jueves, 26 de diciembre de 2013

IGUALDAD, ESTADO DE NATURALEZA Y ECONOMÍA MERCANTIL EN EL CAPÍTULO 13 DEL LEVIATÁN DE HOBBES


“Los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras,
sin fuerza para proteger al hombre, en modo alguno.
Thomas Hobbes

“Esta es la generación de aquel gran LEVIATÁN, o más bien, de aquel dios mortal,
al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y defensa. Porque en virtud de
esta autoridad que se le confiere por cada hombre particular en el Estado, posee y
utiliza tanto poder y fortaleza, que por el terror que inspira es capaza de conformar
las voluntades de todos ellos para la paz, en su propio país, y para la mutua ayuda
contra sus enemigos, en el extranjero. Y en ello consiste la esencia del Estado.”
Thomas Hobbes
.


Nicolás Maquiavelo (1469-1527) y Thomas Hobbes (1588-1679) ocupan un lugar destacado en el campo de la filosofía política por ser los principales teóricos del Estado moderno. Esta caracterización tal vez resulte exagerada para algunos lectores, quienes pueden afirmar, sin que les falte razón, que otros filósofos encararon con éxito la tarea de analizar los rasgos del Estado surgido a partir de la crisis de la sociedad feudal; pueden traer a colación, por ejemplo, a Locke (1632-1704) y a Rousseau (1712-1778).

En un ensayo anterior expuse, siguiendo a Louis Althusser (1918-1990), algunas razones que hacen de Maquiavelo un autor excepcional en el terreno de la reflexión sobre la política y el Estado. Dicho de modo esquemático, Maquiavelo puso en el centro del escenario la cuestión de la violencia, más específicamente, el papel de la violencia en el surgimiento y mantenimiento de los Estados. De ese modo, el florentino discute las obras, posteriores, de los filósofos contractualistas, quienes afirman que el Estado es producto de un acuerdo entre los seres humanos. No se trata, por cierto, de que Maquiavelo haya estado dotado de las artes de la adivinación, sino que su propia posición excepcional, a caballo entre el mundo feudal y el mundo moderno, le permite tomar distancia de su época y percibir aquellos rasgos, todavía incipientes, que luego formarán parte del sentido común de la sociedad moderna. Mientras que los autores posteriores procuraron ocultar el papel jugado por la violencia en el Estado moderno (que es un Estado capitalista) y presentar en todo momento a la voluntad estatal como la voluntad del conjunto de la sociedad, Maquiavelo tiene presente que ese Estado es producto de un acto de violencia, que la violencia es ejercida por los poderosos para crear y consolidar su posición, y que la lucha entre los distintos sectores sociales es la que va plasmando los rasgos característicos del Estado.

A diferencia de Maquiavelo, Hobbes es un contractualista. En otras palabras, afirma que existe un estado de naturaleza previo a la sociedad, y que el Estado surge como resultado de un contrato celebrado entre los seres humanos. No obstante, Hobbes desborda en todo momento los límites de lo esperable para el contractualismo y efectúa así una crítica implacable del Estado moderno, aún cuando sus intenciones están muy lejos de ello. Al igual que Maquiavelo, Hobbes es un pensador de transición, en el sentido de que vivió una época donde lo antiguo todavía persistía y lo moderno se perfilaba confusamente. Fue contemporáneo de la Revolución Burguesa inglesa, que culminó con el triunfo de Thomas Cromwell; en la contienda, Hobbes apoyó a los monárquicos y marchó al exilio luego de la derrota de estos. El Leviatán (1651) es producto de la reflexión sobre esa derrota. Concebido como defensa de la monarquía, el libro puso en discusión de un modo radical a los fundamentos de la monarquía feudal.

El capítulo XIII del Leviatán se titula “De la CONDICIÓN NATURAL del Género Humano, en lo que Concierne a su Felicidad y su Miseria”. Constituye una descripción del estado de naturaleza. Es una excelente introducción a la concepción hobbesiana del Estado, en la medida en que obliga al lector a dejar de lado sus preconceptos.

Hobbes comienza dicho capítulo planteando que los seres humanos son iguales:

“La Naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades del cuerpo y del espíritu que, si bien un hombre es, a veces, evidentemente, más fuerte de cuerpo o más sagaz de entendimiento que otro, cuando se considera en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre no es tan importante que uno pueda reclamar, a base de ella, para sí mismo, un beneficio cualquiera al que otro no pueda aspirar como él.” (p. 100).

Al hacer esto, rompe con la tradición de la filosofía política, que defendía hasta el cansancio la tesis de que los seres humanos eran desiguales. La monarquía en particular, y toda forma de gobierno en general, era la consumación de esta desigualdad, pues el príncipe ejercía el poder en virtud de que era diferente a la masa de sus súbditos. El pensamiento clásico sostenía que sólo unos pocos tenían la sabiduría para gobernar, en tanto que la mayoría sólo estaba capacitada para obedecer (2). Si se tiene presente esto, puede comprenderse la magnitud de la ruptura planteada por la afirmación de Hobbes.

El postulado de la igualdad de los seres humanos determina que el gobierno ya no puede asentarse en el mero reconocimiento de que unas personas son superiores a otras; a partir de este momento, el pensamiento político tiene que dedicarse a reflexionar sobre cómo legitimar el gobierno en una situación en donde las personas son iguales.

Ahora bien, el postulado de la igualdad no surge de la cabeza de Hobbes. Pensar así equivaldría a caer en una concepción idealista, que convierte a las ideas en autónomas, capaces de reproducirse a sí mismas y de ordenar el mundo a su imagen y semejanza. Hay toda una realidad social detrás de la afirmación de la igualdad por Hobbes, y es esta realidad quien debe ser indagada si queremos conocer las razones por las que el pensamiento político entroniza a la noción de igualdad, a punto tal que la defensa de la desigualdad entre los seres humanos va quedando paulatinamente confinada a los teóricos del pensamiento conservador.
El éxito de la noción de igualdad va asociado a la expansión de la economía mercantil. Los bienes y servicios necesarios para la satisfacción de las necesidades son producidos cada vez más como mercancías, es decir, como bienes y servicios destinados a ser vendidos en el mercado por productores que son propietarios privados de los mismos. La economía natural, es decir, la producción para la satisfacción de las necesidades del grupo sin pasar por el mercado va quedando relegada a bolsones cada vez más reducidos de la sociedad. En la economía mercantil todas las mercancías son iguales en el sentido de que todas ellas son producto del trabajo humano, y sólo se diferencian por la cantidad de trabajo que posee cada una de ellas. Dicho de otro modo, las mercancías, en tanto mercancías, sólo difieren entre sí por la cantidad de tiempo de trabajo que requiere su producción. Si las mercancías fueran radicalmente desiguales sería imposible cambiarlas en un mercado. Si un par de zapatos y un aire acondicionado no tuvieran nada en común, todo cambio entre ellos sería irrealizable. ¿Qué tienen en común el par de zapatos y el aire acondicionado? El ser mercancías, esto es, productos del trabajo humano destinados a ser vendidos en el mercado. En este sentido, el par de zapatos y el aire acondicionado son iguales y sólo difieren en cuanto al precio (pues representan cantidades desiguales de tiempo de trabajo). La igualdad de los bienes y los servicios en el mercado encuentra su máxima expresión en el dinero. El dinero puede comprar todas las mercancías existentes en el mercado y encuentra únicamente como límite a la cantidad. Da lo mismo que el dinero sea producto de picar piedra, cocinar tortas, alquilar taxis o realizar préstamos usurarios: 100 pesos son iguales a 100 pesos, independientemente de su procedencia. La desigualdad en las cantidades requiere de la igualdad cualitativa: las mercancías son producto del trabajo humano. Este es el terreno que permitió el desarrollo de la noción de igualdad en la filosofía política.

