Segunda, y última parte, de los comentarios sobre el artículo "¿Es inútil sublevarse?" (1979) (1).
C) La "sublevación" como barrera última de toda forma de poder.
La formulación que da título a este apartado adolece de las mismas limitaciones que presenta la distinción foucaultiana entre "sublevación" y revolución. Por tanto, no vamos a repetir aquí lo dicho en el apartado anterior. Basta con apuntar que, si la fuerza última de la resistencia al poder radica consiste en el estallido de una "sublevación" que se encuentra "fuera de la historia", las posibilidades de oponerse con eficacia a la opresión son bastante remotas. En última instancia, y más allá de las intenciones de Foucault, su concepción tiende hacia el desaliento y el pesimismo radicales. La empresa de la "sublevación" aparece como una tarea imposible e ineficaz, más aún si se tiene en cuenta que la revolución (tal como la define Foucault) termina por colonizar a la "sublevación", engendrando así una nueva forma de poder (una forma renovada de opresión). Esta conclusión fue extraída por varios de los discípulos de Foucault durante los años de la "revolución neoliberal" de las décadas de 1980 y 1990, y constituyó una de las tantas justificaciones para el abandono de la militancia política por vastos sectores de la intelectualidad.
Sin embargo, la afirmación foucaultiana de que "todas las formas de libertad adquiridas o rechazadas, todas los derechos que se hacen valer, incluso los relativos a cosas aparentemente menos importantes tienen, sin embargo, ahí un último punto de anclaje, más sólido y más próximo que los «derechos naturales»" (p. 84) es significativa, pues al afirmar que el punto de anclaje último de todos los derechos es la "sublevación", está reconociendo, de manera implícita, que la última ratio del poder es la violencia, y que las fuerzas sociales que pretendan enfrentar al poder tendrán que recurrir en algún momento a la violencia contra los poderosos, contra quienes detentan el poder.
En el pasaje citado en el párrafo anterior, Foucault entronca su pensamiento con el de una vieja y fructífera tradición de la filosofía política, que reconoce como ilustres antecesores a Maquiavelo (1469-1527) y a Hobbes (1588-1679). Hobbes, por ejemplo, afirma que la garantía última de los pactos es la espada. (2). Un siglo antes, Maquiavelo había concluido que las libertades de la República Romana se habían originado en las luchas de los plebeyos contra los patricios. Foucault afirma expresamente que "si las sociedades se mantienen y viven (...) si los poderes no son en ellas «absolutamente absolutos», es porque, tras todas las aceptaciones y las coerciones, cabe la posibilidad de ese movimiento en el que la vida ya no se canjea, en el que los poderes no pueden ya nada y en el que, antes las horcas y las ametralladoras, los hombres se sublevan." (p. 84). Sólo mediante la acción de la "sublevación" es posible derribar el poder opresivo. Los derechos sólo son eficaces si los que detentan el poder perciben que su violación supone la amenaza de la "sublevación". Es justamente esta renuncia a la propia vida para oponerse al poder la que hace que la sublevación sea "irreductible" (p. 83).
De más está decir que la acción de los oprimidos es la mejor garantía para que no prospere la opresión. El tono general del artículo que estamos analizando va en esta dirección y es, más allá de todas las limitaciones que hemos apuntado, un mérito de Foucault. En este sentido, se encuentra más allá del pesimismo político de muchos de sus discípulos posmodernos. El pasaje que transcribimos a continuación resume bien esta posición: "Esto es inseparable de otro principio. (...) Al poder hay que oponerle leyes infranqueables y derechos sin restricciones." (p. 88).
En el último párrafo del texto Foucault esboza su concepción del papel del intelectual en la política. Es cierto que se trata sólo de un artículo periodístico y que Foucault rechazó repetidas veces la utilización de la palabra "intelectual", pues sostenía que no existían como un grupo social con entidad propia. No obstante esto, la formulación que hace Foucault del papel político del intelectual es particularmente clara. Así, se opone a la concepción estratégica de la política, según la cual el individuo tiene que ser sacrificado al conjunto, y las luchas de un grupo, de una minoría, a las del conjunto. "Estrategia" es, pues, la negación del grito individual, de los anhelos de los grupos minoritarios que pelean por sus derechos. Es la negación de la "sublevación" y la afirmación de la "revolución".
Foucault sostiene que el intelectual tiene que desarrollar una concepción "antiestratégica" de la polítca. En sus palabras, "ser respetuoso cuando una singularidad se subleva, intransigentes desde que el poder transgrede lo universal (...) es preciso a la vez acechar, un poco por debajo de la historia, lo que la rompe, y la agita, y vigilar, un poco por detrás de la política, sobre lo que debe limitarla incondicionalmente." (p. 88-89). Según esta concepción, el intelectual actúa como una especie de censor implacable e incorruptible del Poder, haciendo sonar la alarma cuando éste avanza sobre los individuos. Es, por cierto, una posición solitaria, y el intelectual "antiestratégico" es solitario porque se opone al sometimiento de los individuos a un proyecto colectivo. En el fondo, y a pesar de todos sus reparos, reaparece aquí la vieja idea del intelectual como "conciencia" de la humanidad".
