martes, 2 de abril de 2013

MALVINAS




Por una vez voy a romper una regla no escrita y comenzaré hablando de mi mismo.

Dos recuerdos de infancia.

Mi mamá y una vecina charlan en la vereda de la cuadra de mi casa natal. La vecina, con parientes en la Policía Federal, le cuenta a mi madre que los militares se llevan personas a unos lugares donde las encapuchan y les pegan.

6° grado de la escuela primaria. La maestra nos hace esconder debajo de los pupitres cuando suena el timbre del recreo. Nos dice que es una práctica para el caso de un bombardeo inglés a Buenos Aires.

La guerra de Malvinas aparece asociada, para quien escribe estas líneas, a la infancia. Una infancia que no fue ni peor ni mejor que la de otros, pero que fue infancia. Los dos recuerdos que acabo de mencionar son la vivencia más directa de la dictadura, antes de que las charlas, las lecturas y vivencias múltiples enriquecieran esa visión. La guerra de Malvinas es, para mí, el recuerdo más nítido de la dictadura militar. En mi memoria, la guerra aparece asociada a los militares que secuestraban gente y al gesto inusitado (divertido en ese momento) de esconderse debajo de un pupitre.

Para decirlo sin reparos. El niño que era en 1982 deseaba la derrota de los militares. Lo mismo quería la mayor parte de mi familia. Para nosotros, la dictadura representaba la persecución, la tortura y la muerte. Era insensato pensar que los mismos militares que habían hecho una práctica cotidiana del secuestro y asesinato de sus compatriotas pudieran convertirse de la noche a la mañana en los defensores de la soberanía nacional. 

¿Qué soberanía nacional? 

Justo ellos, que habían pisoteado al supuesto soberano, le habían sustraído hasta los derechos más elementales, impidiendo reuniones y manifestaciones (¿alguien se acuerda de la represión del 30 de marzo de 1982?), creando junto a los empresarios campos de concentración en varias empresas, aplicando una política económica favorable al capital más concentrado. Justo ellos, que habían contraído la deuda externa más colosal de nuestra historia para beneficio de banqueros y empresarios. Justo ellos que habían “exportado” las prácticas de la desaparición de personas a América Central, para cumplir el papel de perrito faldero de los yanquis en sus guerras contra los pueblos centroamericanos.

Miles de jóvenes argentinos fueron obligados a ir a una guerra cuyo objetivo era la perpetuación en el poder de la dictadura militar. Para quienes hablan de soberanía y de antiimperialismo, es bueno recordar que quienes condujeron la guerra llevaron adelante el gobierno más represivo y entreguista de la historia argentina. ¿Cómo es posible vestir de gesta antiimperialista a una guerra encabezada por torturadores de la calaña de Galtieri? 

Malvinas fue otro de los enormes crímenes de la dictadura en contra del pueblo argentino. El coraje demostrado por muchos de los jóvenes que lucharon en Malvinas no cambia el sentido ni el carácter de la guerra. Malvinas fue un crimen, no una gesta. Un crimen perpetrado por quienes se dedicaron a secuestrar, torturar y asesinar compatriotas en beneficio de los empresarios nacionales y extranjeros. Un crimen cometido para mantenerse en el poder.

El antiimperialismo no pasa por la exaltación de la patria, sino por la lucha contra el capital. En otros tiempos, el movimiento obrero reivindicaba su carácter internacionalista, bajo los lemas “los obreros no tienen patria” y “proletarios de todos los países, uníos”. Es bueno recordar estos lemas cuando se piensa en los sucesos de 1982, y como han sido reivindicados por el nacionalismo que prefiere que la soberanía recaiga en el empresariado “nacional” y no en el pueblo. Malvinas no es una página del antiimperialismo, es un crimen ejecutado por quienes fueron fieles servidores de los empresarios, allanándoles el camino para obtener mayores ganancias sin tener que lidiar contra delegados díscolos y comisiones internas contestatarias.

La soberanía consiste también en que los trabajadores, aquellos sin los cuales no sería posible el país, tomen en sus manos su propio destino, se conviertan en soberanos. No se trata de romanticismo o de utopismo mal entendido. Los millones de trabajadores que salen todos los días a trabajar no son soberanos como para decidir qué producir, de qué manera hacerlo y en qué cantidad. Se limitan a acatar órdenes, como en una dictadura. Si el día de mañana, por obra del azar o de dios (“que es argentino”), las Malvinas fueran restituidas a la Argentina, ellas serían tan extranjeras como hoy, porque pasarían a engrosar las propiedades de empresarios de todo tipo y pelaje. 

Hoy, más allá de los actos y de los homenajes, muchas familias seguirán añorando a quienes no volverán jamás. Toda la criminalidad de la acción de los militares argentinos se resume en esas ausencias. Y, si me permite, en el recuerdo de un niño que se esconde debajo de un pupitre…

Villa del Parque, martes 2 de abril de 2013

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