viernes, 31 de enero de 2014

LA DEFINICIÓN DE SOCIOLOGÍA EN DURKHEIM: VARIACIONES SOBRE EL PROBLEMA DEL PUNTO DE PARTIDA DE LAS CIENCIAS SOCIALES




El punto de partida es esencial en toda disciplina, máxime en aquellas tan marcadas por la ideología como las ciencias sociales. Es por esto que todo autor dedicado a la teoría social ha dedicado parte de su obra a formular su respuesta particular a la pregunta: ¿Por dónde empezar?

En Sociología las respuestas a dicha pregunta pueden reducirse a dos grandes grupos. De un lado están quienes afirman que el punto de partida es la totalidad, es decir, la sociedad. Del otro, quienes postulan que hay que empezar por los individuos quienes, en definitiva, constituyen esa totalidad a la que damos el nombre de “sociedad”.

La disputa entre los partidarios de una u otra respuesta es tan antigua como la reflexión sobre los problemas de la vida social y excede largamente los límites de la Sociología. Aristóteles, con su célebre frase “El hombre es un animal de la polis” (un animal social), se ubica entre los defensores de la postura de la totalidad. Hobbes, en cambio, preconiza la tesis que sostiene que los individuos son anteriores a la sociedad; por ende, el punto de partida de todo análisis debe ser el individuo.

El debate entre ambas posiciones es, si cabe, todavía más importante desde el punto de vista práctico que desde la teoría. Por ejemplo: una persona se encuentra desempleada y se presenta, con resultados infructuosos, a sucesivas entrevistas de trabajo. Un sociólogo cuya perspectiva es la de la totalidad estudiará el caso procurando enmarcarlo en el contexto general del mercado laboral. Así, examinará las condiciones que caracterizan a dicho mercado (grado de concentración del capital, grado y tipo de organización de los trabajadores, marcos regulatorios estatales, desarrollo histórico del conflicto capital – trabajo en la rama productiva en que nuestro desocupado busca empleo, etc.). Sólo a partir de este examen procederá a estudiar el caso particular de ese trabajador desocupado. Para los enemigos del enfoque de la totalidad, el trabajo de nuestro sociólogo es un mero divague o una forma rebuscada de eludir el problema, pues el trabajador que busca empleo es responsable de sus buenas o malas decisiones; por ende, lo es de su situación laboral. El sociólogo en cuestión respondería a esta objeción diciendo que todas las personas nacen en un mundo ya hecho y que, desde su nacimiento se forman en el marco de estructuras, ideologías y costumbres preexistentes. El individuo no crea el mundo a su imagen y semejanza, sino que es “creado” por ese mundo, más precisamente, por las relaciones que entabla con sus semejantes.

Frente al ejemplo mentado en el párrafo anterior, un sociólogo individualista metodológico (denominación utilizada para designar a quienes afirman que las ciencias sociales deben partir del individuo para explicar la sociedad) se concentraría en indagar cuáles son las motivaciones, las actitudes y los valores del individuo que busca empleo. En este trabajador desempleado (y sólo en él) se encuentra la respuesta al problema de porqué continúa desempleado. Las instituciones que rodean al individuo son vistas, a lo sumo, como contexto. Pero el nudo del problema debe buscarse en el individuo.

Durkheim abordó la cuestión del punto de partida de la sociología en repetidas oportunidades. En textos fundamentales como Las reglas del método sociológico dedicó muchas páginas a la demarcación entre la sociología y las demás ciencias sociales; como es natural, al definir la sociología encaró también la respuesta al problema del punto de partida.

Sin embargo, es en un texto muy breve (escrito en 1917, poco antes de morir) donde Durkheim presentó una respuesta escueta y precisa a la cuestión. Se trata de “Una definición de la sociedad” (1). Es un escrito de escasas 16 líneas, en un solo párrafo. Allí se plantea la distinción entre “sociedades animales” y “sociedades humanas”.

El argumento es sencillo. Las “sociedades animales” tienen su principio regulador en el interior de los individuos: el instinto. Las “sociedades humanas”, en cambio,

“presentan un fenómeno nuevo, de una naturaleza especial, que consiste en que ciertos modos de actuar le son impuestos al individuo, o, por lo menos, son propuestos a él, desde fuera y se sobreañaden a su propia naturaleza: tal es el carácter de las «instituciones».” (p. 313).

