Por una vez voy a romper una
regla no escrita y comenzaré hablando de mi mismo.
Dos recuerdos de infancia.
Mi mamá y una vecina charlan
en la vereda de la cuadra de mi casa natal. La vecina, con parientes en la
Policía Federal, le cuenta a mi madre que los militares se llevan personas a
unos lugares donde las encapuchan y les pegan.
6° grado de la escuela
primaria. La maestra nos hace esconder debajo de los pupitres cuando suena el
timbre del recreo. Nos dice que es una práctica para el caso de un bombardeo
inglés a Buenos Aires.
La guerra de Malvinas
aparece asociada, para quien escribe estas líneas, a la infancia. Una infancia
que no fue ni peor ni mejor que la de otros, pero que fue infancia. Los dos
recuerdos que acabo de mencionar son la vivencia más directa de la dictadura,
antes de que las charlas, las lecturas y vivencias múltiples enriquecieran esa
visión. La guerra de Malvinas es, para mí, el recuerdo más nítido de la
dictadura militar. En mi memoria, la guerra aparece asociada a los militares
que secuestraban gente y al gesto inusitado (divertido en ese momento) de
esconderse debajo de un pupitre.
Para decirlo sin reparos. El
niño que era en 1982 deseaba la derrota de los militares. Lo mismo quería la
mayor parte de mi familia. Para nosotros, la dictadura representaba la
persecución, la tortura y la muerte. Era insensato pensar que los mismos
militares que habían hecho una práctica cotidiana del secuestro y asesinato de
sus compatriotas pudieran convertirse de la noche a la mañana en los defensores
de la soberanía nacional.
¿Qué soberanía nacional?
Justo ellos, que habían
pisoteado al supuesto soberano, le habían sustraído hasta los derechos más
elementales, impidiendo reuniones y manifestaciones (¿alguien se acuerda de la
represión del 30 de marzo de 1982?), creando junto a los empresarios campos de
concentración en varias empresas, aplicando una política económica favorable al
capital más concentrado. Justo ellos, que habían contraído la deuda externa más
colosal de nuestra historia para beneficio de banqueros y empresarios. Justo
ellos que habían “exportado” las prácticas de la desaparición de personas a América
Central, para cumplir el papel de perrito faldero de los yanquis en sus guerras
contra los pueblos centroamericanos.
Miles de jóvenes argentinos
fueron obligados a ir a una guerra cuyo objetivo era la perpetuación en el
poder de la dictadura militar. Para quienes hablan de soberanía y de
antiimperialismo, es bueno recordar que quienes condujeron la guerra llevaron
adelante el gobierno más represivo y entreguista de la historia argentina.
¿Cómo es posible vestir de gesta antiimperialista a una guerra encabezada por
torturadores de la calaña de Galtieri?
Malvinas fue otro de los
enormes crímenes de la dictadura en contra del pueblo argentino. El coraje demostrado
por muchos de los jóvenes que lucharon en Malvinas no cambia el sentido ni el
carácter de la guerra. Malvinas fue un crimen, no una gesta. Un crimen
perpetrado por quienes se dedicaron a secuestrar, torturar y asesinar
compatriotas en beneficio de los empresarios nacionales y extranjeros. Un
crimen cometido para mantenerse en el poder.
El antiimperialismo no pasa
por la exaltación de la patria, sino por la lucha contra el capital. En otros
tiempos, el movimiento obrero reivindicaba su carácter internacionalista, bajo los
lemas “los obreros no tienen patria” y “proletarios de todos los países, uníos”.
Es bueno recordar estos lemas cuando se piensa en los sucesos de 1982, y como
han sido reivindicados por el nacionalismo que prefiere que la soberanía
recaiga en el empresariado “nacional” y no en el pueblo. Malvinas no es una
página del antiimperialismo, es un crimen ejecutado por quienes fueron fieles
servidores de los empresarios, allanándoles el camino para obtener mayores
ganancias sin tener que lidiar contra delegados díscolos y comisiones internas
contestatarias.
La soberanía consiste
también en que los trabajadores, aquellos sin los cuales no sería posible el
país, tomen en sus manos su propio destino, se conviertan en soberanos. No se trata de romanticismo o
de utopismo mal entendido. Los millones de trabajadores que salen todos los
días a trabajar no son soberanos como para decidir qué producir, de qué manera
hacerlo y en qué cantidad. Se limitan a acatar órdenes, como en una dictadura. Si
el día de mañana, por obra del azar o de dios (“que es argentino”), las
Malvinas fueran restituidas a la Argentina, ellas serían tan extranjeras como
hoy, porque pasarían a engrosar las propiedades de empresarios de todo tipo y
pelaje.
Hoy, más allá de los actos y
de los homenajes, muchas familias seguirán añorando a quienes no volverán
jamás. Toda la criminalidad de la acción de los militares argentinos se resume
en esas ausencias. Y, si me permite, en el recuerdo de un niño que se esconde
debajo de un pupitre…
Villa del Parque,
martes 2 de abril de 2013
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