Hobbes toma como punto de partida a la igualdad entre los seres humanos en el estado de naturaleza.

 ¿Qué es el estado de naturaleza?

“…el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos” (p. 102).

El estado de naturaleza no es una etapa pacífica de la humanidad. Para Hobbes, se trata de un estado solitario y de guerra de todos contra todos:

“Los hombres no experimentan placer ninguno (sino, por el contrario, un gran desagrado) reuniéndose, cuando no existe un poder capaz de imponerse a todos ellos.” (p. 102).

“Todo aquello que es consustancial a un tiempo de guerra, durante el cual cada hombre es enemigo de los demás, es natural también en el tiempo en que los hombres viven sin otra seguridad que la que su propia fuerza y su propia invención puedan proporcionarles. En una situación semejante no existe oportunidad para la industria, ya que su fruto es incierto; por consiguiente no hay cultivo de la tierra, ni uso de los artículos que pueden ser importados por mar, ni construcciones confortables, ni instrumentos para mover y remover las cosas que requieren mucha fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad; y lo que es peor de todo, existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve.” (p. 103).

El estado de naturaleza es un estado asocial, en el sentido de que los seres humanos viven dispersos, solitarios, sin constituir una sociedad ni vivir bajo las reglas impuestas por un poder común. Está marcado por la lucha de todos contra todos, que pone en permanente riesgo la vida y las posesiones de las personas.

¿Cuál es la causa de la guerra de todos contra todos?

Hobbes remite aquí a una explicación esencialista (3), que lo ubica dentro de las coordenadas del individualismo metodológico (la corriente que sostiene que el individuo tiene que ser el punto de partida de todo análisis social). Es precisamente la igualdad entre las personas la que da origen a la lucha:

“De esta igualdad en cuanto a la capacidad se deriva la igualdad de esperanza respecto a la consecución de nuestros fines. Esta es la causa de que si dos hombres desean la misma cosa, y en modo alguno pueden disfrutarla ambos, se vuelven enemigos, y en el camino que conduce al fin (que es, principalmente, su propia conservación y a veces su delectación tan sólo) tratan de aniquilarse o sojuzgarse uno a otro.

(…) Dada esta situación de desconfianza mutua, ningún procedimiento tan razonable existe para que un hombre se proteja a sí mismo, como la anticipación, es decir, el dominar por medio de la fuerza o por la astucia a todos los hombres que pueda, durante el tiempo preciso, hasta que ningún otro poder sea capaz de amenazarle. Esto no es otra cosa sino lo que requiere su propia conservación, y es generalmente permitido.” (p. 101).

En el esquema hobbesiano, la igualdad genera la lucha porque los seres humanos son egoístas y porque viven aislados. La cuestión del aislamiento no es menor, pues determina que toda apropiación por el individuo adquiere un carácter privado, no social. Como naturalmente viven aislados, toda vez que un individuo consigue algo, se lo apropia para sí y lo resguarda de sus congéneres. Este aislamiento, esta apropiación privada, se asemeja a las condiciones del mercado, en el sentido de que en este último los propietarios privados se apropian de manera privada el fruto de la venta de sus mercancías. Además, la competencia entre los individuos en un mercado se asemeja al estado de guerra de todos contra todos que se verifica en el estado de naturaleza.

Cuando Hobbes responde a hipotéticas objeciones sobre la pertinencia de la noción de estado de naturaleza, su respuesta remite, precisamente, a las características que adquiere la existencia humana en una economía mercantil:

“A quien no pondere estas cosas puede parecerle extraño que la Naturaleza venga a disociar y haga a los hombres aptos para invadir y destruirse mutuamente; y puede ocurrir que no confiando en esta inferencia basada en las pasiones, desee, acaso, verla confirmada por la experiencia. Haced, pues, que se considere a sí mismo; cuanto emprende una jornada, se procura armas y trata de ir bien acompañado; cuando va a dormir cierra las puertas; cuando se halla en su propia casa, echa la llave a sus arcas; y todo esto aun sabiendo que existen leyes y funcionarios públicos armados para vengar todos los daños que le hagan. ¿Qué opinión tiene, así, de sus conciudadanos, cuando cabalga armado; de sus vecinos, cuando cierra sus puertas; de sus hijos y sirvientes, cuando cierra sus arcas? ¿No significa esto acusar a la humanidad con sus actos, como yo lo hago con mis palabras?” (p. 103).

La economía mercantil puede mirarse al espejo del estado de naturaleza hobbesiano. La competencia entre productores privados se asemeja a la guerra de todos contra todos; la incertidumbre acerca de la posibilidad de mantener la posición en el mercado se parece peligrosamente a la incertidumbre del hombre en estado de naturaleza, quien sabe que el bien que ha conseguido no está a salvo de las asechanzas de sus semejantes. En este punto, cabe acotar que el mismo Hobbes admite que la existencia del estado de naturaleza es cuanto menos dudosa:

“Acaso puede pensarse que nunca existió un tiempo o condición en que se diera una guerra semejante, y, en efecto, yo creo que nunca ocurrió generalmente así, en el mundo entero” (p. 103).

Si Hobbes no está convencido de la existencia misma del estado de naturaleza, ¿cuál es la necesidad de introducir el concepto en el análisis de la sociedad?, ¿de dónde sacó los rasgos característicos de dicho estado?

La noción de estado de naturaleza le permite justificar las características del Estado moderno, haciendo de este un elemento imprescindible para la existencia de la sociedad. Si el estado natural de la humanidad es la guerra, sólo un poder capaz de someter por la fuerza a las personas es capaz de asegurar la paz. La sociedad de individuos aislados, egoístas, sólo puede sobrevivir en la medida en que exista un órgano represivo, el Estado. A diferencia de los filósofos posteriores, Hobbes se permite hablar a calzón quitado y decir aquello que los otros esconden con montañas de palabras: el Estado está para preservar la propiedad, esa es su función primordial.

“En esta guerra de todos contra todos, se da una consecuencia: que nada puede ser injusto. Las nociones de derecho e ilegalidad, justicia e injusticia están fuera de lugar. Donde no hay poder común, la ley no existe: donde no hay ley, no hay justicia. En la guerra, la fuerza y el fraude son las dos virtudes cardinales. Justicia e injusticia no son facultades ni del cuerpo ni del espíritu. Si lo fueran, podrían darse en un hombre que estuviera solo en el mundo, lo mismo que se dan sus sensaciones y pasiones. Son, aquéllas, cualidades que se refieren al hombre en sociedad, no en estado solitario. Es natural también que en dicha condición no existan propiedad ni dominio, ni distinción entre tuyo y mío; sólo pertenece a cada uno lo que puede tomar, y sólo en tanto que puede conservarlo.” (p. 104).

