Alexis de Tocqueville |
Ariel Mayo (UNSAM / ISP
Joaquín V. González)
“No
ignoro que muchos han creído y creen todavía que las cosas de este mundo las
dirigen la fortuna y Dios, sin ser dado a la prudencia de los hombres hacer que
varíen, ni haber para ellas remedio alguno; de suerte que, siendo inútil
preocuparse por lo que ha de suceder, lo mejor es abandonarse a la suerte. En
nuestra época han acreditado esta opinión los grandes cambios que se han visto
y se ven todos los días, superiores a toda humana previsión.”
N.
Maquiavelo, El príncipe [1]
“Un
mundo nuevo requiere una ciencia política nueva.”
Alexis
de Tocqueville, La democracia en América
¿Un ensayo sobre Alexis
de Tocqueville? ¿Qué sentido tiene gastar tiempo y palabras en un autor del
siglo XIX, vinculado al conservadurismo liberal o al liberalismo conservador?
¿Acaso no tenemos temas más importantes de que ocuparnos?
Sin embargo, Alexis de
Tocqueville (1805-1859) nos sigue interpelando. No podemos ignorarlo y volver a
la zona de confort académico (ni tampoco sumir al propio Tocqueville en la academia,
es decir, otra forma de ignorarlo). Por supuesto, el lector puede preguntar a
esta altura: ¿en qué consiste esa interpelación y por qué resulta ineludible
para quienes estamos interesados en la sociología y en la política de nuestro
tiempo?
Para dar respuesta a la
pregunta precedente es preciso volver a Maquiavelo (1469-1527). Mas
concretamente, al epígrafe con el que se abre este ensayo. Maquiavelo es
consciente de estar viviendo una época de enormes cambios (en términos
modernos: el desarrollo de la economía mercantil, los descubrimientos
geográficos y la expansión del mundo conocido por los europeos, la aparición de
los Estados nacionales, la revolución científica y la crisis del pensamiento
medieval, etc.). Las transformaciones generan vértigo y confusión en las
personas; muchas de ellas piensan que los cambios son inexplicables; otras prefieren
aferrarse al pasado antes que afrontar lo desconocido; otro grupo opta por la resignación
ante un curso de los acontecimientos que parece inmodificable. Pero Maquiavelo
no se deja arrastrar por la corriente. Por eso escribe, casi a continuación de
nuestro epígrafe: “Creo que de la fortuna depende la mitad de nuestras
acciones, pero que nos deja a nosotros dirigir la otra mitad, o casi.” [2] En
otras palabras, frente al fatalismo y el misticismo Maquiavelo apuesta a la razón,
que procura poner orden en el caos. De esta actitud surgió la ciencia política
de Maquiavelo, la primera ciencia social moderna.
Nuestro tiempo se
asemeja al de Maquiavelo. En esta segunda década del siglo XXI las certezas
parecen esfumarse. Vivimos en la incertidumbre. Frente a ella: el misticismo, los
fundamentalismos, el disparate liso y llano; diferentes “salidas” para huir de
los cambios que nos abruman. Las personas se desesperan por encontrar algún
sentido a su existencia y no verse arrastrados en un torbellino de
acontecimientos e imágenes.
En 2023 la necesidad de
volver a apostar por la razón es acuciante. El capitalismo en su estadio
avanzado (no confundir, por favor, con estadio terminal o algo por el estilo) agudiza
el individualismo y lleva la fragmentación de lo social al paroxismo. No se
trata de una tendencia novedosa, pues es inherente a la organización
capitalista de la sociedad, pero lo nuevo es la intensidad de la fragmentación,
cómo la misma se ha extendido a todos los aspectos de la vida humana.
