martes, 2 de septiembre de 2014

HUELGAS, PIQUETES Y DEMOCRACIA

El dato político más importante de las jornadas de lucha del 27 y 28 de agosto fue la confirmación de que la izquierda clasista ha pasado a ser un actor de peso en el movimiento obrero. De por sí, esto genera un nuevo escenario político. Así, la mención, cada vez más frecuente, del Partido Obrero por parte de Cristina Fernández, Capitanich, Sergio Berni, los dirigentes de la burocracia sindical, los intelectuales de la burguesía, es un indicador de la nueva situación.

El crecimiento de la izquierda clasista pone en discusión los límites de la democracia argentina, que permanecieron inalterados desde la restauración democrática (1983) hasta la actualidad. Las discusiones rutinarias, en las que los políticos del PJ, la UCR, el macrismo, el socialismo de Binner, el “mesianismo” de Carrió, aburren y se aburren mutuamente, dejan de ser importantes y pasan a ser resignificadas a partir de la irrupción de la izquierda. Un ejemplo de esto es el tema de los piquetes, un clásico en las intervenciones públicas de los políticos de la burguesía argentina. Según ellos, y dejando de lado los matices, los piquetes (sobre todo entendidos en su forma de corte de rutas y calles) constituyen una práctica repudiable, pues, y más allá de la mayor o menor legitimidad del reclamo, impiden el ejercicio del derecho a circular por parte de otros ciudadanos.

Las jornadas del 27 y 28 de agosto pusieron otra vez en el centro del escenario político a la discusión en torno al piquete, como consecuencia de su utilización por la izquierda clasista. Como sucedió en el paro nacional del 10 de abril pasado, los periodistas e intelectuales de la burguesía plantearon una y otra vez que el éxito del paro se debió no a la decisión de los trabajadores de ir a la huelga, sino a la intimidación generada por los cortes de rutas y calles. No podemos entrar aquí en la discusión en torno al alcance del paro nacional del 28 de agosto, pues ello ampliaría demasiado los límites de este artículo. Basta decir que, y a pesar del funcionamiento (más parcial que pleno) de los colectivos, las calles estuvieron semivacías, en un ambiente que se parecía más a un día feriado que a una jornada laborable. Frente a ello, la explicación de los intelectuales burgueses fue: “la culpa la tiene el piquete”. El argumento es simple: las principales vías de acceso a la Capital fueron cortadas por piqueteros, quienes impidieron así que quienes querían ir a trabajar pudieran hacerlo. Estos intelectuales plantean la cuestión como un conflicto entre derechos abstractos. De un lado, el derecho a protestar; del otro, el derecho a circular por los caminos de la República  (al que se suma el derecho a trabajar). En esta compulsa entre derechos abstractos, se privilegian los segundos frente al primero. De modo que los piqueteros proceden de modo antidemocrático, pues conculcan los derechos de los demás apelando al uso de la violencia. En todo momento se remarca que, puesto que el piquete es una expresión violenta, descalifica a quienes tanto a quienes lo practican como a su reclamo.

La prédica incansable de periodistas y opinadores profesionales contra los piquetes se apoya en una cuestión de fondo, que ellos nunca sacan a la luz. Nuestra democracia, tal como existe desde 1983, se sustenta en el reconocimiento del capitalismo como la única forma posible de organización social. En el caso que nos ocupa, esto se plasma en una afirmación de los derechos abstractos y en una negación sistemática de los derechos concretos (más claro, de la concreción de esos derechos abstractos). Así, el derecho a una vivienda digna está garantizado por nuestra Constitución, siempre y cuando el destinatario de ese derecho esté en condiciones de pagar el importe del precio de compra de la vivienda o, en su defecto, el alquiler de la misma. Así, el derecho a la protesta está garantizado…siempre que no afecte los derechos de los demás. Pero la realidad es diferente al mundo de las abstracciones.

En todo conflicto laboral, empresarios y trabajadores se encuentran en condiciones de desigualdad. Los primeros disponen de la propiedad de los medio de producción y de abogados, periodistas, funcionarios y policías que les son adictos; los segundos, poseedores de la fuerza de trabajo, sólo cuentan con su organización y con la solidaridad de los otros trabajadores. Por ejemplo, si una empresa despide a parte o a la totalidad de sus trabajadores, éstos pueden accionar legalmente contra la empresa, pero no pueden estar mucho tiempo sin trabajar. O bien obtienen un triunfo rápido, o bien tienen que llegar a un acuerdo con la empresa para cobrar una indemnización sin pasar por la amansadora interminable de un juicio laboral. El empresario, ante una huelga prolongada, cuenta con recursos como para seguir llevando su tren de vida; el trabajador tiene una capacidad de resistencia monetaria infinitamente más reducida. Por eso los trabajadores saben que tienen que hacer “visible” su conflicto o sufrir una derrota aplastante.