Además, Hobbes señala que la justicia no existe en estado de naturaleza. De modo que la moral de una sociedad es funcional a los objetivos del Estado, y surge con éste. Justicia y propiedad son creación del Estado, quien es el encargado de refrendar una determinada distribución de los bienes. De ese modo, la burguesía, la clase rectora en la sociedad moderna, no puede recurrir a ninguna idea natural de justicia para defender su dominación; la justicia es una creación estatal y remite a una determinada distribución del poder entre los grupos sociales. El Estado es concebido, entonces, como el estado de los propietarios, con la salvedad de que, a diferencia de Locke para quien la propiedad nace en el estado de naturaleza, Hobbes afirma que el Estado da origen a la propiedad, dando un nuevo estatus a la posesión precaria que se da en el estado de naturaleza.

Villa Jardín, jueves 26 de diciembre de 2013


NOTAS:

(1) Para la redacción de este ensayo utilicé la siguiente edición del Leviatán: Hobbes, Thomas. (1998). Leviatán, o la materia, forma y poder de una república, eclesiástica y civil. México D. F.: Fondo de Cultura Económica. (Traducción española de Manuel Sánchez Sarto).

(2) Aristóteles es un buen ejemplo de esta forma de pensar: “Mandar y ser mandado no sólo son hechos, sino también convenientes, y pronto, desde su nacimiento, algunos están dirigidos a ser mandados y otros a mandar.” (Aristóteles, Política, Madrid, Alianza, 1986, p. 47 – pido perdón a los eruditos por no emplear aquí la notación convencional - .).

(3) Hobbes sitúa en la naturaleza humana las causas de la discordia: “Así hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de discordia. Primero, la competencia; segunda, la desconfianza; tercera, la gloria.” (p. 102). Nuestro autor tiene muy claro la conexión entre la primera de las causas y la economía: “La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio (…) La primera hace uso de la violencia para convertirse en dueña de las personas, mujeres, niños y ganados de otros hombres…” (p. 102).


lunes, 23 de diciembre de 2013

MAQUIAVELO Y ALTHUSSER: EL PAPEL DE LA VIOLENCIA EN EL ORIGEN DEL ESTADO MODERNO


“Aunque por la naturaleza de los hombres la tarea de buscar nuevos métodos
y recursos haya sido siempre tan peligrosa como buscar aguas y tierras ignotas ,
porque todos están más dispuestos a denostar que a loar las acciones ajenas,
sin embargo, llevado de ese deseo que siempre ha existido en mí de obrar sin
ningún temor en aquellos asuntos que me parecen beneficiosos para todos,
me he decidido a entrar por un camino que, como no ha sido aún recorrido
por nadie, me costará muchas fatigas y dificultades, pero también la recompensa
de aquellos que consideren benignamete el fin a que se enderezan mis trabajos.”
Nicolás Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio



En el campo de la teoría social un autor es clásico en la medida en que sus reflexiones sirven para comprender la época actual. En este sentido, un clásico es un contemporáneo. Esta afirmación resulta especialmente valedera para la concepción de la política formulada por Maquiavelo (1469-1527).

Es habitual identificar a Maquiavelo con el cinismo político, es decir, con el análisis de los medios necesarios para apropiarse y conservar el poder, sin importar los fines. La teoría política maquiavélica es concebida como una mera técnica para la conservación del control del Estado. De ahí la peculiar combinación de mala prensa y admiración que ha suscitado dicha teoría. Así, el maquiavelismo recibe una connotación negativa y sirve para caracterizar de cínica al autor de El príncipe (y por extensión a las políticas que tienden a priorizar el mantenimiento del poder sin importar ninguna otra consideración); a la vez, es utilizado para escribir obras de marketing en base a sus ideas políticas, bajo el supuesto de que se trata de una técnica exitosa que puede ser aplicada a otros campos más allá de la política. De ese modo, el maquiavelismo es reducido a: 1) una determinada actitud moral frente a la política (el cinismo respecto a los fines); 2) una técnica válida para todo tiempo, lugar y actividad.

A nuestro juicio, esta forma de considerar a la obra de Maquiavelo es errónea y deja de lado lo fundamental. Para ilustrar este punto, es oportuno recurrir a otro clásico, Louis Althusser (1918-1990), quien escribió un texto notable sobre el florentino, “Soledad de Maquiavelo” (1).

Althusser comienza afirmando que Maquiavelo se encuentra en una situación de soledad en el campo de la filosofía política. Esta afirmación puede parecer paradójica, pues:

“Se nos objetará que es una paradoja hablar de soledad respecto a un autor que no ha dejado de acechar la historia, que no ha dejado, desde el siglo XVI hasta nuestros días, y ello sin pausa, o bien de ser condenado como el diablo, como el peor de los cínicos, o bien de ser aplicado en la práctica por los más grandes de entre los políticos, o bien de ser alabado por su audacia y por la profundidad de su pensamiento (en la Aufklärung, el Risorgimento, por Gramsci, etc.). ¿Cómo pretender, pues, que pueda hablarse de la soledad de Maquiavelo cuando se lo ve constantemente rodeado en la historia por una inmensa compañía de enemigos irreductibles, de partidarios y de comentadores atentos?” (p. 152). (2)

Althusser sostiene que la excepcionalidad del pensamiento de Maquiavelo, la “soledad” a que alude con el título de su trabajo, remite a su peculiar posición entre la teoría política clásica y la filosofía del derecho natural:

“Maquiavelo no habla en ningún momento el lenguaje del derecho natural. Ahí se halla quizá el punto extremo de la soledad de Maquiavelo: haber ocupado este lugar único y precario en la historia del pensamiento político entre una larga tradición moralizante religiosa e idealista del pensamiento político, que él ha rechazado radicalmente, y la nueva tradición de la filosofía política del derecho natural, que iba a anegar todo y en la cual la burguesía ascendente se ha reconocido. La soledad de Maquiavelo es la de haberse liberado de la primera tradición antes que de que la segunda lo anegue todo.” (p. 162).

Maquiavelo es, pues, un pensador de transición. Esto significa que no es ni antiguo no moderno. Para Althusser, este alejamiento de ambas tradiciones, esta toma de distancia, permite explicar lo fructífero del pensamiento maquiavélico.

Respecto a la tradición clásica: 

“En un tiempo en el que dominaban los grandes temas de la ideología política aristotélica, revisada por la tradición cristiana y el idealismo de los equívocos del humanismo, Maquiavelo rompe con todas esas ideas dominantes. Esta ruptura no es declarada, pero es igualmente profunda. ¿Se ha reflexionado sobre el hecho de que Maquiavelo, que en su obra evoca constantemente a la Antigüedad, a la que realmente invoca no es a la Antigüedad de las letras, de la filosofía y de las artes, de la medicina y del derecho, que es común a todos los intelectuales de la época, sino a una antigüedad absolutamente distinta de la que nadie habla, a la antigüedad de la práctica política? ¿Se ha reflexionado lo suficiente sobre el hecho de que en esta obra, que habla constantemente de la política de los antiguos, prácticamente nunca se trata de los grandes teóricos políticos de la Antigüedad, nunca se trata de Platón y Aristóteles, de Cicerón y de los estoicos? ¿Se ha reflexionado sobre el hecho de que no hay, en esta obra, traza alguna de la influencia de la tradición política cristiana y del idealismo de los humanistas?” (p. 160).

