La Sociología se institucionalizó como ciencia autónoma recién a finales del siglo XIX, luego de un complejo derrotero iniciado en las postrimerías del siglo anterior y enmarcado por los efectos de las dos revoluciones (la Revolución Industrial y la Revolución Francesa). A sabiendas que se trata de una simplificación extrema, puede afirmarse la nueva ciencia representó el intento más elaborado de la burguesía para dar respuesta a las contradicciones del capitalismo. En otra oportunidad caractericé a la sociología como ciencia conservadora. Recientemente dediqué una entrada de este blog a comentar el trabajo de J. C. Portantiero sobre la sociología clásica y sus precursores. El presente trabajo tiene por objetivo presentar la relación entre la sociología y el pensamiento conservador a partir del ensayo “La apuesta de Durkheim”, del sociólogo argentino Emilio de Ípola. (1)
Existe una versión canónica del origen de las ciencias sociales (2), que sostiene éstas surgieron como respuesta a la disolución de los lazos sociales en el capitalismo.
“La sociología habría surgido (...) a la vez como teoría del lazo social y como comentario desolado sobre su disolución.” (p. 21).
Según esta versión, la joven sociología científica y el pensamiento conservador coincidieron en la reivindicación de los lazos sociales frente al egoísmo propio de la sociedad capitalista. Robert Nisbet planteó esta relación:
“La paradoja de la sociología (...) reside en que si por sus objetivos y por los valores políticos y científicos que defendieron sus principales figuras debe ubicársela dentro de la corriente central del modernismo, por sus conceptos esenciales y sus perspectivas implícitas está, en general, mucho más cerca del conservadurismo filosófico. La comunidad, la autoridad, la tradición, lo sacro: estos temas fueron, en esa época, principalmente preocupación de los conservadores, como se puede apreciar con gran claridad en la línea intelectual que va de Bonald y Haller a Burckhardt y Taine.” (Nisbet, 1969: 33). (3)
Ípola discute el argumento de Nisbet y afirma que es preciso tomar distancia de éste, pues “la preocupación por el deterioro de los vínculos sociales (...) se inscribe en cada caso en el interior de problemáticas filosóficas-políticas claramente diferenciables, y en el fondo incompatibles.” (p. 23). En otras palabras, la reflexión de autores conservadores como Joseph De Maistre (1753-1821) y Louis de Bonald (1754-1840) y la de sociólogos como Émile Durkheim (1858-1917) pertenecen a planteos e interrogantes diferentes.
1.La Revolución y sus fantasmas (pp. 23-25).
Ípola desarrolla su posición mediante un examen de los escritos de Bonald, de Gustave Le Bon (1841-1931) y de Durkheim:
“Se trata (...) de tres perspectivas que tematizan divergentemente, a propósito entre otros temas, de la Revolución Francesa, la cuestión del lazo social. La primera, retrógrada para quejarse por su pérdida y recomendar la vuelta al pasado (Bonald); la segunda, autoritaria y policial, para llamar la atención sobre los agregados humanos como peligro permanente y teorizar acerca de muchedumbres y agitadores (Le Bon); la tercera, para contraponer a esa visión atemorizada y represora una visión positiva del lazo social cuya crisis, como la primera, no deja empero de percibir, aunque sin auspiciar por ello retorno alguno a los tiempos idos y colocándose resueltamente en un horizonte posrevolucionario y republicano (Durkheim).” (p. 24-25).
2. Bonald: Las luces y las sombras (pp. 25-28).
Bonald afirma que hay tres instituciones destinadas a asegurar la cohesión y estabilidad sociales: la familia, la Iglesia y el Estado. Estas instituciones, y el lenguaje que las precede, son todas de origen divino.
“El lenguaje no se constituye (...) a partir de la interacción social; por el contrario, el conocimiento y el lenguaje anteceden a la sociedad, la cual, a posteriori por así decir, se convierte en su contexto. Así pues, el hombre nace en sociedad y a través de ella, esto es, a través del trabajo formador de sus instituciones fundamentales, adquiere el lenguaje y tiene acceso a la verdad moral.” (p. 26).
