“José Montiel no era tan rico como parecía, pero
había sido capaz de todo para llegar a serlo.”
Gabriel García Márquez (1927-2014), escritor
colombiano.
Bienvenidas y bienvenidos a la séptima clase del
curso.
Luego de un recorrido inicial por las
características principales de nuestra forma de organización social, el capitalismo, y de una brevísima
descripción de sus orígenes (el proceso
de acumulación originaria), llegó el momento de adentrarnos en el estudio
de la teoría social moderna, que no
es otra cosa que la teoría del capitalismo. A ella dedicaremos el resto de la
materia. Pero aquí también corresponde comenzar con los orígenes, para llegar
desde allí al presente.
La teoría social moderna tiene un antecedente
fundamental: la filosofía política.
Ésta fue la forma que asumió la reflexión sobre los problemas de la sociedad y
del Estado desde el surgimiento mismo de las sociedades divididas en clases
sociales (por ejemplo, nobleza terrateniente y campesinado). Algunos de los
exponentes más destacados de la filosofía política fueron Platón (427-347 a.
C.) y Aristóteles (384-322 a. C.). No vamos a hablar de ellos en este curso,
pues su producción teórica gira en torno a las sociedades precapitalistas. De ahí que pasemos directamente a los
filósofos políticos de la Modernidad,
entendiendo por ésta al período iniciado alrededor del siglo XVI y cuya
característica fundamental es el desarrollo gradual de la economía capitalista.
No disponemos del tiempo necesario para realizar
una revisión pormenorizada de la filosofía política de la Modernidad. [2] Nos
limitaremos, pues, a un ejemplo: el filósofo John Locke (1632-1704),
considerado el fundador del liberalismo
político. Posteriormente, revisaremos la obra de Adam Smith (1723-1790), el
fundador de la economía política moderna.
Como digo siempre, son bienvenidas todas las
consultas, sugerencias, quejas y demases.
Pasemos pues a la clase propiamente dicha.
Como afirmamos recién, John Locke es
uno de los fundadores del liberalismo político. Pero esto nos dice demasiado
poco. Es preciso ubicar a Locke en el contexto de su época, así como también
precisar su ubicación en el campo de la filosofía política.
Tal como hemos visto en clases
anteriores, Inglaterra experimentó profundos cambios sociales en el siglo XVI.
Una parte de la nobleza comenzó adoptó comportamientos mercantiles y desplazó a
los campesinos de las tierras, reemplazándolos por ovejas, cuya lana se
exportaba a Flandes. Thomas More (1478-1535) describió este proceso en su obra Utopía. Karl Marx (1818-1883), por su
parte, denominó acumulación originaria
a la separación entre los productores directos (los campesinos) y los medios de
producción (la tierra). De un modo paulatino, fue surgiendo una clase de
personas, la burguesía, que acaparó
la propiedad de los medios de producción, en tanto que otra clase de personas,
el proletariado o clase trabajadora,
fue despojada de dichos medios y obligada, por tanto, a vender su fuerza de
trabajo en el mercado. Para mediados del siglo XVII la burguesía acumuló el
suficiente poder como para enfrentarse victoriosamente al rey, en la revolución
inglesa de la década de 1640, liderada por Oliver Cromwell (1599-1658). Se
trató de una revolución burguesa, es
decir, un tipo de revolución en la que la burguesía conquistó el poder
político, desplazando del mismo a la nobleza y/o a la monarquía.
A su vez, el siglo XVII estuvo
marcado por la aparición de una nueva corriente en filosofía política, conocida
como contractualismo. Los filósofos
contractualistas sostenían que la sociedad era una creación artificial, y que
existía una etapa previa a la vida en sociedad, a la que denominaban estado de naturaleza. Los seres humanos
salían de dicho estado por medio de un pacto o contrato, que establecía la
sociedad política (el Estado). El contractualismo, al destacar el carácter
artificial (en el sentido de no natural) de las instituciones sociales y políticas,
contradecía la noción del carácter eminentemente social de los seres humanos,
enunciada por primera vez por Aristóteles.
Locke expresa las ideas de la
burguesía inglesa de fines del siglo XVII, que debió realizar una segunda revolución
(conocida como la “Revolución Gloriosa” de 1688), que consistió en un golpe de
mano contra el monarca reinante y su reemplazo por una nuevo, más proclive a reconocer
el poder político de la burguesía.
