1. Introducción.
En la actualidad,
el uso de la palabra “ideología” se ha difundido tanto que es empleado con la
misma despreocupada facilidad por políticos y periodistas, animadores de
televisión y funcionarios eclesiásticos, científicos sociales y señoras que
ofician de “animadoras” en almuerzos televisados. Su omnipresencia es tal que
podríamos decir, parafraseando al viejo Manifiesto
comunista, que “un fantasma recorre el mundo: el fantasma de la ideología”.
En principio, no
hay nada malo en la utilización masiva de un término surgido en el ámbito de la
teoría social. En una sociedad democrática el conocimiento no debe ser
patrimonio de una minoría, sino que tiene que ser considerado un bien social.
El problema radica en que la inmensa mayoría de los usuarios de la palabra en
cuestión ignoran tanto su significado original como sus desarrollos
posteriores. En pocas palabras, reducen un cuerpo teórico complejo y multifacético
a una caricatura que sirve para todo servicio menos para arrojar luz sobre el
funcionamiento de la sociedad.
El uso actual del
término “ideología” se caracteriza por el sentido peyorativo que se le otorga a
la expresión. Cuando se quiere refutar una opinión sobre cualquier tema sin
tomarse el trabajo de analizarla en profundidad, se le cuelga inmediatamente el
rótulo de “ideológica” y asunto terminado. Para entender este proceder hay que
tener presente que el ámbito cultural de las últimas décadas se ha
caracterizado por la hegemonía de dos corrientes de pensamiento convergentes y
cuyos efectos se refuerzan entre sí: de un lado, la convicción de que existen
ciertas certezas indiscutibles sobre el funcionamiento de la sociedad (generalmente
proporcionadas por la economía académica), y que sólo ellas merecen ser
calificadas como “ciencia”; por otro lado, la tendencia a suscribir la
convicción de que todo debate sobre cuestiones sociales conduce a disputas
interminables y estériles. En este contexto, la “ideología” resulta un recurso
cómodo para clausurar toda discusión, con el agregado de que “el resto no es
silencio”, como escribió el viejo William, sino “ruido comunicacional”.
Ahora bien, hacer
ciencia supone ir más allá de lo aceptado convencionalmente, sacando a la luz
todo aquello que está oscurecido por las apariencias. Es por esto que en este
artículo abordamos algunos momentos de la historia de la teoría de la
ideología, para demostrar que el modo y el sentido en que se emplea actualmente
el término representan un empobrecimiento fenomenal de una de las áreas más
fructíferas de la teoría social. El autor aclara desde ya que el objetivo
principal de este trabajo no es hacer una historia del concepto de ideología.
Las referencias históricas sirven aquí de apoyo a una tarea que consideramos
más importante, esto es, el dar cuenta de la relevancia de la teoría de la
ideología para la comprensión de algunos de los problemas fundamentales de las
ciencias sociales.
Uno de los
principales obstáculos que enfrenta la teoría social consiste en la evidencia
misma de lo social, en el hecho de que somos parte de la sociedad, de que
nuestra vida se desenvuelve íntegramente en su interior y que nosotros mismos
formulamos constantemente explicaciones acerca de nuestras actividades en ella.
De este modo, lo social se naturaliza, convirtiéndose en un obstáculo epistemológico
para el conocimiento científico de la sociedad. La
teoría de la ideología, al indagar en torno a las condiciones y a los
mecanismos que posibilitan el surgimiento de nuestras creencias e ideas sobre
la sociedad, puede jugar un papel significativo en la desnaturalización de
aquello que damos por evidente. En este sentido, y más allá de todo lo que dice
positivamente sobre la naturaleza de lo social, la teoría de la ideología desempeña
un papel análogo al de la duda sistemática en la filosofía cartesiana. Así, al
preguntar por el origen de todas nuestras ideas y creencias, la teoría de la
ideología se convierte (o puede convertirse) en un formidable instrumento
desmitificador, lo cual no es poca cosa en estos tiempos que corren, en los que
defensores de los intereses privados más egoístas se presentan a sí mismos como
los defensores más desinteresados del interés general.
Es
por lo expuesto en el párrafo anterior que pensamos que la teoría de la
ideología permite comprender mejor los obstáculos con que se encuentra el
conocimiento en el ámbito de las ciencias sociales. Su estudio constituye, por
tanto, una obligación para la epistemología de las ciencias sociales,
independientemente de que, por cierto, la teoría de la ideología aborda un
campo de problemas que abarca tanto cuestiones de índole epistemológica como
áreas estrictamente “sociológicas”. Hecha esta observación, hay que aclarar que
vamos a concentrarnos, en especial, en las implicaciones epistemológicas de la
teoría de la ideología. Todas las referencias al campo de la teoría sociológica
son a título ilustrativo y no tienen pretensiones de exhaustividad ni de profundidad.
Antes
de proseguir, hay que hacer una aclaración importante. En los párrafos
precedentes se ha hablado de “teoría de la ideología” y no de “ideología”. La
distinción es relevante. Si se afirma que la “ideología” es sólo un concepto
que describe un fenómeno dado, se pierde de vista que la misma es un cuerpo
teórico que intenta dar cuenta tanto del origen de las ideas como del papel que
juegan éstas en la sociedad, lo cual lleva a perder de vista el todo social. En
cambio, la ideología como teoría remite a una concepción holista de la sociedad,
que lleva inevitablemente a enfrentar el problema de la totalidad social.
Como quiera que sea, corresponde indicar que, al utilizar el término “teoría de
la ideología” en singular, de
ningún modo se ha pretendido afirmar que existe una teoría homogénea de la
ideología, capaz de encerrar en su seno a todas las teorías que se han
formulado acerca de ella. Como en los demás ámbitos de las ciencias sociales,
la multiplicidad de posturas teóricas no implica solamente el reconocimiento de
la necesidad de abordar el estudio de los fenómenos sociales recurriendo a una
batería de herramientas conceptuales, dada la esencial riqueza de la vida
social. A esta altura del desarrollo de las ciencias sociales, resulta obvio
que los abordajes monocausales terminan por generar análisis insípidos de lo
social, que carecen de utilidad teórica y práctica. Sin embargo, no es aquí
adonde se apunta. La referencia simultánea a la teoría de las ideas como si se
tratara de un todo constituido plenamente y a la variedad de teorías formuladas
en torno de la ideología intenta destacar, sobre todo, la riqueza del campo de
estudio, que de ninguna manera se halla cerrado ni cristalizado. Esto no implica
afirmar que todas las teorías sobre la ideología tengan el mismo valor, y el autor
piensa que esto último ha sido mostrado con creces en el texto.
La
teoría de la ideología es un punto de encuentro no sólo de múltiples
perspectivas teóricas, sino de algunos de los problemas fundamentales de la
epistemología de las ciencias sociales. Así, los debates que se dan en el campo
de los estudios de la ideología se refieren a la relación entre objetividad
científica y práctica política, a la cuestión de la autonomía de las ideas y a
la importancia de la práctica para precisar la certeza de las concepciones
teóricas, a la posibilidad misma de un conocimiento absoluto y al peligro del
relativismo a ultranza. De esto se deriva la importancia que tiene la teoría de
la ideología en las ciencias sociales, y permite explicar en parte la inflación
de estudios sobre cuestiones ideológicas que se ha verificado en las últimas
décadas.
Para
orientarnos entre la maraña de concepciones sobre la ideología es preciso tener
en cuenta algunas cuestiones significativas. Muchas de ellas presentan dos
características comunes: a) la tendencia a sobrevalorar el papel de las ideas
(o, en términos más generales, de lo simbólico) tanto en la construcción como
en la cohesión de la sociedad, a punto tal que puede decirse que para algunos
autores hay sociedad en la medida en que hay ideología; b) la propensión a
sobreestimar el papel de los intelectuales, de la cultura escrita, de la
escuela, de los medios de comunicación, en la conformación de la ideología,
desarrollando así una concepción puramente idealista de la ideología, que deja
de lado el papel de los demás aspectos de la vida cotidiana, marcados sobre
todo por la participación diferencial de los individuos en el proceso de
trabajo, en la generación de distintas ideologías acerca de la sociedad.
Justamente, si se quiere discutir la tesis que hace de la ideología “una falsa
conciencia”, es preciso relativizar (y precisar) el rol que desempeñan los
intelectuales en el desarrollo de los sistemas ideológicos. Max Horkheimer
(1895-1973) señaló que uno de los efectos fundamentales de la teoría de la
ideología en las ciencias sociales fue la refutación de las tesis que defendían
la independencia de las ideas respecto a la vida material.
Dicha crítica es todavía más importante en la actualidad, puesto que la
expansión cuantitativa y cualitativa de los medios de comunicación ha creado
una serie de formidables herramientas para la difusión de ideas de todo tipo y
pelaje. En este contexto, la vieja concepción de la ideología como “falsa
conciencia” adopta cada vez más la forma de creencia en la manipulación
ideológica que llevarían a cabo los medios masivos de comunicación social, complementada
con todo un rosario de teorías conspirativas de la historia.
Por
último, y para terminar estas breves reflexiones sobre la importancia de la
teoría de los fenómenos ideológicos, hay que decir que la misma pone en debate
el concepto de objetividad en ciencias sociales, permitiendo tomar recaudos
contra la solapada utilización política de las teorías científicas. Asimismo,
precisa los términos y los límites de la discusión sobre el relativismo y los
valores absolutos en ciencias sociales.
Este
trabajo tiene la siguiente estructura: en el segundo apartado se hace una
presentación de momentos significativos de la historia de la teoría de la
ideología, procurando conectar el desarrollo de la teoría con algunos de los
problemas centrales de la teoría social. En el tercer apartado se discute el
papel de la ideología como elemento de cohesión social. En el cuarto apartado
se examina la posición que ocupa la teoría de la ideología en el longevo debate
acerca de la objetividad de las ciencias sociales, dedicando especial atención
a la cuestión del relativismo. Finalmente, en las conclusiones se intenta fijar
la posición de la teoría de la ideología en el complejo panorama de las
ciencias sociales actuales.
2.
La historia de la teoría de la ideología.
Como
se dijo más arriba, este trabajo no tiene el propósito de realizar una historia
exhaustiva de la teoría de la ideología. Es por esto que el criterio adoptado
ha sido el de seleccionar aquellos aportes que, a nuestro juicio, muestran de
manera acabada la relevancia de dicha teoría para las ciencias sociales en
general, y para la epistemología de las ciencias sociales en particular. El
lector atento podrá observar que en este recorrido se han dejado de lado
aportes importantes, como los de Max Weber (1864-1920), Michel Foucault
(1926-1984) y Pierre Bourdieu (1930-2002). También se han dejado de lado
corrientes tales como la sociología del conocimiento y apenas se han tratado
autores fundamentales como Georg Lukács (1885-1971 y Antonio Gramsci
(1891-1937). El criterio de selección adoptado ha consistido en tomar aquellos
autores que permiten explicar mejor la relación entre la ideología y las
temáticas de la epistemología de las ciencias sociales elegidas aquí.
2.1.
Destutt de Tracy, los “ideólogos” y el origen de la “ideología”.
La
historia moderna de la teoría de la ideología tiene su origen en el grupo de
intelectuales que recibió la denominación de “ideólogos”, cuya figura más
importante fue el filósofo francés Antoine-Louis-Claude Destutt de Tracy
(1754-1836).
Destutt formó parte del pensamiento de la Ilustración y
participó en la Revolución Francesa.
Los comienzos de la reflexión sobre la ideología se entroncan, pues, con la
corriente filosófica que sirvió de base teórica a los revolucionarios
franceses. Si bien se carece aquí de espacio suficiente para desarrollar,
aunque sea esquemáticamente, las líneas principales de la filosofía iluminista,
es preciso hacer unas pocas indicaciones para la mejor comprensión del
surgimiento del proyecto de los “ideólogos”.
