El fallo de la Corte Suprema
de los Estados Unidos sobre el litigio entre el Estado argentino y los llamados
fondos buitre ha reavivado la
discusión sobre la deuda externa en nuestro país. Sin entrar en la discusión
específica del tema de la deuda, no es el propósito de este artículo, considero
conveniente hacer algunas consideraciones sobre el discurso de los políticos
del sistema (léase aquellos que sirven a nuestras clases dominantes) acerca de
la cuestión de la deuda. Todos ellos, ya se trate de la presidenta Cristina
Fernández, Macri, Scioli, Massa o Carrió, coinciden en que el pago de la deuda
es una obligación ineludible de la Argentina. Palabras más, palabras menos, para
ellos negarse a pagar la deuda externa equivale a salir del orden natural. Así,
honrar nuestras deudas nos eleva a la categoría de país responsable, confiable.
Si alguien propone algo distinto (léase no pagar), es porque no entiende la
naturaleza del mundo en que vivimos.
En definitiva, el argumento
de nuestros políticos se basa en el reconocimiento de la existencia de un
supuesto orden natural, en donde unos países prestan a otros y estos pagan,
como corresponde, dichas deudas. No es preciso ahondar demasiado para
comprender que esta versión angelical de las relaciones internacionales tiene
poco que ver con la realidad. El orden invocado por los políticos no es otra
cosa que la naturalización de las relaciones de poder existentes. Hace ya mucho
tiempo, el filósofo inglés Thomas Hobbes (1579-1688) desnudó la causa última por
la que se cumplen los contratos:
“Los pactos que no descansan en la
espada no son más que palabras, sin fuerza para proteger al hombre, en modo
alguno.” (p. 137) (1).
Lo natural no es, pues, otra
cosa que la cristalización de una determinada correlación de fuerzas entre las
clases sociales. Esa correlación de fuerzas es producto de derrotas y/o avances
(depende de la clase desde donde se mire), pero jamás es definitiva. Justamente,
el mecanismo ideológico de la naturalización opera para que veamos como definitivo
(como “natural”) aquello que es transitorio.
La teoría social (las
ciencias sociales si lo prefiere el lector) es uno de los campos en los que se
dirime la lucha entre las clases sociales. De modo esquemático, puede afirmarse
que el proyecto político-ideológico de la burguesía tiene como uno de sus
puntales el desarrollo de argumentos y mecanismos que promueven la
naturalización de las relaciones sociales capitalistas; por su parte, la clase
trabajadora y los demás sectores populares han procurado negar el carácter
natural de las relaciones capitalistas. El ejemplo clásico de esto último es el
tratamiento por Karl Marx (1818-1883) de los orígenes del capitalismo, en el
capítulo 24 del Libro Primero de El
capital, donde somete a una crítica implacable la fábula elaborada por la
burguesía acerca del nacimiento del capitalismo:
“Esta acumulación originaria desempeña en la economía política
aproximadamente el mismo papel que el pecado
original en la teología. Adán mordió la manzana, y con ella el pecado se
posesionó del género humano. Se nos explica su origen contándolo como una
anécdota del pasado. En tiempos muy remotos había, por un lado, una elite
diligente, y por el otro una pandilla de vagos y holgazanes. Ocurrió así que
los primeros acumularon riqueza y los
últimos terminaron por no tener nada que vender excepto su pellejo. Y de este
pecado original arranca la pobreza de la
gran masa – que aun hoy, pese a todo su trabajo, no tiene nada que vender
excepto tus propias personas – y la
riqueza de unos pocos, que crece continuamente aunque sus poseedores hayan
dejado de trabajar hace mucho tiempo. (…) En la historia real el gran papel lo
desempeñan, como es sabido, la conquista, el sojuzgamiento, el homicidio
motivado por el robo: en una palabra, la violencia.” (p. 891-892) (2).
En otras palabras, en la
fábula compuesta por la burguesía, la desigualdad entre empresarios y
trabajadores es la consecuencia natural de las diferencias de aptitudes para el
trabajo de unos y otros. La naturalización reside aquí en la transformación de
diferencias que son el producto de las luchas entre sectores sociales en
diferencias que ya se encuentran en la “naturaleza humana”. De este modo, la
violencia desaparece del escenario, junto con la explotación del hombre por el
hombre.