La palabra de Dios es preservada por la familia, la Iglesia y el Estado: “cada individuo obedece de hecho la voluntad de Dios al someterse a las tradiciones e instituciones domésticas, religiosas y políticas de la sociedad.” (p. 26).
Bonald rechaza la tesis iluminista según la cual el lenguaje es producto de los seres humanos, pues entonces el significado de las palabras sería convencional, arbitrario y susceptible de cambios. También rechaza la noción de contrato social: “la sociedad no depende de la voluntad del hombre; no hay ningún contrato, sino relaciones naturales y necesarias, de origen divino.” (p. 27). Bonald añora el viejo orden medieval: “todo aquello que socava a la familia patriarcal y monógama, a la Iglesia Católica y al Estado monárquico, desemboca forzosamente en la anarquía y en última instancia viola leyes naturales, es decir, divinas.” (p. 28).
Bonald contribuyó a la articulación de los fundamentos del pensamiento sociológico con su crítica del individualismo de los teóricos del Iluminismo y su reivindicación de los lazos sociales comunitarios. (p. 28). (4)
3. Le Bon: De una demonología científica de las multitudes y los cabecillas (pp. 29-35).
Ípola resume así la posición de Le Bon:
“Para él, la sociedad es, en todas y cada una de sus manifestaciones, un sujeto sospechoso. Su convicción más constante es que allí donde un grupo tiende a formarse es mejor que, en las cercanías, haya un sólido destacamento de gendarmes para vigilarlos. Teme a lo social - desde la muchedumbre espontánea y efímera hasta el grupo organizado - porque está convencido de su intrínseca perversidad. Perversidad que hunde sus raíces en un inconsciente que el individuo reprime y que la colectividad desata y potencia.” (p. 29).
Le Bon no quiere la vuelta al pasado feudal ni el restablecimiento del Antiguo Régimen. Sostiene la necesidad de controlar todas las formas del “vivir en conjunto”. El argumento es el siguiente: la masa amorfa es el primer escalón del “ser-con-los-otros”: “constituye el más peligroso y repudiable modo de ser de los colectivos humanos. Puede sin dificultad tornarse violenta y mortífera porque, estimulados cada uno por el otro - vía contagio o tendencia natural a la imitación -, sus miembros tienden a ignorar normas y restricciones y a dar rienda suelta a sus instintos. A falta de una rápida y eficiente intervención represiva, el proceso se vuelve rápidamente incontrolable. Digamos, el salvaje que habita en cada uno se libera y se potencia infinitas veces: magma humano espontáneamente asesino, capaz de todo, inocente e implacable.” (p. 31).
La masa puede ser orientada por la acción de los cabecillas: “no están hechos para moderar las pasiones irracionales y perversas de las muchedumbres: por el contrario, su tarea en la que son expertos, consiste en encauzarlas en la dirección deseada o prevista” (p. 32). (5) Las masas de este tipo son de corta duración. Se desarrollan otras formas de socialidad más orgánicas (los grupos, los pueblos, las naciones, las sociedades). Pero ninguna de ellas ahuyenta el peligro fundamental: “la pluralidad humana es constitutivamente malvada, potencialmente criminal y, por ello, siempre sospechosa.” (p. 32). Los grupos humanos más organizados sólo muestran habitualmente la punta del iceberg; por debajo, “persisten, activos, los determinantes fundamentales: los afectos, los instintos, los apetitos irracionales. En el individuo, esas determinaciones, con ser actuantes, permanecen generalmente reprimidas. Pero basta el mero agrupamiento, basta la mera pluralidad para que se reúnan las condiciones necesarias de modo tal que lo reprimido se libere, los apetitos salgan a la luz, los instintos se desencadenen.” (p. 34).