Respecto a los filósofos del derecho natural:

“…los ideólogos burgueses se han puesto durante mucho tiempo a contar en el derecho natural su maravillosa historia del Estado, aquella que comienza por el estado de naturaleza y continúa por el estado de guerra, antes de aplacarse en el contrato social y el derecho positivo. Historia completamente mítica, pero que resulta placentera escuchar, porque finalmente explica a aquellos que viven en el Estado que no hay ningún horror en el origen del mismo, sino la naturaleza y el derecho, que el Estado no es sino derecho, es puro como el derecho, y este derecho está en la naturaleza humana, ¿qué más natural y humano que el Estado?” (p. 162-163).

Ahora bien, ¿cuál fue el fruto de la “soledad” del florentino?, ¿en qué consiste lo esencial de la obra de Maquiavelo?

Para Althusser, la obra del florentino representa una impugnación radical de las fábulas acerca del origen del Estado, que ponen a éste como el producto de una evolución pacífica, como el resultado de las decisiones racionales de los seres humanos. Althusser afirma que El príncipe juega un papel  equivalente en la filosofía política al que le compete en el campo de la teoría social al capítulo de El capital de Karl Marx (1818-1883) referido a la acumulación originaria:

Veamos el argumento de Althusser en toda su extensión:

“Todos conocemos la Sección VIII del Libro I de El capital en la que Marx aborda la supuesta «acumulación original» (3). En esta acumulación original los ideólogos del capitalismo contaban la historia edificante del capital, como los filósofos del derecho natural cuentan la historia del Estado. Al principio había un trabajador independiente, que tenía tal ardor en el trabajo y tal espíritu de frugalidad que pudo ahorrar y después intercambiar. Cuando pasó un pobre, le prestó el servicio de alimentarlo a cambio de su trabajo, generosidad que le permitió incrementar su patrimonio y obtener el devengo de otros servicios del mismo género de otros desgraciados para el bien de éstos. De ahí la acumulación de capital: por el trabajo, la ascesis, la generosidad. Sabemos cómo responde Marx: con la historia de los pillajes, de los robos, de las exacciones, con la desposesión violenta de los campesinos ingleses expulsados de sus tierras y de sus granjas destruidas para que se encontraran en la calle, con otra historia sobrecogedora y totalmente diferente de la cantinela moralizante de los ideólogos del capitalismo.

Diría, guardando todas las proporciones, que Maquiavelo responde un poco de esta manera al discurso edificante que sostienen los filósofos del derecho natural sobre la historia del Estado. Llegaría a sugerir incluso que Maquiavelo es quizá uno de los raros testimonios de lo que denominaría acumulación primitiva política, uno de los raros teóricos de los inicios de Estado nacional. En vez de decir que el Estado ha nacido del derecho y de la naturaleza, nos dice como debe nacer un Estado si quiere durar y ser lo suficientemente fuerte para convertirse en el Estado de una nación. Maquiavelo no habla el lenguaje del derecho, habla el lenguaje de la fuerza armada indispensable para constituir todo Estado, habla el lenguaje de la crueldad necesaria en los albores de un Estado, habla el lenguaje de una política sin religión que debe a toda costa utilizar la religión, de una política que debe ser moral, pero que debe poder no serlo, de una política que debe rechazar el odio, pero inspirar temor, habla el lenguaje de la lucha de clases, y en cuanto al derecho, a las leyes y a la moral, las coloca en su lugar, subordinado. Cuando lo leemos, y estando como estamos profundamente instruidos sobre las violencias de la historia, algo en él nos atrapa: un hombre que mucho antes de que la totalidad de los ideólogos hayan recubierto la realidad de sus historias, es capaz no de vivir, no de soportar, sino de pensar la violencia de parte del Estado. Por ello, Maquiavelo arroja una luz cruda sobre los inicios de nuestro tiempo: el de las sociedades burguesas.” (p. 163-164).

Althusser atribuye a los teóricos del derecho natural el desarrollo de la versión pacífica sobre el origen del Estado.

“Todo el mundo sabe que desde el siglo XVII los ideólogos de la burguesía han elaborado una filosofía política impresionante, la filosofía del derecho natural, que ha recubierto todo, y naturalmente el pensamiento de Maquiavelo. Esta filosofía ha sido construida a partir de nociones que se remiten a la ideología jurídica, a partir de los derechos del individuo como sujeto, intentando deducir teóricamente la existencia de los derechos positivos y del Estado político a partir de los atributos que la ideología jurídica confiere al sujeto humano (libertad, igualdad, propiedad).” (p. 161).

Los filósofos del derecho natural eran ideólogos de la burguesía. Durante los siglos XVII y XVIII cumplieron el papel de legitimadores de la dominación burguesa, función de la que fueron relevados por los economistas a fines del siglo XVIII. Sin embargo, su manera de enfocar la cuestión del Estado tuvo una vigencia que excedió largamente su época. La concepción que hace del Estado el representante de toda la sociedad, la concepción que hace del Estado el árbitro de los conflictos en la sociedad, la concepción que hace del Estado la herramienta fundamental para resolver pacíficamente los diferendos, etc., todas ellas son tributarias de la fábula del origen pacífico del Estado.

La novedad de Maquiavelo, aquello que resulta tan perturbador en su obra, es su tratamiento de la acumulación primitiva política, del proceso de surgimiento y desarrollo del Estado moderno. Maquiavelo pone a la violencia en primer plano, restituyendo al Estado su carácter de herramienta de dominación. Lejos de ser el representante de toda la sociedad, el artífice de la equidad y la justicia sociales, el Estado tiene su origen en la dominación de una clase sobre el conjunto de la sociedad.

Antes de terminar este ensayo corresponde destacar otros dos aspectos de la obra de Maquiavelo.

En primer lugar, Maquiavelo pudo desarrollar su concepción del Estado porque en su época todavía estaba en pañales el Estado moderno (los ejemplos de Francia y España), y porque en Italia estaba todo por hacer al respecto:

“No puede decirse exactamente que sea, en el sentido de su recepción moderna por parte de la ciencia política, el teórico de la monarquía absoluta. Obviamente, piensa en función de ella, se apoya en el ejemplo de España y de Francia. Diría que Maquiavelo es en realidad el teórico de las condiciones políticas de la constitución de un Estado nacional, el teórico de un Estado nuevo bajo un príncipe nuevo, el teórico de la duración, del fortalecimiento y del engrandecimiento de ese Estado. Se tratad de una posición absolutamente original, ya que Maquiavelo no piensa el hecho consumado de las monarquías absolutas, ni su mecanismo, sino el hecho que hay que consumar (…), y en condiciones extraordinarias, dado que son las condiciones de la ausencia de toda forma política susceptible de producir ese resultado.” (p. 158-159).

En segundo lugar, Maquiavelo pone en el centro de su pensamiento una valoración positiva de la lucha de clases. A diferencia de la mayoría de sus predecesores, para el florentino la libertad nace del conflicto.

“Maquiavelo defiende escandalosamente, contra las verdades inconmovibles de su tiempo, la idea de que el conflicto de los humores, de magros contra gordos, en resumen, la lucha de clases, es absolutamente indispensable para el fortalecimiento y el engrandecimiento del Estado.” (p. 158).

