En los años ‘60 del
siglo pasado se publicaron una serie de importantes trabajos sobre la historia
de la sociología en particular, y sobre la historia de la teoría social en
general. Entre ellos se encuentra The sociological Tradition (1966), del
sociólogo norteamericano Robert Nisbet (1913-1996).
El presente trabajo
es la segunda de una serie de fichas de lectura dedicadas a comentar la obra de
Nisbet. Dicha serie será continuada por otras series, una dedicada a Ideología
y teoría sociológica, de Irving Zeitlin (n. 1928), y otra a La crisis de
la sociología occidental, de Alvin Gouldner (1920-1980).
Para la redacción de
la ficha utilicé la traducción española de Enrique Molina de Vedia: Nisbet, R.
(2001). La formación del pensamiento sociológico. Buenos Aires:
Amorrortu.
La edición española
de la obra consta de dos volúmenes y se encuentra dividida en partes. La 1°
Parte se titula “Ideas y contextos” (vol. 1, pp. 13-67); la 2° Parte, “Las
ideas elementos de la sociología” (v. 1, pp. 69-230, y v. 2, pp. 7-179); la 3°
Parte, “Epílogo” (v. 2, pp. 181-188).
La 1° Parte de la
obra continua con un segundo capítulo titulado, “Las dos revoluciones” (pp. 37-67).
Nisbet plantea la
siguiente tesis:
“Las ideas fundamentales de la sociología europea se comprenden mejor si
se las encara como respuesta al derrumbe del viejo régimen, bajo los golpes del
industrialismo y la democracia revolucionaria, a comienzos del siglo XIX, y los
problemas de orden que éste creara.” (p. 37). [1]
En línea con el
método propuesto en el capítulo anterior, afirma: “Nuestro interés se centrará
sobre las ideas, y el vínculo entre acontecimientos e ideas nunca es directo;
siempre están de por medio las concepciones
existentes sobre aquéllos.” (p. 38).
El impacto de la Revolución Industrial sobre la teoría
social fue fundamental:
“Los dos aspectos que más influyeron en el pensamiento sociológico
fueron: la situación de la clase
trabajadora, la transformación de la
propiedad, la ciudad industrial,
la tecnología y el sistema fabril. Gran parte de la
sociología es en rigor una respuesta al reto representado por estas nuevas
situaciones, y sus conceptos los sutiles efectos que ellas ejercieron sobre la
mente de hombres tales como Tocqueville, Marx y Weber.” (p. 40).
En las formas de
organización social anteriores, las crisis estaban relacionadas con cuestiones
naturales, como la sequía, las plagas, etc. El hambre era producto de escasa
productividad de la agricultura. A partir de la Revolución Industrial, las
crisis económicas se dieron en el marco de la expansión de las fuerzas
productivas y de la riqueza:
“Tanto para los radicales como para los conservadores, la indudable
degradación de los trabajadores, al privarlos de las estructuras protectoras
del gremio, la aldea y la familia, fue la característica fundamental y más
espantosa del nuevo orden.” (p. 41).
En este punto, Nisbet
formula dos observaciones respecto a Karl Marx (1818-1883):
1 – La referencia del
Manifiesto [Comunista, 1848] al «nexo del dinero» “debe más a Carlyle – cuyo Signs of the Times, escrito en 1829,
exponía con elocuencia y pasión la atrofia de la cultura europea por el
comercialismo – que a los radicales o liberales.” (p. 43).
2 – “El carácter
esencialmente «urbano» del pensamiento radical moderno (y su falta consiguiente
de preparación teórica y táctica con respecto al rol de las poblaciones
campesinas en el siglo XX) procede en gran medida de Marx y de una concepción
que relegó al ruralismo a la condición de un factor retrógrado.” (p. 47).
Por supuesto, el
flamante capitalismo tuvo sus entusiastas. Por ejemplo, el filosofo Jeremy Bentham
(1748-1832) consideraba que la fábrica era “el modelo perfecto de lo que
debieran ser todas las relaciones humanas” (p. 49).
