martes, 8 de febrero de 2011

LA TEORÍA DE LA IDEOLOGÍA Y LOS PROBLEMAS EPISTEMOLÓGICOS DE LAS CIENCIAS SOCIALES (I)

1. Introducción.

En la actualidad, el uso de la palabra “ideología” se ha difundido tanto que es empleado con la misma despreocupada facilidad por políticos y periodistas, animadores de televisión y funcionarios eclesiásticos, científicos sociales y señoras que ofician de “animadoras” en almuerzos televisados. Su omnipresencia es tal que podríamos decir, parafraseando al viejo Manifiesto comunista, que “un fantasma recorre el mundo: el fantasma de la ideología”[1].

En principio, no hay nada malo en la utilización masiva de un término surgido en el ámbito de la teoría social. En una sociedad democrática el conocimiento no debe ser patrimonio de una minoría, sino que tiene que ser considerado un bien social. El problema radica en que la inmensa mayoría de los usuarios de la palabra en cuestión ignoran tanto su significado original como sus desarrollos posteriores. En pocas palabras, reducen un cuerpo teórico complejo y multifacético a una caricatura que sirve para todo servicio menos para arrojar luz sobre el funcionamiento de la sociedad.

El uso actual del término “ideología” se caracteriza por el sentido peyorativo que se le otorga a la expresión. Cuando se quiere refutar una opinión sobre cualquier tema sin tomarse el trabajo de analizarla en profundidad, se le cuelga inmediatamente el rótulo de “ideológica” y asunto terminado. Para entender este proceder hay que tener presente que el ámbito cultural de las últimas décadas se ha caracterizado por la hegemonía de dos corrientes de pensamiento convergentes y cuyos efectos se refuerzan entre sí: de un lado, la convicción de que existen ciertas certezas indiscutibles sobre el funcionamiento de la sociedad (generalmente proporcionadas por la economía académica), y que sólo ellas merecen ser calificadas como “ciencia”; por otro lado, la tendencia a suscribir la convicción de que todo debate sobre cuestiones sociales conduce a disputas interminables y estériles. En este contexto, la “ideología” resulta un recurso cómodo para clausurar toda discusión, con el agregado de que “el resto no es silencio”, como escribió el viejo William, sino “ruido comunicacional”.

Ahora bien, hacer ciencia supone ir más allá de lo aceptado convencionalmente, sacando a la luz todo aquello que está oscurecido por las apariencias. Es por esto que en este artículo abordamos algunos momentos de la historia de la teoría de la ideología, para demostrar que el modo y el sentido en que se emplea actualmente el término representan un empobrecimiento fenomenal de una de las áreas más fructíferas de la teoría social. El autor aclara desde ya que el objetivo principal de este trabajo no es hacer una historia del concepto de ideología. Las referencias históricas sirven aquí de apoyo a una tarea que consideramos más importante, esto es, el dar cuenta de la relevancia de la teoría de la ideología para la comprensión de algunos de los problemas fundamentales de las ciencias sociales.

Uno de los principales obstáculos que enfrenta la teoría social consiste en la evidencia misma de lo social, en el hecho de que somos parte de la sociedad, de que nuestra vida se desenvuelve íntegramente en su interior y que nosotros mismos formulamos constantemente explicaciones acerca de nuestras actividades en ella[2]. De este modo, lo social se naturaliza, convirtiéndose en un obstáculo epistemológico[3] para el conocimiento científico de la sociedad. La teoría de la ideología, al indagar en torno a las condiciones y a los mecanismos que posibilitan el surgimiento de nuestras creencias e ideas sobre la sociedad, puede jugar un papel significativo en la desnaturalización de aquello que damos por evidente. En este sentido, y más allá de todo lo que dice positivamente sobre la naturaleza de lo social, la teoría de la ideología desempeña un papel análogo al de la duda sistemática en la filosofía cartesiana. Así, al preguntar por el origen de todas nuestras ideas y creencias, la teoría de la ideología se convierte (o puede convertirse) en un formidable instrumento desmitificador, lo cual no es poca cosa en estos tiempos que corren, en los que defensores de los intereses privados más egoístas se presentan a sí mismos como los defensores más desinteresados del interés general.