Los
filósofos de la
Ilustración pensaban que la organización social existente (el
llamado Ancient Régime) no respondía
a los criterios de la razón y, por este motivo, sometía a los seres humanos a
la esclavitud y a la ignorancia. Dado que se trataba de una sociedad
irracional, dicha forma social tenía que ser reemplazada por otra que estuviera
acorde con los dictados de la razón; si las instituciones sociales se volvían
racionales, entonces, las personas podrían desarrollarse plenamente y en
libertad. Para lograr este propósito, los filósofos iluministas confiaban en la
capacidad de la razón humana para transformar la sociedad. La razón era concebida
como la herramienta privilegiada de la transformación social y política.
Rousseau (1712-1778), en su obra Del
contrato social (1762), escribió:
“El hombre ha nacido libre, y por doquiera
está encadenado. Hay quien se cree amo de los demás, cuando no deja de ser más
esclavo que ellos. ¿Cómo se ha producido este cambio? Lo ignoro. ¿Qué es lo que
puede hacerlo legítimo? Creo poder resolver esta cuestión.
Si no considerara más que la fuerza y el
efecto que de ella deriva, yo diría: mientras un pueblo esté obligado a
obedecer y obedezca, hace bien; tan pronto como pueda sacudir el yugo y lo
sacuda, hace aún mejor; porque al recobrar su libertad por el mismo derecho que
se la arrebató, o tiene razón al recuperarla, o no la tenían al quitársela. Más
el orden social es un derecho sagrado, que sirve de base a todos los demás. Sin
embargo, tal derecho no viene de la naturaleza: está, pues, basado en las
convenciones. Se trata de saber cuáles son esas convenciones.” (Rousseau, 2000:
26).
El
grupo de los “ideólogos” retomó el pensamiento ilustrado y lo aplicó al campo
particular del estudio de las ideas. Su propósito declarado era elaborar una
“ciencia de las ideas”, que fuera capaz de reconstruir los mecanismos por medio
de los cuales éstas surgían, y que estuviera en condiciones de formular planes
precisos para la reforma de las ideas. Puesto que para los filósofos ilustrados
la razón era el centro organizador de toda la vida social, era coherente la
actitud adoptada por los “ideólogos”, que se proponían crear una reflexión de
carácter científico sobre la cuestión que permitía entender las instituciones
adoptadas por una sociedad particular. Sólo a través del conocimiento de las
ideas podía ponerse en marcha un proceso de transformación de la sociedad sobre
bases seguras, sin caer en los “excesos” cometidos por los jacobinos durante el
Terror de 1793-1794. La teoría de la ideología tuvo su origen en un propósito
directamente político, y se imbricó con el vasto proyecto de cambio social que
llevó adelante la Revolución Francesa.
Llegados
a este punto, corresponde hacer una aclaración importante para entender mejor
el carácter y el contenido de la teoría de los “ideólogos”. Como muchos
intelectuales que hicieron carrera luego de la caída de Robespierre (1758-1794)
y los jacobinos, Destutt y su grupo aborrecían el Terror como herramienta
política. Los “ideólogos” deseaban la instauración de un régimen político
estable, que conjugara el crecimiento económico (en el marco de la defensa de
la propiedad privada y la libertad de comercio), con las libertades civiles y
políticas proclamadas en la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano
(1789). En tanto fieles discípulos del Iluminismo, pensaban que las falencias
de la sociedad eran ocasionadas por la puesta en práctica de concepciones
erróneas (“irracionales”) acerca de la naturaleza de la sociedad y los seres
humanos; en otras palabras, el “mal” de la sociedad se hallaba en las ideas que
servían de fundamentos a las instituciones. De esto derivaban, como se dijo más
arriba, la necesidad de una “ciencia de las ideas”, que proporcionaría las
reglas de gobierno para evitar caer otra vez tanto en la barbarie del Ancient Régime como en la irracionalidad
del Terror jacobino:
“Para que hombres y mujeres se gobernasen
verdaderamente a sí mismos, primero había que examinar pacientemente las leyes
de la naturaleza (…) Dado que toda ciencia se basa en ideas, la ideología debía
sustituir a la teología como la reina suprema, garantizando su unidad.
Reconstruiría la política, la economía y la ética desde la raíz, pasando desde
los más simples procesos de la sensación hasta las más altas regiones del
espíritu. Por ejemplo, la propiedad privada se basa en una distinción entre
«tuyo» y «mío» que a su vez puede remontarse a una oposición perceptiva
fundamental entre «tú» y «yo».” (Eagleton, 1997: 97).
Destutt
y los “ideólogos” no se quedaron en el plano de las investigaciones
científicas. Por el contrario, pugnaron por ocupar posiciones de poder en el
nuevo sistema educativo francés, surgido de la Revolución, para
influir en la elaboración de los planes de estudios de las nuevas escuelas.
Equipados con la flamante “ciencia de las ideas”, los “ideólogos” creían poder
impulsar una reforma cultural que estabilizara el régimen social y político
derivado de la Revolución Francesa.
En
un primer momento, los “ideólogos” contaron con el apoyo de Napoleón Bonaparte
(1769-1821), cuya carrera política se hallaba en ascenso en la última mitad de
la década de 1790. En esta época, Destutt acuñó el término “ideología”.
Sin embargo, el proyecto de los “ideólogos” naufragó ni bien Napoleón llegó a
la cima del poder. Paradójicamente, así como las razones que llevaron a la
construcción de la “ciencia de las ideas” fueron de carácter político, también
las causas de su eclipse momentáneo tuvieron esta índole.
Napoleón,
en tanto político práctico, comprendió rápidamente que la “ciencia de las
ideas” era una herramienta de doble filo, pues al poner en cuestión todas las
ideas y remontarse hasta su origen, tendía a eliminar el carácter “sagrado” de
la jerarquía social. Napoleón expuso así sus reparos contra la tarea de los
“ideólogos”:
“Todos los infortunios de Francia deben
ser atribuidos a la ideología, a esa tenebrosa metafísica que, buscando con
sutileza las causas primeras, quiere fundar sobre esas bases la legislación de
los pueblos, en lugar de adecuar las leyes al conocimiento del corazón humano y
a las lecciones de la historia. ¿Quién ha proclamado el principio de
insurrección como un deber? ¿Quién ha adulado al pueblo proclamando para él una
soberanía que era incapaz de ejercer? ¿Quién ha destruido la santidad y el
respeto de las leyes, haciéndolas depender no de principios sagrados de la
justicia, de la naturaleza de las cosas y de la justicia civil, sino solamente
de la voluntad de una asamblea compuesta por hombres ajenos al conocimiento de
las leyes civiles, criminales, administrativas, políticas y militares? Cuando
nos vemos llamados a regenerar un Estado, lo que hay que seguir son los
principios constantemente opuestos.” (Napoleón citado en Capdevila, 2006: 32).
Más
allá de las exageraciones (los “ideólogos” tenían tanto interés como Napoleón
en el mantenimiento del orden existente), el argumento napoleónico es
interesante, porque marca los límites que van a tener las ciencias sociales en
su análisis de la sociedad capitalista que estaba surgiendo de los movimientos
convergentes de la Revolución Industrial
y la Revolución Francesa.
Con precisión, Napoleón plantea que la tarea de los que se dedican al estudio
de la sociedad tiene que consistir en desarrollar una técnica para gobernar, la
cual debe respetar las creencias en la jerarquía y en el orden establecido. Si
los “ideólogos” se preguntaban por el origen de las ideas que dan estabilidad y
coherencia al orden establecido, se corre el riesgo de poner al descubierto los
mecanismos de dominación, y lo último que tienen que hacer las ciencias
sociales en la sociedad moderna es mostrar que “el príncipe está desnudo” y que
los derechos y libertades conviven con una realidad marcada por la explotación
en el nivel de las relaciones económicas. Actuando desde un punto de vista
práctico, Napoleón llegó a percibir el gran inconveniente que presenta la
teoría de la ideología para los sectores que tienen el poder en la sociedad. De
manera que Napoleón decidió cortar por lo sano y en 1802 cerró la división de
Ciencias Morales y Políticas del Instituto, disgregando a los “ideólogos”.
Destutt prosiguió su tarea (en 1801 apareció el primer volumen de su Projet d’éléments d’idéologie), pero la
“ciencia de la ideología”, perdido el apoyo oficial, cayó rápidamente en
desuso.
La
condena napoleónica generó una valoración negativa de la “ciencia de las
ideas”, que pasó a ser concebida como una teoría “metafísica”, que tendía a
reemplazar el estudio de los hechos empíricos por “realidades” que se
encontraban más allá de los sentidos de los mortales. En pocas palabras, la
“ideología” fue equiparada a un conocimiento inútil y abstracto, que carecía de
entidad práctica. Esta concepción negativa (peyorativa) de la ideología tuvo
tanta difusión que, en 1845-46, Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels
(1820-1895), dedicados a la tarea de criticar las posiciones filosóficas de los
Jóvenes Hegelianos,
le endilgaron a éstas el calificativo de “ideología alemana”. Ahora bien, la
fuerza y la difusión de la concepción negativa de la “ciencia de las ideas”,
ocultaron los aspectos positivos de la misma. La “ideología”, tal como la
pensaban los “ideólogos”, era una disciplina científica cuyo objeto consistía
en establecer el origen y desarrollo de las ideas, sin partir de ninguna tesis
“metafísica” y sin aludir a ningún fundamento trascendente de las mismas. En
este sentido, la “ciencia de las ideas” representaba un golpe mortal a la creencia
en la autonomía absoluta de las ideas, al idealismo filosófico y a la
naturalización de lo existente. Esto ubicaba a la “ideología” en los límites
mismos de las ciencias sociales modernas, que fueron construidas en el marco de
la expansión de las relaciones sociales capitalistas en los siglos XVIII y XIX.
2.2.
Marx y la teoría de la ideología como “falsa conciencia”.
Como
hemos visto al referirnos a la teoría de la ideología elaborada por Destutt y
los “ideólogos”, la “ciencia de las ideas” surgió como consecuencia de los
problemas del ámbito político. De ningún modo se trató de un desarrollo teórico
motivado por un mero interés académico, ni de un cuerpo de ideas alejado de los
problemas concretos de la sociedad.
Luego
de los ataques de Napoleón, la teoría de la ideología sólo volvió a
“reaparecer” en las obras de Marx y Engels de mediados de la década de 1840,
conservando por cierto la línea de una relación estrecha entre la formulación
de la teoría y la política. Hay que decir que hablar de “reaparición” no
significa sostener que Marx y Engels retomaron la teoría de la ideología tal
como la habían formulado los “ideólogos”, sino que volvieron a plantear, sobre
bases filosóficas muy distintas a las de Destutt, la cuestión del origen de las
ideas y su papel en la sociedad.
Para
los fines de este trabajo vamos a concentrarnos en la teoría de las ideas tal
como aparece en La ideología alemana.
Antes que nada, hay que comenzar diciendo que se trata de la primera obra en
que Marx y Engels presentan los grandes lineamientos de su concepción de la
sociedad (conocida habitualmente como materialismo histórico o concepción
materialista de la historia). Marx y Engels discuten con los Jóvenes Hegelianos a lo largo del texto;
para estos discípulos de izquierda de Hegel (1770-1831) las ideas constituían
el motor del desarrollo social. La crítica de Marx y Engels iba dirigida, por
tanto, contra el idealismo subyacente en esta concepción; corresponde acotar
que la teoría de la ideología y las tesis sobre la centralidad del proceso de
trabajo constituyen las armas principales esgrimidas por Marx y Engels. A
continuación desarrollaremos qué tipo de uso hacen de los mismos.
En
el momento de redactar La ideología
alemana, Marx y Engels se hallaban en la etapa final de un proceso de
transición que los llevó desde el liberalismo y la filosofía hegeliana, hacia
el socialismo. La impotencia política del liberalismo alemán (al cual adherían
los Jóvenes Hegelianos) los había
conducido, por caminos diferentes pero convergentes, a buscar nuevos senderos
teóricos. La crítica de la filosofía hegeliana y del liberalismo había llevado
a Marx hacia el terreno de la economía política, y la lectura de los clásicos
de esta disciplina (Smith, Ricardo, etc.) lo había convencido de que el proceso
de producción ocupaba un lugar prominente en la sociedad. Ubicarse en el nivel
de la producción llevó a Marx a considerar los problemas filosóficos desde otra
perspectiva, rechazando el idealismo hegeliano: si los seres humanos éramos lo
que hacíamos (y cómo lo hacíamos), y sólo de manera secundaria éramos lo que
pensábamos, estaba claro el porqué Marx se sintió obligado a revisar sus
concepciones sobre el origen de las ideas. En este punto, el problema
gnoseológico era un problema político. Aquí aparece la teoría de la ideología
en el materialismo histórico.