En cuanto a la Revolución
Francesa, “fue la primera revolución profundamente ideológica.” (p. 52).
[2] ¿Cómo debe interpretarse esta afirmación? En primer lugar, hay que decir
que Nisbet reconoce el papel jugado por el factor económico (y por los hombres
de negocios y los funcionarios públicos) en el desarrollo de la Revolución.
Pero, en segundo lugar (y esto es lo central para nuestro autor),
“basta con que examinemos
los preámbulos de las leyes que comenzaron a aparecer hacia 1790, los debates
que se desarrollaron en la Asamblea y la Convención, los libelos y panfletos
que circularon por toda Francia, para poner en evidencia que cualesquiera
fueran las fuerzas subyacentes al comienzo, el poder de la prédica moral, de la
filiación ideológica, de la creencia política guiada puramente por la pasión,
alcanzó un punto casi sin precedentes en la historia, salvo tal vez en las
guerras o rebeliones religiosas.” (p. 53). [3]
Dos observaciones importantes sobre el tema de la Revolución Francesa. En
primer término, señala el carácter cuasi religioso del fervor revolucionario de
los franceses. [4] En segundo lugar, Nisbet destaca que “las connotaciones
peculiarmente modernas de la traición y la subversión” surgieron en el contexto
del Terror (1793-1794). [5]
El profesor Nisbet distingue
tres procesos en común en las dos Revoluciones:
Individualización = “separación de los individuos de las
estructuras comunales y corporativas (…) de los lazos patriarcales en general.
(…) No el grupo sino el individuo era
el heredero del desarrollo histórico; no el gremio, sino el empresario; no la clase o el estado, sino
el ciudadano; no la tradición litúrgica
o corporativa, sino la razón individual. Cada vez más, podemos ver a la
sociedad como un agregado impersonal, casi mecánico, de votantes, comerciantes,
vendedores, compradores, obreros y fieles: en resumen, como unidades separadas
de una población más que como partes de un sistema orgánico.” (pp. 64-65).
Abstracción = “atañe en primer lugar a los valores
morales (…) la tendencia de los valores históricos a hacerse cada vez más
seculares, cada vez más utilitarios, sino también por su separación cada vez
mayor de las raíces concretas y particulares que les habían otorgado, durante
muchos siglos, su distintividad simbólica y un medio para su realización.” (p.
65). “Ahora, un sistema tecnológico de pensamiento y conducta comenzaba a
interponerse entre el ser humano y el hábitat natural directo.” (p. 65). En
este punto resulta llamativa la omisión por Nisbet de toda referencia al
desarrollo de la economía mercantil, con la consiguiente generalización social
de la ley del valor. Hablar de “tecnología” oculta lo esencial: la expansión de
las relaciones sociales capitalista.
Generalización = “La nación, y aun el ámbito
internacional, han llegado a ser considerados en forma creciente como campos
esenciales para el ejercicio del pensamiento y la lealtad humanos.” (p. 66). “Los
seres humanos ya no ven en sus congéneres meros individuos particulares, sino
más bien miembros de un agregado general, o clase.” (p. 66).
En resumidas cuentas,
el profesor Nisbet sostiene que la sociología fue una respuesta al impacto de
la Revolución Industrial y de la Revolución Francesa sobre las sociedades
europeas. Fueron los desequilibrios provocados por ambas revoluciones, las
características de la nueva estructura social, y el novedoso ámbito de
desarrollo de los conflictos sociales (la ciudad), los factores que incidieron el pensamiento de las primeras generaciones
de sociólogos. Sin embargo, esta concepción omite algunos puntos fundamentales,
sin los cuales la historia narrada en la obra queda notablemente incompleta.
Aquí sólo puedo mencionar el más importante de éstos: el ascenso del movimiento
obrero, capaz de desarrollar una teoría (el socialismo) sobre su situación en
la sociedad.