Para concluir este escrito no encuentro nada mejor que reproducir una anécdota, toma de la introducción de Ana Martínez Arancón a los Discursos sobre la primera década de Tito Livio:

“Pocos días antes de morir, Maquiavelo tuvo un sueño, que comentó con sus amigos. En él, se tropezaba con una turba descompuesta de harapientos mendigos, y cuando preguntó quiénes eran, una voz le respondió que eran los bienaventurados del paraíso, porque estaba escrito que los pobres heredarían el reino de los cielos. Siguió andando y se encontró con un grupo de caballeros afables, corteses y bien vestidos, que discutían animadamente de cuestiones políticas. Entre ellos, pudo reconocer a algunos célebres sabios de la antigüedad, como Platón y Tácito. Entonces, la voz misteriosa le comunicó que aquellos eran los condenados en el infierno, pues está escrito que la sabiduría del mundo es enemiga de Dios. Al despertar y contar el sueño a sus íntimos, Maquiavelo confesó que prefería estar con los segundos.” (4).

La ciencia se construye confrontando contra el sentido común y contra los poderosos, no amontonando lugares comunes ni siendo políticamente correcto. Esta es, tal vez, la enseñanza más importante que nos deja la obra de Maquiavelo.

Villa del Parque, lunes 23 de diciembre de 2013
NOTAS:

(1) Althusser, Louis. (2003). “Soledad de Maquiavelo”. Incluido en: Althusser, Louis. (2003). Textos recobrados II: Soledad de Maquiavelo. Madrid: Editora Nacional. (pp. 149-170). Traducción española de Raúl Sánchez Cedillo. Es la versión escrita de una conferencia pronunciada el 11 de junio de 1977 en la Fondation Nationale des Sciences Politiques de París.

(2) Althusser menciona a Antonio Gramsci (1891-1937). Es imposible omitir la obra clásica de este autor: Gramsci, Antonio. (2003). Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno. Buenos Aires: Nueva Visión. Traducción española de José Aricó.

(3) Marx, Karl. (1998). El capital. Crítica de la economía política. Libro I: El proceso de producción de capital. México D. F.: Siglo XXI. Se trata de la Sección VII, Capítulo XXIV, “La llamada acumulación originaria”. (Tomo I, Vol. 3, pp. 891-954).

(4) Maquiavelo, Nicolás. (2000). Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Madrid: Alianza. Traducción española, introducción y notas de Ana Martínez Arancón. (p. 7).

jueves, 19 de diciembre de 2013

MARX Y EL ESTADO: APUNTES SOBRE SU CONCEPCIÓN DE LA EDUCACIÓN PÚBLICA EN LA CRÍTICA DEL PROGRAMA DE GOTHA

Es casi un lugar común del mundo académico identificar al pensamiento de Karl Marx (1818-1883) con el estatismo. Así, se afirma una y otra vez que Marx consideraba que el Estado era el remedio para los males sociales. Los defensores de esta afirmación se basan para sustentar su afirmación en las diversas experiencias del llamado “socialismo real”, desde la difunta Unión Soviética en adelante. Al hacerlo, pasan por alto un pequeño detalle: la Revolución Rusa se produjo en 1917, mientras que Marx falleció en 1883. Independientemente de la valoración que se haga de los “socialismos reales”, es poco serio achacarle a una persona que murió bastante antes de la Revolución Rusa la responsabilidad por los mismos. En este punto, la concepción académica se da de la mano con la lucha de clases, en el sentido de que representa un apoyo para quienes quieren transformar al pensamiento de Marx en una teoría fácilmente desechable y al socialismo en una utopía.

Ahora bien, una cosa es lo los demás dicen de alguien y otra cosa es lo que ese “alguien” piensa y hace realmente. En el caso de Marx no es tan difícil acceder a sus ideas, puesto que ha escrito un par de obras, las cuales se han traducido a un par de lenguas de alcance más o menos universal. El obstáculo epistemológico, para usar la expresión de Gaston Bachelard (1884-1962), radica aquí en la dificultad para abrir alguna obra de Marx y leer lo que dice efectivamente sobre el Estado. Pero las cosas más sencillas suelen ser las menos practicadas en nuestro sabio mundo académico. Como indiqué más arriba, la causa de la actitud de los intelectuales académicos debe buscarse en la lucha de clases. En un mundo dominado por la precarización laboral, la competencia incesante y el temor a perder el puesto de trabajo, no está bueno morder la mano del que te da de comer. De ahí el rechazo generalizado a tomar en serio al marxismo. Es verdad, por cierto, que el marxismo puede convertirse en una actividad lucrativa, pero para ello hay que pagar el precio de abjurar de la lucha de clases y del carácter de clase del Estado. De ese modo, la teoría de Marx pierde todo contacto con la realidad (recordemos, por ejemplo, que Marx quería que el lector por antonomasia de El capital fuesen los obreros) y se convierte en otro de los animales exóticos con los que juegan los intelectuales académicos.

El conjunto de escritos de Marx y Engels conocido genéricamente como Crítica del Programa de Gotha (1) es una buena puerta de entrada a su concepción sobre el Estado y la política. En otro momento tuve la oportunidad de presentar algunos aspectos de dicha obra, escrita con posterioridad a la Comuna de París (1871), esa experiencia crucial para el movimiento obrero europeo. Ahora tomaré de dicho texto la cuestión de la educación pública, como muestra de la concepción de Marx sobre el Estado.

Antes de exponer la posición de Marx es preciso decir que la obra mencionada está constituida por una serie de manuscritos y cartas en los que Marx y Engels discuten con la dirección del Partido Socialdemócrata Alemán. Los socialistas alemanes estaban divididos en dos corrientes: una de ellas, liderada por August Bebel (1840-1913) y Wilhelm Liebknecht (1826-1900), se encontraba cercana a los planteos de Marx; la otra reunía a los seguidores de Ferdinand Lassalle (1825-1864). Lassalle (2), además de ser un personaje pintoresco, abogaba por la colaboración entre el movimiento obrero y el Estado prusiano para obtener mejoras en la condición de los trabajadores. Lassalle y sus seguidores (Lassalle murió muy joven en un duelo) preferían negociar con el Estado y conseguir concesiones antes que desarrollar un movimiento obrero políticamente autónomo. Hay que decir, para complicar un poco las cosas,  que Lassalle cumplió un papel significativo en el desarrollo del movimiento obrero alemán luego de la derrota de 1848-1849. En 1875 ambos grupos del socialismo alemán, marxistas y lassalleanos, emprendieron negociaciones tendientes a la unificación (3). En este marco, los marxistas elaboraron un proyecto de programa para el partido unificado; en el documento estaban contempladas muchas de las posiciones de los lassalleanos. Marx, quien no participó ni de las negociaciones ni de la redacción del proyecto, se indignó ante lo que consideró una claudicación inconcebible e inútil frente a los lassalleanos.