Su obra Segundo Tratado sobre
el Gobierno Civil (1690) [3] es, a la vez, una justificación de la “Revolución
Gloriosa” de 1688 y una defensa de los principios fundamentales del
liberalismo. Pero hay algo más, que resulta fundamental para nuestro curso. El
capítulo 5 de la obra, dedicado a la propiedad, constituye una pieza central en
el armado de la concepción política del liberalismo, al considerar a la
propiedad como un derecho natural, anterior a la sociedad política. No hay que
olvidar que la sociedad capitalista gira en torno a la propiedad privada de los
medios de producción. Locke está
justificando, pues, el pilar fundamental de la sociedad moderna.
Para justificar la existencia de la
propiedad, sostiene que la misma tiene origen en el trabajo. Como el trabajo es
imprescindible para la existencia humana, la propiedad es natural a la
existencia de los individuos mismos. Además, Locke procura explicar la
existencia de riqueza en manos de algunos individuos, recurriendo para ello a
la asignación convencional de un valor a los metales preciosos. De ese modo,
quienes posean a aquellos pueden adquirir cosas en una cantidad mayor de la que
precisan para vivir.
El argumento de Locke puede exponerse
así. En el origen de los tiempos, existía la propiedad común:
“Dios, que ha dado en común el mundo a los hombres, también les ha dado
la razón, a fin de que hagan uso de ella para conseguir mayor beneficio de la
vida, y mayores ventajas. La tierra y todo lo que hay en ella le fueron dados
al hombre para soporte y comodidad de su existencia. (…) todos los frutos que
la tierra produce naturalmente, así como las bestias que de ellos se alimentan,
pertenecen a la humanidad comunitariamente, al ser productos espontáneos de la
naturaleza”. (p. 56).
La propiedad común es, sin embargo,
una propiedad abstracta, pues la naturaleza no se deja apropiar sin ejercer
alguna acción sobre ella. En otras palabras, los frutos que la tierra produce
naturalmente y los animales que se alimentan de ellos sólo pueden ser
apropiados por los seres humanos si interviene una actividad que opera como
mediadora entre ellos y la naturaleza. Locke plantea así la cuestión:
“Aunque nadie tiene originalmente un exclusivo dominio privado sobre ninguna
de estas cosas [los frutos y los animales] tal y como son dadas en el estado
natural, ocurre, sin embargo, que, como dichos bienes están ahí para uso de los
hombres, tiene que haber necesariamente algún medio de apropiárselos antes de
que puedan ser utilizados de algún modo o resulten beneficiosos para algún
hombre en particular. El fruto o la carne de venado que alimentan al indio
salvaje, el cual no ha oído hablar de cotos de caza y es todavía un usuario de
la tierra en común con los demás, tienen que ser suyos; y tan suyos, es decir,
tan parte de sí mismo, que ningún otro podrá tener derecho a ellos antes de que
su propietario haya derivado de ellos algún beneficio que dé sustento a su
vida.” (p. 56).
La actividad que vuelve concreta a la
propiedad común, y la convierte al mismo tiempo en propiedad privada, es el trabajo. El párrafo claro es el siguiente:
“Aunque la tierra y todas las criaturas inferiores pertenecen en común a
todos los hombres, cada hombre tiene, sin embargo, una propiedad que pertenece
a su propia persona; y a esa propiedad nadie tiene derecho, excepto él mismo.
El trabajo de su cuerpo y la labor producida por sus manos podemos decir que
son suyos. Cualquier cosa que él saca del estado en que la naturaleza la
produjo y la dejó, y la modifica con su labor y añade a ella algo que es de sí
mismo, es, por consiguiente, propiedad suya. Pues al sacarla del estado común
en el que la naturaleza la había puesto, agrega a ella algo con su trabajo, y
ello hace que no tengan ya derecho a ella los demás hombres.” (p. 56-57).
Sin la intervención del trabajo, así
más no sea éste el ejercicio de la fuerza necesaria para arrancar una manzana
del árbol, es imposible obtener nada de la naturaleza, por más que ella haya
sido otorgada en propiedad común a los hombres. Como las personas requieren de
la naturaleza para satisfacer sus necesidades, el trabajo es condición
ineludible de la existencia humana. En este punto, cobra fuerza el argumento
lockeano, pues al sostener que la propiedad privada tiene su origen en el
trabajo, se concluye que la propiedad también es una condición permanente de la
existencia humana.