Para Durkheim, lo específico de la sociedad son las “instituciones”, modos de actuar que existen con independencia de los individuos y que ejercen coerción sobre éstos. El énfasis en las instituciones marca una diferencia sustancial con el individualismo metodológico, pues descarta a la esencia humana como el factor esencial para explicar el comportamiento de las personas.

Las instituciones (v. gr., las relaciones sociales) juegan un papel tan relevante que Durkheim cierra el texto con esta afirmación:

“[Las instituciones] se encarnan en los sucesivos individuos sin que esta sucesión destruya su continuidad; su presencia es el carácter distintivo de las sociedades humanas, y el objeto propio de la sociología.” (p. 313).

La Sociología debe dedicarse a estudiar las relaciones sociales que se continúan en el tiempo (las instituciones). Comenzar, pues, por el individuo, sin tomar en cuenta las instituciones, conduce a un callejón sin salida. Durkheim refuta así al individualismo metodológico. A diferencia de las “sociedades animales”, donde la regulación es interna a los individuos, la sociedad humana es regulada por las relaciones sociales, que ya existen al momento del nacimiento de cada persona.

Para concluir. Es significativo que Durkheim considere que el lenguaje es un buen ejemplo del carácter que poseen las instituciones. El lenguaje es social por definición. Un lenguaje propio de un solo individuo sería absurdo, pues la función social del lenguaje es comunicar, permitir la relación (la interacción) con otros individuos. Por más vueltas que le demos, la sociedad sólo se vuelve inteligible en la medida en que abandonamos el principio individualista metodológico de explicación.


Villa del Parque, viernes 31 de enero de 2014


NOTAS:


(1) Publicado por primera vez en el BULLETIN DE LA SOCIÉTÉ FRANCAISE DE PHILOSOPHIE, 1917, 15, p. 57. Traducción española de Santiago González Noriega: Durkheim, Emile. (1998). Las reglas del método sociológico y otros escritos sobre filosofía de las ciencias sociales. Barcelona: Altaya. (p. 313).

jueves, 23 de enero de 2014

TOMÁS MORO Y LA CENTRALIDAD DE LA PROPIEDAD PRIVADA EN LA ORGANIZACIÓN SOCIAL: APUNTES SOBRE UTOPÍA Y LAS UTOPÍAS

Utopía (1516)



Theodor Adorno (1903-1969) afirmó en alguna parte que el estudio de la sociología debe iniciarse por los clásicos (1). Esta aseveración puede considerarse correcta en líneas generales, sobre todo porque los clásicos nos permiten adoptar esa actitud de distanciamiento tan necesaria al momento de emprender el análisis de la sociedad. El tomar distancia de los fenómenos sociales no es un tributo al positivismo, sino un recaudo imprescindible para evitar los peligros de naturalizar las relaciones sociales. Corresponde aclarar que este distanciamiento no debe ser interpretado en el sentido de adoptar una actitud neutral sino que, por el contrario, puede ir de la mano con una fuerte toma de posición frente a lo que está sucediendo ante los ojos del investigador social.

La Utopía (2) de Tomás Moro (1478-1535) (3) encuadra perfectamente en la categoría de clásico. Es cierto que la sociología, en el sentido moderno del término, no existía en el siglo XVI. Pero una de las cualidades que determinan el carácter clásico de una obra consiste, justamente, en la dificultad para ubicarla dentro de una disciplina o un campo de estudio determinado. Los clásicos desbordan los límites establecidos por el sentido común, las convenciones académicas y lo políticamente correcto. Esta es una de las razones que hacen que un clásico posea una actualidad permanente.

La Utopía no es un tratado sociológico; tampoco puede ser considerada como una obra precursora de la sociología. Ubicarla en esta categoría implicaría adoptar una visión lineal de la historia, según la cual las acciones de las personas tienen que ser ubicadas en un plan maestro conducente a un fin determinado (por ejemplo, la construcción de una sociología “científica”). Además, calificarla de obra precursora supone domesticar a Utopía, convertirla en algo familiar, que no sale de los límites del sentido común de nuestra sociedad. Equivaldría, en definitiva, a convertirla en una especie de antepasado de nuestros trabajos académicos; aburridos, porque ya se sabe desde el principio cuáles son sus límites; inofensivos, porque jamás cuestionan la distribución del poder en nuestra sociedad.