Es por lo expuesto en el párrafo anterior que pensamos que la teoría de la ideología permite comprender mejor los obstáculos con que se encuentra el conocimiento en el ámbito de las ciencias sociales. Su estudio constituye, por tanto, una obligación para la epistemología de las ciencias sociales, independientemente de que, por cierto, la teoría de la ideología aborda un campo de problemas que abarca tanto cuestiones de índole epistemológica como áreas estrictamente “sociológicas”. Hecha esta observación, hay que aclarar que vamos a concentrarnos, en especial, en las implicaciones epistemológicas de la teoría de la ideología. Todas las referencias al campo de la teoría sociológica son a título ilustrativo y no tienen pretensiones de exhaustividad ni de profundidad.

Antes de proseguir, hay que hacer una aclaración importante. En los párrafos precedentes se ha hablado de “teoría de la ideología” y no de “ideología”. La distinción es relevante. Si se afirma que la “ideología” es sólo un concepto que describe un fenómeno dado, se pierde de vista que la misma es un cuerpo teórico que intenta dar cuenta tanto del origen de las ideas como del papel que juegan éstas en la sociedad, lo cual lleva a perder de vista el todo social. En cambio, la ideología como teoría remite a una concepción holista de la sociedad, que lleva inevitablemente a enfrentar el problema de la totalidad social[4]. Como quiera que sea, corresponde indicar que, al utilizar el término “teoría de la ideología” en singular, de ningún modo se ha pretendido afirmar que existe una teoría homogénea de la ideología, capaz de encerrar en su seno a todas las teorías que se han formulado acerca de ella. Como en los demás ámbitos de las ciencias sociales, la multiplicidad de posturas teóricas no implica solamente el reconocimiento de la necesidad de abordar el estudio de los fenómenos sociales recurriendo a una batería de herramientas conceptuales, dada la esencial riqueza de la vida social. A esta altura del desarrollo de las ciencias sociales, resulta obvio que los abordajes monocausales terminan por generar análisis insípidos de lo social, que carecen de utilidad teórica y práctica. Sin embargo, no es aquí adonde se apunta. La referencia simultánea a la teoría de las ideas como si se tratara de un todo constituido plenamente y a la variedad de teorías formuladas en torno de la ideología intenta destacar, sobre todo, la riqueza del campo de estudio, que de ninguna manera se halla cerrado ni cristalizado. Esto no implica afirmar que todas las teorías sobre la ideología tengan el mismo valor, y el autor piensa que esto último ha sido mostrado con creces en el texto.

La teoría de la ideología es un punto de encuentro no sólo de múltiples perspectivas teóricas, sino de algunos de los problemas fundamentales de la epistemología de las ciencias sociales. Así, los debates que se dan en el campo de los estudios de la ideología se refieren a la relación entre objetividad científica y práctica política, a la cuestión de la autonomía de las ideas y a la importancia de la práctica para precisar la certeza de las concepciones teóricas, a la posibilidad misma de un conocimiento absoluto y al peligro del relativismo a ultranza. De esto se deriva la importancia que tiene la teoría de la ideología en las ciencias sociales, y permite explicar en parte la inflación de estudios sobre cuestiones ideológicas que se ha verificado en las últimas décadas.

