La denominada marcha
del 18F ha generado una fuerte polarización entre quienes están a favor de la
misma y quienes se encuentran rotundamente en contra. De un lado, los
partidarios del gobierno; del otro, la autodenominada oposición. Si se juzga la
situación en base a los argumentos de uno o de otro, Argentina se encuentra en
una situación de crisis fenomenal, ya sea porque el gobierno de Cristina
Fernández es sometido a una ofensiva que busca su destitución (argumento del kirchnerismo),
ya sea porque el gobierno instauró una política de destrucción sistemática de
las instituciones (argumento de la autodenominada oposición). Sin embargo, la
intensidad del cacareo de unos y otros resulta cuanto menos sospechosa, sobre
todo si se tienen en cuenta algunos hechos: a) el jefe del Ejército es el
general Milani, jefe de la Inteligencia Militar y un represor durante la
dictadura, defendido a capa y espada por el kirchnerismo; b) Stiuso, el virtual
jefe del principal servicio de Inteligencia (la SIDE, luego SI), sirvió a todos
los presidentes argentinos desde la restauración del régimen democrático en
1983; c) Macri, uno de los referentes de la “oposición”, organizó una red de
espionaje a opositores desde el gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Sin ir más lejos, el detonante de la crisis, el fiscal Nisman, muerto en
circunstancias dudosas en su domicilio, el día anterior a exponer en el
Parlamento su acusación contra la presidenta Cristina Fernández, trabajó
durante años para el kirchnerismo, y sólo después del acuerdo entre Argentina e
Irán se volcó a las filas de los críticos del gobierno.
Las declaraciones de
kirchneristas y opositores no resisten la prueba del archivo. Por eso es
necesario adoptar otro punto de vista para analizar los hechos en cuestión,
rechazando las argumentaciones de unos y otros, que mezclan la Biblia con el
calefón.
En este asunto es
mejor ser esquemático. La crisis Nisman es una querella entre burgueses. Quienes
convocan a la marcha representan a la burguesía argentina tanto como el
gobierno de Cristina Fernández, y esto más allá de las intenciones de algunos de
los que asistan a la convocatoria.
En un país donde
Julio López permanece desaparecido, donde los asesinos de Luciano Arruga siguen
libres, donde la policía practica el “gatillo fácil” contra los jóvenes
trabajadores como Franco Casco, donde los jóvenes que asisten a un recital
corren el riesgo de ser asesinados por la policía como Ismael Sosa, donde los
trabajadores que reclaman por sus derechos pueden ser desaparecidos como Daniel
Solano, donde la tortura es moneda corriente en cárceles y comisarías, resulta
un acto de tremenda hijoputez que los fiscales convoquen a una marcha por la
justicia. Como sucede en todo país capitalista, la justicia argentina es una
justicia de clase: en palabras de un viejo profesor de Derecho, el Código Civil
es para los ricos, el Código Penal se aplica a los pobres.
El mero hecho de que
los asesinatos de Luciano Arruga, Franco Casco o Ismael Sosa, por mencionar
tres casos emblemáticos, no hayan suscitado una crisis institucional (los tres
fueron asesinados por las fuerzas policiales) da cuenta de los límites de las
intenciones del kirchnerismo y la “oposición”. El asesinato de jóvenes y
trabajadores no interesa a los dueños de la Argentina. Nada más gráfico para
explicar porqué el caso Nisman es una disputa entre sectores de la burguesía. Pero
además, que ninguno de los casos mencionados haya sido el centro de la agenda
política, muestra que la clase obrera permanece indiferente ante los
acontecimientos.
Los políticos kirchneristas
y los “opositores” defienden por igual una estructura de país basada explotación
laboral, la precarización y la ausencia de democracia en los sindicatos. Para
ellos no se trata de terminar con el “gatillo fácil”, ni con la tortura, ni con
la persecución a los militantes de izquierda. Todo lo contrario. Quieren controlar
los organismos de inteligencia en particular y del aparato represivo en general
para utilizarlo en su propio provecho (como hizo en todos estos años el
kirchnerismo), mientras siguen cumpliendo sus funciones represivas contra los
trabajadores y la militancia de izquierda.
En esta crisis no se
ventila ninguna cuestión que permita mejorar las condiciones de vida de los
trabajadores y demás sectores populares. Dicho de otro modo, ni Puerto Madero
ni Nordelta se encuentran en peligro.
Las consideraciones
anteriores marcan los límites, estrechos, de la crisis política desatada por la
muerte de Nisman. No es una crisis revolucionaria (nada en el horizonte amenaza
la dominación de la burguesía), ni tampoco una crisis del régimen democrático
(en las encuestas, la inmensa mayoría de los ciudadanos manifiesta su intención
de seguir votando a los partidos burgueses). Es una crisis que gira en torno al
control de los servicios de Inteligencia, del aparato judicial y, lo más
importante, respecto a quien conducirá la administración de la crisis
económica.
Villa
del Parque, lunes 16 de febrero de 2015
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