítica:
“Si
un particular, dice Grocio, puede enajenar su libertad y hacerse esclavo de un
amo, ¿por qué no podría enajenar la suya todo un pueblo y hacerse súbdito de un
rey?” (p. 31).
Rousseau equipara la
explicación de la legitimidad de la monarquía absoluta con la legitimidad de la
esclavitud según Aristóteles. El caso es el mismo, en tanto la enajenación de
la libertad de los súbditos es tan ilegítima como la supresión de la libertad
en la esclavitud; ambas atentan contra la naturaleza humana, pues la libertad
es inseparable de la cualidad de ser humano.
La crítica de Rousseau se
extiende a la guerra, pues toma el derecho
de conquista como una variante del derecho del más fuerte:
“…es
evidente que este pretendido derecho de matar a los vencidos no deriva en modo
alguno del estado de guerra. Por la sola razón de que, viviendo los hombres en
su primitiva independencia, no tienen entre sí relación lo suficientemente
constante para constituir ni el estado de paz ni el estado de guerra, no son
naturalmente enemigos. Es la relación de las cosas, y no de los hombres, lo que
constituye la guerra, y al no poder nacer el estado de guerra de las simples
relaciones personales, sino sólo de las relaciones reales, la guerra privada o
de hombre a hombre no puede existir ni en el estado de naturaleza en que no
existe propiedad constante, ni en el estado social en que todo está bajo la
autoridad de las leyes.” (p 33).
Corresponde señalar que
Rousseau niega el carácter natural de la guerra (hay una crítica implícita a
Hobbes, quien había afirmado que el estado de naturaleza era un estado de
guerra de todos contra todos), y sostiene que la misma es producto de las
cosas, es decir, de la propiedad. La guerra es, pues, el resultado de la
civilización y no de la esencia de los seres humanos.
“La
guerra no es, pues, una relación de hombre a hombre, sino una relación de
Estado a Estado, en la que los particulares son enemigos sólo accidentalmente,
y no como hombres, ni siquiera como ciudadanos, sino como soldados; no como
miembros de la patria, sino como sus defensores.” (p. 34).
La guerra puede ocasionar la
derrota de un Estado, pero no la esclavización de los habitantes del país
vencido. En todo caso, la guerra ocasiona el sometimiento de los vencidos, pero
solamente mientras carezcan de la fuerza suficiente para sacarse de encima a
los vencedores. La opinión de Rousseau es lapidaria: la conquista, lejos de
terminar con la guerra, la perpetúa hasta tanto no cese la negación de la
libertad de los vencidos.
“Lejos,
pues, de haber adquirido sobre él alguna autoridad vinculada a la fuerza, el
estado de guerra subsiste entre ellos como antes, su relación misma es efecto de
él, y el uso del derecho de guerra no supone ningún tratado de paz. Han hecho
un convenio: sea, pero ese convenio, lejos de destruir el estado de guerra,
supone su continuidad.” (p. 36).
No es necesario insistir
sobre el carácter subversivo de este pasaje en función del análisis de la
relación entre las metrópolis y las colonias. La conquista no crea la paz, sino
que mantiene el estado de guerra. La monarquía absoluta no puede sostenerse,
desde el punto de vista ideológico, ni en el supuesto derecho del más fuerte ni
en su variante, el derecho de conquista. Tampoco puede basarse en la
enajenación perpetua de la libertad de los súbditos.
La convención, esto es, el
acuerdo libremente consentido entre las personas, es la única base de la
legitimidad. Ahora bien, si se acepta el principio de la libertad natural, el
contrato debe incluir necesariamente el respeto a dicha libertad:
“«Encontrar
una forma de asociación que defienda y proteja de toda la fuerza común la
persona y los bienes de cada asociado, y por la cual, uniéndose cada uno a
todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y quede tan libre como
antes.» Tal es el problema fundamental al que da solución al contrato social.”
(p. 38).
¿Cómo se concreta el
contrato? La respuesta rousseauniana es la siguiente:
“Cada uno de nosotros pone en común su
persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y
nosotros recibimos corporativamente a cada miembro como parte indivisible del
todo.” (p. 39).
El contrato social es la convención que debe “desencadenar” a los
seres humanos, garantizando y fortaleciendo la libertad natural mediante su
transformación en “libertad convencional”
(p. 39).