4. Durkheim: Sociología y democracia (pp. 35-48).
De acuerdo con lo expresado al comienzo del texto, Ípola enfatiza las rupturas entre Durkheim y los pensadores anteriores:
“Su perspectiva no es la del pensador social romántico y desengañado; tampoco la del perseguidor profesional de complots, agitadores y multitudes. Es la de un sociólogo cuya ciencia convencerá sin duda menos que su pasión por la investigación, pero no invalidará a esta última; es también, la de un intelectual preocupado, desde una óptica republicana y democrática-liberal, por los problemas de la sociedad francesa: el incremento del suicidio, el auge de los conflictos laborales, el antisemitismo y la intolerancia religiosa. Problemas que hacen a la construcción de un orden en una sociedad - Durkheim no la ignora - irreversible moderna.” (p. 36).
El punto de partida de Durkheim es la constatación del resquebrajamiento del tejido ⅋social, comprobable tanto por el incremento del conflicto social y por las estadísticas (aumento anual de los suicidios y de la criminalidad). La sociología durkheimiana construyó su legitimidad por medio de la descripción y explicación de las desviaciones sistemáticas de la tasa de suicidios de los países de Europa. Sin embargo y más allá de los estudios empíricos como El suicidio, la sociología funcionó como una “ficción eficaz”, pues recurre a “operadores no ideológicos, no doctrinarios, sino ‘científicos’” (p. 37) (6) Al enfatizar el carácter científico de la sociología, Durkheim ya no pudo limitarse a racionalizar las respuestas que el Estado de la Tercera República francesa creía necesitar. Debió tomar distancia de esas respuestas, y en ese proceso de distanciamiento cobraron un nuevo significado los conceptos de la sociología (por ejemplo, solidaridad).
En la formulación del concepto de solidaridad se observa la posición de Durkheim respecto a las corrientes político-ideológicas con las que debatía la sociología:
a) Los liberales: “se oponen a la intervención del Estado en nombre de la economía de mercado, basada en la libre iniciativa de cada uno. Encarnan, en el plano político, el adversario teórico que, bajo diferentes figuras, se designa en la obra de Durkheim con el nombre de ‘individualismo’. El núcleo de la crítica a esta posición está presente ya en De la Division du Travail Social: siendo el individuo segundo con relación a la sociedad, y dependiendo de sus determinaciones tanto en aquella donde reina la solidaridad mecánica cuanto - y sobre todo - en aquella fundada en la solidaridad orgánica, no puede pretender aislarse de la sociedad ni mucho menos erigirse en su base.” (p. 38).
b) Los conservadores: “su aversión a la intervención estatal se apoya en la afirmación de la anterioridad de las asociaciones que llaman ‘naturales’ - la familia, la comuna…- sobre el Estado, asociaciones cuya solidez y cuya (...) ‘productividad’ en cuanto a la preservación de los lazos sociales las convertirían en los únicos garantes confiables de la armonía social. (...) Durkheim se separa con igual nitidez que con respecto a las liberales; preocupado por la cohesión social, no se le escapa, empero, que ella no puede ser asegurada (...) por retorno alguno al pasado.” (p. 38-39).
c) Los revolucionarios (anarquistas, blanquistas, proudhonianos): se apoyan en “la utopía rousseauniana de un orden puramente voluntario, basado en la asociación contractual de todos los productores libres. (...) Durkheim marca con claridad sus distancias. En efecto, es imposible (...) concebir el lazo social sobre la base de idea alguna de contrato. Puesto que la idea de contrato pretende consagrar la ruptura entre el orden de la naturaleza y el orden humano, bajo la forma de una intervención, sin génesis ni memoria, de la razón. (...) la hipótesis contractualista es rigurosamente incompatible con los esfuerzos por anudar los nuevos objetos sociales al orden a la vez necesario y factual que las ciencias de la naturaleza comienzan a escrutar de manera sistemática.” (p. 39).
d) Los marxistas (aliados a los revolucionarios): “no ven por cierto a la sociedad, a la manera de los liberales, como un agregado de individuos; tampoco postulan, como los conservadores, el carácter natural de ciertas asociaciones primarias; por último, su coalición con los revolucionarios en modo alguno los lleva a desposar el idílico voluntarismo de estos últimos. En cada sociedad existen relaciones de fuerza entre las clases sociales fundamentales; esas relaciones se traducen en un conflicto histórico, cuya resolución no depende del individuo ni de la naturaleza, ni solamente de la libre voluntad de las clases. Depende, en lo esencial, de la forma en que se procesa históricamente ese conflicto básico y también de las capacidades políticas de la clase dominada para capturar el poder del Estado y reorganizar, desde allí, gracias a la fuerza de coerción de este último, el conjunto de la sociedad.” (p. 40).