Si
se admite la preeminencia de la producción material en la conformación del
carácter de los seres humanos y de la sociedad, se sigue de ello que dicha
producción tiene que ejercer una fuerte influencia sobre las ideas producidas
por las personas (que pueden ser pensadas, en el límite, como un reflejo de lo
que sucede en el mundo). Ahora bien, en La
ideología alemana, Marx y Engels utilizan la tesis del reflejo para
describir el surgimiento de la ideología, con el agregado de que lo específico
de la ideología consiste en invertir la relación “normal” entre el sujeto que
conoce y el objeto conocido. En otros términos, la ideología invierte la
relación existente entre los hombres y sus representaciones. En un pasaje muy
conocido, Marx y Engels utilizan la metáfora de la cámara oscura para mostrar
cómo funciona la ideología:
“Los hombres son los productores de sus
representaciones, de sus ideas, etc., pero los hombres reales y actuantes, tal
y como se hallan condicionados por un determinado desarrollo de sus fuerzas
productivas y por el intercambio que a él corresponde, hasta llegar a sus
formaciones más amplias. La conciencia no puede ser nunca otra cosa que el ser
consciente, y el ser de los hombres es su proceso de vida real. Y si en toda la
ideología los hombres y sus relaciones aparecen invertidos como en una cámara
oscura, este fenómeno responde a un proceso histórico de vida, como la
inversión de los objetos al proyectarse sobre la retina responde a un proceso
de vida directamente físico.” (Marx y Engels, 1985: 26).
La
ideología es, por tanto, el reflejo deformado de las relaciones sociales
existentes. La deformación consiste en invertir el orden existente en la
realidad, presentando a las personas en una posición de subordinación frente a
las representaciones de los fenómenos sociales, que son las que parecen dominar
todo el proceso de constitución de las ideas sobre el mundo natural y social.
La ideología, que es una creación de los seres humanos en condiciones
históricas y sociales determinadas, se transforma en el elemento central y
determinante del proceso social. Desde esta perspectiva, son las ideas las que
hacen la historia, y no los hombres que producen su propia existencia y la de
las ideas, como argumentan Marx y Engels:
“Esta concepción de la historia [la
defendida por Marx y Engels] consiste, pues, en exponer el proceso real de
producción, partiendo para ello de la producción material de la vida inmediata,
y en concebir la forma de intercambio correspondiente a este modo de producción
y engendrada por él, es decir, la sociedad civil en sus diferentes fases, como
el fundamento de toda la historia, presentándola en su acción en cuanto Estado,
y explicando en base a ella todos los diversos productos teóricos y formas de
la conciencia, la religión, la filosofía, la moral, etc., así como estudiando a
partir de esas premisas su proceso de nacimiento, lo que, naturalmente,
permitirá exponer las cosas en su totalidad (y también, por ello mismo, la acción
recíproca entre estos diversos aspectos).” (Marx y Engels, 1985: 40).
Por
su simplicidad, esta tesis del reflejo deformado recuerda los planteos del
viejo empirismo, adoptado posteriormente por los filósofos de la Ilustración. Como
dijimos, la ideología refleja de modo deformado las relaciones reales de los
individuos. Esta deformación hace que las personas tengan una “falsa
conciencia” (conciencia deformada) de la sociedad y de la posición que ocupan
en ella. La teoría de la ideología como conciencia deformada presenta puntos de
contacto con la concepción negativa de la ideología, que fuera formulada por
Napoleón en ocasión de su crítica a los ideólogos. Si se sigue al pie de la
letra la tesis del reflejo, es muy difícil explicar tanto la persistencia misma
de las representaciones ideológicas (pues parecería que la simple enunciación
de la verdad sobre las relaciones sociales bastaría para tornar innecesaria a
la ideología), como el surgimiento de la ciencia en tanto actividad cuyo
objetivo es la búsqueda de la verdad y no la elaboración de una “falsa
conciencia” acerca de la realidad.
Por su simplicidad, esta tesis recuerda los planteos del viejo
empirismo, adoptados posteriormente por los filósofos de la Ilustración. Pero
hay una diferencia significativa. La ideología refleja de modo deformado las
relaciones reales de los individuos. Esta deformación tiene su origen en las
características mismas de la vida social y hace que las personas tengan una
“falsa conciencia” (conciencia deformada) de la sociedad y de la posición que
ocupan en ella. La teoría de la ideología como reflejo deformado presenta
puntos de contacto con la ya mencionada concepción negativa de la ideología,
que Napoleón endosó a los “ideólogos”. Si se sigue al pie de la letra la tesis
del reflejo, es muy difícil explicar tanto la persistencia misma del fenómeno
ideológico (parecería que la simple enunciación de la verdad sobre las
relaciones sociales bastaría para tornarla innecesaria), como el surgimiento de
la ciencia en tanto actividad cuyo objetivo es la búsqueda de la verdad y no la
elaboración de una “falsa conciencia” acerca de la realidad.
Ahora bien, la tesis de la ideología como reflejo se complementa con la
famosa tesis de la ideología dominante:
“Las ideas de la clase dominante
son las ideas dominantes en cada época; o, dicho en otros términos, la clase
que ejerce el poder material
dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante. La clase que tiene a su disposición los
medios para la producción material dispone con ello, al mismo tiempo, de los
medios para la producción espiritual, lo que hace que se le sometan, al propio
tiempo, por término medio, las ideas de quienes carecen de los medios
necesarios para producir espiritualmente. Las ideas dominantes no son otra cosa
que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, las mismas
relaciones materiales dominantes concebidas como ideas; por tanto, las
relaciones que hacen de una determinada clase la clase dominante son también
las que confieren el papel dominante a sus ideas.” (Marx, 1985: 50-51).
En el pasaje citado, Marx sostiene que la base efectiva de la ideología
se encuentra en la organización de la sociedad, más concretamente, en la manera
en que se encuentra distribuido el poder social. Si bien esta posición se
encuentra dentro de los marcos de la tesis del reflejo, hay que decir que
constituye un desarrollo fructífero pues, por un lado, al reconocer que en la
sociedad capitalista existe una ideología dominante (que es la de la clase capitalista), afirma implícitamente que
existen otras ideologías, que son las de las clases explotadas. Este punto es
fundamental para pensar teóricamente la posibilidad misma de una
contrahegemonía que se oponga a las relaciones capitalistas. Por otro lado,
Marx enfatiza en el pasaje citado la relación existente entre la ideología y
los medios de producción intelectual; en otras palabras, la ideología en tanto
conjunto de ideas, no es meramente un producto de intelectuales, sino que
requiere de ciertas condiciones materiales para su producción y reproducción. Esto
prefigura la problemática de los medios de comunicación de masas, y permite
comprender que la teoría de la ideología excede largamente el ámbito de las
disciplinas científicas y de los intelectuales. La ideología es, entonces, un
problema político no sólo por el contenido de las ideas mismas, sino por la
disputa en torno a la propiedad y/o el control de los medios para producir
ideas y para comunicarlas.
Marx también advierte sobre la existencia de una división del trabajo en
el interior de la clase dominante en lo que hace a la cuestión de la ideología:
“La división del trabajo (…)
se manifiesta también en el seno de la clase dominante como división del
trabajo físico e intelectual, de tal modo que una parte de esta clase se revela
como la que da sus pensadores (los ideólogos conceptivos activos de dicha
clase, que hacen del crear la ilusión de esta clase acerca de sí misma su rama
de alimentación fundamental), mientras que los demás adoptan ante estas ideas e
ilusiones una actitud más bien pasiva y receptiva, ya que son en realidad los
miembros activos de esta clase y disponen de poco tiempo para formarse
ilusiones e ideas acerca de sí mimos.” (Marx, 1985: 51).
En el pasaje que acabamos de citar vuelve a manifestarse con claridad la
tesis de la ideología como “falsa conciencia”. Los intelectuales de la clase
dominante no están interesados en describir objetivamente la sociedad
capitalista, sino en crear “ilusiones” para el consumo de la clase dominante y
de las clases subordinadas. Si se adopta al pie de la letra esta posición, las
ciencias sociales que se desarrollaron en el seno del capitalismo no serían
otra cosa que mistificaciones de las relaciones capitalistas, producidas con el
único objetivo de facilitar la dominación de la burguesía. Como se verá en el
siguiente apartado de este trabajo, Marx modificó esta concepción en el Libro
Primero de El capital, pasando a
aceptar que, en ciertas condiciones, la economía política era efectivamente una
ciencia, en tanto descripción objetiva de las relaciones económicas
capitalistas.
Con independencia de las críticas que puedan hacerse tanto a la tesis
del reflejo como a la tesis de la ideología dominante, corresponde decir que
ambas contribuyen a plantear que las ideas no existen con independencia de la
vida material. En este sentido, la teoría de la ideología de Marx y Engels en
1845, con todas sus deficiencias, marca una ruptura decisiva con el horizonte
intelectual del idealismo alemán, pero, y esto no es menos importante,
representa también el punto de partida para la construcción de una teoría
social liberada de la metafísica y de la naturalización de las relaciones
sociales. En la Ideología alemana, la concepción complementa
entonces a la afirmación de la centralidad del proceso de producción.
La teoría de la ideología expuesta en manuscrito de 1845-1846 tuvo su
continuación en la concepción de las vínculos entre las relaciones de
producción y la superestructura ideológica expresada en la célebre metáfora
edilicia, que se encuentra en el prólogo a la a la Contribución a la crítica de la economía política
(1859). Marx sostiene allí que todas las formas ideológicas (filosofía,
religión, derecho, etc.) están determinadas por el nivel de desarrollo de las
fuerzas productivas. De este modo, los cambios en las fuerzas productivas
obligan a la modificación de las relaciones de producción y de la
superestructura ideológica. En
1859, la persistencia de la teoría del reflejo se manifiesta en una concepción
de la relación entre fuerzas productivas, relaciones de producción e ideología.
No es este el lugar para exponer los inconvenientes de la metáfora edilicia
adoptada por Marx en 1859. Basta con indicar que las interpretaciones
mecanicistas y/o deterministas economicistas de la teoría de Marx tienen en ella
su principal punto de apoyo, y que esto se deriva de la utilización de la
concepción de la ideología como reflejo de las condiciones económicas.
2. 3. Marx: el fetichismo de la mercancía.
La concepción marxista de la ideología se vuelve más compleja en el
Libro Primero de El capital (1867).
La tesis de la ideología como reflejó había demostrado ser una solución muy
problemática. De hecho, traducida a términos políticos (y la tarea científica
de Marx, no puede separarse de su participación en el desarrollo del movimiento
obrero y el socialismo), conducía a adoptar una actitud fatalista ante la
realidad. En otras palabras, la acción política no podía transformar la
sociedad, y tenía que limitarse a esperar y a sancionar los cambios ocurridos
en el nivel de las fuerzas productivas.
Pero, además de esta cuestión, la concepción expuesta La ideología alemana se compaginaba mal con el énfasis puesto por
Marx en la necesidad de estudiar a la sociedad como una totalidad. Tratar a la
ideología como un mero reflejo suponía relegarla a un lugar secundario, muy
lejos del nivel de las fuerzas productivas. El modelo resultante era el de una
falsa totalidad, en el que sólo una instancia desempeñaba el papel
verdaderamente activo.
Así las cosas, las investigaciones realizadas por Marx en el terreno de
la economía lo llevaron a modificar su teoría de la ideología. El texto en que
se encuentra esta nueva concepción es el apartado titulado “fetichismo de la
mercancía”, y forma parte del Libro Primero de El capital. Dada su riqueza conceptual, nos
limitaremos a formular una síntesis esquemática de su contenido, sobre todo en
lo hace a la teoría de la ideología. Cabe decir, antes de comenzar, que Marx no
emplea el término “ideología” en dicho apartado.