Para orientarnos entre la maraña de concepciones sobre la ideología es preciso tener en cuenta algunas cuestiones significativas. Muchas de ellas presentan dos características comunes: a) la tendencia a sobrevalorar el papel de las ideas (o, en términos más generales, de lo simbólico) tanto en la construcción como en la cohesión de la sociedad, a punto tal que puede decirse que para algunos autores hay sociedad en la medida en que hay ideología; b) la propensión a sobreestimar el papel de los intelectuales, de la cultura escrita, de la escuela, de los medios de comunicación, en la conformación de la ideología, desarrollando así una concepción puramente idealista de la ideología, que deja de lado el papel de los demás aspectos de la vida cotidiana, marcados sobre todo por la participación diferencial de los individuos en el proceso de trabajo, en la generación de distintas ideologías acerca de la sociedad. Justamente, si se quiere discutir la tesis que hace de la ideología “una falsa conciencia”, es preciso relativizar (y precisar) el rol que desempeñan los intelectuales en el desarrollo de los sistemas ideológicos. Max Horkheimer (1895-1973) señaló que uno de los efectos fundamentales de la teoría de la ideología en las ciencias sociales fue la refutación de las tesis que defendían la independencia de las ideas respecto a la vida material[5]. Dicha crítica es todavía más importante en la actualidad, puesto que la expansión cuantitativa y cualitativa de los medios de comunicación ha creado una serie de formidables herramientas para la difusión de ideas de todo tipo y pelaje. En este contexto, la vieja concepción de la ideología como “falsa conciencia” adopta cada vez más la forma de creencia en la manipulación ideológica que llevarían a cabo los medios masivos de comunicación social, complementada con todo un rosario de teorías conspirativas de la historia.

Por último, y para terminar estas breves reflexiones sobre la importancia de la teoría de los fenómenos ideológicos, hay que decir que la misma pone en debate el concepto de objetividad en ciencias sociales, permitiendo tomar recaudos contra la solapada utilización política de las teorías científicas. Asimismo, precisa los términos y los límites de la discusión sobre el relativismo y los valores absolutos en ciencias sociales.

Este trabajo tiene la siguiente estructura: en el segundo apartado se hace una presentación de momentos significativos de la historia de la teoría de la ideología, procurando conectar el desarrollo de la teoría con algunos de los problemas centrales de la teoría social. En el tercer apartado se discute el papel de la ideología como elemento de cohesión social. En el cuarto apartado se examina la posición que ocupa la teoría de la ideología en el longevo debate acerca de la objetividad de las ciencias sociales, dedicando especial atención a la cuestión del relativismo. Finalmente, en las conclusiones se intenta fijar la posición de la teoría de la ideología en el complejo panorama de las ciencias sociales actuales.

2. La historia de la teoría de la ideología[6].

Como se dijo más arriba, este trabajo no tiene el propósito de realizar una historia exhaustiva de la teoría de la ideología. Es por esto que el criterio adoptado ha sido el de seleccionar aquellos aportes que, a nuestro juicio, muestran de manera acabada la relevancia de dicha teoría para las ciencias sociales en general, y para la epistemología de las ciencias sociales en particular. El lector atento podrá observar que en este recorrido se han dejado de lado aportes importantes, como los de Max Weber (1864-1920), Michel Foucault (1926-1984) y Pierre Bourdieu (1930-2002). También se han dejado de lado corrientes tales como la sociología del conocimiento y apenas se han tratado autores fundamentales como Georg Lukács (1885-1971 y Antonio Gramsci (1891-1937). El criterio de selección adoptado ha consistido en tomar aquellos autores que permiten explicar mejor la relación entre la ideología y las temáticas de la epistemología de las ciencias sociales elegidas aquí.

2.1. Destutt de Tracy, los “ideólogos” y el origen de la “ideología”.

La historia moderna de la teoría de la ideología tiene su origen en el grupo de intelectuales que recibió la denominación de “ideólogos”, cuya figura más importante fue el filósofo francés Antoine-Louis-Claude Destutt de Tracy (1754-1836)[7]. Destutt formó parte del pensamiento de la Ilustración y participó en la Revolución Francesa. Los comienzos de la reflexión sobre la ideología se entroncan, pues, con la corriente filosófica que sirvió de base teórica a los revolucionarios franceses. Si bien se carece aquí de espacio suficiente para desarrollar, aunque sea esquemáticamente, las líneas principales de la filosofía iluminista, es preciso hacer unas pocas indicaciones para la mejor comprensión del surgimiento del proyecto de los “ideólogos”.