¿Cómo enfrentó Durkheim el desafío marxista?
Le contrapuso una concepción global de la sociedad. Rechazó la tesis de que la historia de todas las sociedades es la historia de la lucha de clases. (7). Su principio explicativo no es la lucha de clases, es la índole de la solidaridad, constituida en la ley objetiva fundamental de la sociedad.. El argumento es el siguiente: “a partir de sus formas elementales, las sociedades, en virtud de su crecimiento demográfico y del consiguiente incremento de sus contactos e intercambios, han evolucionado con arreglo a un principio de división de funciones y de densificación de su estructura. Ahora bien, al pasar de esas formas primeras a formas progresivamente más complejas, las sociedades no han perdido cohesión. Simplemente han pasado de la solidaridad mecánica, basada en las similitudes, a la solidaridad orgánica, fundada sobre la división social del trabajo, y sobre el carácter complementario de las funciones así diferenciadas.” (p. 41).
Al constituir a la solidaridad en ley fundamental de la sociedad, Durkheim tropezó con una dificultad concreta: el incremento de la conflictividad en la sociedad francesa parecía poner en duda dicha ley. Su solución al problema consistió en concebir al conflicto “como producto de una incapacidad, que es preciso explicar, de percibir esta solidaridad en ciertos miembros de la sociedad, como una anomia, una falencia en la idea que el individuo se forja de su ubicación en la sociedad, de lo que es dado y no le es dado legítimamente esperar. (...) el carácter violento de las diferencias entre patrones y obreros tiene su origen en la ausencia de una reglamentación clara que permita a cada uno saber qué puede dar por descontado habida cuenta del desarrollo alcanzado por la división del trabajo.” (p. 42; el resaltado es mío - AM -).
Ípola plantea aquí dos caminos posibles para caracterizar la posición de Durkheim frente al conflicto social. Por un lado, la tesis de que los conflictos obedecen a las representaciones (ausencia de normas) y no a fallas estructurales del sistema capitalista. (8) Por otro, la tesis defendida por Ípola, quien postula que Durkheim dejó abierta la solución al problema de la naturaleza de lo social. Durkheim desarrolló dos respuestas al problema, que coexistieron a lo largo de toda su obra: a) La tesis objetivista, que gira en torno a la noción de sociedad pensada con la metáfora del organismo. (9); b) la tesis de lo social como representación, es decir, que en última instancia su contenido es lo psíquico. (10).
Ípola resume así el punto:
“Creo que la actualidad y el interés del pensamiento durkheimiano residen esencialmente en ese movimiento pendular - e incluso en esa indecisión - entre la estructura y la representación, lo objetivo y lo subjetivo, que marcan silenciosamente su obra.” (p. 44).
La tensión mencionada en el párrafo anterior se prolonga en la dimensión política de su dimensión sociológica. Durkheim, partidario del proyecto demócrata-liberal y laico de la Tercera República francesa, oscila entre dos polos: a) el desarrollo de los grupos profesionales; b) la preocupación por la ausencia de representaciones colectivas y el consiguiente interés en la función de lo religioso en la vida social. (p. 43).
Para comprender la obra de Durkheim hay que tener presente que “algunas de sus preocupaciones centrales giran alrededor de la cuestión del orden, de la cohesión y la integración sociales. Pero estas preocupaciones no lo tornan un pensador retrógrado, ni tampoco (...) conservador (...) Durkheim está demasiado atado al modernismo, demasiado apegado al culto de la ciencia y demasiado impregnado de los valores de la democracia liberal, como para buscar acogerse a alguna de las opciones tradicionalistas que una política inepta y retrógrada pretendía imponer en Francia y Europa. (...) a diferencia de sus pares racionalistas, liberales y demócratas, Durkheim entendía que era imposible construir inmediatamente un orden estable sobre los cimientos intelectuales de la modernidad; que hasta tanto los valores de la ciencia y los de la democracia liberal se enraizaran en configuraciones sociales tan sólidas y cohesionantes como aquellas antaño fundadas en los pilares de la religión y la familia, y estuvieran imbuidas del respeto moral de que esas instituciones gozaron entonces, Francia y Europa persistirían en su actual situación de crisis, sepultando una a una todas las soluciones políticas que los reformadores propusieran.” (p. 45-46).