Pero no sólo la dominación
económica de la burguesía está naturalizada. También lo está su dominación
política. En rigor, desde que existen las clases sociales, los grupos
dominantes han procurado naturalizar su dominación, para que ella no se viera
como fruto exclusivo de la violencia. La naturalización de la dominación ha
tenido tal eficacia que la obediencia de la mayoría a una minoría se da por
sentada. El filósofo inglés David Hume (1711-1776) mostró esta situación en un
notable ensayo, “De los primeros principios de gobierno”. (3).
“Nada más sorprendente para quienes
consideran con mirada filosófica los asuntos humanos que la facilidad con que
los muchos son gobernados por los pocos, y la implícita sumisión con que los
hombres resignan sus sentimientos y pasiones ante los de sus gobernantes. Si
nos preguntamos por qué medios se produce
este milagro, hallaremos que, pues la
fuerza está siempre del lado de los gobernados, quienes gobiernan no pueden
apoyarse sino en la opinión, la cual es, por tanto, el único fundamento del
gobierno, y esta máxima alcanza lo mismo a los gobiernos más despóticos y
militares que a los más populares y libres. El sultán de Egipto o el emperador
de Roma pueden manejar a sus inermes súbditos como a simples brutos, a
contrapelo de sus sentimientos e inclinaciones, pero tendrán, al menos, que
contar con la adhesión de sus mamelucos o de sus cohortes pretorianas.” (p. 21;
el resaltado es mío).
El “milagro” de la
dominación consiste en que la mayoría, que tiene la fuerza de su lado por el
hecho mismo de ser mayoría, se somete a la minoría. Hume trastoca aquí la
concepción de sentido común según la cual la fuerza está siempre del lado de
los gobernantes, concepción que naturaliza la dominación al convertir en hecho
natural la ubicación de la fuerza junto a los gobernantes. El conocimiento
científico exige, como condición previa, el cuestionamiento de lo aceptado, del
sentido común dominante en un lugar y en una época determinados. Por ello Hume
habla de “milagro”, porque, una vez que se ha corrido el velo del sentido
común, el sometimiento de la mayoría a la minoría se nos presenta como algo
extraordinario.
Hume también pone en
cuestión el papel de la violencia. Decir que un orden político se sostiene en
base a la violencia es incompleto e insuficiente, pues deja sin explicar el
porqué los ejecutores de la violencia obedecen a los gobernantes. A partir del
reconocimiento de las limitaciones de la violencia queda abierto el camino para
profundizar el estudio de los mecanismos que posibilitan la dominación
política. Hume avanza en ese camino
postulando que la opinión es el instrumento por medio del cual se garantiza la
dominación.
En un lenguaje más moderno,
podemos afirmar que Hume hace de la ideología el cemento que asegura la
obediencia de los gobernados. Pero no se trata de una ideología abstracta,
expresada en grandes principios. Es, por el contrario, una ideología que se
deriva de la percepción de ventajas materiales (la propiedad es, en este
sentido, también una ventaja material para quienes la poseen).
“El derecho es de dos clases: derecho
al poder y derecho a la propiedad. El ascendiente que aquel primer concepto
tiene sobre la humanidad se comprenderá fácilmente observando el afecto que
todas las naciones profesan a su gobierno tradicional, e incluso a aquellos
hombres que han obtenido la sanción de la antigüedad. Lo que tiene a su favor
el peso de los años suele parecer justo y acertado…” (p. 21-22).
“Fácilmente se comprende que el
derecho de propiedad es importante en todas las cuestiones de gobierno. Un
destacado autor ha hecho de la propiedad el fundamento del gobierno y la
mayoría de nuestros escritores políticos parecen inclinados a seguirle. Esto es
llevar la cuestión demasiado lejos, pero hemos de conceder que las ideas sobre
el derecho de la propiedad tienen gran influencia en esta materia.” (p. 22).
Bastan estas citas para exponer
la posición de Hume sobre los principios que logran asegurar la obediencia de
los gobernados. Aquí no dispongo de espacio suficiente para hacer el examen de
los mismos. Basta indicar que el énfasis de Hume en los factores ideológicos
(más allá de que, como señalé más arriba, se trata de una ideología ligada
directamente a lo material) tiende a dejar de lado el hecho fundamental de que,
en una sociedad capitalista, la obediencia de los gobernados, es decir, de los
trabajadores, se apoya principalmente en la coerción económica. En otras
palabras, quienes carecen de medios de producción y viven en una sociedad
mercantil, no tienen más remedio que vender su fuerza de trabajo para poder
acceder a las mercancías que precisan para vivir.