Los filósofos de la Ilustración pensaban que la organización social existente (el llamado Ancient Régime) no respondía a los criterios de la razón y, por este motivo, sometía a los seres humanos a la esclavitud y a la ignorancia. Dado que se trataba de una sociedad irracional, dicha forma social tenía que ser reemplazada por otra que estuviera acorde con los dictados de la razón; si las instituciones sociales se volvían racionales, entonces, las personas podrían desarrollarse plenamente y en libertad. Para lograr este propósito, los filósofos iluministas confiaban en la capacidad de la razón humana para transformar la sociedad. La razón era concebida como la herramienta privilegiada de la transformación social y política. Rousseau (1712-1778), en su obra Del contrato social (1762), escribió:

“El hombre ha nacido libre, y por doquiera está encadenado. Hay quien se cree amo de los demás, cuando no deja de ser más esclavo que ellos. ¿Cómo se ha producido este cambio? Lo ignoro. ¿Qué es lo que puede hacerlo legítimo? Creo poder resolver esta cuestión.

Si no considerara más que la fuerza y el efecto que de ella deriva, yo diría: mientras un pueblo esté obligado a obedecer y obedezca, hace bien; tan pronto como pueda sacudir el yugo y lo sacuda, hace aún mejor; porque al recobrar su libertad por el mismo derecho que se la arrebató, o tiene razón al recuperarla, o no la tenían al quitársela. Más el orden social es un derecho sagrado, que sirve de base a todos los demás. Sin embargo, tal derecho no viene de la naturaleza: está, pues, basado en las convenciones. Se trata de saber cuáles son esas convenciones.” (Rousseau, 2000: 26).

El grupo de los “ideólogos” retomó el pensamiento ilustrado y lo aplicó al campo particular del estudio de las ideas. Su propósito declarado era elaborar una “ciencia de las ideas”, que fuera capaz de reconstruir los mecanismos por medio de los cuales éstas surgían, y que estuviera en condiciones de formular planes precisos para la reforma de las ideas. Puesto que para los filósofos ilustrados la razón era el centro organizador de toda la vida social, era coherente la actitud adoptada por los “ideólogos”, que se proponían crear una reflexión de carácter científico sobre la cuestión que permitía entender las instituciones adoptadas por una sociedad particular. Sólo a través del conocimiento de las ideas podía ponerse en marcha un proceso de transformación de la sociedad sobre bases seguras, sin caer en los “excesos” cometidos por los jacobinos durante el Terror de 1793-1794. La teoría de la ideología tuvo su origen en un propósito directamente político, y se imbricó con el vasto proyecto de cambio social que llevó adelante la Revolución Francesa.

Llegados a este punto, corresponde hacer una aclaración importante para entender mejor el carácter y el contenido de la teoría de los “ideólogos”. Como muchos intelectuales que hicieron carrera luego de la caída de Robespierre (1758-1794) y los jacobinos, Destutt y su grupo aborrecían el Terror como herramienta política. Los “ideólogos” deseaban la instauración de un régimen político estable, que conjugara el crecimiento económico (en el marco de la defensa de la propiedad privada y la libertad de comercio), con las libertades civiles y políticas proclamadas en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789). En tanto fieles discípulos del Iluminismo, pensaban que las falencias de la sociedad eran ocasionadas por la puesta en práctica de concepciones erróneas (“irracionales”) acerca de la naturaleza de la sociedad y los seres humanos; en otras palabras, el “mal” de la sociedad se hallaba en las ideas que servían de fundamentos a las instituciones. De esto derivaban, como se dijo más arriba, la necesidad de una “ciencia de las ideas”, que proporcionaría las reglas de gobierno para evitar caer otra vez tanto en la barbarie del Ancient Régime como en la irracionalidad del Terror jacobino:

“Para que hombres y mujeres se gobernasen verdaderamente a sí mismos, primero había que examinar pacientemente las leyes de la naturaleza (…) Dado que toda ciencia se basa en ideas, la ideología debía sustituir a la teología como la reina suprema, garantizando su unidad. Reconstruiría la política, la economía y la ética desde la raíz, pasando desde los más simples procesos de la sensación hasta las más altas regiones del espíritu. Por ejemplo, la propiedad privada se basa en una distinción entre «tuyo» y «mío» que a su vez puede remontarse a una oposición perceptiva fundamental entre «tú» y «yo».” (Eagleton, 1997: 97).