La siguiente nota de
esta serie estará dedicada al capítulo 3 de la obra, “Comunidad” (pp. 71-145).
Villa del Parque, miércoles 12 de diciembre de 2018
Bibliografía:
Hobsbawm, E. (2009). La era de la revolución: 1789-1848.
Buenos Aires: Crítica.
Therborn, G. (1980). Ciencia,
clase y sociedad: Sobre la formación de la sociología y del materialismo
histórico. Madrid: Siglo XXI de España.
Notas:
[1]
Nisbet sigue en este punto al historiador inglés Eric Hobsbawm (1917-2012),
quien estudió el impacto de las dos revoluciones (Industrial y Francesa) en la
conformación del capitalismo moderno (Hobsbawm, 2009). Frente a quienes
argumentan que las Revoluciones no representaron una ruptura, sino que se trató
más bien de una aceleración de tendencias ya existentes, Nisbet formula una
aguda observación: “Hoy resulta harto sencillo sumergir cada revolución, con sus rasgos distintivos, en procesos de cambio de largo plazo; tendemos a subrayar la continuidad más que la discontinuidad, la
evolución más que la revolución. Pero para
los intelectuales de esa época, tanto radicales como
conservadores, los cambios fueron
tan abruptos como si hubiera llegado el fin del mundo. El contraste entre lo presente y lo pasado parecía total -terrorífico o embriagador, según cual fuera la relación del sujeto con el viejo orden y con
las fuerzas en él actuantes.” (p.
38).
[2] La Revolución
Norteamericana influyó poderosamente en Europa con su Declaración de
Independencia. Pero, “perseguía objetivos limitados casi exclusivamente a la
independencia de Inglaterra; ninguno de sus líderes ~ni siquiera Tom Paine-
sugirió que fuera el medio para una reconstrucción social y moral, que abarcara a la
iglesia, la familia, la propiedad y otras instituciones.” (p. 52).
[3] Nisbet señala la ironía consistente en que el conservador Edmund
Burke (1729-1797), enemigo acérrimo de la Revolución Francesa, comprendió mejor
que sus contemporáneos liberales el carácter ideológico de ésta: “él veía en la
Revolución Francesa una fuerza compuesta de poder político, racionalismo secular e ideología moralista, que era, a su juicio, única. Y en esto tenía razón.” (p. 53).
[4] Ejemplifica este punto por medio de la comparación de las
opiniones del liberal Richard Price (1723-1791) y el conservador Burke: “Pues mientras Price no veía más allá de los objetivos políticos proclamados por la Revolución, Burke advirtió la subyacente intensidad oral, cuasi-religiosa, del contexto de racionalismo político dentro del cual estos últimos tomaron forma. Aquello que los filósofos del racionalismo descartaron del aborrecido
cristianismo durante la Revolución, lo invistieron con verdadero celo de misioneros en la obra revolucionaria.” (p. 54).
[5] En línea con las
analogías religiosas, nuestro autor afirma que los revolucionarios franceses se
inspiraban en los inquisidores medievales: “Para un Saint-Just, inspirado por la ferocidad disciplinada y espiritualizada de un inquisidor medieval, el terror podía tener las propiedades de un agente cauterizador: aunque penoso,
indispensable para exterminar la infección política. Fue en estos términos que revolucionarios del siglo XIX, como Bakunin, pudieron justificar el uso del terror. Justificación que continúa en el siglo XX: en las obras de Lenin y Trotsky, de
Stalin, Hitler y Mao. Hay, sin duda, una gran diferencia entre la realidad de la Revolución Francesa y la realidad del totalitarismo del siglo XX, pero no es menos cierto que existe una continuidad vital, como lo han señalado varios estudiosos actuales (entre otros J. L. Talmon y Hannah Arendt), siguiendo conceptos de Tocqueville, Burckhardt y Taine.” (p. 64).
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