A Leonardo Norniella
La muerte del fiscal Alberto
Nisman puso en el centro del debate político la cuestión de la función de los
Servicios de Inteligencia (SI a partir de aquí) y, en un plano más general, el
tema del Estado y la democracia. Sin embargo, la ya crónica pobreza de las
discusiones políticas en nuestro país hizo que la mayoría de las intervenciones
sobre el caso fueran irremediablemente superficiales. Alejandro Horowicz es una
de las excepciones a la regla.
Horowicz es autor del
artículo “Repensar la inteligencia del Estado”. Allí expone el punto de vista
del progresismo sobre la relación entre los SI, el Estado y la democracia. El
progresismo, con sus matices, dominó el panorama ideológico argentino posterior
a la crisis de 2001; de ahí la importancia de la opinión de Horowicz.
El progresismo es una
corriente ideológica que parte de considerar al capitalismo como la forma más eficiente de
organización social (o, si se prefiere, la única forma posible de organizar una
sociedad moderna): para los progresistas, el marxismo es anacrónico y/o
utópico. Sin embargo, a diferencia de los liberales, quienes aceptan alegremente
las reglas de juego del capital, los progresistas ven con disgusto las
diferencias sociales que engendra el sistema capitalista. Es por eso que
critican el incremento de la desigualdad social y las formas extremas de
explotación (por ejemplo, el trabajo “esclavo” en los talleres clandestinos);
no obstante, el rechazo de la lucha de clases y aún de la existencia misma de
la clase trabajadora, pone a los progresistas en una situación difícil. ¿En qué
actor social apoyarse para reformar los aspectos más repugnantes de la sociedad
en que vivimos? La respuesta no es novedosa: corresponde al Estado encargarse
de resolver los problemas sociales, en tanto representación de los intereses de
toda la sociedad. Para que esta
solución sea viable es preciso rechazar el concepto clasista del Estado, pues
si los organismos estatales defienden los intereses de una clase social particular, resulta imposible que
expresen el interés general. De ahí
la preferencia de los progresistas por los conceptos de democracia y ciudadanía.
A diferencia del viejo reformismo, que
tenía por meta alguna variante de socialismo, el progresismo considera que el
capitalismo es el límite último del progreso social. El progresismo es el
producto de las fenomenales derrotas del movimiento obrero en las décadas del
’70 y ’80 del siglo pasado, y de la consiguiente reestructuración capitalista.
Horowicz aplica los
principios generales del progresismo al análisis de la crisis Nisman. Parte de
una pregunta absolutamente pertinente: “¿Por qué todos los Estados mantienen
costosos e ineficientes sistemas, que suelen violar las leyes que esos mismos
Estados dicen respetar?" Horowicz responde que lo hacen para “evitar la
victoria del enemigo”. Nuestro desacuerdo con el autor comienza cuando éste
intenta definir el concepto de “enemigo”.
Horowicz sostiene que evitar
la victoria del enemigo es equivalente a “conservar el poder”. No se trata, por
cierto, del poder de la burguesía, de los empresarios. Reconocer esto
implicaría aceptar los presupuestos del análisis marxista, y esto se encuentra
vedado a los progresistas, en tanto trasciende su horizonte intelectual.
¿Quiénes son, entonces, los que conservan el poder? Los gobernantes de turno,
ni más ni menos. Claro que Horowicz es demasiado inteligente como para presentar
las cosas de un modo tan burdo. Su argumento es más complejo.
Horowicz plantea con tino
que la calidad del sistema depende del tipo de respuesta que se dé a la
definición del “enemigo”. Según él, para encarar esta tarea existen dos
programas opuestos de construcción de hipótesis de conflicto: uno, sostiene que
la elaboración debe ser pública y, por tanto, quedar sometida a la regulación
de la política; otro, plantea que debe basarse en las teorías conspirativas de
la historia y, por eso, prefiere el secreto. Este último camino termina por
erosionar la calidad de las instituciones y desemboca en una crisis profunda: “Toda
la información resulta relevante. Espiar a todos arroja una masa de
"información" delicada. Este abordaje impone que la actividad tenga
que ser completamente secreta, y por tanto incontrolable. El uso de esa
información termina siendo una mercancía. Esto es lo que terminó pasando (…) Bajo
un régimen democrático, estas decisiones contienen el núcleo duro de la
política y delegarlas sin control equivale a admitir una zona gris fuera del
Estado de derecho. Como el "enemigo", como su victoria, debe ser
evitado, no importa si se viola el Estado de derecho.”