Destutt y los “ideólogos” no se quedaron en el plano de las investigaciones científicas. Por el contrario, pugnaron por ocupar posiciones de poder en el nuevo sistema educativo francés, surgido de la Revolución, para influir en la elaboración de los planes de estudios de las nuevas escuelas[8]. Equipados con la flamante “ciencia de las ideas”, los “ideólogos” creían poder impulsar una reforma cultural que estabilizara el régimen social y político derivado de la Revolución Francesa.

En un primer momento, los “ideólogos” contaron con el apoyo de Napoleón Bonaparte (1769-1821), cuya carrera política se hallaba en ascenso en la última mitad de la década de 1790. En esta época, Destutt acuñó el término “ideología”[9]. Sin embargo, el proyecto de los “ideólogos” naufragó ni bien Napoleón llegó a la cima del poder. Paradójicamente, así como las razones que llevaron a la construcción de la “ciencia de las ideas” fueron de carácter político, también las causas de su eclipse momentáneo tuvieron esta índole.

Napoleón, en tanto político práctico, comprendió rápidamente que la “ciencia de las ideas” era una herramienta de doble filo, pues al poner en cuestión todas las ideas y remontarse hasta su origen, tendía a eliminar el carácter “sagrado” de la jerarquía social. Napoleón expuso así sus reparos contra la tarea de los “ideólogos”:

“Todos los infortunios de Francia deben ser atribuidos a la ideología, a esa tenebrosa metafísica que, buscando con sutileza las causas primeras, quiere fundar sobre esas bases la legislación de los pueblos, en lugar de adecuar las leyes al conocimiento del corazón humano y a las lecciones de la historia. ¿Quién ha proclamado el principio de insurrección como un deber? ¿Quién ha adulado al pueblo proclamando para él una soberanía que era incapaz de ejercer? ¿Quién ha destruido la santidad y el respeto de las leyes, haciéndolas depender no de principios sagrados de la justicia, de la naturaleza de las cosas y de la justicia civil, sino solamente de la voluntad de una asamblea compuesta por hombres ajenos al conocimiento de las leyes civiles, criminales, administrativas, políticas y militares? Cuando nos vemos llamados a regenerar un Estado, lo que hay que seguir son los principios constantemente opuestos.” (Napoleón citado en Capdevila, 2006: 32).

Más allá de las exageraciones (los “ideólogos” tenían tanto interés como Napoleón en el mantenimiento del orden existente), el argumento napoleónico es interesante, porque marca los límites que van a tener las ciencias sociales en su análisis de la sociedad capitalista que estaba surgiendo de los movimientos convergentes de la Revolución Industrial y la Revolución Francesa. Con precisión, Napoleón plantea que la tarea de los que se dedican al estudio de la sociedad tiene que consistir en desarrollar una técnica para gobernar, la cual debe respetar las creencias en la jerarquía y en el orden establecido. Si los “ideólogos” se preguntaban por el origen de las ideas que dan estabilidad y coherencia al orden establecido, se corre el riesgo de poner al descubierto los mecanismos de dominación, y lo último que tienen que hacer las ciencias sociales en la sociedad moderna es mostrar que “el príncipe está desnudo” y que los derechos y libertades conviven con una realidad marcada por la explotación en el nivel de las relaciones económicas. Actuando desde un punto de vista práctico, Napoleón llegó a percibir el gran inconveniente que presenta la teoría de la ideología para los sectores que tienen el poder en la sociedad. De manera que Napoleón decidió cortar por lo sano y en 1802 cerró la división de Ciencias Morales y Políticas del Instituto, disgregando a los “ideólogos”. Destutt prosiguió su tarea (en 1801 apareció el primer volumen de su Projet d’éléments d’idéologie), pero la “ciencia de la ideología”, perdido el apoyo oficial, cayó rápidamente en desuso.