El trabajo es el creador de la
propiedad. Por tanto, el trabajador es el primer propietario privado de la
historia:
“El trabajo, al ser indudablemente propiedad del trabajador, da como
resultado que ningún hombre, excepto él, tenga derecho a lo que ha sido añadido
a la cosa en cuestión, al menos cuando queden todavía suficientes bienes
comunes para los demás.” (p. 57).
Locke introduce una restricción para
la propiedad surgida del trabajo. El trabajador sólo puede apropiarse aquello
que efectivamente pueda consumir. Si excede dicho límite, desperdicia los
frutos de la tierra, pues éstos se echan a perder, y perjudica así a sus
congéneres, que no pueden disfrutarlos.
“La misma ley de la naturaleza que mediante este procedimiento nos da la
propiedad, también pone límites a esa propiedad. (…) Todo lo que uno pueda usar
para ventaja de su vida antes de que se eche a perder será aquello de lo que
esté permitido apropiarse mediantes su trabajo. Mas todo aquello que excede lo
utilizable será de otros. Dios no creó ninguna cosa para que el hombre la
dejara echarse a perder o para destruirla.” (p. 59).
La propiedad de la tierra se
adquiere también por medio del trabajo.
“Toda porción de tierra que un hombre labre, plante, mejore, cultive y
haga que produzca frutos para su uso será propiedad suya. (…) Este derecho suyo
no quedará invalidado diciendo que todos los demás tienen también un derecho igual
a la tierra en cuestión y que, por lo tanto, él no puede apropiársela, no puede
cercarla sin el consentimiento de todos los demás comuneros, es decir, del
resto de la humanidad. Dios, cuando dio el mundo comunitariamente a todo el
género humano, también le dio al hombre el mandato de trabajar; y la penuria de
su condición requería esto de él. Dios, y su propia razón, ordenaron al hombre
que sometiera la tierra, esto es, que la mejorara para beneficio de su vida,
agregándole algo que fuese suyo, es decir, su trabajo. Por lo tanto, aquel que
obedeciendo el mandato de Dios sometió, labró y sembró una parcela de la tierra
añadió a ella algo que era de su propiedad y a lo que ningún otro tenía derecho
ni podía arrebatar sin cometer injuria.” (p. 60).
Locke responde así a una cuestión de
política práctica: durante la Revolución Inglesa de la década de 1640,
los diggers defendieron la propiedad común de la tierra y
fueron duramente reprimidos. La Revolución Gloriosa consolidó el poder político
de la burguesía, y la base de este poder era la propiedad privada, siendo la
propiedad de la tierra el núcleo de toda propiedad. Es por ello que Locke
dedica tanta atención al problema de justificar la propiedad privada de la
tierra. En un país en el que abundaba la gran propiedad en manos de parásitos
(me refiero aquí a los lores), es irónico que Locke afirme que la apropiación
privada de la tierra tiene origen en el trabajo del productor directo. Pero el
argumento tiene sentido si se tiene presente que, al principio del libro que
estamos analizando, había postulado la propiedad en común de la tierra y de los
frutos y animales que ella produce. Era preciso encontrar un medio para
justificar la apropiación privada de aquello que era originalmente de propiedad
común, y ese medio es el trabajo.
Ahora bien, también la propiedad
privada de la tierra está sometida a la condición que rige para sus frutos y
para los animales que se nutren de éstos: nadie puede apropiarse de más tierra
de la que precisa para satisfacer sus necesidades.
“Esta apropiación de alguna parcela de tierra, lograda mediante el
trabajo empleado en mejorarla, no implicó prejuicio alguno contra los demás
hombres. Pues todavía quedaban muchas y buenas tierras, en cantidad mayor de la
que los que aún no poseían terrenos podían usar. De manera que, efectivamente,
el que se apropiaba una parcela de tierra no les estaba dejando menos a los
otros; pues quien deja al otro tanto como a éste le es posible usar, es lo
mismo que si no le estuviera quitando nada en absoluto.” (p. 61).
O sea, la propiedad privada de la
tierra es aceptada en la medida en que no afecta la posibilidad del prójimo de
hacerse también de tierra en propiedad. Y todo esto es legitimado por el
trabajo sobre la tierra, que crea la propiedad para el trabajador. El problema,
y Locke lo abordará más adelante, consiste en explicar: a) cómo surgió la
propiedad privada de los terratenientes ingleses, que poseen muchas más tierras
que las que pueden adquirir mediante su trabajo; b) cómo se justifica la apropiación
privada de todas las tierras en Gran Bretaña, pues la misma deja afuera de la
propiedad a muchos nativos de las islas británicas.