Más allá de la sinceridad con que Foucault toma su papel de intelectual "antiestratégico", hay que decir que esta posición lleva al reforzamiento de la opresión, pues aliena a los intelectuales del proceso político, que es el lugar desde donde se puede crear organización para cambiar las cosas (Aquí hablamos de política en sentido amplio, como toda forma de proceso colectivo dirigido a construir organización para modificar - o mantener - las relaciones de poder social). Es verdad, por cierto, que Foucault mantuvo hasta el final de su vida un grado importante de compromiso político. Pero, y en el clima de derrota de las décadas de 1980 y 1990, sus discípulos desarrollaron a fondo las tendencias inherentes a su concepción de los intelectuales, alumbrando ese híbrido apolítico que fue el intelectual posmoderno. Claro que esto es otra historia...
Para comprender mejor las implicaciones negativas del intelectual "antiestratégico" no hay nada mejor que compararlo con la concepción gramsciana del intelectual (comparación que también permite dar cuenta de los límites estrechos de la política foucaultiana). Antonio Gramsci (1891-1937) pensaba al intelectual como un organizador, como alguien que aglutinaba a una clase o grupo social en torno a determinados objetivos. Lejos de ser un solitario, el intelectual gramsciano es un sujeto que puede vivir sólo en lo colectivo. En Foucault, sólo un fenómeno impredecible y "fuera de la historia" como la "sublevación" puede poner límites al poder. Gramsci, en cambio, defiende una política basada en la organización de sujetos colectivos capaces de enfrentar a una forma determinada de poder social. En la concepción del marxista italiano, el poder se encuentra dentro de la historia y no es una entidad cuasi metafisica que flota sobre todas las cosas terrenales. Como el poder está en la historia, tiene que ser combatido con armas "históricas". Sólo por medio de ellas es posible la transformación de las relaciones sociales en las que el poder sea resignificado.
Para finalizar, creo que no hay nada mejor que transcribir un pasaje en que Foucault expresa magistralmente el contenido esencial de toda revolución, esto es, la incorporación activa de los individuos a la vida política de una sociedad: "Hay sublevación, es un hecho; y mediante ella es como la subjetividad (no la de los grandes hombres, sino la de cualquiera) se introduce en la historia y le da su soplo. (...) Todos los demás desencadenamientos de la historia no lograrán al respecto nada: porque hay tales voces es por lo que justamente el tiempo de los hombres no tiene la forma de la evolución, sino la de la «historia»." (p. 87-88).
Buenos Aires, 15 de agosto de 2010
NOTAS:
(1) El título original es "Inutile de se soulever?" y se publicó en LE MONDE, nº 10661, 11-12 de mayo de 1979, p. 1-2. En todos los casos utilicé la traducción española de Ángel Gabilondo, "¿Es inútil sublevarse?", incluida en Foucault, Michel. (2002). Dichos y escritos. Madrid: Editora Nacional (vol. 2, pp. 83-89). Corresponde decir que la edición española que citamos es un tanto desmañada, ya que contiene varios errores tipográficos.
(2) En el Leviatán escribió lo que sigue: "Los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza para proteger al hombre, en modo alguno. Por consiguiente, a pesar de las leyes de la naturaleza (...) si no se ha instituido un poder o no es suficientemente grande para nuestra seguridad, cada uno fiará tan sólo, y podrá hacerlo legalmente, sobre su propia fuerza y maña, para protegerse contra los demás hombres." (Hobbes, Thomas, Leviatán, México D. F., Fondo de Cultura Económica, págs. 137-138).
1 comentario:
Hace rato tengo la idea de relacionar el intelectual gramsciano con el partisano de Carl Schmitt. Si entendemos éste ultimo como “soldado irregular” carente de traje, distintivo de un soldado moderno, que a la vez, puede compartir la resistencia junto a un ejercito regular, como pasó con los partisanos judíos que pelearon junto a los rusos en la segunda guerra mundial. Un partisano se encuentra entre el límite, es a la vez, resistente-sublevado, y se caracteriza por la irregularidad, movilidad, compromiso político y carácter telúrico. Está en el límite. Irrumpen en lo político como aquello que Ranciere denomina como la parte sin parte.
Tampoco entiendo por Partisano aquella anfibología kantiana llamada por Svampa “intelectual anfibio”, es decir, una moneda de doble cara.
Voy a buscar ese texto de Foucault que no lo tengo.
Texto de Carl Schmitt:
http://www.laeditorialvirtual.com.ar/Pages/CarlSchmitt/CarlSchmitt_TeoriaDelPartisano.htm
Saludos
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