O sea, el problema no radica
en el capitalismo ni en la forma capitalista de nuestra democracia, que
permite, por ejemplo, la coexistencia de barrios privados y villas miserias. Nada
de eso. Se trata de la elección del programa erróneo de construcción de
hipótesis de conflicto. Esta elección es producto de la “democracia de la
derrota”, imperante en nuestro país desde 1983, definida por Horowicz como “un sistema donde los mismos hacen lo mismo, se vote a quién
se vote”. Frente a este estado de cosas, nuestro autor propone “reconstruir de
arriba abajo las FF AA y las policías, siendo orientados ambos cuerpos por un
servicio de inteligencia que responda a una agenda política pública, bajo
estricto control parlamentario. La privatización de la seguridad parte de
aceptar el fracaso de la seguridad pública. Y una sociedad que ni siquiera
puede imaginar garantías colectivas ha renunciado al fundamento democrático de
su existencia.”
Como buen progresista,
Horowicz considera que los Servicios de Inteligencia, las Fuerzas Armadas y la
policía son instituciones naturales de la sociedad. No se puede vivir sin ellas
y quien piense lo contrario es un utopista que debería dedicarse a tocar la
guitarra en una plaza. Como funcionan mal, hay que reformarlas. Ahora bien,
¿quién se encargará de esta “reconstrucción” de los organismos de seguridad? La
“sociedad”, quien debe “imaginar garantías colectivas”. Pero esta “sociedad” es
un ente abstracto, que carece de sustancia para poner en caja a la policía, el
ejército y los SI. Cuando pasamos de la abstracción a lo concreto, la sociedad
argentina se caracteriza por una profunda desigualdad entre las clases que la
componen. Dicho de modo burdo y a modo de ejemplo, el 35 % de trabajadores se
encuentran no registrados, esto es, sus patrones no hacen siquiera los aportes al
sistema de seguridad social; como es de esperarse, estos trabajadores tienen
muy poco peso a la hora de fijar las políticas públicas, por más que posean el
derecho de voto. Y así podríamos multiplicar los ejemplos al infinito.
Pretender que esta sociedad concreta se encargue de fijar una agenda pública
para los SI implica, en los hechos, dejar las manos libres a la burguesía (aunque
este término le suene anacrónico a más no poder a la mentalidad progresista)
para fijar dicha agenda. Si en vez de hablar de “sociedad” trasladamos la
resolución del problema al Estado, las cosas no cambian en absoluto. El Estado
argentino es un Estado de clase, representa los intereses de las clases
dominantes. Basta observar el hecho de que dicho Estado no cobra impuestos a
las transacciones financieras, mientras cae sobre los trabajadores en forma de
impuesto a las ganancias, para comprender su carácter de clase. Sólo un
utopista irremediable (y el progresismo retiene para sí lo peor del utopismo)
puede pensar que dicho Estado tiene interés en reformar los SI en un sentido
democrático.
Llegados a este punto
corresponde decir unas palabras sobre la democracia. Desde 1983 en adelante,
sin excepción de ningún gobierno, la democracia argentina funcionó como un
mecanismo dirigido a fortalecer la dominación de la burguesía. De ahí su
incapacidad para modificar en algo el sistema de poder social legado por la
dictadura militar. Como es sabido, la dictadura representó una derrota
fenomenal para el movimiento obrero. Sobre estas bases se edificó el régimen
democrático a partir de 1983. La pervivencia de los mismos personajes al frente
de los SI (Stiuso es el caso más emblemático) refleja los límites del régimen,
al que Horowicz denomina “democracia de la derrota”. Nuestro Autor propone como
solución que el Estado se reforme a sí mismo. Pero la sociedad argentina
requiere de SI y demás organismos represivos porque es, en general, una
sociedad capitalista, y porque, en particular, es una sociedad parida por la
derrota del movimiento obrero y demás sectores populares en 1976.
La única respuesta adecuada
para terminar con la “democracia de la derrota” es la remoción de las
condiciones que permiten su existencia. En otras palabras, la supresión de las
bases del poder de la burguesía argentina. Desde este punto de vista, todo el
planteo de Horowicz acerca de la necesidad de una “reforma democrática” de los
organismos de seguridad carece de sentido. Estos organismos no tienen que ser
reformados, hay que eliminarlos. Su existencia misma impide cualquier reforma
de las condiciones en que viven los millones de trabajadores argentinos.
Villa del Parque,
sábado 14 de marzo de 2015
Esta definición de progresismo es excelente, con razón la han replicado tantos en internet. Felicitaciones desde Ecuador
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