El impacto del
individualismo ha sido devastador sobre la ciencia de la sociedad (o las
ciencias sociales, si así lo prefiere el lector). En el transcurso de pocas
décadas, la Ciencia de la sociedad ha pasado a ser la ciencia del individuo,
para devenir luego en Discurso sobre el individuo. En el camino hemos perdido a
la ‘Ciencia’ y a la ‘Sociedad’. Se han cruzado tantas líneas rojas que hoy
predomina lo individual, cuyos extremos son, por un lado, la glorificación de
la autopercepción y, por el otro, la exaltación de la (micro) descripción, que
hace que lo general se esfume en las descripciones de lo microsocial llevadas a
niveles ridículos (a modo de ejemplo grotesco: una investigación cuyo tema sea
el análisis de la influencia del peronismo en los boletines de calificaciones
de los alumnos y alumnas de 4° B de la escuela x de Venado Tuerto en
1948).
Pero la sociedad no es
sólo azar y egoísmo. No es vapor que podamos disipar a voluntad. Por el
contrario, lo social posee una materialidad sui generis [3], que ofrece
resistencia si se lo ignora como ocurre en la actualidad. El individualismo
exacerbado se estrella tarde o temprano contra esta peculiar materialidad de lo
social. Las crisis son una de las expresiones de ese choque.
Ahora bien, la tarea de
la ciencia de la sociedad es reducir la incertidumbre, no destruir la idea
misma de sociedad. El núcleo de la sociedad son las relaciones sociales, que no
pueden ser reducidas a un contrato celebrado entre individuos autónomos que
pueden hacer lo que les plazca. Por el contrario, las relaciones sociales
moldean a los individuos. [4] Si se acepta esta última afirmación se comprende
la utilidad de abandonar la idea de que los individuos construyen la sociedad a
su imagen y semejanza, y pasar a buscar otras herramientas teóricas para
comprender el funcionamiento de la totalidad social. Una de esas herramientas
es la noción de proceso. Un proceso, tal como lo entendemos aquí, es el
desenvolvimiento de un sistema complejo, constituido por un cúmulo de
relaciones sociales, en el que coexisten regularidades e incertidumbres.
Tocqueville comprendió
como pocos la idea de proceso. Frente a la Revolución Francesa (y, aunque no la
nombre, a la Revolución Industrial), un noble cuyos padres escaparon por un
pelo de la guillotina, podía manifestar un rechazo completo, refugiándose en la
defensa del pasado, calificando a la Revolución como el producto de mentes
criminales y/o fanáticas, que venía a romper la armonía tradicional. Pero hizo
algo bien diferente: se esforzó por mostrar que la Revolución formaba parte de
un proceso cuyos orígenes se remontaban a muchos siglos atrás.
La introducción a La
democracia en América (1835) [5] constituye una muestra de la manera en que
Tocqueville concebía al proceso social. El texto puede dividirse en dos partes:
en la primera, el autor analiza las características y el desarrollo del proceso
de igualación; en la segunda, esboza una propuesta política para dirigir la
marcha de ese proceso. En este ensayo me ocuparé exclusivamente de la primera.
El punto de partida de
Tocqueville es el reconocimiento de la existencia de un proceso que presenta
características semejantes en EE. UU. y en Francia, cuyos rasgos principales
son la igualación de condiciones y el ascenso de la democracia. Este proceso influye
sobre las leyes, las costumbres políticas y la sociedad civil. Se trata de un
fenómeno que no obedece a las peculiaridades de tal o cual país, ni a la
voluntad o a las buenas (o malas) decisiones de los políticos. Su potencia es
tal que constituye “el hecho generador del que [parece] derivarse cada hecho
particular” (p. 9).
Tocqueville caracteriza
el proceso afirmando que:
“Una gran
revolución democrática se está operando entre nosotros [se refiere a Europa].
Todos la ven, mas no todos la juzgan de la misma manera. Unos la consideran
como una cosa nueva, y tomándola por un accidente, esperan poder detenerla
todavía; mientras que otros la juzgan irresistible, por parecerles el hecho más
ininterrumpido, más antiguo y más permanente que se conoce en la historia.” (p.