La condena napoleónica generó una valoración negativa de la “ciencia de las ideas”, que pasó a ser concebida como una teoría “metafísica”, que tendía a reemplazar el estudio de los hechos empíricos por “realidades” que se encontraban más allá de los sentidos de los mortales. En pocas palabras, la “ideología” fue equiparada a un conocimiento inútil y abstracto, que carecía de entidad práctica. Esta concepción negativa (peyorativa) de la ideología tuvo tanta difusión que, en 1845-46, Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895), dedicados a la tarea de criticar las posiciones filosóficas de los Jóvenes Hegelianos[10], le endilgaron a éstas el calificativo de “ideología alemana”. Ahora bien, la fuerza y la difusión de la concepción negativa de la “ciencia de las ideas”, ocultaron los aspectos positivos de la misma. La “ideología”, tal como la pensaban los “ideólogos”, era una disciplina científica cuyo objeto consistía en establecer el origen y desarrollo de las ideas, sin partir de ninguna tesis “metafísica” y sin aludir a ningún fundamento trascendente de las mismas. En este sentido, la “ciencia de las ideas” representaba un golpe mortal a la creencia en la autonomía absoluta de las ideas, al idealismo filosófico y a la naturalización de lo existente. Esto ubicaba a la “ideología” en los límites mismos de las ciencias sociales modernas, que fueron construidas en el marco de la expansión de las relaciones sociales capitalistas en los siglos XVIII y XIX.


NOTAS:

[1] Para una enumeración somera y no exhaustiva de la “multiplicidad desconcertante de las teorías eruditas” de la ideología, consultar Capdevila (2006: 5-6).

[2] “…la familiaridad con el universo social constituye el obstáculo epistemológico por excelencia para el sociólogo, porque produce continuamente concepciones o sistematizaciones ficticias, al mismo tiempo que sus condiciones de credibilidad. El sociólogo no ha saldado cuentas con la sociología espontánea y debe imponerse una polémica ininterrumpida con las enceguecedoras evidencias que presentan, a bajo precio, las ilusiones del saber inmediato y su riqueza insuperable.” (Bourdieu, Chamboredon y Passeron (2001: 27).

[3] “Cuando se investigan las condiciones psicológicas del progreso de la ciencia, se llega muy pronto a la convicción de que hay que plantear el problema del conocimiento científico en términos de obstáculos. No se trata de considerar los obstáculos externos, como la complejidad o la fugacidad de los fenómenos, ni de incriminar a la debilidad de los sentidos o del espíritu humano: es en el acto mismo de conocer, íntimamente, donde aparecen, por una especie de necesidad funcional, los entorpecimientos y las confusiones. Es ahí donde mostraremos causas de estancamiento y hasta de retroceso, es ahí donde discerniremos causas de inercia que llamaremos obstáculos epistemológicos. El conocimiento de lo real es una luz que siempre proyecta alguna sombra. Jamás es inmediata y plena. (…) se conoce en contra de un conocimiento anterior, destruyendo conocimientos mal adquiridos o superando aquello que, en el espíritu mismo, obstaculiza a la espiritualización.” (Bachelard, 1995: 15).

[4] Debido a que la teoría de la ideología remite obligadamente a los condicionantes sociales de las ideas, resulta complejo poder hacerla concordar, cualquiera sea la versión que se adopte de ella, con un modelo individualista metodológico de la sociedad.

[5] “…pese a que la palabra ideología se emplea actualmente en un sentido difuminado y universal, sigue conteniendo un elemento que se mantiene opuesto a las pretensiones del intelecto o espíritu de que, de acuerdo con su modo de ser o su contenido, se le considere incondicionado. Así, pues, el concepto de ideología contradice, incluso en su forma achatada, la perspectiva idealista: como ideología, el espíritu no es absoluto.” (Horkheimer, 2002:45).