En El capital, Marx no dice
que la ideología (para ser más precisos, la forma en que nosotros pensamos los
fenómenos económicos) sea un reflejo deformado de la realidad. Si esto fuera
así, para disipar la “falsa conciencia” bastaría con difundir el conocimiento
de cómo son las cosas en verdad; asumir esta posición supone admitir la
existencia de una realidad que es en sí “transparente” a nuestro conocimiento,
y que puede ser conocida ni bien se disipan las ilusiones que nos hemos forjado
sobre ella. En El capital, Marx sale
de la problemática de la ideología tal como había sido pensada hasta entonces.
En pocas palabras, puede decirse que Marx efectúa el pasaje de una concepción
filosófica (epistemológica) a una concepción sociológica de la ideología.
El fetichismo de la mercancía es el nombre que a la forma específica que
asumen las relaciones sociales en el capitalismo. Así, mientras que en el
movimiento real son las personas las que llevan las mercancías al mercado, en
la percepción de los individuos son las mercancías las que determinan dicho
movimiento social. En otras palabras, las relaciones sociales aparecen
cosificadas en la mente de las personas, que creen verdaderamente que es el
mercado y las mercancías (las cosas) las que rigen el funcionamiento de la
sociedad. Marx emplea el término “fetichismo”, pues las creaciones de los
individuos (las mercancías) se separan del control de éstos, los someten a una
lógica propia (la lógica de la mercancía) y termina por ser “adorados” (como si
fueran fetiches) por sus propios creadores. El
pasaje en el que Marx desarrolla su concepción del fetichismo es el siguiente:
“Lo misterioso de la forma
mercantil consiste sencillamente, pues, en que la misma refleja ante los
hombres el carácter social de su propio trabajo como caracteres objetivos
inherentes a los productos del trabajo, como propiedades sociales naturales de
dichas cosas, y por ende, en que también refleja la relación social que media
entre los productores y el trabajo global, como una relación social entre los
objetos existente al margen de los productores. Es por medio de este quid pro quo como los productos del
trabajo se convierten en mercancías, en cosas sensorialmente suprasensibles o
sociales. De modo análogo, la impresión luminosa de una cosa sobre el nervio
óptico no se presenta como excitación subjetiva de ese nervio, sino como forma
objetiva de una cosa situada fuera del ojo. Pero en el acto de ver se proyecta
efectivamente luz desde una cosa, el objeto exterior en otra, el ojo. Es una
relación física entre cosas físicas. Por el contrario, la forma de mercancía y
la relación de valor entre los productos del trabajo en que dicha cosa se
representa no tiene absolutamente nada que ver con la naturaleza física de los
mismos ni con las relaciones, propias de las cosas, que se derivan de tal naturaleza. Lo que aquí adopta, para los
hombres, la forma fantasmagórica de una relación entre cosas, es sólo la
relación social determinada existente entre aquéllos. De ahí que para hallar una
analogía pertinente debamos buscar amparo en las neblinosas comarcas del mundo
religioso. En éste los productos de la mente humana parecen figuras autónomas,
dotadas de vida propia, en relación unas con otras y con los hombres. Otro
tanto ocurre en el mundo de las mercancías con los productos de la mano humana.
A esto llamo el fetichismo que se adhiere a los productos del trabajo no bien
se los produce como mercancías, y que es inseparable de la producción
mercantil.
Este carácter fetichista del
mundo de las mercancías se origina, como el análisis precedente lo ha
demostrado, en la peculiar índole social del trabajo que produce las
mercancías.” (Marx, 1996: 88-89).
Ahora bien, el fetichismo no es simplemente “falsa conciencia”. No
expresa meramente una representación de la realidad social favorable a los
intereses de las clases dominantes. Como se indicó antes, si la ideología fuera
sólo una “falsa conciencia”, su eficacia se vería mellada por la difusión de la
“verdad”. Pero, además, en el planteo marxista de la ideología de la década de
1840, está el problema de la cuestión (no resuelta en La ideología alemana), de cuáles son los mecanismos que producen la
ideología. En este punto, y a pesar de que la concepción marxista de la “falsa
conciencia” incorpora elementos que van más allá del marco epistemológico (por
ejemplo, la tesis de la ideología dominante), Marx y Engels todavía no habían
superado los límites del planteo de los “ideólogos”. La ideología seguía siendo
un “engaño”, una mistificación, hecha adrede, de las condiciones sociales
existentes; de ahí que, siguiendo esta interpretación de la cuestión de la
ideología, bastaba con dejar de lado los prejuicios de clase y abordar
directamente la realidad, que develaría de ese modo todos sus secretos.
En el fetichismo de la mercancía, Marx expone una concepción
radicalmente diferente a la de los “ideólogos”. Las relaciones sociales
aparecen cosificadas no porque la clase dominante elabore una mistificación
adrede; en todos los caso, si hay creación de “mentiras” para justificar la
jerarquía social, éstas no juegan un papel relevante. Las representaciones
sociales asumen la forma de la cosificación porque ellas mismas están
“cosificadas”. Esto es una consecuencia de la forma que asume el trabajo en la
producción capitalista:
“Si los objetos para el uso se
convierten en mercancías, ello se debe únicamente a que son productos de trabajos privados ejercidos
independientemente los unos de los otros. El complejo de estos trabajos
privados es lo que constituye el trabajo social global. Como los productores no
entran en contacto social hasta que intercambian los productos de su trabajo,
los atributos específicamente sociales de estos trabajos privados no se
manifiestan sino en el marco de dicho intercambio. O, en otras palabras: de
hecho, los trabajos privados no alcanzan realidad como partes del trabajo
social en su conjunto, sino por medio de las relaciones que el intercambio establece entre los productos del
trabajo y, a través de los mismos, entre los productores. A éstos, por ende,
las relaciones sociales entre sus productos privados se les ponen de manifiesto como lo que son, vale decir, no como relaciones
directamente sociales trabadas entre las personas mismas, en sus trabajos, sino
por el contrario como relaciones sociales
propias de cosas entre las personas y relaciones
sociales entre las cosas.” (Marx, 1996: 89).
La producción capitalista está regulada por la ley del valor, esto es,
tanto las cosas como las personas “existen” socialmente en la medida en que
pueda asignárseles un valor de cambio. De allí la centralidad de la mercancía
para el estudio de esta forma de sociedad..
Todo aquello que carece de valor de cambio pierde entidad y parece desvanecerse
en el aire. Como quiera que sea, las personas no controlan la asignación de
este valor a las mercancías individuales (hay que decir que, en el capitalismo,
los individuos también son mercancías). Al contrario, su capacidad para organizar
concientemente el proceso productivo se ve cada vez más reducida, en buena
medida porque la extensión de la división del trabajo acentúa la fragmentación
del proceso productivo y reduce a cada individuo a desempeñar un papel
insignificante en el mismo, y porque la transformación de todos los medios de
producción en propiedad privada elimina las bases que permiten la existencia de
las comunidades en tanto formas de vida social que privilegian lo colectivo.
En la sociedad capitalista, las “cosas” gobiernan a las personas, y
tanto el capital como el mercado parecen tener vida propia.
Pero esto no obedece a ninguna maldición ni al carácter intrínsecamente
perverso de los capitalistas, sino al hecho de que las relaciones sociales
capitalistas están cosificadas en la realidad. Es por esto que puede decirse
que la ideología no es “falsa conciencia”; constituye, más bien, el producto
necesario de dichas relaciones sociales. En otros términos, la ideología
expresa la forma en que está organizada la vida social en el capitalismo. De
modo paradójico, la ideología pasa a ser la “verdadera conciencia” de la
sociedad capitalista, en tanto es la manifestación del carácter que asumen las
relaciones sociales en esta sociedad. Es por ello que Marx puede afirmar que la
ciencia económica no es una simple mistificación de las condiciones sociales
existentes bajo el capitalismo, sino que expresa verdaderamente “lo que ocurre”
en la sociedad capitalista:
“Formas semejantes constituyen
precisamente las categorías de la
economía burguesa. Se trata de formas del pensar socialmente válidas, y por
tanto objetivas, para las relaciones de producción que caracterizan ese modo de producción social históricamente determinado; la
producción de mercancías. Todo el misticismo del mundo de las mercancías, toda
la magia y fantasmagoría que nimban los productos del trabajo fundados en la
producción de mercancías, se esfuma de inmediato cuando emprendemos el camino
hacia otras formas de producción.” (Marx, 1996: 93).
En otras palabras, los economistas “burgueses” no efectúan un análisis
tendencioso de la realidad de la economía capitalista (esto independientemente
de que haya economistas que puedan venderse al mejor postor). La ciencia
económica desarrollada en los marcos del modo de producción capitalista es
ciencia en tanto análisis objetivo de la realidad capitalista, pero el problema
radica en que esa realidad misma está cosificada. En todo caso, los economistas
fallan no por no ser objetivos, sino por ceñirse a su objeto de estudio. En el
pasaje precedente Marx indica que sólo cuando se comparan las relaciones económicas
capitalistas con las propias de otras formas de producción es posible
comprender el carácter cosificado de las relaciones sociales capitalistas.
Como ilustración de este punto de
vista puede traerse a colación lo escrito por Marx en el epílogo a la 2º
edición alemana de El capital (1873).
Allí, refiriéndose a la historia de la economía política en Alemania e
Inglaterra, dice lo siguiente:
“A partir de 1848 la
producción capitalista se desarrolló rápidamente en Alemania, y hoy en día ha
llegado ya a su habitual floración de fraudes y estafas. Pero la suerte sigue
siendo esquiva a nuestros especialistas [los economistas alemanes]. Mientras
pudieron cultivar desprejuiciadamente la economía política, faltaban en la
realidad alemana las modernas relaciones económicas. Y no bien surgieron dichas
relaciones, ello ocurrió en circunstancias que ya no permitían su estudio sin
prejuicios dentro de los confines del horizonte intelectual burgués. En la
medida en que es burguesa, esto es, en la medida en que se considera el orden
capitalista no como fase de desarrollo históricamente transitoria, sino, a la
inversa, como figura absoluta y definitiva de la producción social, la economía
política sólo puede seguir siendo una ciencia mientras la lucha de clases se
mantenga latente o se manifieste tan sólo episódicamente.
Veamos el caso de Inglaterra.
Su economía política clásica coincide con el período en que la lucha de clases
no se había desarrollado. Su último gran representante, Ricardo, convierte por
fin, conscientemente, la antitesis entre los intereses de clase, entre el
salario y la ganancia, entre la ganancia y la renta de la tierra, en punto de
partida de sus investigaciones, concibiendo ingenuamente esa antitesis como la
ley natural de la sociedad. Pero con ello la ciencia burguesa de la economía
había alcanzado sus propios e infranqueables límites.” (Marx, 1996: 13).
Marx no afirma que la economía política sea solamente una “falsa
conciencia” de las relaciones económicas en el capitalismo, desarrolla por los
economistas interesados en el mantenimiento de dichas relaciones. Por el
contrario, reconoce que en algunas etapas de su desarrollo la economía política
“burguesa” es efectivamente “ciencia”, en el sentido de una investigación
dirigida a desentrañar el contenido de las relaciones sociales capitalistas. El
carácter científico de la economía política
se deriva, en este texto, del período histórico en que se encuentran el
capitalismo; es, a diferencia del argumento expuesto en el fetichismo de la
mercancía, un planteo más historicista que sociológico, en el que la
posibilidad de una economía científica está en relación directa con el nivel de
desarrollo de la lucha de clases. Para Marx, el carácter capitalista de la
economía política está dado por su imposibilidad para considerar al capitalismo
como una etapa histórica de las relaciones de producción; en otras palabras, la
historia constituye el obstáculo epistemológico que no puede ser franqueado por
los economistas “burgueses”.