10)
Cabe aclarar que
nuestro autor considera que democracia e igualación de condiciones son
sinónimos o, si se prefiere, dos caras de la misma moneda. Se preocupa por
mostrar en todo momento que la igualación no es un hecho casual o pasajero,
sino que constituye el núcleo de los fenómenos que permiten explicar el pasaje
de la sociedad feudal a la sociedad capitalista. Frente a quienes sostiene que
la voluntad individual crea la historia (son ellos quienes piensan que la
revolución democrática es un “accidente” y que puede ser “detenida”),
Tocqueville insiste en la potencia del proceso:
“Por
todas partes se ha visto que los diversos incidentes de la vida de los pueblos
se inclinan a favor de la democracia. Todos los hombres le han ayudado con
sus esfuerzos: los que luchan por ella y los que se declaran ser sus enemigos;
todos han sido empujados confusamente por la misma vía y todos han actuado en
común, unos contra su voluntad y otros sin advertirlo, como ciegos instrumentos
de Dios.” (p. 12; el resaltado es mío – AM-)
Tocqueville enuncia
aquí la base de la ciencia de la sociedad: las acciones de los individuos están
moldeadas por las relaciones sociales, de manera tal que el resultado de sus
acciones es bien diferente a sus intenciones iniciales. [6] Existen, por lo
tanto, regularidades, las que pueden ser estudiadas por la ciencia. Se trata de
un punto fundamental, pues si no existieran las regularidades, la ciencia
entera sobraría, pues las acciones de las personas serían ininteligibles.
El proceso de
desarrollo de la democracia se inició en Francia alrededor del 1100, cuando la
nobleza, cuyo dominio sobre la sociedad se basaba en la propiedad territorial,
comenzó a perder poder. Tocqueville no atribuye el debilitamiento de la nobleza
a un único factor, sino a la influencia conjunta del fortalecimiento de
diversos actores sociales (el clero, los juristas, los financistas, los
intelectuales, la monarquía, etc.), cada uno de los cuales expresó la
emergencia de un proceso particular. Sin embargo, Tocqueville sostiene que todos
estos fenómenos confluyeron en un denominador común: el achicamiento de la
distancia social entre las clases de la sociedad.
Tocqueville no indica
con claridad cuál es el motor que impulsa el proceso de igualación. No
obstante, destaca el papel igualador del dinero y, por ende, de la economía
mercantil:
“Desde
que los ciudadanos comenzaron a poseer la tierra por medios distintos a los del
sistema feudal [7] y, ya reconocida, la riqueza mobiliaria pudo, a su vez,
crear influencia y otorgar poder, no hubo descubrimientos en las artes, ni
adelantos en el comercio y en la industria que no significaran nuevos elementos
de igualdad entre los hombres. A partir de ese momento, todos los
procedimientos que se descubren, todas las necesidades que nacen y todos los
deseos que piden ser satisfechos constituyen otros tantos avances hacia la
nivelación universal.” (p. 11)
Como es sabido, la
sociología de los siglos XIX y XX prestó especial atención al problema de la
transición del feudalismo al capitalismo. Tocqueville (no importa aquí si
corresponde caracterizarlo como sociólogo) no es la excepción y plantea que el
núcleo de esa transición es el proceso de igualación, el cual se basa, a su
vez, en el desarrollo de la economía mercantil, que opera como variable
independiente, modificando a la variable dependiente (la igualación de las
relaciones sociales).
La igualación de las
condiciones sociales opera como una aplanadora sobre las relaciones sociales
tradicionales:
“El
desarrollo gradual de la igualdad de las condiciones constituye, pues, un hecho
providencial, con sus principales características: es universal, es duradero,
escapa siempre a la potestad humana y todos los acontecimientos, así como todos
los hombres, sirven a su desarrollo.” (p. 12).
En Tocqueville está
presente una concepción de los fenómenos sociales diametralmente opuesta al
individualismo imperante en nuestros días. Las decisiones de los individuos,
sus acciones, no se dan en el vacío, sino que se hallan condicionadas y
moldeadas por la vida social, por las relaciones que establecen entre sí. Esto
se plasma en su planteo del desarrollo inexorable de la igualación de condiciones.
Comprender esto implica abrir la puerta para poder comenzar a elaborar una
ciencia de la sociedad; rechazar esta perspectiva y aferrarse al individualismo
conduce a una visión unilateral de la totalidad social y, en el límite, es la
autopista al misticismo que niega la posibilidad misma de las ciencias
sociales.