[6] Para los temas tratados en esta sección el texto fundamental es Eagleton (1997), en especial los capítulos 3-6.

[7] Para Destutt ver Eagleton (1997: 96-100). Entre los principales “ideólogos” se encuentran Georges Cabanis (1757-1808), Dominique Joseph Garat (1749-1833), Henri Grégoire (1750-1831) y Volney (1757-1820).

[8] Destutt fue miembro destacado del Institut Nationale, la élite de científicos y filósofos que tuvo a su cargo los planes teóricos para la reconstrucción social de Francia luego de la Revolución. Destutt trabajó en la división de Ciencias Morales y Política del citado Instituto, en la Sección de Análisis de Sensaciones e Ideas. Puso gran empeño en la creación de un programa de educación nacional basado en la “ciencia de las ideas” para las écoles centrales del servicio civil. (Eagleton, 1997: 97). Eagleton, resumiendo la actuación de Destutt, dice lo siguiente: “Así pues, la aparición del concepto de ideología no es un mero capítulo de la historia de las ideas. Por el contrario, tiene una íntima relación con la lucha revolucionaria, y figura desde el principio como un arma teórica de la lucha de clases. Entra en escena inseparablemente unida a las prácticas materiales de los aparatos ideológicos de Estado, y es en sí misma, en cuanto noción, un escenario de intereses ideológicos contrapuestos.” (Eagleton, 1997: 100).

[9] Raymond William sitúa el origen del término “ideología” en 1796, cuando Destutt lo empleó para designar a la “la ciencia de las ideas, a fin de distinguirla de la antigua metafísica” (Williams, 2000: 170). Arturo Capdevila ubica en 1798 el origen de la palabra: “Destutt de Tracy y sus amigos han vacilado acerca del nombre de esta nueva ciencia. A primera vista, la ideología habría podido recibir otro nombre. El proyecto ideológico de estudiar el origen de las ideas a partir de la sensación prolonga una tradición filosófica que los ideologistas hacen remontar a Locke e incluso a Bacon. En este sentido, la Ideología no es una nueva ciencia que justifica la invención de un nuevo nombre. Hecha esta aclaración, la referencia a esta tradición no resuelve el problema, pues los ideologistas, después de D’Alembert, tienen la sensación de que se ha producido una ruptura en la historia de la filosofía. Su elogio de Locke en el Discours préliminaire de l’Encyclopédie muestra toda su ambigüedad. «Puede afirmarse que creó la metafísica más o menos como Newton había creado la física […]. Redujo la metafísica a lo que debe ser, en efecto, la física experimental del alma.». Pero si la verdadera metafísica que reemplaza a la falsa está pensada como una física, ¿sigue siendo una metafísica? La misma dificultad va a encontrarse en los ideologistas. Ya que el análisis de las ideas a partir de las sensaciones es la base de todo nuestro saber, se la podría designar mediante el término «metafísica». Pero como el uso habitual de esta palabra designa de hecho «una falsa ciencia», se puede llegar a «confundir la luz con la neblina que ha disipado». Como la luz es «el análisis del entendimiento», «psicología» parece ser el término más apropiado. Desafortunadamente, también él está demasiado marcado por la metafísica: «Por su etimología, se remonta la idea del alma más que a la idea de las operaciones de la mente humana». La invención de la palabra «ideología» por Destutt de Tracy en 1798 es la solución del problema. El objeto de la ideología está rigurosamente expresado por la etimología de la palabra: la ciencia de las ideas, tomadas en el sentido general de percepción.” (Capdevila, 2006: 26-27).

[10] Bajo esta denominación se agrupa al grupo de discípulos y seguidores de la filosofía de Hegel (1770-1831), que sostenían posiciones liberales y que se oponían al absolutismo político imperante en Alemania.

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