Pero, y como demostramos al analizar el apartado del fetichismo de la
mercancía, esta imposibilidad no es el resultado de la “falsa conciencia” sino
de la forma asumida por las relaciones sociales capitalistas. El planteo
historicista se apoya en una concepción sociológica de la ideología, en tanto
la organización misma de la sociedad pone límites a la manera en que dicha
organización puede ser concebida conceptualmente.
En síntesis, la nueva concepción de la ideología defendida en El capital tiene, como ya se ha dicho en
este trabajo, un carácter mucho más sociológico que epistemológico (aunque Marx
no le habrían gustado ninguno de estos términos). En el fetichismo de la
mercancía, el obstáculo epistemológico al conocimiento de las relaciones
sociales capitalistas radica en la forma misma que adquieren estas relaciones.
Esta forma cosificada está reforzada por los efectos de la naturalización de
esas mismas relaciones, esto es, por la tendencia a pensar que la sociedad
capitalista es ahistórica. Ahora bien, el tratamiento de la ideología como
fetichismo de la mercancía presenta, más allá de sus méritos, una serie de
dificultades teóricas que son resumidas así por Eagleton:
“La posición de Marx en el
capítulo sobre «el fetichismo de la mercancía» parece conservar dos rasgos
dudosos de esta versión anterior de ideología: su empirismo y su negativismo.
En El capital parece afirmar que
nuestra percepción (o concepción errónea) de la realidad ya está de algún modo
inmanente en la propia realidad; y esta creencia, que lo real ya contiene el
conocimiento o conocimiento erróneo de sí mismo, puede considerarse una
doctrina empirista. Lo que suprime es precisamente la labor de lo que hacen los agentes humanos, de manera
variada y conflictiva, de estos mecanismos materiales – de la manera en que los
construyen discursivamente y lo interpretan de acuerdo con intereses y
creencias particulares -. Aquí, los objetos humanos figuran como meros
receptores pasivos de ciertos fenómenos objetivos, las víctimas de una
estructura social dada espontáneamente a su conciencia. (…) Si esta última
teoría también reproduce el negativismo de La
ideología alemana, es porque la ideología parecería no tener de nuevo otra
finalidad que la de ocultar la verdad
de la sociedad de clases. Es menos una fuerza activa en la constitución de la
subjetividad humana que una máscara o pantalla que impide a un sujeto ya
constituido captar lo que tiene delante. Y esto, aun cuando pueda contener
alguna verdad parcial, sin duda no explica el poder real y la complejidad de
las formaciones ideológicas.”(Eagleton, 1997:122-123).
El comentario de Eagleton es atinado, en tanto demuestra las problemas
que implica pensar un proyecto contrahegemónico a partir de una situación en la
que, si se admite la tesis desarrollada en el fetichismo de la mercancía, las
relaciones sociales capitalistas generan por sí mismas una ideología funcional
a ellas mismas. Como se carece aquí del espacio suficiente para elaborar una
respuesta adecuada a la cuestión, sólo cabe decir que la tesis del fetichismo
de la mercancía tiene que complementarse con la expuesta en el capítulo 5 del
Libro Primero de El Capital, en donde
se afirma que el trabajo humano tiene la particularidad de que se trata de un
proceso que no es meramente repetitivo, sino que plasma en la materia las
potencialidades que se encuentran latentes en el ser humano. En otras palabras,
el proceso de trabajo implica necesariamente un espacio de creación (aún en sus
variantes más mecanizadas y tecnificadas), que abre un espacio de posibilidad a la modificación de las
relaciones sociales existentes. Además, hay que tener presente la tesis con la
que se abre el Manifiesto del Partido
Comunista, que sostiene que “la historia de todas las sociedades que han
existido hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases” (Marx,
1986: 34).
La concepción de la ideología esbozada por Marx en el fetichismo de la
mercancía dio origen a importantes desarrollos de la teoría de la ideología.
Aquí puede mencionarse el importante artículo de Georg Lukács, “La cosificación
y la consciencia del proletariado”, incluido en su obra clásica Historia y consciencia de clase (1923).
Lukács retoma la tesis del carácter cosificado de las relaciones sociales
capitalistas y afirma que sólo el proletariado, por ser la clase cuya misión
histórica es enfrentar al capital, está en condiciones de oponer a la
consciencia cosificada una teoría científica de la sociedad. Una oposición
similar entre ideología y ciencia fue defendida por Louis Althusser
(1918-1990), quien sostuvo que ciencia e ideología eran dos terrenos
absolutamente incompatibles (en el plano de las ciencias sociales defendió la
concepción de que el marxismo era la verdadera ciencia).
Esta postura hizo que Althusser terminara por construir una teoría general de
la ideología que, como se verá más adelante, está muy alejada del marxismo y
que se afirma en el reconocimiento del carácter omnipotente de la ideología.
Con una postura muy diferente a las dos anteriores, se encuentra Antonio
Gramsci, quien defendió, más allá de los condicionamientos propios de las
relaciones económicas capitalistas, el papel central de los intelectuales en la
organización política tanto de los opresores como de los oprimidos en la
sociedad capitalista.
2.4. Durkheim: la teoría de las prenociones.
Emile Durkheim (1858-1917) es considerado uno de los Padres Fundadores
de la sociología moderna (también, por cierto se lo define como el
representante más destacado de la escuela sociológica francesa). Su célebre
afirmación acerca de que los sociólogos tienen que “tratar los hechos sociales
como a cosas” (Durkheim, 1976: 12) parece ubicarlo en el campo de la sociología
más ortodoxamente positivista. Sin
embargo, es el autor de una concepción de la ideología que trasciende
largamente los límites de la ortodoxia positivista.
En Las reglas del método
sociológico (1895), Durkheim afirma que todo nuestro conocimiento de lo
social está mediado por las prenociones.
Según su argumento, los sentidos nos aportan la totalidad de la información que
tenemos acerca del mundo que nos rodea, pero la misma no nos llega directamente,
sino que es tamizada y filtrada por las prenociones, que:
“…son como un velo que se
interpone entre las cosas y nosotros, y que las enmascara con tanta mayor
eficacia cuanto más acentuada la transparencia que se le atribuye.” (Durkheim,
1976: 41).
Las prenociones no representan una creación artificial y tampoco son
pensadas al estilo empirista como un derivado de la experiencia. Por el
contrario, las prenociones acompañan a toda experiencia, proporcionando sentido
a la misma. Durkheim describe así el proceso:
“Cuando un nuevo tipo de
fenómenos se convierte en objeto científico, aparece ya representado en el
espíritu, no sólo por imágenes sensibles, sino por tipos de conceptos formados
groseramente. (…) Ocurre que, en efecto, la reflexión es anterior a la ciencia,
que a lo sumo se sirve de ella con más método. El hombre no puede vivir en
medio de las cosas sin forjarse ideas acerca de las mismas, regulando su
conducta con arreglo a estas últimas. Sólo que, como estas ideas están más
próximas a nosotros y a nuestro alcance que las realidades a las cuales
corresponden, tendemos naturalmente a ponerlas en lugar de estas últimas, y a
convertirlas en la sustancia misma de nuestra especulación.” (Durkheim, 1976:
40).
De modo que las prenociones son, en términos muy generales, las ideas
que poseemos acerca de todo lo que nos rodea. Cada individuo las va adquiriendo
desde el nacimiento, a través de la interacción constante con otros individuos
(familia, escuela, amigos, trabajo, medios de comunicación, etc.). Durkheim se
da cuenta de que nuestra experiencia directa de las cosas es limitada, y afirma
que las prenociones suplen esta falla de la experiencia:
“…como el detalle de la vida
social desborda por todos lados a la conciencia, no tiene de aquélla una
percepción suficientemente perfilada para sentir su realidad. Como no hay en
nosotros vínculos bastante sólidos ni suficientemente próximos, todo esto
suscita con bastante facilidad el efecto de que no estamos afirmados en nada y
que flotamos en el vacío, sustancia a medias irreal e indefinidamente plástica.
(…) Pero si se nos escapa el detalle y las formas concretas y particulares, por
lo menos nos representamos los aspectos más generales de la existencia
colectiva de manera aproximada, y precisamente estas representaciones
esquemáticas constituyen las prenociones que empleamos para los usos corrientes
de la vida. Por consiguiente, no podemos dudar de su existencia, pues la
percibimos al mismo tiempo que la nuestra. No sólo están en nosotros sino que,
como son un producto de experiencias repetidas, extraen de la repetición y del
hábito que resulta de esta última, una suerte de ascendiente y autoridad.
Sentimos en nosotros mismos su resistencia cuando intentamos liberarnos de
ellas.” (Durkheim, 1976: 43-44).
En la concepción durkheimiana de la ideología (es decir, en la teoría de
las prenociones), la “ciencia de las ideas” pasa a formar parte de la teoría
sociológica general, y permite explicar tanto los problemas que tiene que
afrontar la sociología en su objetivo de estudiar la sociedad (desarrollados
sobre todo en Las reglas del método
sociológico), como la manera peculiar en que las sociedades se encuentran
cohesionadas (enfoque planteado especialmente en la obra La división del trabajo social). De manera esquemática, puede
afirmarse que existen dos funciones de la teoría de la ideología en la
sociología de Durkheim:
1) La ideología (teoría de las prenociones) da cuenta del carácter opaco
de la realidad social y de las dificultades que implica el conocimiento de los
hechos sociales. La posición durkheimiana significa un avance respecto a la
concepción negativa (la “falsa conciencia”), derivada de la filosofía de la Ilustración.
Durkheim demuestra que las prenociones surgen de la propia
vida social, y que su existencia es imprescindible para poder conocer la
sociedad y, todavía más importante, para poder sobrevivir en ella. En otras
palabras, las prenociones juegan un rol positivo, pues proporcionan a las
personas un marco conceptual inicial para emprender la tarea de estudiar los
fenómenos sociales. Además, Durkheim concibe a las prenociones como verdaderos
elementos de la sociedad, es decir, como entidades que poseen las mismas
características que los demás hechos sociales. Esto resulta especialmente
importante, pues de este modo se deja de ver a la ideología como un cuerpo que
se encuentra separado, por sus propias características constitutivas (ser ideas
y no cosas o personas), del conjunto de la totalidad social.
Un corolario de lo expuesto en el párrafo anterior es que la teoría de
las prenociones elimina la posibilidad misma de la independencia absoluta de
las ideas respecto a los demás niveles en que puede dividirse el funcionamiento
social. Las prenociones no nacen de las ideas mismas, sino que son el resultado
de los procesos sociales. En las prenociones, la teoría del conocimiento está
en relación directa con la vida cotidiana. Por un camino más sofisticado que el
de los “ideólogos”, Durkheim muestra que los conceptos, las opiniones, las
creencias sociales, están condicionados por el resto de la vida social. Las
prenociones son hechos sociales y requieren el mismo tratamiento que los demás
fenómenos encuadrados en esta categoría. No se trata, pues, de un orden
privilegiado de objetos sociales.
En relación con el punto tratado en el párrafo anterior es conveniente
tener presente la crítica de Durkheim al apriorismo kantiano, formulada en el
prólogo a Las formas elementales de la
vida religiosa. Como es sabido, Kant (1724-1804) afirmaba que nuestro
conocimiento del mundo era posible gracias a que nuestro aparato cognitivo
estaba dorado de categorías a priori, que operaban proporcionando un marco y
organizando a la masa de percepciones que nos llegaban a través de los sentidos.
Estas categorías eran innatas, esto es, existían más allá de la experiencia del
sujeto que las poseía. Durkheim niega la existencia de categorías a priori,
sosteniendo que el marco conceptual con el que organizamos la experiencia es
producto, también, de la misma experiencia. Este marco conceptual al que hace
referencia Durkheim surge a partir de la experiencia colectiva; así, pues, las
categorías lógicas son el producto de la forma específica que asume la experiencia
de una sociedad determinada:
“La proposición fundamental
del apriorismo es que el conocimiento está formado por dos clases de elementos,
irreductibles entre sí como dos capas distintas y superpuestas. Nuestra
hipótesis mantiene íntegramente este principio. En efecto, los conocimientos
que se denominan empíricos, los únicos que los téoricos del empirismo han
utilizado siempre para construir la razón, son aquellos que la acción directa
de las cosas suscita en nuestros espíritus. Éstas son, pues, estados
individuales, que se explican enteramente por la naturaleza psíquica del
individuo. Por el contrario, si, como pensamos, las categorías son
representaciones esencialmente colectivas, traducen ante todo estados de la
colectividad: dependen de la forma en que ésta esté constituida y organizada,
de su morfología, de sus instituciones religiosas, morales, económicas, etc.
