En el día de ayer una multitudinaria manifestación recorrió el centro de la Ciudad de Buenos Aires en conmemoración de un nuevo aniversario de la Noche de los Lápices y en apoyo a la prolongada lucha que mantienen los estudiantes secundarios por la mejora de los edificios en los que se dicta la educación pública. En la marcha participaron no sólo estudiantes secundarios, sino también docentes, padres, algunos sindicatos y mucha gente que fue a apoyar la educación pública. La manifestación fue, probablemente, la más numerosa del movimiento estudiantil secundario desde el regreso de la democracia en 1983 y, en tanto punto culminante de la lucha iniciada con las tomas de los colegios, marca a nuestro juicio una recuperación de la organización de los estudiantes secundarios, la cual no se había logrado durante todo el período democrático. Es de destacar, además, para tanto oyente de radios sabihondas y tanto conductor televisivo erudito en los misterios de la educación, que la concentración, la marcha y la desconcentración se llevaron a cabo sin que se registraran ningún tipo de incidentes violentos, cosa que debe haber extrañado mucho a la gente que opinaba que se trataba de una concentración de vándalos, de delincuentes juveniles o vaya a saber qué otro tipo de engendro mutante.
Lo dicho en el párrafo anterior es de público conocimiento y consta en la cobertura que hicieron los diarios. Sin embargo, en la mañana del 17/09, muy temprano, en varios programas radiales (cito: el programa de Magdalena Ruiz Guiñazú) se informó que los estudiantes habían cubierto de pintadas e insultos varios edificios públicos (sobre todo, el edificio donde funciona la Jefatura de Gobierno de la Ciudad). Ante estos hechos (no vamos a negar la veracidad de los mismos) empezó a generarse una catarata de acusaciones contra los estudiantes que habían hecho las pintadas: "daños a los edificios públicos", "falta de educación", "política", etc. etc. En pocas palabras, los estudiantes en particular, y los participantes de la manifestación de ayer en general, éramos responsables de un insoportable atentado contra los bienes públicos, con el agravante de que los daños iban a tener que ser cubiertos por toda la ciudadanía.
Si un observador medianamente desinteresado compara el primero y el segundo párrafos de esta nota, podrá percibir cierta desmesura en el discurso propalado por algunos periodistas en la mañana del 17/09. Para ponerlo en claro, los estudiantes, que estudian y pasan una parte importante de sus vidas en edificios (escuelas) que se encuentran en condiciones ruinosas, pasan a ser culpables de arruinar la propiedad pública. Si uno tuviera el talento de un Swift o de un Voltaire (escritores que, por cierto, probablemente no conozcan nuestros periodistas defensores de la propiedad pública), podría decir muchas cosas interesantes al respecto. Pero, como carezco de esas condiciones me voy a limitar a decir dos palabras sobre el significado del argumento de los señores periodistas.
Hasta donde sabemos, las escuelas que dependen de la Secretaría de Educación del Gobierno de la Ciudad, y los edificios donde mora el Gobierno de la Ciudad son de propiedad pública (aquí no entramos a inquirir sobre situaciones de alquiler). En otras palabras, ambos son PROPIEDAD PUBLICA. También, y hasta donde sabemos, los edificios en los que funcionan muchas escuelas públicas de la ciudad de Buenos Aires se encuentran en pésimas condiciones y exigen urgentes reparaciones. Además, y hasta donde sabemos, las escuelas siguen sin ser reparadas y hasta ahora sólo existen promesas del señor ministro de Educación don Esteban Bullrich y unas pocas cuadrillas que han comenzado a trabajar. En resumen, en la situación de las escuelas sigue el deterioro de la propiedad pública. A todo lo anterior hay que agregar que, hasta donde sabemos, las cuadrillas del Gobierno de la Ciudad trabajarán con celeridad para reparar los daños (pintadas) a la fachada de la sede del gobierno. Es decir, los daños causados por los "vándalos" (atención, reconocemos que se trata de daños) serán subsanados en poco tiempo.