La bronca de Marx se explica si se tiene en cuenta su caracterización del Estado como instrumento de dominación, como aparato destinado al sojuzgamiento de las clases explotadas. Lejos de ser un apologista del Estado, Marx remarcó en todo momento la necesidad de la organización autónoma de los trabajadores, partiendo de la certeza de que la “emancipación de los trabajadores sólo podría ser obra de los trabajadores mismos”. Además, la experiencia de la Comuna de París lo convenció de que la clase obrera no podía servirse del Estado burgués para lograr su liberación. En 1871, cuando redactó La guerra civil en Francia, Marx había llegado a la conclusión de que el Estado moderno no sólo era un órgano de opresión de clase, sino que también oprimía al conjunto de la sociedad. La centralización del capital en manos de un número cada vez más reducido de capitalistas iba de la mano con la centralización política a cargo de un Estado capaz de ejercer un control cada vez más profundo sobre el conjunto de la sociedad.

La indignación de Marx respecto al proyecto de los socialistas alemanes no era, por tanto, producto de la casualidad. En este sentido, la discusión en torno a la educación pública no es más que un corolario de la concepción general de Marx acerca del Estado.

El sentido común, tanto el académico como el político, supone que Marx era un partidario acérrimo de la educación a cargo del Estado. Sin embargo, la Crítica del Programa de Gotha dice algo diferente a lo esperado.

El proyecto de los socialistas alemanes decía lo siguiente respecto a la educación:

“1. Educación popular general e igual a cargo del Estado. Asistencia obligatoria para todos. Instrucción gratuita.” (p. 343).

Las medidas exigidas parecen irreprochables desde el punto de vista del progresismo, que sostiene que la sociedad progresa paso a paso (al estilo del filósofo futbolero argentino “Mostaza” Merlo), yendo desde lo conseguido hacia lo que queda por hacer. Pero Marx no era progresista en este sentido. Su punto de vista era del de la lucha de clases, no el de la evolución gradual. Por eso lee las consignas de los socialistas alemanes a partir de la lente del reconocimiento del doble papel del Estado como órgano de dominación de clase y como parásito del conjunto de la sociedad. Al hacerlo, cambia el sentido de la propuesta de los socialistas alemanes. Veamos cuál es su respuesta.

En el principio, la lucha de clases:

“¿Educación popular igual? ¿Qué se entiende por esto? ¿Se cree que en la sociedad actual (que es la de que se trata), la educación puede ser igual para todas las clases? ¿O lo que se exige es que también las clases altas sean obligadas por la fuerza a conformarse con la modesta educación que da la escuela pública, la única incompatible con la situación económica, no sólo del obrero asalariado, sino también del campesino?”

Con su realismo implacable Marx fustiga la idea de que la educación puede aportar igualdad a una sociedad basada en la desigualdad. Y no se trata por cierto de una desigualdad abstracta. El niño que nace en alguna de las innumerables barriadas populares de la Argentina es completamente desigual al niño que ve la luz en alguno de los numerosos barrios cerrados que florecieron en las últimas décadas, tanto con el neoliberalismo como con el modelo “nacional y popular”. Sus oportunidades son radicalmente distintas porque pertenecen a clases sociales distintas. Decir que la educación puede zanjar este abismo de desigualdad equivale a hacer lo que Thomas More (1478-1535) criticaba a la clase dominante de su época:

“Permiten que estas gentes crezcan de la peor manera posible y sistemáticamente corrompidos desde su más tempranos años. Al final, cuando crecen  y cometen los delitos que estaban obviamente destinados a cometer desde que eran niños, los castigan. En otras palabras, ¡crean ladrones y después les imponen una pena por robar! (p. 73; el resaltado es mío) (4).

Por el contrario, la educación en una sociedad capitalista es desigual. El empresario recibe una educación diferente a la del obrero. ¿Puede ser de otro modo? Es claro que no, pues la distribución desigual de los medios de producción exige una distribución desigual de los saberes. En estas condiciones, abogar por la igualdad en la educación sin cuestionar las bases del orden capitalista es, en el mejor de los casos, una ingenuidad casi pueril. Guste o no, la realidad de las clases sociales se impone tanto a los educadores como a los políticos progresistas.

En las condiciones del capitalismo, la defensa de la igualdad por el Estado da origen a hechos curiosos. Marx indica uno de ellos:

“El que en algunos Estados de este último país [Estados Unidos] sean «gratuitos» también los centros de instrucción media, sólo significa, en realidad, que allí a las clases altas se les pagan sus gastos de educación a costa del fondo de los impuestos generales.” (p. 344).

De modo que la educación gratuita, esa panacea del progresismo de todos los tiempos y lugares, se convierte en las condiciones del capitalismo en algo bien diferente a las intenciones de sus defensores. Marx apunta aquí a la educación media, reservada en su época a las capas medias y a la clase dominante. Lo mismo podría decirse, en las condiciones de la Argentina actual, respecto de la educación universitaria. Mientras que sólo algunos individuos de la clase trabajadora pueden acceder a ese nivel educativo, las clases medias y los sectores dominantes se ven favorecidos por la gratuidad de la educación.

Pero Marx va más allá de señalar el carácter de clase de la educación bajo el capitalismo.

“Eso de «educación popular a cargo del Estado» es absolutamente inadmisible. ¡Una cosa es determinar, por medio de una ley general, los recursos de las escuelas públicas, las condiciones de capacidad del personal docente, las materias de enseñanza, etc., y velar por el cumplimiento de estas prescripciones legales mediante inspectores del Estado, como se hace en los Estados Unidos, y otra cosa completamente distinta, es nombrar al Estado educador del pueblo! Lejos de esto, lo que hay que hacer es sustraer la escuela a toda influencia por parte del Gobierno y de la Iglesia.” (p. 344; el resaltado es mío).

Como tantas otras veces, Marx dice todo lo contrario de lo políticamente correcto. Para él, poner la educación en manos del Estado implica, siempre en las condiciones del capitalismo, fortalecer no sólo la dominación de la burguesía sino también el control del Estado sobre el conjunto de la sociedad. Apostar por el Estado como herramienta de liberación supone reforzar la dominación del capital, con el plus de que a esa dominación se le agrega la dominación de los burócratas. Muchas veces se pierde de vista que el proyecto político de Marx, anudado en torno a la organización política autónoma de la clase obrera, va dirigido a la emancipación del conjunto de la sociedad y no sólo de los trabajadores. En ese proyecto, la abolición de la propiedad privada de los medios de producción y la transformación radical del Estado son los pilares fundamentales. Esta última transformación es concebida como el empoderamiento de la sociedad, como la asunción por parte de la misma de las funciones administrativas que en la actualidad se encuentran a cargo del Estado. A diferencia de los liberales, Marx sostiene que esto solamente es posible eliminando la propiedad privada en beneficio de un régimen de propiedad comunitaria (¡no estatal!). A diferencia de los progresistas, Marx afirma que esto solamente es posible transformando radicalmente al Estado burgués (eliminando en una primera etapa el aparato represivo), hasta lograr su extinción.

Lejos de ser un defensor del fortalecimiento del Estado, Marx comprendió, como ningún otro pensador del siglo XIX, la naturaleza de clase del Estado y su creciente poder sobre la sociedad.


Villa del Parque, jueves 19 de diciembre de 2013

NOTAS: 
                                              
(1) He utilizado la siguiente traducción española: Marx, Karl y Engels, Friedrich. (1981). Obras escogidas. Moscú: Progreso. (pp. 325-353).

(2) Para la vida y obra de Lassalle, puede consultarse a modo de introducción: Cole, G. D. H. (1980). Historia del pensamiento socialista: II. Marxismo y anarquismo, 1850-1890. México D. F.: Fondo de Cultura Económica. (pp. 75-89).

(3) Para las negociaciones entre ambas corrientes del socialismo alemán, puede consultarse Cole, G. H. D. (1980: 230-239).


(4) More, Thomas. (2007). Utopía. Buenos Aires: Losada. (Traducción española de María Guillermina Nicolini).

domingo, 10 de noviembre de 2013

MAX WEBER Y LA CARACTERIZACIÓN DEL CAPITALISMO MODERNO: APUNTES SOBRE LA INTRODUCCIÓN A LA ÉTICA PROTESTANTE

Vincent Van Gogh, "La noche estrellada"



El sociólogo alemán Max Weber (1864-1920) es considerado como uno de los representantes más importantes del cuerpo teórico conocido como Sociología Clásica. De manera esquemática, podemos decir que las preocupaciones fundamentales de su obra son dos: 1) dar cuenta de la especificidad del desarrollo occidental, es decir, la pregunta por el capitalismo; 2) el esfuerzo por refutar teóricamente al marxismo. Ambas preocupaciones se cruzan y enlazan en la obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo. (1)

La Introducción a esta obra constituye una buena expresión de lo expuesto en el párrafo anterior. Weber presenta allí la formulación clásica del problema del desarrollo capitalista de Occidente:

“Cuando un hijo de la moderna civilización europea se dispone a investigar un problema cualquiera de la historia universal, es inevitable y lógico que se lo plantee desde el siguiente punto de vista: ¿qué serie de circunstancias han determinado que precisamente sólo en Occidente hayan nacido ciertos fenómenos culturales, que (al menos, tal como solemos representárnoslos) parecen marcar una dirección evolutiva de universal alcance y validez?” (p. 5).

Esos “ciertos fenómenos culturales” no son otra cosa que el capitalismo, como Weber indica más adelante. Para el sociólogo alemán, la ciencia, el arte, el especialista y el funcionario especializado, el Parlamento, el Estado, etc., son “fenómenos culturales” propios del desarrollo de la Europa Occidental.

“Y lo mismo ocurre con el poder más importante de nuestra vida moderna: el capitalismo.” (p. 8).

¿Por qué el capitalismo es un fenómeno específico de Europa Occidental?, ¿por qué el capitalismo posee una dinámica tal que le permitió expandirse por todo el planeta y construir el mercado mundial? Estas son las preguntas que desvelaban a Weber y a las que intentó dar respuesta en una serie de trabajos, entre los cuales La ética protestante es el más conocido. 

Antes de comenzar a examinar su concepción, tal como aparece en la Introducción a dicha obra, cabe indicar que detrás de la problemática weberiana subyace una cuestión de carácter aún más general: la búsqueda de las razones de la especificidad del desarrollo occidental remite, en definitiva, a postular una lógica histórica desprovista de linealidad. Así, el advenimiento del capitalismo en Europa Occidental no fue un fenómeno inevitable, sino el resultado de un proceso complejo, en el que intervinieron múltiples causas. Es significativo que en este punto Weber coincida con la opinión de Karl Marx (1818-1883), quien rechazaba la existencia de una determinación férrea del proceso histórico.

Weber presenta el problema de la especificidad de Occidente del siguiente modo. El capitalismo, en principio, es un fenómeno de alcance universal, presente en todas las épocas históricas:

“Lo decisivo de la actividad económica consiste en guiarse en todo momento por el cálculo del valor dinerario aportado y el valor dinerario obtenido al final, por primitivo que sea el modo de realizarlo. En este sentido, ha habido «capitalismo» y «empresas capitalistas» (incluso con relativa racionalización del cálculo del capital) en todos los países civilizados del mundo, hasta donde alcanzan nuestros conocimientos: en China, India, Babilonia, Egipto, en la Antigüedad helénica, en la Edad Media y en la Moderna; y no sólo empresas aisladas, sino economías que permitían el continuo desenvolvimiento de nuevas empresas capitalistas e incluso «industrias» estables (…). En todo caso, la empresa capitalista y el empresario capitalista (y no como empresario ocasional, sino estable) son producto de los tiempos más remotos y siempre se han hallado universalmente extendidos.” (p. 11).

Es cierto que Weber confunde la economía mercantil (producción de mercancías para el mercado) con la economía capitalista (producción de mercancías para el mercado en base a la concentración de la propiedad de los medios de producción y la explotación del trabajo asalariado). Pero no dice que el capitalismo actual sea una continuidad del antiguo. Por el contrario, observa que el capitalismo occidental difiere del presente en las épocas anteriores:

“Ahora bien, en Occidente, el capitalismo tiene una importancia y unas formas, características y direcciones que no se conocen en ninguna otra parte.” (p. 11).

Ante todo, y como sucede habitualmente en la ciencia, Weber comienza por refutar la noción de sentido común acerca del capitalismo. Así, el capitalismo no es simplemente afán de lucro, de ganancias desmedidas.

“«Afán de lucro», «tendencia a enriquecerse», sobre todo a enriquecerse monetariamente en el mayor grado posible, son cosas que nada tienen que ver con el capitalismo. Son tendencias que se encuentran por igual en los camareros, los médicos, los cocheros, los artistas, las cocottes, los funcionarios corruptibles, los jugadores, los mendigos, los soldados, los ladrones, los cruzados: en all shorts and conditions of men, en todas las épocas y en todos los lugares de la tierra, en toda circunstancia que ofrezca una posibilidad objetiva de lograr una finalidad de lucro.” (p. 8).

Weber apunta a un hecho inherente a la producción mercantil: la existencia del afán de lucro. Ahora bien, el sociólogo alemán observa que en las sociedades precapitalistas dicho afán se expresa en la búsqueda de ganancias desmesuradas (por ejemplo, en la rapiña de los bienes de los conquistados, como fue el caso de las Cruzadas, la conquista de América, etc., etc.). Esto es consecuencia (y Weber no dice nada al respecto, porque ignora en la introducción la existencia de la economía “natural” – es decir, aquella que produce bienes de uso para el consumo del individuo y/o el grupo -) de que en dichas sociedades el mercado es una institución menor en el mar de una economía que produce valores de uso y no mercancías.

Al revés de la opinión de sentido común, el capitalismo (es decir, el capitalismo en su variante occidental, que se expandió a todo el orbe) es lo contrario de la búsqueda de una ganancia extraordinaria:

“El capitalismo debería considerarse precisamente como el freno o, por lo menos, como la moderación racional de este impulso irracional lucrativo. Ciertamente, el capitalismo se identifica con la aspiración a la ganancia lograda con el trabajo capitalista incesante y racional, la ganancia siempre renovada, a la «rentabilidad». Y así tiene que ser; dentro de una ordenación capitalista de la economía, todo esfuerzo individual no enderezado a la probabilidad de conseguir una rentabilidad está condenado al fracaso.” (p. 9).

Es verdad que en el final de este párrafo Weber dice una obviedad, que sabe cualquier persona que vive bajo el capitalismo: que este sistema social tiene por objetivo fundamental la obtención de ganancias (Y no, dicho sea de paso, el mejoramiento de la vida humana). Pero lo principal es el reconocimiento de que el capitalismo supone búsqueda “racional” de ganancia. En otras palabras, el capitalismo occidental (para hablar en términos weberianos) requiere el establecimiento de condiciones sociales tales que los empresarios puedan calcular  anticipadamente las ganancias esperadas.

A partir de lo anterior, Weber pasa a definir el capitalismo:

“Para nosotros, un acto de economía «capitalista» significa un acto que descansa en la expectativa de una ganancia debida al juego de recíprocas probabilidades de cambio; es decir, en probabilidades (formalmente) pacíficas de lucro. El hecho formal y actual de lucrarse o adquirir algo por medios violentos tiene sus propias leyes, y en todo caso no es oportuno (aunque no se pueda prohibir) colocarlo bajo la misma categoría que la actividad orientada en último término hacia la probabilidad de obtener una ganancia en el cambio.” (p. 9).

Dicho de otro modo, el capitalismo occidental supone la “normalización” de la sociedad, de manera que los empresarios puedan calcular de antemano su ganancia sin esperar que los resultados sean muy diferentes a ese cálculo. Weber sostiene que esta lógica de acumulación es diferente a la acumulación por medios violentos. Sin embargo, se echa de menos en el texto el análisis de los medios por los que se pasa de una lógica de acumulación basada en la violencia (el afán desmedido de lucro) a una lógica basada en las expectativas racionales de ganancia. A diferencia de Marx, para quien la acumulación originaria (la expropiación violenta de los medios de producción que se encuentran en mano de los trabajadores – por ejemplo, la expulsión de los campesinos ingleses de las tierras que cultivaban desde tiempos inmemoriales - ) es un paso indispensable para la consecución de la “normalidad” capitalista, esto es, aquel estado de la sociedad en que la lógica de acumulación del capital funciona de modo “casi automático”.

Weber resume su posición en el siguiente pasaje:

“Este tipo de empresario, el «capitalista aventurero», ha existido en todo el mundo. Sus probabilidades (…) eran siempre de carácter irracional y especultativo; o bien se basaban en la adquisición por medios violentos, ya fuese el despojo realizado en la guerra en un momento determinado, o el despojo continuo y fiscal explotando a los súbditos.

El capitalismo de los fundadores, el de todos los grandes especuladores, el colonial y el financiero, en la paz y más que nada el capitalismo que especula con la guerra, llevan todavía impreso este sello en la realidad actual del Occidente, y hoy como antes, ciertas partes (sólo algunas) del gran comercio internacional están todavía impresas a ese tipo de capitalismo. Pero hay en Occidente una forma de capitalismo que no se conoce en ninguna otra parte de la tierra: la organización racional-capitalista del trabajo formalmente libre.” (p. 12).

Para Weber, la organización del trabajo es el elemento primordial para entender la especificidad del capitalismo moderno (2). No obstante este reconocimiento, nunca aborda en la introducción la cuestión de cómo los trabajadores llegaron a convertirse en sujetos que eran a la vez libres en sentido jurídico y libres en cuanto a que carecían de medios de producción. El abismo existente entre la acumulación originaria y la “normalidad” capitalista vuelve a manifestarse nuevamente.

Para Weber existen otros factores significativos al momento de comprender la naturaleza del capitalismo moderno.

“La moderna organización racional del capitalismo europeo no hubiera sido posible sin la intervención de dos elementos determinantes de su evolución: la separación de la economía doméstica y la industria (que hoy es el principio fundamental de la vida económica) y la consiguiente contabilidad racional.” (p. 13).

Weber, polemizando aquí con el marxismo (o lo que considera marxismo, esto es, un determinismo económico mecanicista y burdo), introduce factores que podríamos llamar “culturales” para explicar el desarrollo del capitalismo moderno. Es verdad que su análisis es más profundo que el de sus epígonos, para quienes el capitalismo tuvo origen en la mentalidad de las personas y no en sus labores cotidianas.

“En la actualidad, todas estas características del capitalismo occidental deben su importancia a su conexión con la organización capitalista del trabajo. (…) sin organización capitalista del trabajo, todo esto, incluso la tendencia a la comercialización (supuesto que fuese posible), no tendría ni remotamente un alcance semejante al que hoy tiene. Un cálculo exacto – fundamento de todo lo demás – sólo es posible sobre la base del trabajo libre; y así como  - y porque – el mundo no ha conocido fuera de Occidente una organización racional del trabajo, tampoco – y por eso mismo – ha existido un socialismo racional.” (p. 14; el resaltado es mío).

El análisis weberiano es interesante tanto por lo que dice como por aquello que omite. El fundamento del capitalismo es la separación, llevada adelante por medios violentos, del productor directo respecto a los medios de producción y los medios de subsistencia, con la consiguiente necesidad de vender su fuerza de trabajo en el mercado y la correlativa extracción de plusvalor por el capitalista (dueño de esos medios de producción). El cálculo exacto, la racionalidad capitalista, es una consecuencia de esto. Una vez concretada la expropiación de los trabajadores, la coerción extraeconómica (la violencia pura y simple) pasa a un segundo plano, y se impone la lógica del capital. Todo esto queda oscurecido en la introducción, en la que el factor cultural (el cálculo racional) queda poco a poco en el centro de la escena.

“…en una historia universal de la cultura, y desde el punto de vista puramente económico, el problema central no es, en definitiva, el del desarrollo de la actividad capitalista (sólo cambiante en la forma), desde el tipo de capitalista aventurero y comercial, del capitalista que especula con la guerra, la política y la administración, a las formas actuales de la economía capitalista; sino más bien el del origen del capitalismo industrial burgués con su organización racional del trabajo libre; o, en otros términos, el del origen de la burguesía occidental con sus propias características” (p. 15).
Al dejar de lado la cuestión de la acumulación originaria, Weber se encierra en el examen de los factores “culturales” que permiten entender la especificidad del capitalismo moderno. Es por ello que concede tanta importancia al factor religioso en la creación de una racionalidad capitalista.

“…lo primero que interesa es conocer las características peculiares del racionalismo occidental, y, dentro de éste, del moderno, explicando sus orígenes. Esta investigación ha de tener en cuenta muy principalmente las condiciones económicas, reconociendo la importancia fundamental de la economía; pero tampoco deberá ignorar la relación causal inversa: pues el racionalismo económico depende en su origen tanto de la técnica y el Derecho racionales como de la capacidad y aptitud de los hombre para determinados tipos de conducta racional.” (p. 17-18).

En definitiva, la omisión del carácter violento de la acumulación originaria y de la explotación de los trabajadores en el capitalismo moderno, son la condición para que Weber pueda concentrarse en los factores “culturales”. De este modo propone una sociología más “sofisticada” que la concepción marxista de la historia. Claro que esa “sofisticación” deja de lado el aspecto fundamental del fenómeno capitalista: el carácter político de la organización del trabajo, que de ningún modo puede reducirse a un fenómeno técnico o cultural.

Villa del Parque, domingo 10 de noviembre de 2013


NOTAS:

(1) Para escribir estas notas utilicé la traducción española de Luis Legaz Lacambra: Weber, Max. (1988). La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Barcelona: Península.


(2) En la introducción puede leerse la siguiente frase: “lo específico de Occidente, a saber, la organización racional del trabajo (lo más interesante para el problema desde mi punto de vista)” (p. 9).