Entre estas dos especies de representaciones hay, pues, toda la distancia que
separa lo individual de lo social, y derivar las segundas de las primeras es tan
imposible como deducir la sociedad del individuo, el todo de la parte, lo
complejo de lo simple. La sociedad es una realidad sui generis; tiene características propias que no vuelven a
encontrarse, o que no se encuentran bajo la misma forma, en el resto del
universo. Las representaciones que lo expresan tienen, pues, un contenido muy
distinto al de las representaciones puramente individuales, y se puede asegurar de antemano que las primeras añaden
algo a las segundas.” (Durkheim, 2008: 47-78).
En la base de la respuesta durkheimiana al apriorismo kantiano se
encuentra el rechazo al individualismo metodológico. Las categorías no son
innatas a cada individuo, son creaciones sociales, y es por este mismo carácter
social que se nos aparecen como algo preexistente, como una cualidad que parece
“nacer” con el mismo individuo.
“Las categorías dejan de ser
consideradas como hechos primigenios e irrealizables; y, sin embargo, conservan
una complejidad de la que no podrían dar razón análisis tan simplistas como aquellos
con los que se contentaba el empirismo. Pues ellas aparecen entonces, no ya
como nociones muy simples que cualquiera puede separar de sus observaciones
personales y que la imaginación popular ha complicado malhadadamente, sino, al
contrario, como sabios instrumentos del pensar, que los grupos humanos han
forjado laboriosamente en el transcurso de los siglos y donde han acumulado lo
mejor de su capital intelectual. (…) Para saber de qué están hechas estas
concepciones, que no hemos hecho nosotros, no es suficiente con interrogar a
nuestra propia conciencia; hay que mirar fuera de nosotros, hay que observar la
historia, hay que fundar toda una ciencia…” (Durkheim, 2008: 53-54).
Finalmente, y como se indicó arriba, cabe decir que la comprensión del
papel positivo que juegan las prenociones en nuestra integración a la vida
social le permite a Durkheim tener una mejor percepción de los problemas
epistemológicos de la sociología. La ubicuidad de las prenociones constituye la
principal dificultad que encuentra la sociología para avanzar en el
conocimiento de los hechos sociales. Su calidad de obstáculo epistemológico
reside en el hecho de que:
“…tienen por función
reconciliar a todo precio la conciencia común consigo misma, proponiendo
explicaciones, aun contradictorias, de un mismo hecho [por ello], las opiniones
primeras sobre los hechos sociales se presentan como una colección falsamente
sistematizada de juicios de uso alternativo. Estas prenociones,
«representaciones esquemáticas y sumarias» que se «forman por la práctica y
para ella».como lo observa Durkheim, reciben su evidencia y «autoridad» de las
funciones sociales que cumplen.” (Bourdieu, Chamboredon y Passeron, 2001: 28).
2) La ideología cumple también el papel de elemento que otorga cohesión
a lo social. Hay que tener presente que en la sociología de Durkheim las
representaciones colectivas juegan un papel fundamental en la vida de la
sociedad. Así, y desde las primeras formas de las mismas, encarnadas en las
creencias religiosas, hasta las formas más sofisticadas como el derecho
codificado, las representaciones colectivas expresan la voluntad del conjunto
social, y sirven para que cada individuo sepa qué función le compete en la
sociedad. Dado el poco espacio disponible en este trabajo, sólo se puede
esbozar brevemente la cuestión. Durkheim adopta como punto de partida la
concepción de que las ideas, las
representaciones sociales, tienen la misma fuerza que los hechos materiales en
la vida social. De hecho, y esta fue una de las tesis más discutidas de Las reglas del método sociológico,
Durkheim afirma que la sociedad es diferente a la simple suma agregada de los
individuos que la componen (enfrentando, dicho sea de paso, a la posición del
individualismo metodológico). En otras palabras, “fenómenos sociales son
exteriores a los individuos” (Durkheim, 1976: 16). Como quiera que sea, esta
exterioridad de los fenómenos sociales se manifiesta en la coerción que ejercen
sobre los individuos, la cual se expresa tanto en las normas que regulan la
actividad de los mismos como en las que penan las transgresiones a los
comportamientos normales. Para el sociólogo francés, la normalidad social se
identifica, en primer lugar, con las conductas realizadas por el mayor número
de individuos (criterio estadístico). Dicha normalidad expresa la conciencia
social, que tiene un sustrato diferente a la conciencia de los individuos que
forman la sociedad, y se expresa concretamente en las regulaciones del derecho
(ya sea éste escrito o consuetudinario):
“Fuera de los actos
individuales que suscitan, los actos individuales que suscitan, los hábitos
colectivos se expresan en forma definida en reglas jurídicas e individuales, en
dichos populares, en hechos de la estructura social, etc. Como estas formas
tienen existencia permanente y no cambian con las diferentes aplicaciones que
se realizan en ellas, constituyen un objeto fijo, un patrón constante que está
siempre al alcance del observador, y que no deja lugar a las impresiones
subjetivas y a las observaciones personales. Una regla de derecho es lo que es,
y no hay dos modos de percibirla.” (Durkheim, 1976: 66).
Para terminar, las normas no expresan solamente la cohesión social, como
podría inferirse del pasaje anterior, sino que constituyen una de las fuentes
principales de ésta En el apartado
siguiente se desarrollará esta última afirmación.
3. Ideología y cohesión social.
En el apartado anterior se ha esbozado el papel de elemento de cohesión
social que, según Durkheim, desempeña la ideología. En este punto haremos
algunas observaciones para tratar de mostrar tanto las limitaciones como
también los elementos positivos de la adopción de este enfoque.
Ante todo, una aclaración. Durkheim no sostiene que la ideología sea el
único “cemento” que da cohesión a la vida social. En La división del trabajo social, Durkheim se preocupa por aclarar
que la misma división del trabajo genera solidaridad entre los miembros de la
sociedad. De hecho, las dos formas
de solidaridad social que trata en dicha obra (la solidaridad mecánica y la solidaridad
social) son consecuencia de las diferencias en la división del trabajo y no de
formas diferentes de pensar las relaciones entre los miembros de la sociedad.
Para entender lo anterior hay que empezar haciendo una pequeña excursión
por el terreno de la teoría de la ideología. Como se dijo aquí repetidas veces,
y desde sus orígenes mismos, la “ciencia de las ideas” se preocupó por
demostrar que las ideas no son autónomas de las demás esferas de la sociedad. En
palabras del mismo Durkheim, “sin duda es una verdad evidente que no existe
nada que no esté en las conciencias individuales; sólo que casi todo lo que se
encuentra en estas últimas proviene de la sociedad” (Durkheim, 2008: 392). Ahora
bien, no se trata sólo de aceptar el carácter social del origen de la
ideología, sino de reconocer que la ideología no puede separarse de una forma
determinada de praxis social. En otras términos, la ideología es en sí una
fuerza práctica que forma parte del desarrollo social. Mejor dicho, toda forma
de actividad supone ideas sobre el contenido y el carácter de la misma, y estas
ideas no pueden ser separadas de las actividades de que forman parte so pena de
generar un híbrido teórico que tiende a confundir las causas y el
desenvolvimiento de los procesos de los que esas mismas ideas forman parte.
Cuando se escinde la praxis, separando de un lado la práctica despojada de
ideas y concepciones teóricas, y de otro lado las ideas sobre la acción, se
tienen concepciones unilaterales sobre la vida social, que terminan derivando
en formas mecanicistas y deterministas de pensar los procesos sociales. Una
consecuencia de esta escisión consiste en pensar que las ideas constituyen, por
sí mismas, el factor activo de los procesos sociales, capaz tanto de
estabilizar a una formación social como de lograr el reemplazo de la misma por
otra. Lo importante aquí es retener que la base para esta inflación del papel
de las ideas en la sociedad radica en la separación, más o menos sutil, más o
menos burda, de la ideología respecto al proceso social en su conjunto.
El caso de Althusser es particularmente significativo, pues la ideología
es concebida como parte del proceso general de reproducción de las relaciones
sociales capitalistas, y es sólo uno de los mecanismos que permiten la reproducción
de éstas. Sin embargo, en ambos
autores hay una tendencia a autonomizar a la ideología del resto de la vida
social, atribuyéndole la propiedad de ser el elemento central y fundamental
para el logro de la cohesión de la misma.
Establecido lo anterior, podemos pasar a examinar brevemente la manera
en que Durkheim y Althusser tienden a independizar a la ideología del resto de
la totalidad social y a sobrevalorar su capacidad para cohesionar (y controlar)
a la misma.
Como se puntualizó en el apartado anterior, Durkheim considera que las
normas son las que permiten discriminar entre fenómenos normales y anormales en
una sociedad. Más allá de que Durkheim reconoce que la división del trabajo
genera sus propias reglamentaciones, sostiene la convicción de que el sistema
de normas de una sociedad expresa la voluntad de la misma en su conjunto (y no
de una de sus partes, v.gr., la clase dominante) y es dicho sistema el que
permite la integración de los individuos en la sociedad. En este punto, cobro
importancia el concepto de anomia, en la medida en que permite comprender, por
la negativa, qué función cumplen las normas en la sociedad. Durkheim desarrolla
este concepto en La división del trabajo
social. Allí define a la anomia como el estado que se produce “si la división
del trabajo no produce la solidaridad [y en el que] las relaciones de los
órganos no están reglamentadas” (Durkheim, 2008: 406). Se trata, pues, de un
estado social caracterizado por la ausencia de normas, en el que la falta de
éstas hace imposible el desarrollo de las relaciones sociales normales. Las
normas que reglamentan las distintas funciones del organismo social son,
entonces, las que mantienen el funcionamiento del mismo. Con esto no se está
afirmando que Durkheim proponga una versión determinista del papel jugado por
las normas (no se quiere hacerle defender a Durkheim una especie de inversión
del determinismo económico). Al contrario, tiene una concepción bastante
desarrollada de la complejidad de las relaciones entre normas y funciones, tal
como puede deducirse del siguiente párrafo:
“…en el estado normal, estas
reglas se desprenden por sí mismas de la división del trabajo; son como su
prolongación. Seguramente, sin no aproximara más que individuos que se unieran
por algunos instantes para intercambiar servicios personales, no podría
originar ninguna acción reguladora. Pero lo que pone en presencia son
funciones, es decir, maneras definidas de actuar, que se repiten, idénticas a
sí mismas, en circunstancias dadas, puesto que dependen de condiciones
generales y constantes de la vida social. Los vínculos que se entablan entre
estas funciones no pueden, pues, dejar de alcanzar el mismo grado de fijeza y
de regularidad. (…) El pasado predetermina el porvenir. Dicho de otro modo, hay
cierta distribución de los derechos y de los deberes que el uso establece y que
termina por volverse obligatoria. La regla no crea, pues, el estado de
dependencia mutua en el que se encuentran los órganos solidarios, sino que no
hace más que expresarlo de manera sensible y definida, en función de una
situación dada.” (Durkheim, 2008: 404):
Ahora bien, la argumentación de Durkheim tiende a mostrar que la
ausencia de normas impide el normal funcionamiento de una sociedad en la que
impera la solidaridad orgánica. Más allá de su afirmación de que las normas
responden a necesidades que surgen de las diferentes funciones que regulan el
organismo social, necesidades que se derivan de dichas funciones y no de las
normas mismas, Durkheim se encamina a demostrar que son las normas las que dan
efectivamente cohesión al conjunto social. Es más, para él, la libertad moderna
es producto de la reglamentación, y es justamente a través de las normas que
los seres humanos han podido construir un mundo social libre del azar y de las
compulsiones de la naturaleza.