No encuentro mejor
manera de finalizar este ensayo que volver a insistir en el hecho de que
vivimos una época de profundas transformaciones. Y un mundo nuevo requiere de
una ciencia nueva.
Balvanera, domingo 29
de octubre de 2023
NOTAS:
[1] Machiavelli
[Maquiavelo], N. (1955). El príncipe. Madrid: Universidad de Puerto Rico
y Revista de Occidente, p. 444.
[2] Machiavelli [Maquiavelo], N., op. cit., p. 444.
[3] La expresión es del
sociólogo francés Émile Durkheim (1858-1917): “no es su generalización la que
puede servir para caracterizar los fenómenos sociológicos. Un pensamiento que
se encuentra en todas las conciencias, un movimiento que repiten todos los
individuos no por ello son hechos sociales. Si nos hemos contentado con ese
aspecto para definirlos, es porque se les ha confundido, con lo que podríamos
llamar sus encarnaciones individuales. Lo que los constituye son las creencias,
las tendencias, las prácticas del grupo considerado colectivamente; en cuanto a
las formas que revisten los estados colectivos al refractarse en los
individuos, son cosas de otra especie. Lo que demuestra categóricamente esta
doble naturaleza es que estos dos órdenes de hechos se presentan a menudo
disociados. En efecto, algunos de esos modos de actuar o de pensar adquieren,
mediante su repetición, una especie de consistencia que los precipita, por
decirlo así, y los aísla de los acontecimientos particulares que los reflejan.
Adquieren de esta manera un cuerpo, una forma sensible que les es propia y
constituyen una realidad sui generis, muy distinta de los hechos
individuales que la manifiestan.” (Durkheim, E., Las reglas del método
sociológico, México D. F., Fondo de Cultura Económica, pp. 43-44)
[4] Karl Marx
(1818-1883) expresó esta idea en el prólogo a la 1° edición de El capital:
“aquí sólo se trata de personas en la medida en que son la
personificación de categorías económicas, portadores de determinadas
relaciones e intereses de clase. Mi punto de vista, con arreglo al cual
concibo como proceso de historia natural el desarrollo de la formación
económico-social, menos que ningún otro podría responsabilizar al individuo
por relaciones de las cuales él sigue siendo socialmente una creatura por más
que subjetivamente pueda elevarse sobre las mismas.” (Marx, K., El capital.
Crítica de la economía política. Libro Primero: El proceso de producción de
capital I, México D. F.; Siglo XXI, 1996, p. 8.)
[5] Tocqueville, A.
(1995). La democracia en América, I. Madrid: Alianza, pp. 9-21.
[6] Adam Smith (1723-1790)
expresó esta idea en el famoso pasaje sobre la “mano invisible: “En la medida
en que todo individuo procura en lo posible invertir su capital en la actividad
nacional y orientar esa actividad para que su producción alcance el máximo
valor, todo individuo necesariamente trabaja para hacer que el ingreso anual de
la sociedad sea el máximo posible. Es verdad que por regla general él ni
intenta promover el interés general ni sabe en qué medida lo está promoviendo.
Al preferir dedicarse a la actividad nacional más que a la extranjera él sólo
persigue su propia seguridad; y al orientar esa actividad de manera de producir
un valor máximo él busca sólo su propio beneficio, pero en este caso como en
otros una mano invisible lo conduce a promover un objetivo que no entraba en
sus propósitos. El que sea así no es necesariamente malo para la sociedad. Al
perseguir su propio interés frecuentemente fomentará el de la sociedad mucho
más eficazmente que si de hecho intentase fomentarlo. Nunca he visto muchas
cosas buenas hechas por los que pretenden actuar en bien del pueblo” (Smith,
A., La riqueza de las naciones: Libros I, II y III y selección de los Libros
IV y V. Madrid, Alianza, 1996, p. 554). O sea, los individuos persiguen
fines sociales sin ser conscientes de ello…Smith nos ofrece así una descripción
precisa de la determinación social de las acciones de las personas.
[7] Se refiere al hecho
de que la tierra se convierte en mercancía y, por lo tanto, se puede comprar (y
vender).
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