La obediencia de la mayoría
a una minoría no es un hecho natural. Es un hecho “milagroso”, que requiere ser
explicado yendo más allá de lo aparente. Y es precisamente esta búsqueda de
explicación de lo cotidiano, de lo aparentemente sencillo y/o evidente, la
tarea de la teoría social. Por lo menos, de una teoría social que pretende ir
más allá de lo que interesa a la clase dominante.
Villa del Parque,
lunes 23 de junio de 2014
NOTAS:
(1) Hobbes,
Thomas. (1998) [1° edición: 1651]. Leviatán
o la materia, forma y poder de una república, eclesiástica y civil. México
D. F.: Fondo de Cultura Económica. Traducción española de Manuel Sánchez Sarto.
(2) Marx,
Karl. (1998). El capital: Crítica de la economía
política. Libro primero: El proceso de producción de capital. México D.F.:
Siglo XXI. Marx tiene un ilustre predecesor. Maquiavelo (1469-1527), en El príncipe, mostró como el Estado
moderno tiene su origen en la violencia. El ya mencionado Hobbes hizo lo mismo
en el Leviatán, donde la violencia es
concebida como el rasgo fundamental del Estado.
(3) Hume,
David. (1994). Ensayos políticos.
Madrid: Tecnos. Traducción española de César Armando Gómez. El ensayo citado en
el texto se encuentra en las pp. 21-25. Salvo indicación en contrario, todas
las citas de Hume corresponden a esta edición.
"El “milagro” de la dominación consiste en que la mayoría, que tiene la fuerza de su lado por el hecho mismo de ser mayoría, se somete a la minoría." La dominación de la minoría sobre la mayoría no constituye ningún milagro: "El instrumento de poder político del rey, el Ejército, está organizado, puede reunirse a cualquier hora del día o de la noche, funciona con una magnífica disciplina y se puede utilizar en el momento en que se desee; en cambio, el poder que descansa en la nación, señores, aunque sea, como lo es en realidad, infinitamente mayor, no está organizado: la voluntad de la nación, y sobre todo su grado de acometividad o de abatimiento, no siempre son fáciles de pulsar para quienes la forman: ante la inminencia de una acción, ninguno de los combatientes sabe cuántos se sumarán a él para darla. Además, la nación carece de esos instrumentos del poder organizado, de esos fundamentos tan importantes de una Constitución, a que más arriba nos referíamos: los cañones. Cierto es que los cañones se compran con dinero del pueblo: cierto también que se construyen y perfeccionan gracias a las ciencias que se desarrollan en el seno de la sociedad civil, gracias a la física, a la técnica, etc. Ya el solo hecho de su existencia prueba, pues, cuán grande es el poder de la sociedad civil, hasta dónde han llegado los progresos de las ciencias, de las artes técnicas, los métodos de fabricación y el trabajo humano. Pero aquí viene a cuento aquel verso de Virgilio: Sic vos non vobis! ¡Tú, pueblo, los haces y los pagas, pero no para ti! Como los cañones se fabrican siempre para el poder organizado y sólo para él, la nación sabe que esos artefactos, vivos testigos de todo lo que ella puede, se enfilarán sobre ella, indefectiblemente, en cuanto se quiera rebelar. Estas razones son las que explican que un poder mucho menos fuerte, pero organizado, se sostenga a veces, muchas veces, años y años, sofocando el poder, mucho más fuerte, pero desorganizado, de la nación; hasta que ésta un día, a fuerza de ver cómo los asuntos nacionales se rigen y administran tercamente contra la voluntad y los intereses del país, se decide a alzar frente al poder organizado su supremacía desorganizada." El resto en http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/derecho/lassalle/1.html
ResponderEliminarMuchas gracias al anónimo lector por traer la cita de Ferdinand Lassalle. En este punto, Hume estaría de acuerdo con Lassalle, pues tiene en claro que la minoría gobernante apoya su dominación en la fuerza armada. Sin embargo, y esto es en mi opinión lo más interesante del ensayo del filósofo inglés, Hume apunta que eso es trasladar el problema, pues los soldados siempre son más que los oficiales, y los oficiales siempre son más que los generales. El "milagro" alude a la necesidad de indagar los mecanismos por medio de los cuales se construye la obediencia de la mayoría a la minoría. Y permite mostrar de una manera muy plástica, la inconveniencia de naturalizar las relaciones sociales. Saludos,
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