En el caso de Althusser, la preeminencia de la ideología se manifiesta a
través del carácter cuasi omnipotente que atribuye a los aparatos ideológicos
del Estado. Como es sabido, define a éstos como un vasto entramado de instituciones
públicas y privadas (entre las que se encuentran organizaciones tan disímiles
como la familia, los medios de comunicación de masas y la escuela) cuya función
primordial es operar como canales de transmisión de la ideología de la clase
dominante. A diferencia de los aparatos represivos del Estado, los aparatos
ideológicos actúan principalmente por medio de la difusión de ideología. Para
Althusser, los aparatos ideológicos son lugares en los que se verifica la lucha
de clases; sin embargo, en todos los análisis que hace de los mismos (y hay que
decir que Althusser suele moverse en un nivel muy elevado de abstracción), la
eficacia de los aparatos ideológicos reduce a la impotencia a los intentos de
cuestionar el orden existente. Así, refiriéndose al aparato ideológico escolar,
“Pido perdón a los maestros
que, en condiciones espantosas, tratan de volver contra la ideología, contra el
sistema y contra las prácticas en las cuales están inmersos, las pocas armas
que pueden hallar en la historia y en el saber que «enseñan». Son verdaderos
héroes. Pero son pocos, y como la mayoría ni siquiera sospecha del «trabajo»
que el sistema (que los supera y los aplasta) les obliga a hacer, ponen todo su
entusiasmo e ingenio en el esfuerzo por cumplirlo con toda conciencia (¡los
famosos métodos nuevos!). Recelan tan poco que contribuyen efectivamente – con
su misma dedicación – a mantener y desarrollar una representación ideológica de
la escuela que la convierte en algo tan «natural», útil e indispensable – e
incluso benéfica en opinión de nuestros contemporáneos – como pareció
indispensable y generosa la iglesia a nuestros antepasados hace unos cuantos
siglos.” (Althusser, 1988: 119).
En el ejemplo que se acaba de transcribir, la ideología dominante
aparece como una aplanadora que arrasa los intentos de generar un pensamiento
contrahegemónico. En verdad, en la teoría de Althusser es muy difícil pensar la
construcción de un espacio contrahegemónico. Esto se ve especialmente en claro
si se toma en cuenta la teoría general de la ideología que formula al final de
“Ideología y aparatos ideológicos del Estado”. En
ella la ideología aparece como una característica de la condición humana misma,
y, por ende, los seres humanos están condenados a vivir sus relaciones sociales
en forma ideológica. Althusser sostiene que la ideología tiene que ser
entendida como “una «representación» de
la relación imaginaria entre los individuos y sus condiciones reales de
existencia.” (Althusser, 2008: 123). Como quiera que sea, esta forma en que
los individuos viven su relación con sus condiciones de existencia tiene un
carácter suprahistórico, en el sentido de que trasciende las condiciones
sociales específicas de una sociedad determinada (por ejemplo, la sociedad
capitalista). Althusser puede afirmar así que:
“…la ideología en general no tiene historia, y esto no
en un sentido negativo (su historia acontece fuera de ella) sino en uno
completamente positivo.
Este sentido es positivo si es
verdad que lo propio de la ideología es el estar dotada de una estructura y de
un funcionamiento tales que la convierten en realidad no histórica; es decir, omnihistórica en el sentido de que esta
estructura y este funcionamiento están, bajo una misma forma inalterable,
presentes en lo que se llama la historia entera tal como la define el Manifiesto (como historia de la lucha de
clases, es decir, historia de las sociedades de clases).” (Althusser, 1988:
122).
La ideología trasciende por tanto el horizonte de la sociedad
capitalista y se extiende, en principio, a todas las formas de sociedad de
clases. Pero, más adelante, Althusser extiende todavía más la validez de la
ideología y termina por atribuirle un papel fundamental en la constitución del
sujeto:
“…la categoría de sujeto es
constitutiva de toda ideología, pero al mismo tiempo y de inmediato agregamos
que la categoría de sujeto no es
constitutiva de toda ideología sino sólo en tanto toda ideología tiene la
función (que la define) de «constituir» en sujetos a los individuos concretos.
En este juego de doble constitución existe el funcionamiento de toda ideología
y ésta no es más que su funcionamiento en las formas materiales de la
existencia de este funcionamiento.” (Althusser, 1988: 130).
Ahora bien, si la función primordial de la ideología es la de interpelar
a los sujetos para constituirlos como tales, no es posible siquiera pensar una
forma de sociedad que esté libre de ideología. Además, y más allá de las
consecuencias políticas de dicha manera de pensar la ideología, está la
cuestión de que la ideología se convierte en un elemento fundamental para
lograr la cohesión social, al permitir la efectiva integración de los
individuos en ella.
Para concluir este apartado, cabe decir que las teorías de Durkheim y de
Althusser acerca del papel de la ideología en el logro de la cohesión y la
integración sociales tienen un origen común, más allá de las diferencias de
fondo entre ambos autores. Para los dos autores analizados aquí, la ideología
es un fenómeno que se presenta separado de las relaciones de producción, como si
correspondiera a un ámbito que está más allá de la actividad práctica, dotado
de la propiedad de regular la misma. Esta situación es todavía más paradójica
en Althusser, pues él comienza su análisis por las relaciones de producción, y
termina planteando una teoría general de la ideología que poco y nada tiene que
ver con el momento de la producción. En este sentido, Durkheim muestra una
percepción más fina del carácter de la ideología, pues las normas que examina
se hallan en todo momento en contacto con la esfera de la práctica social.
4. La teoría de la ideología y el problema de la objetividad en las
ciencias sociales.
Las ciencias sociales, que en su conjunto constituyen la forma específica
que adoptó la teoría social a partir del siglo XIX, tuvieron como modelo a las
ciencias naturales. No es este el lugar para explicar las razones de la
elección de dicho modelo. Basta con tomar nota de ello, y con indicar que la
preferencia por las herramientas teóricas de las ciencias naturales tuvo entre
sus consecuencias elevación de la problemática de la objetividad a una posición
privilegiada en los debates epistemológicos de las flamantes disciplinas
científicas. Así, los Padres Fundadores de las nuevas disciplinas pensaban que
estaban construyendo ciencias del mismo tipo que las naturales y, por ende, la
objetividad ocupaba una posición clave en sus planteos.
Establecido lo anterior, corresponde abordar la respuesta a la pregunta
de qué se entiende por objetividad. Ante todo, hay que decir que se le da este
carácter al conocimiento que se encuentra libre de toda parcialidad, de
ideología (como quiera que sea que se la defina), que es neutral en términos de
valores. En otras palabras, se trata de un conocimiento que está más allá de
los intereses individuales o de grupo, y que se ciñe únicamente a las reglas de
la “verdad científica”. La ciencia, en tanto encarnación de la Verdad Objetiva,
se halla libre de lo mezquino; por tanto, los científicos tienen el derecho a
formular la última palabra en todos los problemas de la vida social, pues son
los únicos capaces de llegar a formular verdades objetivas. Los demás mortales
estamos condenados, en cambio, a chapotear en un pantano de opiniones,
intereses personales e ideología.
La descripción esquemática del párrafo anterior intenta reproducir,
palabra más, palabra menos, la versión estándar del culto a la objetividad en
las ciencias sociales. A lo largo del
siglo XX se fue agregando otro elemento a dicha versión, pues al lado de la
figura del científico se ubicó la del técnico (generalmente encarnado en el
economista práctico), conocedor de las políticas correctas (objetivas en tanto
científicas) a ser aplicadas frente a un problema social dado.
Tal como ha sido definida hasta aquí, la cuestión de la objetividad en
las ciencias sociales está directamente relacionada con el rol político de las
mismas. En este punto, la discusión epistemológica se funde con el debate
político, y la teoría de la ideología constituye el mejor punto de partida para
comprender mejor la naturaleza y los alcances de dicho rol. En el desarrollo
que sigue a continuación nos concentraremos en exponer la función
desmitificadora que puede desempeñar el concepto de ideología.
En la concepción habitual, la objetividad científica es incompatible con
la ideología. Es cierto que muchos de los cultores de la objetividad en las
ciencias sociales reconocen que los valores de la ideología no están ausentes
por completo de las mismas. Por ejemplo, Max Weber afirma que los temas de
investigación elegidos por el investigador tienen su origen en los intereses y
los valores del científico social. Sin embargo, la subjetividad (ese término a
la vez sofisticado y vergonzante para denominar a la ideología) tiene que ser
eliminada si el investigador quiere hacer efectivamente ciencia social. De modo
que ciencia e ideología son concebidas como campos que deben estar separados a
los fines de lograr un conocimiento objetivo (científico) de la sociedad. Desde esta óptica, las leyes,
teorías y modelos de las ciencias sociales son creaciones asépticas, cuya única
finalidad es la búsqueda de la verdad, y en pos de la prosecución de ese
objetivo tiene que ser sacrificada la ideología de los investigadores.
Frente a este panorama, ¿cuál es la importancia de la teoría de la
ideología? En primer lugar, sirve para ponernos en guardia ante el hecho de que
las ciencias, en tanto creaciones humanas, son también construcciones ideológicas. Esto significa que las ciencias
sociales, además de intentar realizar una descripción objetiva de la realidad,
trabajan con materiales que son también ideológicos, y producen teorías que
contienen componentes ideológicos. La teoría de la ideología muestra que las
ideas de las personas se originan a partir de su interrelación con otras
personas; en otros términos, no existe un campo de ideas que surja al margen de
la sociedad y que esté libre de todo condicionamiento de parte de ésta. Si
efectivamente existiera dicho campo, la teoría del mercado podría haber surgido
en la Grecia Clásica
y no en la Inglaterra
de fines del siglo XVIII. De modo que la sociedad condiciona el carácter que
adoptan las ideas de los individuos acerca de esa misma sociedad. No se puede
pensar cualquier cosa en cualquier lugar y en cualquier época. Esto coloca un
freno importante a la concepción de la objetividad entendida como absoluta
separación entre la ciencia y los intereses de los individuos y las clases
sociales. Según la teoría de la ideología, nuestras ideas se encuentran socialmente
condicionadas, y las ciencias sociales no representan una excepción a esta
regla.
En segundo lugar, y esto resulta todavía más significativo que lo
expuesto en el punto anterior, la ideología sirve para demostrar que las
teorías de las ciencias sociales juegan, en sí mismas, una función ideológica.
Para entender mejor este planteo conviene retornar al análisis que hace Marx de
la economía política. Como hemos visto, en El
Capital afirma que las categorías de la economía elaboradas por los
economistas para describir el movimiento de la producción capitalista son
científicas, en la medida en que efectúan una descripción objetiva de las
relaciones económicas imperantes en el capitalismo. De ningún modo Marx
pretende que los economistas lleven a cabo una mistificación deliberada de esas
relaciones económicas. Sin embargo, los economistas están acostumbrados a
pensar como “naturales” a las formas capitalistas de las relaciones de
producción, calificando de “irracionales” a las otras maneras de llevar
adelante el proceso productivo. Tal como se dijo anteriormente, las ideas de
los individuos no son autónomas respecto al tipo de vida que llevan los
individuos. En el capitalismo, las relaciones sociales se encuentran
cosificadas. Esa cosificación es la forma visible que adoptan dichas
relaciones, y sobre esta base trabajan los economistas. Es por ello que al describir “objetivamente”
a la sociedad capitalista, están formulando teorías que son, a la vez,
ideológicas, en tanto presentan como “natural” y “racional” aquello que es el
producto de determinadas condiciones históricas y sociales. La ideología
consiste aquí en confundir lo que es una de las tantas formas que asume la
realidad social (en este caso la sociedad capitalista), con toda realidad
social. Al hacer esto, los economistas terminan por justificar a las relaciones
de poder existentes, independientemente de sus propias intenciones. La
objetividad, y no hay motivo para dudar que los economistas procedan
objetivamente, encierra en sí misma a la ideología.