Como puede verse, existe una notable disparidad en el tratamiento brindado a uno y otro tipo de edificio público. ¿A qué responde esta diferencia? Resultaría muy fácil atribuirla a los intereses políticos de los señores periodistas, que desearían ver encumbrado a don Mauricio Macri en la presidencia de la Nación. Descartamos esta vía porque sabemos de buena fuente que los periodistas son absolutamente incorruptibles. Entonces, preferimos apuntar a una cuestión interesante. Las escuelas, que son edificios públicos, son también lugares donde se imparten conocimientos y en las que estudian (dada la naturaleza de clase de nuestro sistema educativo, donde las escuelas públicas son para los pobres y las escuelas privadas para las clases media y alta) los pobres de nuestra sociedad. Los edificios donde funciona el gobierno son...edificios gubernamentales. Cuando se pone el grito en el cielo por las pintadas a las fachadas y cuando las cuadrillas corren presurosas a pintar las fachadas de esos edificios, se está realizando un acto político. Las escuelas, donde estudia la chusma, pueden esperar. En la escala de valores de nuestros gobernantes (y algunos periodistas pertenecen por cierto a la clase que gobierna) los edificios que sirven a las personas (escuelas, hospitales, etc.) pueden deteriorarse... total, a esos lugares concurren los pobres. En cambio, una pintada a una fachada constituye un delito de lesa humanidad.
Corolario: para nuestros gobernantes, las clases que concurren a las escuelas públicas tienen que conformarse con lo que les ha tocado. Si intentan organizarse para pelear por el derecho a estudiar en un colegio que no esté en ruinas, se transforman automáticamente en delincuentes que destruyen propiedades públicas. El mundo del revés. Pero, de eso se trata en el capitalismo¿no?... un mundo en el que las cosas dominan a las personas.
Buenos Aires, viernes 17 de septiembre de 2010
El comentario que sigue bien podría titularse “más allá de una larga y cálida meada” jugando con el genial título de un cuento de Dalmiro Sáenz. Más allá de los certeros puntos que trata la pertinente y sagaz nota de nuestro buen Mayo, cabría señalar que junto con las pintadas, un desaforado vejete, que aparentemente nada tenía que ver con la revuelta de mocosos impertinentes apañados por docentes zurditos y padres poco propensos al uso del cinturón para aplicar un buen correctivo, desenfundó frente a la citada puerta del palacio de gobierno de la ciudad y la meo con ganas la puerta del edificio de gobierno. Todo un símbolo: mear la puerta. Un finado amigo que trabajaba en el gremio de los metalúrgicos, se jactaba de mearles la puerta de la fábrica a cada uno de los capitalistas que le pagaba salarios bajos y lo tenían laburando como un buey. Claro está eran épocas mejores para los proletarios, pequeños remansos en el tempestuoso río del capitalismo, momentos en que los trabajadores podían elegir negociar mejores condiciones con otros capitalistas ávidos de fuerza de trabajo. Así pues la meada era algo más que un placer animalesco, era un símbolo, un guiño, algo así como torcerle por un momento el brazo al capital. Pues bien, el otro día, el joven viejito, cubierto de gloria, le meo la puerta a Macri y todos sus gerentitos. Y la meada evocó aquellas viejas meadas gloriosas… Por supuesto, como bien dice nuestro Mayo inmediatamente la imagen del meador surcó el éter para dar cuenta de lo desaforado del reclamo estudiantil, de la mala educación, de la falta de respeto a las instituciones y vaya a saber qué otras barbaridades. Como sea, la imponente puerta del edificio que alberga todos los días al equipo gerencial que decide los destinos de la cosa pública en la ciudad por un momento (tal vez una noche entera) pareció un baño horrible de escuela pública olvidada. Hay meadas y meadas. Pero también hay cagadas. Entre las cagadas más graves, las cagadas que se mandan aquellos que destruyen la educación.
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