Hace un tiempo la señora Presidenta, Cristina Fernández, sostuvo que la causa
de la crisis mundial era el “anarcocapitalismo”. Según esta
interpretación, hay diferentes tipos de capitalismo, unos más deseables que
otros. El mejor de ellos es un capitalismo “organizado”, donde el Estado impone
las reglas de juego en interés de toda la sociedad. Este, y no otro, es el ideal
“nacional y popular” en estos tiempos. El horizonte intelectual de la “emancipación
nacional y social” no contempla el socialismo. ¿Para qué? Total, con organizar
al capitalismo basta para garantizar la felicidad de todos…
Sin embargo, la realidad
suele ser cruel con los sueños de las personas. El capitalismo sigue siendo
capitalismo a pesar de los deseos. El capitalismo supone explotación de los
trabajadores por los empresarios. Es “curioso” que la explotación de los
trabajadores, el fenómeno más extendido en la sociedad moderna, sea el tema menos
planteado en la actualidad. En verdad, hablar de explotación supone reconocer
que el Estado, como en el cuento de Andersen, está desnudo. Todo el discurso
acerca de los derechos, de la igualdad, cobra un sentido diferente a partir del
reconocimiento de la existencia de la explotación de los trabajadores. Porque,
¿puede hablarse de democracia en una sociedad en la que las decisiones acerca
de qué producir, cómo producirlo y en qué cantidad son tomadas por los
empresarios, sin consultar para nada a los trabajadores? La explotación no es
un fenómeno limitado a lo económico sino que constituye, ante todo, una
realidad política. No es posible la democracia en la medida en que los
trabajadores no puedan decidir libremente sobre su tiempo, vale decir, sobre
las condiciones en que trabajan.
La lucha en torno al salario
es interpretada como un conflicto de carácter exclusivamente económico. Esto es
así porque la explotación es dejada de lado, y la relación salarial suele ser
presentada como el producto de una negociación individual o como el resultado
de un proceso en el que el Estado asume la defensa de los intereses de “toda la
sociedad”. Ahora bien, el salario expresa, ante todo, la diferencia esencial
entre empresarios y trabajadores: los primeros son dueños de los medios de
producción y tienen, por ello, la capacidad de fijar las condiciones de la
negociación salarial. En este sentido, los trabajadores van siempre detrás de
los empresarios. La negociación demuestra, entonces, el carácter político de la
relación de las clases en la sociedad capitalista. Los trabajadores se hallan
subordinados a los empresarios, más allá de las quejas de los segundos acerca
de las pretensiones salariales de los segundos.
Pero basta de teoría y
volvamos a nuestro modelo de “desarrollo económico con inclusión social”. Desde
el 2003 en adelante, la industria automotriz ha sido uno de los pilares del
crecimiento experimentado por la economía argentina. Dado que el capitalismo se
basa en la desigualdad y en la dominación de los capitalistas, las ganancias de
los empresarios fueron enormes, no así los salarios de los trabajadores. Nadie
podría afirmar, estando en su sano juicio, que los empresarios del sector automotriz
perdieron plata en estos años. Es más, el “kirchnerismo”, supuestamente
enfrentado con las corporaciones, garantizó en todo momento la rentabilidad de
las “corporaciones” del sector automotriz.
Cristiano Ratazzi es
presidente de Fiat Argentina y titular de ADEFA (Asociación de Fábricas de
Automotores). Ante la apertura de las negociaciones paritarias entre
empresarios y trabajadores, Ratazzi salió a marcar la cancha:
"Es
imposible hablar del 30 por ciento [de aumento salarial]. Es que no se puede
resolver el problema de la inflación con una aspirina, es un problema grande,
encima ahora la gente acepta que hay inflación" (ÁMBITO FINANCIERO, 8 de
febrero de 2013).
Dejando de lado la curiosa
comparación del aumento de salarios con “una aspirina”, cabe preguntarse qué
hubiera pasado si algún dirigente sindical hubiera declarado que “es imposible
hablar de ganancias empresarias del 30% anual”. Hablar de tal nivel de ganancias
no es descabellado, sobre todo teniendo en cuenta que el modelo “nacional y
popular” garantiza que los empresarios “la levanten con pala” [a las
ganancias], según dichos de la señora Presidenta. Pero las ganancias no son
cuestionadas, sí los aumentos de salarios. Si las negociaciones salariales
fueran la expresión de la libre voluntad de empresarios y trabajadores, tanto
el aumento de ganancias como el aumento de salarios se encontrarían en un pie
de igualdad. Pero nada de esto sucede, ni puede suceder. El capitalismo es
capitalismo. Las ganancias empresarias (más técnicamente, el plusvalor –
trabajo no pagado – que extraen de los trabajadores) son la fuente del poder
del capital. De ahí que no puedan ser discutidas. Los asalariados, por el
contrario, se encuentran subordinados al capital, y ven como los aumentos que
reclaman son cuestionados por los empresarios. De modo que los empresarios de
la industria automotriz pueden ganar todo lo que quieran (o puedan), mientras
que los trabajadores que generan la riqueza del sector reciben un tirón de
orejas si pretenden un aumento de salarios “desmesurado”.
Ratazzi tiene clara la
existencia de la lucha de clases, y habla desde la seguridad que le da el
control del capital. ¿Hace falta agregar algo más? Parafraseando a cierto
presidente norteamericano: ¡Es el capitalismo, estúpido!
Villa del Parque,
sábado 9 de febrero de 2013