En tercer lugar, la teoría de la ideología demuestra que las ideas no
son fines en sí mismos, sino que cumplen determinadas funciones sociales. Dado
que las ideas no constituyen una entidad aparte, separada de la sociedad,
forman parte de la misma y contribuyen a la reproducción de ésta. Durkheim y
Althusser, entre otros, comprendieron este punto, a pesar de pertenecer a
corrientes teóricas antagónicas. Sin entrar a discutir si las formas
ideológicas representan al conjunto de la sociedad o a una clase social
determinada, puede decirse que las ideas de las personas juegan un papel en la
conservación y/o modificación del orden existente. Como se demostró arriba, las
ideas están socialmente condicionadas. No nacen en el vacío, sino que constituyen
respuestas a determinadas relaciones sociales (y actúan, a su vez, sobre las mismas). Por
ejemplo, la noción de igualdad nace en un contexto marcado por el desarrollo de
la producción mercantil, en el que las mercancías se igualan unas a otras en el
cambio. La idea de que los seres humanos son iguales contribuye al
funcionamiento del mercado de trabajo en particular (los seres humanos son
seres iguales que pueden participar libremente en el mercado laboral comprando
y/o vendiendo fuerza de trabajo), y del mercado en general. En este sentido, la
concepción de la igualdad no está operando ni como “reflejo” ni como “falsa
conciencia”, sino que expresa una característica de las relaciones sociales del
capitalismo, y lo hace de manera activa (no pasiva como en el caso del “reflejo”),
reforzando esas mismas relaciones (esto más allá de las intenciones o de la
conciencia de los actores sociales). La ideología es, por tanto, una forma de
práctica social y no una mera reflexión teórica sobre lo que hacen las
personas. En tanto práctica, incide sobre las demás prácticas sociales,
permitiendo su reproducción u obrando en dirección a su transformación. Las
ciencias sociales, al reivindicar su supuesta “objetividad”, no hacen otra cosa
que crear las condiciones para proceder a cumplir una de las funciones sociales
que le competen, esto es, la legitimación de las relaciones sociales
capitalistas vía naturalización de las mismas. Una vez más nos consideramos
obligados a aclarar que este proceso ocurre, por lo general, con independencia
de los deseos y de la conciencia de los actores involucrados. La ideología no
se encuentra en las apariencias de las cosas, sino que subyace en la forma de
límites no pensados de nuestras concepciones de la realidad.
En cuarto lugar, las representaciones ideológicas hacen su aparición
acompañando a cada una de las formas de práctica social. Esto significa que
todas nuestras prácticas son ideológicas y que, por tanto, también los
instrumentos que nos sirven para analizar la sociedad están “contaminados” por
la ideología. Al respecto, una de las contribuciones más significativas de la
teoría de la ideología consiste en haber indagado en los mecanismos por los que
surgen las representaciones ideológicas. La ideología está tan
inextricablemente unida a nuestras acciones y pensamientos, que no puede ser
escindida cuando las personas se dedican a hacer ciencia.
Los argumentos expuestos hasta aquí muestran que la pretensión de
construir una ciencia social que sea puramente objetiva es utópica. De hecho, y
esto lo dijimos al comienzo de este apartado, la pretensión de objetividad
suele ocultar la percepción de las funciones sociales de la ciencia, en
especial el papel que cumple justificando el statu quo. Ahora bien, para concluir este apartado, se examinará
una última cuestión, a saber, la de la relación entre objetividad y
relativismo.
Desde el punto de vista epistemológico, la creencia en la existencia una
objetividad libre de toda “contaminación” ideológica equivale a defender la
tesis del conocimiento absoluto, que se encuentra fuera de todo
condicionamiento social e histórico. Hay que hacer una aclaración. Esta
creencia en el conocimiento absoluto no es una reaparición, ahora en ropaje científico,
de la teología. En una sociedad capitalista no hay lugar para la contemplación
del “saber absoluto”. Se trata, por el contrario, de una versión mucho menos
metafísica y más pragmática de la idea del carácter absoluto del conocimiento. La
tesis de la objetividad escinde a la ideología de la ciencia, con el objetivo
de garantizar el desarrollo de un conocimiento funcional a la lógica mercantil
del sistema. El objetivo no es la contemplación, sino la transformación, pero
una transformación que excluya la posibilidad misma de pensar otros caminos de
desarrollo social. En otras palabras, el conocimiento es absoluto respecto a la
política, sobre todo a la política que intenta modificar sustancialmente las
relaciones de poder existentes.
Como quiera que sea, a la concepción de la objetividad del conocimiento
científico suele contraponérsele la tesis que afirma el carácter relativista de
ese mismo conocimiento. A continuación esbozamos una versión esquemática de
dicha concepción. Como los conocimientos científicos no son absolutos, todas
las afirmaciones de los científicos son esencialmente relativas. Si esto es
así, en el límite de la posición relativista todas las teorías valen lo mismo y
ninguna puede fundamentar sus pretensiones de superioridad sobre las demás.
Esto último abre la posibilidad para concebir a las teorías como discursos, y a
la ciencia como una variante de la retórica. Reducida a una especie de
literatura de segunda mano (porque, en definitiva, la ciencia no es
literatura), la ciencia pierde toda conexión con la búsqueda de la verdad y
asume, en todo caso, una función absolutamente pragmática. Se practica la ciencia
en la medida en que es útil, y es improcedente decir cualquier otra cosa sobre
ella.
Ambas tesis, la de la objetividad de la ciencia y la del carácter
relativista de la misma, tienen dos características en común. En primer lugar, las
dos adhieren a la concepción pragmatista, que considera que el valor del
conocimiento científico no se encuentra en la ciencia misma, sino fuera de
ella. Para los objetivistas y relativistas, la ciencia sirve para transformar
el mundo exterior, pero de ningún modo puede modificar ni la distribución del
poder social ni la manera en que las personas pensamos y vivimos dicho poder.
Las ciencias son pensadas más como tecnología que como ciencia, esto es, como
instrumentos para transformar el mundo material de acuerdo con una lógica de
dominio, basada en la expansión del capital. En
segundo lugar, las tesis mencionadas se apoyan en la afirmación del carácter
central de las ideas en la vida social. En palabras de Horkheimer:
“…ambas concepciones [las dos
tesis que tratamos aquí] están emparentadas: contienen el supuesto de que
debería asegurarse el sentido de la vida humana mediante formas conceptuales
firmes, los llamados «valores» - o más bien los bienes culturales -. Cuando se
hace patente que éstos no están sustraídos al proceso histórico, cuando se
descubre – apoyándose en el progreso de la ciencia – su dependencia general
fisiológica y psicológica, o bien surge el intento de anclarlos filosóficamente
(…) la doctrina absoluta del valor es solamente la otra cara de la visión relativista,
que se esfuerza por convertir el condicionamiento ideológico del espíritu en
principio filosófico decisivo. Ambas doctrinas se exigen mutuamente, y ambas
son un fenómeno característico de nuestro período” (Horkheimer, 2002b: 49-50).
Las dos tesis caracterizadas arriba pueden ser
desarmadas por la teoría de la ideología, pues ésta exige tratar a las ciencias
sociales como un campo más del pensamiento social (es obvio que se trata de un
campo particularmente específico, con perdón de la redundancia), y no como un
espacio dotado de una independencia metafísica con respecto a las “bajezas”
humanas. En otras palabras, la teoría de la ideología convierte a las ciencias
sociales en objetos mismos de la investigación científica. Al hacer esto, la
disputa entre el carácter absoluto y el carácter relativista del conocimiento
queda superada mediante el reconocimiento de que las ciencias sociales forman
parte inseparable de una praxis social:
“La cuestión acerca de cómo es
posible escapara a la pésima contradicción o. mejor, a la pésima identidad de
estas dos filosofías del punto de vista no puede resolverse suficientemente
erigiendo otro sistema. Si el aportar y el modificar en la vida privada o en la
social – y a esto se llama actuar responsablemente – requieren justificarse
mediante esencias supuestamente inmutables o si, por el otro lado, se considera
que el condicionamiento histórico de una finalidad constituye una objeción
filosófica contra su obligatoriedad y su necesidad interna, entonces la fuerza
y la fe se han desvanecido ya de la acción. La relación entre teoría y práctica
es muy otra de cómo se la pinta, tanto de acuerdo con el relativismo como con
la doctrina de los valores absolutos: la praxis exige permanentemente
orientarse por una teoría avanzada, y
la teoría pertinente reside en el análisis
más penetrante y crítico posible de la realidad histórica, no es algo
así como un esquema de valores abstractos del que uno se asegure que está
fundamentado concreta y antológicamente. La representación y el análisis
crítico de la realidad – que animan en cada caso la praxis – están determinados a su vez, antes bien, por impulsos y
afanes prácticos. Del mismo modo que el desarrollo y estructura de la ciencia
natural han de explicarse a partir de las necesidades sociales de dominio de la
naturaleza, en la formación de las llamadas ciencias del espíritu y sociales se
exteriorizan las necesidades y los intereses de los individuos y los grupos. No
existen ni un mundo de representaciones libre de tendencias prácticas, ni
siquiera una percepción aislada, libre de praxis
y de teoría: la metafísica de los hechos no aventaja en nada a la del espíritu
absoluto.” (Horkheimer, 2002b: 51-52).
La teoría de la ideología permite superar la “pésima contradicción” a la
que alude Horkheimer porque indaga en las bases mismas de la escisión entre
teoría y práctica. Al tomar a las ideas como objeto de investigación
científica, se ve obligada tanto a criticar las ilusiones que las personas se
forjan sobre las mismas como a establecer las condiciones sociales que permiten
su surgimiento y cristalización. En este sentido, la teoría de la ideología
coloca a las ciencias sociales en particular, y a las ideas en general, en el
marco de la praxis social, dejando de lado cualquier pretensión de autonomía
absoluta de las mismas.
5. Conclusiones.
En este trabajo han sido expuestas algunas de las razones por las que
reflexión sobre la ideología ocupa un lugar fundamental en la teoría social. Se
ha señalado que, junto a la concepción de la centralidad del proceso de trabajo
en la comprensión de la vida social, la ideología es uno de los pilares de la
teoría social moderna. En el texto se
han desarrollado algunas de las razones que justifican esta afirmación,
teniendo en cuenta que, en el panorama intelectual presente, la proliferación
de menciones a la ideología corre paralela con su desconexión del conjunto de
la problemática social. La teoría de la ideología es fructífera en la medida en
que liga el terreno de las ideas con los procesos mismos de constitución de la
vida social. Para entender esto hay que tener presente que toda forma de praxis
social va de la mano con una ideología que le es propia (se da, por decirlo
así, su propia ideología). La ideología no surge ni pertenece a un compartimento
estanco, separado del resto de lo social por múltiples compuertas. Penetra todo
lo social y es indisoluble de la forma en que vivimos nuestra experiencia
vital. De allí que los variado intentos por escindirla de la totalidad social
hayan conducido a verdaderos callejos sin salida teóricos.
Antes de concluir, es preciso decir algunas palabras respecto a la forma
en que se ha considerado en este trabajo tanto al concepto mismo como a la
teoría de la ideología. A lo largo del texto se ha omitido deliberadamente la
formulación de una definición precisa del término. Dos razones nos han movido a
ello. En primer lugar, el propósito de este trabajo es mostrar los alcances del
concepto y su riqueza para el ámbito de las ciencias sociales. Es por ello que
dar una definición hubiera supuesto recortar de antemano dicha riqueza teórica.
En segundo lugar, las definiciones rigurosas, si bien son útiles cuando se está
investigando un problema concreto, tienen el defecto de cristalizar las
múltiples determinaciones que presenta cualquier fenómeno social, concentrando
la atención en algunos pocos aspectos del mismo. Está claro que el autor no
rechaza dicho enfoque metodológico, que se encuentra en la posibilidad misma de
construir ciencia social. Pero, y dada la ya mencionada importancia de la
teoría de la ideología, se ha querido multiplicar las posibilidades de abordaje
del mismo restringiendo la formulación de una definición canónica del mismo. La
exposición de algunas de las formas en que se pensó la teoría de la ideología
en los siglos XIX y XX va en esa dirección. El lector atento ya habrá notado en
qué lado están las preferencias teóricas del autor, así que no me veo obligado a decir más al respecto.
6.
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