El piquete es una de las respuestas obreras a la dispar relación de fuerzas entre capital y trabajo. Mientras que la burguesía procura encapsular el conflicto al interior de la empresa, para mantener la impresión de que se trata de un problema privado, los obreros necesitan salir de esa dinámica, enfatizando el carácter esencialmente político del conflicto. Al abandonar los límites de la empresa y cortar el tránsito de una calle, los trabajadores imprimen un nuevo carácter a su lucha, la transforman en un conflicto que desde el vamos es político, porque fuerzan la intervención directa del Estado.

Entonces, el piquete, lejos de ser un mero enfrentamiento entre trabajadores irracionales (y/o confundidos) y automovilistas enajenados, constituye la expresión concreta del carácter político de la lucha entre capital y trabajo. He aquí el secreto de la condena unánime del piquete por la burguesía. He aquí también la importancia de la reivindicación del piquete por los trabajadores y la izquierda clasista. El piquete irrita tanto a nuestra burguesía porque desnuda que la relación entre capital y trabajo es una relación política, no un contrato entre individuos que prestan voluntariamente su consentimiento. Al cortar calles y rutas, los trabajadores sacan el conflicto del ámbito privado y lo traspasan al ámbito público, “politizando” así el conflicto.

Como indicamos más arriba, la democracia argentina restaurada tuvo por eje el reconocimiento del carácter natural del capitalismo. Al reivindicar el piquete, la izquierda clasista traspone los límites de esa democracia. En este punto es preciso hacer una aclaración. Las luchas obreras que se han ido desarrollando en los últimos meses (Gestamp, Lear, Emfer-Tatsa, Donnelley, etc.) tienen carácter defensivo, esto es, procuran frenar las suspensiones y despidos. No se proponen modificar radicalmente la relación capital – trabajo. Pero la utilización del piquete y de variadas formas de movilización callejera hace que las luchas trasciendan el ámbito de la fábrica. Los periodistas e intelectuales que despotrican contra los piquetes, haciendo referencia a los prejuicios que generan los piqueteros a los automovilistas, juegan sucio. En verdad, lo que les importa es suprimir los piquetes para borrar toda huella de que las luchas entre capital y trabajo son luchas políticas.

La cuestión de los piquetes pone en discusión el carácter de nuestra democracia, tal como ésta ha sido concebida desde 1983 en adelante. La democracia argentina (como la democracia capitalista en general) tiene como punto de partida una rígida separación entre los ámbitos del ciudadano y del trabajador. Así, la ciudadanía garantiza participar en la elección de los gobernantes y la igualdad de los ciudadanos ante la ley (por ejemplo, un ciudadano = un voto). En cambio, el trabajador se encuentra con condiciones políticas bien diferentes; en su lugar de trabajo, las decisiones acerca de qué producir, cómo producirlo, en qué cantidad y para quién, son tomadas por los dueños de la empresa, sin que se lo consulte en lo más mínimo. El lugar de trabajo es una dictadura, no una democracia. Como el trabajo es aquello que la mayoría de las personas hacen la mayor parte de sus vidas, resulta que las personas viven buena parte de su tiempo en condiciones de dictadura, aprendiendo en la práctica que no pueden tomar decisiones propias acerca de su existencia. Ahora bien, la separación a la que hicimos mención más arriba garantiza que esta situación no sea percibida. Por política se entiende el ámbito de las elecciones, de los partidos, del Congreso, etc. En cambio, el lugar de trabajo es un sitio a-político, en el sentido de que las reglas de juego imperantes en él han sido instituidas por individuos que celebraron un contrato estando en condiciones adecuadas para expresar su consentimiento. Más claro, la relación capital – trabajo es vista como el producto del contrato, y no como una relación política de sometimiento y explotación del trabajo por el capital. El individualismo (“cada uno debe cuidar su propia espalda”) es la expresión práctica de esta situación.

La izquierda clasista, al plantear el carácter político del enfrentamiento entre capital y trabajo, quiebra el consenso establecido a partir de 1983. Frente a las revoluciones “culturales” propuestas por el progresismo y el kirchnerismo, la izquierda patea el tablero, al plantear que la única democratización en serio de nuestra sociedad pasa por el establecimiento de la democracia en el lugar de trabajo. Para ello es preciso abordar la cuestión de la propiedad privada, pues ella es el secreto del poder de los empresarios. Sólo así será posible establecer una democracia que supere la escisión entre lo abstracto de los derechos y su concreción en la práctica.

Al principio de este artículo afirmamos que el dato más significativo del paro del 27 y 28 de agosto fue la constitución de la izquierda clasista como actor político significativo. Lejos de ser expresiones coyunturales, el piquete y el reconocimiento de la lucha de clases entre empresarios y trabajadores apuntan al núcleo de las relaciones de poder en la sociedad argentina. Por ello, y más allá de los desafíos que se abren para la izquierda y el movimiento obrero, el ascenso de la izquierda clasista es el fenómeno político más importante desde 1983.


Villa Jardín, martes 2 de septiembre de 2014

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