Ípola concluye que Durkheim sigue siendo “nuestro contemporáneo”. Las políticas neoliberales de la década de 1990 provocaron fragmentación y atomización sociales. Es por ello las preguntas (y no las respuestas) de Durkheim sobre el lazo social se vuelvan nuevamente actuales. (p. 48).
⟦No es mi intención negar la afirmación de Ípola sobre la actualidad de Durkheim. Pero sí corresponde enfatizar que Durkheim formula sus preguntas en el marco de un proyecto teórico cuyo objetivo es la estabilización del capitalismo. De modo que se pretende enfrentar al neoliberalismo con herramientas conceptuales forjadas para defender al capitalismo. Las limitaciones de esta propuesta son claras. Contraponer la sociología durkheimiana al neoliberalismo equivale a ignorar la relación entre capitalismo y neoliberalismo, como si el segundo fuera producto de la fatalidad y no el resultado lógico de la expansión del primero.⟧
Villa del Parque, domingo 17 de julio de 2016
NOTAS:
(1) Ensayo incluido en: Ípola, Emilio de. (1997). Las cosas del creer: Creencia, lazo social y comunidad política. Buenos Aires: Ariel. (pp. 11-49). El texto está fechado en Buenos Aires, en octubre - noviembre de 1991. En otras palabras, fue escrito durante el momento más agudo del impacto de las políticas neoliberales del presidente Menem (1989-1999).
(2) Ípola sostiene que bajo la denominación ciencias sociales se agrupa un “complejo dispositivo de instituciones, saberes y discursos” (p. 19).
(3) Nisbet, Robert. (1969). La formación del pensamiento sociológico. Buenos Aires: Amorrortu.
(4) Para profundizar el conocimiento de la obra de Bonald, puede consultarse: Zeitlin, Irving M. (1997). Ideología y teoría sociológica. Buenos Aires: Amorrortu. (Capítulo 5: Bonald y Maistre).
(5) Para que los instintos ocultos en el ser humano salgan a la luz hace falta una masa y un cabecilla. “El cabecilla es (...) el que revela a todo grupo, organizado o no, el costado oculto y horrendo de sí mismo y que, a la vez, induce a este último a manifestarse abiertamente. (...) es (...) el que saca a luz la verdad - siempre demoníaca y criminal - del grupo y la pone en funcionamiento. Es el que descubre detrás de las buenas maneras de un pacífico parlamento las mismas pasiones destructoras que exhibe sin pudor una multitud desencadenada.” (p. 34-35).
(6) Ípola se apoya aquí en la obra de Jacques Donzelot, L’invention du social (París, Fayard, 1984).
(7) “La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases.” (Marx, Karl y Engels, Friedrich, Manifiesto del Partido Comunista, Buenos Aires, Anteo, 1986, p. 34).
(8) Donzelet subscribe esta tesis en op. cit., p. 82.
(9) Esta posición es la más antigua y se encuentra en La división del trabajo social. Reaparece en Las reglas del método sociológico, donde enfatiza la exterioridad y objetividad del hecho social. En la sociedad moderna, fundada en la solidaridad orgánica, la conciencia colectiva pierde fuerza a medida que se desarrolla la división del trabajo. (p. 43). Esta línea culmina en el papel de los grupos profesionales, desarrollado en el Prefacio a la 2° edición de De la División del Trabajo.
(10) Esta concepción aparece en el Prefacio a la 2º edición de Las reglas del método sociológico y se desarrolla en Las formas elementales de la vida religiosa.
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