Pero para que esa libertad convencional
sea efectiva es necesario lograr la identidad entre voluntad general y voluntad
particular. En este punto Rousseau llega al problema central de la democracia
moderna: la imposibilidad de garantizar la identidad entre lo particular y lo
general en el marco de una sociedad basada en la propiedad privada. El egoísmo,
fruto de la división entre propietarios y no propietarios, engendra la
fragmentación de los individuos, cuyo interés resulta irreductible a un interés
general orientado hacia el bien común. Más aún, en una sociedad de propietarios
privados que tiende a la concentración de la propiedad, el interés común es
imposible en la medida en que subsiste y se ahonda la diferencia entre
poseedores y no poseedores; si cabe hablar de voluntad general, ésta solo puede
ser la voluntad de los propietarios. En el Libro I, Rousseau expresa la
contradicción entre lo general y lo particular en un pasaje antológico:
“cada
individuo puede, como hombre, tener una voluntad particular contraria o
diferente de la voluntad general que tiene como ciudadano. Su interés
particular puede hablarle de forma muy distinta que el interés común (…) A fin,
pues, de que el pacto social no sea un vano formulario, implica tácitamente el
compromiso, el único que puede dar fuerza a los demás, de que quien rehúse
obedecer a la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo: lo cual
no significa sino que se le forzará a
ser libre; porque esa es la condición
que, dando cada ciudadano a la patria, le garantiza de toda dependencia
personal; condición que constituye el artificio y el juego de la máquina
política, y la única que hace legítimos los compromisos civiles” (p. 42; el
resaltado es mío – AM-).
El “se le forzará a ser
libre” constituye la admisión más franca de la imposibilidad de hacer concordar
la voluntad general y la voluntad particular en una sociedad estructurada en
torno a la economía mercantil. La grandeza de Rousseau se encuentra no tanto en
las soluciones que propone, sino en las contradicciones que señala en el orden
social.
El tratamiento de la
propiedad es una muestra de la centralidad de la tensión entre voluntad general
y voluntad particular. Mientras que Locke consideraba que la sociedad política
tenía como objetivo primordial la preservación de la propiedad y que esta
última era anterior al pacto, Rousseau subordina la propiedad individual a la
voluntad general.
“el
derecho que cada particular tiene a su propio fondo está siempre subordinado al
derecho que la comunidad tiene sobre todos, sin lo cual no habría en ella ni
solidez en el vínculo social, ni fuerza real en el ejercicio de la soberanía.”
(p. 48).
Lo dicho en el pasaje
anterior no debe entenderse como una negación de la propiedad. Rousseau afirma
que el contrato social convierte a la posesión,
que no es más que el efecto de la fuerza y el derecho del primer ocupante, en propiedad, que es legítima en tanto
emana de un título positivo (p. 44). Pero la legitimidad de la propiedad no se
deriva del estado de naturaleza, sino que es el resultado del contrato. Sólo la
voluntad general puede hacer legítima a la propiedad. Hay aquí una diferencia
notable de acento respecto a contractualistas como Locke, para quienes el poder
político es una manifestación “artificial”, en tanto que la propiedad forma
parte de la naturaleza de los seres humanos. Rousseau, quien dicho sea de paso
no niega de ningún modo a la propiedad, concibe a la sociedad política emanada
del contrato como el único medio para volver humanos a los hombres, puesto que
ella genera la libertad moral:
“podría
añadirse a la adquisición del estado civil la libertad moral, la única que hace
al hombre auténticamente dueño de sí; porque el impulso del simple apetito es
esclavitud, y la obediencia a la ley que uno se ha prescrito es libertad.” (p.
44).
Es decir que el contrato
social es la única forma de garantizar la autonomía de los seres humanos, al
crear las condiciones para que puedan decidir efectivamente por sí mismos. En
Rousseau, la libertad y la igualdad naturales de los seres humanos se concretan
sólo en el contrato. Esto es una manera distinta de decir que es la sociedad la
que crea la libertad, que es en sí misma un vínculo social y no un atributo de
la esencia humana (aunque Rousseau no estaría de acuerdo con esta última
afirmación).
En el artículo siguiente
procederé a comentar el Libro II de la obra.
Villa Jardín, lunes 9
de septiembre de 2013
NOTAS:
(1) Para la redacción de
este trabajo utilicé la traducción española de Mauro Armiño: Rousseau,
Jean-Jacques. (2000) [1° edición: 1762]. Del
contrato social. Madrid: Alianza.
(2) La primera edición data
de 1762. Ese mismo año, el libro fue prohibido en Francia, donde también fue
ordenada la detención de Rousseau, por la publicación del Emilio. La Sorbona y el Parlamento de París ordenaron la quema de
ambos libros. También en 1762 el Contrato
fue prohibido en Ginebra. Rousseau escapó a duras penas de ser detenido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario