Es casi un lugar común del
mundo académico identificar al pensamiento de Karl Marx (1818-1883) con el estatismo. Así, se afirma una y otra
vez que Marx consideraba que el Estado era el remedio para los males sociales. Los
defensores de esta afirmación se basan para sustentar su afirmación en las
diversas experiencias del llamado “socialismo real”, desde la difunta Unión
Soviética en adelante. Al hacerlo, pasan por alto un pequeño detalle: la
Revolución Rusa se produjo en 1917, mientras que Marx falleció en 1883. Independientemente
de la valoración que se haga de los “socialismos reales”, es poco serio
achacarle a una persona que murió bastante antes de la Revolución Rusa la
responsabilidad por los mismos. En este punto, la concepción académica se da de
la mano con la lucha de clases, en el sentido de que representa un apoyo para
quienes quieren transformar al pensamiento de Marx en una teoría fácilmente
desechable y al socialismo en una utopía.
Ahora bien, una cosa es lo
los demás dicen de alguien y otra cosa es lo que ese “alguien” piensa y hace
realmente. En el caso de Marx no es tan difícil acceder a sus ideas, puesto que
ha escrito un par de obras, las cuales se han traducido a un par de lenguas de
alcance más o menos universal. El obstáculo
epistemológico, para usar la expresión de Gaston Bachelard (1884-1962), radica
aquí en la dificultad para abrir alguna obra de Marx y leer lo que dice
efectivamente sobre el Estado. Pero las cosas más sencillas suelen ser las
menos practicadas en nuestro sabio mundo académico. Como indiqué más arriba, la
causa de la actitud de los intelectuales académicos debe buscarse en la lucha
de clases. En un mundo dominado por la precarización laboral, la competencia
incesante y el temor a perder el puesto de trabajo, no está bueno morder la
mano del que te da de comer. De ahí el rechazo generalizado a tomar en serio al
marxismo. Es verdad, por cierto, que el marxismo puede convertirse en una
actividad lucrativa, pero para ello hay que pagar el precio de abjurar de la
lucha de clases y del carácter de clase del Estado. De ese modo, la teoría de
Marx pierde todo contacto con la realidad (recordemos, por ejemplo, que Marx
quería que el lector por antonomasia de El
capital fuesen los obreros) y se convierte en otro de los animales exóticos
con los que juegan los intelectuales académicos.
El conjunto de escritos de
Marx y Engels conocido genéricamente como Crítica
del Programa de Gotha (1) es una buena puerta de entrada a su concepción
sobre el Estado y la política. En otro momento tuve la oportunidad de presentar
algunos aspectos de dicha obra, escrita con posterioridad a la Comuna de París
(1871), esa experiencia crucial para el movimiento obrero europeo. Ahora tomaré
de dicho texto la cuestión de la educación
pública, como muestra de la concepción de Marx sobre el Estado.
Antes de exponer la posición
de Marx es preciso decir que la obra mencionada está constituida por una serie
de manuscritos y cartas en los que Marx y Engels discuten con la dirección del
Partido Socialdemócrata Alemán. Los socialistas alemanes estaban divididos en dos
corrientes: una de ellas, liderada por August Bebel (1840-1913) y Wilhelm
Liebknecht (1826-1900), se encontraba cercana a los planteos de Marx; la otra
reunía a los seguidores de Ferdinand Lassalle (1825-1864). Lassalle (2), además
de ser un personaje pintoresco, abogaba por la colaboración entre el movimiento
obrero y el Estado prusiano para obtener mejoras en la condición de los
trabajadores. Lassalle y sus seguidores (Lassalle murió muy joven en un duelo) preferían
negociar con el Estado y conseguir concesiones antes que desarrollar un
movimiento obrero políticamente autónomo. Hay que decir, para complicar un poco
las cosas, que Lassalle cumplió un papel
significativo en el desarrollo del movimiento obrero alemán luego de la derrota
de 1848-1849. En 1875 ambos grupos del socialismo alemán, marxistas y
lassalleanos, emprendieron negociaciones tendientes a la unificación (3). En
este marco, los marxistas elaboraron un proyecto de programa para el partido
unificado; en el documento estaban contempladas muchas de las posiciones de los
lassalleanos. Marx, quien no participó ni de las negociaciones ni de la
redacción del proyecto, se indignó ante lo que consideró una claudicación
inconcebible e inútil frente a los lassalleanos.
La bronca de Marx se explica
si se tiene en cuenta su caracterización del Estado como instrumento de
dominación, como aparato destinado al sojuzgamiento de las clases explotadas.
Lejos de ser un apologista del Estado, Marx remarcó en todo momento la
necesidad de la organización autónoma de los trabajadores, partiendo de la
certeza de que la “emancipación de los trabajadores sólo podría ser obra de los
trabajadores mismos”. Además, la experiencia de la Comuna de París lo convenció
de que la clase obrera no podía servirse del Estado burgués para lograr su
liberación. En 1871, cuando redactó La
guerra civil en Francia, Marx había llegado a la conclusión de que el
Estado moderno no sólo era un órgano de opresión de clase, sino que también
oprimía al conjunto de la sociedad. La centralización del capital en manos de
un número cada vez más reducido de capitalistas iba de la mano con la
centralización política a cargo de un Estado capaz de ejercer un control cada
vez más profundo sobre el conjunto de la sociedad.
La indignación de Marx
respecto al proyecto de los socialistas alemanes no era, por tanto, producto de
la casualidad. En este sentido, la discusión en torno a la educación pública no
es más que un corolario de la concepción general de Marx acerca del Estado.
El sentido común, tanto el
académico como el político, supone que Marx era un partidario acérrimo de la
educación a cargo del Estado. Sin embargo, la Crítica del Programa de Gotha dice algo diferente a lo esperado.
El proyecto de los
socialistas alemanes decía lo siguiente respecto a la educación:
“1.
Educación popular general e igual a cargo del Estado. Asistencia obligatoria
para todos. Instrucción gratuita.” (p. 343).
Las medidas exigidas parecen
irreprochables desde el punto de vista del progresismo, que sostiene que la
sociedad progresa paso a paso (al estilo del filósofo futbolero argentino
“Mostaza” Merlo), yendo desde lo conseguido hacia lo que queda por hacer. Pero
Marx no era progresista en este sentido. Su punto de vista era del de la lucha
de clases, no el de la evolución gradual. Por eso lee las consignas de los
socialistas alemanes a partir de la lente del reconocimiento del doble papel
del Estado como órgano de dominación de clase y como parásito del conjunto de
la sociedad. Al hacerlo, cambia el sentido de la propuesta de los socialistas
alemanes. Veamos cuál es su respuesta.
En el principio, la lucha de
clases:
“¿Educación popular igual? ¿Qué se
entiende por esto? ¿Se cree que en la sociedad actual (que es la de que se
trata), la educación puede ser igual para todas las clases? ¿O lo que se exige
es que también las clases altas sean obligadas por la fuerza a conformarse con
la modesta educación que da la escuela pública, la única incompatible con la
situación económica, no sólo del obrero asalariado, sino también del
campesino?”
Con su realismo implacable
Marx fustiga la idea de que la educación puede aportar igualdad a una sociedad
basada en la desigualdad. Y no se trata por cierto de una desigualdad
abstracta. El niño que nace en alguna de las innumerables barriadas populares
de la Argentina es completamente desigual al niño que ve la luz en alguno de
los numerosos barrios cerrados que florecieron en las últimas décadas, tanto
con el neoliberalismo como con el modelo “nacional y popular”. Sus
oportunidades son radicalmente distintas porque pertenecen a clases sociales
distintas. Decir que la educación puede zanjar este abismo de desigualdad
equivale a hacer lo que Thomas More (1478-1535) criticaba a la clase dominante
de su época:
“Permiten
que estas gentes crezcan de la peor manera posible y sistemáticamente
corrompidos desde su más tempranos años. Al final, cuando crecen y cometen los delitos que estaban obviamente
destinados a cometer desde que eran niños, los castigan. En otras palabras, ¡crean ladrones y después les imponen una
pena por robar! (p. 73; el resaltado es mío) (4).
Por el contrario, la
educación en una sociedad capitalista es desigual. El empresario recibe una
educación diferente a la del obrero. ¿Puede ser de otro modo? Es claro que no,
pues la distribución desigual de los medios de producción exige una
distribución desigual de los saberes. En estas condiciones, abogar por la
igualdad en la educación sin cuestionar las bases del orden capitalista es, en
el mejor de los casos, una ingenuidad casi pueril. Guste o no, la realidad de
las clases sociales se impone tanto a los educadores como a los políticos
progresistas.
En las condiciones del
capitalismo, la defensa de la igualdad por el Estado da origen a hechos
curiosos. Marx indica uno de ellos:
“El
que en algunos Estados de este último país [Estados Unidos] sean «gratuitos»
también los centros de instrucción media, sólo significa, en realidad, que allí
a las clases altas se les pagan sus gastos de educación a costa del fondo de
los impuestos generales.” (p. 344).
De modo que la educación
gratuita, esa panacea del progresismo de todos los tiempos y lugares, se
convierte en las condiciones del capitalismo en algo bien diferente a las
intenciones de sus defensores. Marx apunta aquí a la educación media, reservada
en su época a las capas medias y a la clase dominante. Lo mismo podría decirse,
en las condiciones de la Argentina actual, respecto de la educación
universitaria. Mientras que sólo algunos individuos de la clase trabajadora
pueden acceder a ese nivel educativo, las clases medias y los sectores
dominantes se ven favorecidos por la gratuidad de la educación.
Pero Marx va más allá de
señalar el carácter de clase de la educación bajo el capitalismo.
“Eso
de «educación popular a cargo del Estado»
es absolutamente inadmisible. ¡Una cosa es determinar, por medio de una ley
general, los recursos de las escuelas públicas, las condiciones de capacidad
del personal docente, las materias de enseñanza, etc., y velar por el
cumplimiento de estas prescripciones legales mediante inspectores del Estado,
como se hace en los Estados Unidos, y otra cosa completamente distinta, es
nombrar al Estado educador del pueblo! Lejos de esto, lo que hay que hacer es sustraer la escuela a toda influencia por parte
del Gobierno y de la Iglesia.” (p. 344; el resaltado es mío).
Como tantas otras veces,
Marx dice todo lo contrario de lo políticamente correcto. Para él, poner la
educación en manos del Estado implica, siempre en las condiciones del
capitalismo, fortalecer no sólo la dominación de la burguesía sino también el
control del Estado sobre el conjunto de la sociedad. Apostar por el Estado como
herramienta de liberación supone reforzar la dominación del capital, con el
plus de que a esa dominación se le agrega la dominación de los burócratas.
Muchas veces se pierde de vista que el proyecto político de Marx, anudado en
torno a la organización política autónoma de la clase obrera, va dirigido a la
emancipación del conjunto de la sociedad y no sólo de los trabajadores. En ese
proyecto, la abolición de la propiedad privada de los medios de producción y la
transformación radical del Estado son los pilares fundamentales. Esta última
transformación es concebida como el empoderamiento de la sociedad, como la
asunción por parte de la misma de las funciones administrativas que en la
actualidad se encuentran a cargo del Estado. A diferencia de los liberales,
Marx sostiene que esto solamente es posible eliminando la propiedad privada en
beneficio de un régimen de propiedad comunitaria (¡no estatal!). A diferencia
de los progresistas, Marx afirma que esto solamente es posible transformando
radicalmente al Estado burgués (eliminando en una primera etapa el aparato
represivo), hasta lograr su extinción.
Lejos de ser un defensor del
fortalecimiento del Estado, Marx comprendió, como ningún otro pensador del
siglo XIX, la naturaleza de clase del Estado y su creciente poder sobre la
sociedad.
Villa del Parque,
jueves 19 de diciembre de 2013
NOTAS:
(1) He utilizado la
siguiente traducción española: Marx, Karl y Engels, Friedrich. (1981). Obras escogidas. Moscú: Progreso. (pp.
325-353).
(2) Para la vida y obra de
Lassalle, puede consultarse a modo de introducción: Cole, G. D. H. (1980). Historia del pensamiento socialista: II.
Marxismo y anarquismo, 1850-1890. México D. F.: Fondo de Cultura Económica.
(pp. 75-89).
(3) Para las negociaciones
entre ambas corrientes del socialismo alemán, puede consultarse Cole, G. H. D.
(1980: 230-239).
(4) More, Thomas. (2007). Utopía. Buenos Aires: Losada.
(Traducción española de María Guillermina Nicolini).
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