Pero el trabajo no sólo es creador de
propiedad privada. También es creador del valor. Mucho antes que
los fisiócratas y que Adam Smith, Locke afirma el hecho fundamental de la
ciencia económica:
“Es el trabajo lo que introduce la diferencia de valor en todas las
cosas. Que cada uno considere la diferencia que hay entre un acre de tierra en
el que se ha plantado tabaco o azúcar, trigo o cebada y otro acre de esa misma
tierra dejado como terreno comunal, sin labranza alguna; veremos, entonces, que
la mejora introducida por el trabajo es lo que añade a la tierra cultivada la
mayor parte de su valor.” (p. 67).
Locke aplica esta noción a la tierra
misma:
“Es (…) el trabajo lo que pone en la tierra la gran parte de su valor;
sin trabajo, la tierra apenas vale nada. Y es también al trabajo a lo que
debemos la mayor parte de los productos de la tierra que nos son útiles. Pues lo
que hace que la paja, el grano y el pan producidos por aquel acre de trigo [se
refiere a un acre de trigo cultivado en Inglaterra, en contraposición a un
mismo acre en territorio indígena en América] sean más valiosos que lo que
pueda producir naturalmente un acre de tierra sin cultivar es enteramente un
efecto del trabajo.” (p. 69).
Es el trabajo y no la tierra la que
genera valor. Esto es así porque el trabajo constituye el mediador eterno entre
nosotros y la naturaleza. Locke rompe así con el pensamiento feudal, que
consideraba a la tierra como lo más valioso.
Además de tomar nota de la
centralidad del trabajo en la generación del valor, Locke también percibe la
importancia de la división del trabajo. El párrafo que sigue puede
considerarse como clásico:
“Porque no son sólo el esfuerzo de quien empuñó el arado, ni el trabajo
de quien trilló y cosechó el trigo, ni el sudor del panadero las únicas cosas
que hemos de tener en cuenta al valorar el pan que nos comemos, sino que
también debemos incluir el trabajo de quienes domesticaron a los bueyes que
sacaron y transportaron el hierro y las piedras; el de quienes fabricaron la
reja del arado y dieron forma a la rueda del molino y el de quienes
construyeron el horno o cualquiera de los utensilios, que son numerosísimos,
empleados desde el momento en que fue sembrada la semilla hasta que el pan fue
hecho. Todo debe añadirse a la cuenta del trabajo y ha de considerarse como
efecto suyo.” (p. 69-70).
La valoración positiva del trabajo se
contrapone al desdén de la concepción clásica (por ejemplo, Platón) hacia el
mismo. Locke realiza en el plano de la filosofía política una ruptura semejante
a la llevada a cabo por la física de los siglos XVI y XVII. La relevancia que
le atribuye al trabajo es análoga al papel que juega el experimento en la nueva
física.
Menciona al pasar algunas
consecuencias del papel que atribuye al trabajo en la sociedad moderna.
En primer lugar, la razón es
concebida en términos instrumentales:
“Dios, que ha dado en común el mundo a los hombres, también les ha dado
la razón, a fin de que hagan uso de ella para conseguir mayor beneficio de la
vida, y mayores ventajas.” (p. 56).
En segundo lugar, el hombre pasa a
ser el homo oeconomicus, concentrado en adquirir una propiedad y en
maximizar sus ganancias.
“Dios (…) ha dado el mundo para que el hombre trabajador y racional lo
use; y es el trabajo lo que da derecho a la propiedad, y no los delirios y la
avaricia de los revoltosos y los pendencieros.” (p. 61).
En tercer lugar, el Estado debe
dedicarse al crecimiento de la riqueza, mediante el desarrollo de la capacidad
productiva del trabajo:
“[Es] preferible tener muchos hombres a tener vastos dominios; el
aumento de tierras y el derecho de emplearlas es el gran arte del príncipe; (…)
un príncipe que sea prudente y que, mediante leyes que garanticen la libertad,
proteja el trabajo honesto de la humanidad y dé a los súbditos incentivo para
ello, oponiéndose al poder opresivo y a las limitaciones de partido, pronto se
convertirá en alguien demasiado fuerte como para que sus vecinos puedan
competir con él.” (p. 69).
Pero Locke no se limita a sostener
que el trabajo genera la propiedad privada. Si sólo hiciera esto, su defensa
del orden burgués quedaría trunca, pues el desarrollo de la economía mercantil
implica la acumulación diferencial de riqueza o, dicho en otros términos, la
diferencia creciente de riqueza entre las distintas clases sociales. En este
caso, su problema consiste en encontrar un elemento, diferente del trabajo, que
permita acumular tierra y otras cosas en grandes cantidades, independizándose
así de los límites de la acumulación por el propio trabajo.
El dinero es la respuesta propuesta
por Locke a la acumulación desigual de riqueza en la sociedad.
“El oro, la plata y los diamantes son cosas que han recibido su valor
del mero capricho o de un acuerdo mutuo; pero son de menos utilidad para las
verdaderas necesidades de la vida. (…) de estos objetos durables [los metales
preciosos] podía acumular tantos como quisiese, pues lo que rebasaba los
límites de su justa propiedad no consistía en la cantidad de cosas poseídas,
sino en dejar que se echaran a perder, sin usarlas, las que estaban en su
poder. (…) Así fue como se introdujo el uso del dinero: una cosa que los
hombres podían conservar sin que se pudriera, y que, por mutuo consentimiento,
podían cambiar por productos verdaderamente útiles para la vida, pero de
naturaleza corruptible. (…) Y así como los diferentes grados de laboriosidad
permitían que los hombres adquiriesen posesiones en proporciones diferentes,
así también la invención del dinero les dio la oportunidad de seguir
conservando dichas posesiones y de aumentarlas.” (p. 72-73).
El trabajo es el creador de propiedad
privada, pero pone severas limitaciones a la misma. No se puede apropiar
aquello que no puede ser consumido por el apropiador. Está claro que la
burguesía no puede surgir de este modo. Locke introduce pues la cuestión de los
metales preciosos, cuyo valor es establecido por convención y que, justamente por
ser “inútiles” para el sostenimiento de la propia existencia, pueden ser
acumulados sin perjudicar la propiedad comunal de los demás. Pero nos pide, a
la vez, que aceptemos que esos bienes especiales sirven para acumular bienes
perecederos y tierras. En otras palabras, es la propia voluntad de las personas
la que crea tanto la riqueza como la riqueza.
“Ahora bien, como el oro y la plata, al ser poco útiles para la vida de
un hombre en comparación con la utilidad del alimento, del vestido y de los
medios de transporte, adquieren su valor, únicamente, por el consentimiento de
los hombres, siendo el trabajo lo que, en gran parte, constituye la medida de
dicho valor, es claro que los hombres han acordado que la posesión de la tierra
sea desproporcionada y desigual. Pues mediante tácito y voluntario
consentimiento, han descubierto el modo en que un hombre puede poseer más
tierra de la que es capaz de usar, recibiendo oro y plata a cambio de la tierra
sobrante; oro y plata pueden ser acumulados sin causar daño a nadie (…) Esta
distribución desigual de las cosas según la cual las posesiones privadas son
desiguales ha sido posible al margen de las reglas de la sociedad y sin
contrato alguno; y ello se ha logrado, simplemente, asignando un valor al oro y
a la plata, y acordando tácitamente la puesta en uso del dinero”. (p. 74).
La propiedad privada y su
distribución desigual se originan en el estado de naturaleza. Son anteriores a
la sociedad y al Estado. Ningún elemento de violencia entra en constitución. En
este sentido, Locke formula la versión burguesa del origen del capital. Mucho
tiempo después, en 1867, Marx sometería a una crítica implacable a dicha
versión en El Capital, en el capítulo 24 del Libro Primero (la
acumulación originaria).
En la próxima clase expondremos los
principios sobre los que se fundamenta la obra de Adam Smith. Les envié el
materia por correo electrónico.
Muchas gracias por su atención.
Villa del Parque, viernes 17 de julio de 2020
NOTAS:
[1] Los interesados en un panorama sintético de la
filosofía política pueden consultar: Mayo, A. (2005). La Ideología del conocimiento. Buenos Aires, Argentina: Jorge
Baudino. (Cap. 1).
[2] En este punto, pido paciencia a quienes
quieran profundizar en el conocimiento de la filosofía política. Si logramos
pasar este año tan excepcional, el año próximo haremos una revisión general de
la filosofía política en el curso Derechos Humanos, Sociedad y Estado, materia
del 2° año de la carrera.
[3]
Todas las citas de la obra han sido tomadas de la traducción de Carlos Mellizo: Locke, J. (2000). Segundo Tratado sobre el
Gobierno Civil: Un ensayo acerca del verdadero origen, alcance y fin del
Gobierno Civil. Madrid: Alianza.
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