Utopía es, a la vez, una formidable y apasionada denuncia de la situación social en la Inglaterra de principios del siglo XVI, y un brillante intento de dar con las causas de esa situación. Todo ello con las categorías de pensamiento vigentes en la época. Moro es un hombre de su tiempo, pero es un hombre que contempla la realidad más allá de las apariencias o de lo que le vedado ver a su clase; es por eso que suena actual a pesar de la distancia temporal.

Utopía está estructurada en torno al encuentro entre Moro y un personaje imaginario, el navegante Rafael Hitlodeo, quien llegó a la isla de Utopía en uno de sus viajes por el continente americano. La obra consta de dos libros. En el primero, Moro entabla un diálogo con Hitlodeo. Moro, admirado por la sabiduría de Hitlodeo, pregunta a éste el porqué no ha puesto su saber al servicio de algún monarca; Hitlodeo, al responder, somete a una crítica implacable a la situación social en Inglaterra. En el Libro segundo, en cambio, Moro describe la sociedad de los utópicos (y, por contraste, continúa la crítica de la sociedad inglesa).

Es imposible abarcar todos los temas tratados en Utopía. Hay, no obstante, un hilo conductor que da sentido al conjunto de la obra. Es la crítica al proceso social desencadenado por la expulsión de los campesinos de sus tierras, a partir de la pretensión de los señores feudales de convertirlas en terrenos de pastoreo para las ovejas. Dicho proceso debe ser ubicado en el contexto más general de desarrollo de la producción mercantil y constituye un hito importante en la conversión de la aristocracia feudal en una burguesía ávida de ganancias.

Moro describe así la expulsión de los campesinos:

“Las ovejas. Estas plácidas criaturas que solían necesitar muy poca comida han desarrollado por lo visto un apetito incontenible y se han transformado en comedores de hombres. Campos, casas, ciudades, todo cae en sus gargantas. Para ser más claro, en aquellos lugares del reino donde la mejor lana se produce, y por esto la más cara, los nobles y caballeros, para no mencionar a algunos santos abades, han comenzado a sentirse insatisfechos con los ingresos que sus predecesores obtenían de sus dominios. Ya no están más contentos con llevar vidas ociosas y confortables que no hacen ningún bien a la sociedad, sino que deben causarle daño activamente reservando toda la tierra que puedan para pastura, dejando nada para el cultivo. Están derribando las viviendas y demoliendo pueblos enteros, excepto, por supuesto, las iglesias, las que conservan como establos para ovejas. Pareciéndoles poca la tierra desperdiciada en guaridas y cotos de caza, estas amables almas han comenzado a destruir todo rastro de vida humana y a convertir cada pedazo de tierra cultivable en un desierto.” (p. 69-70).

Moro registra aquí el cambio de comportamiento de muchos miembros de la nobleza, que pasaron a depender cada vez más de ingresos monetarios obtenidos de actividades mercantiles, tales como la venta de lana a la industria textil de Flandes. La mutación de esta parte de la nobleza inglesa generó, andando el tiempo, la primer burguesía moderna de la historia, caracterizada por una mixtura peculiar entre ideología aristocrática y burguesa. Moro no indaga las causas de esta mutación, pero toma nota de ella y, a la vez, lo hace sometiendo a la nobleza a una crítica implacable. Para Moro, la nobleza es una clase que perjudica al Estado, pues se comporta como un parásito que, en el mejor de los casos, vive de la sociedad pero no le hace “ningún bien”, y en el peor de los casos (de eso se trata aquí), le causan daño.

La acción de los nobles tiene un efecto directo sobre los campesinos:

“¿Qué es lo que ocurre entonces? Cada codicioso individuo abusa de su tierra natal como un tumor maligno, absorbiendo campo tras campo, rodeando miles de acres con una única cerca. El resultado es que cientos de campesinos quedan expulsados. Son engañados, despojados de su propiedad por la fuerza o sistemáticamente maltratados hasta que finalmente se ven obligados a vender. Cualquiera sea la manera en que se lo haga allá van las pobres criaturas, hombres y mujeres, esposos y esposas, viudas y huérfanos, madres con hijos pequeños, junto con todos sus empleados, cuyo gran número no es signo de riqueza sino de que sencillamente no se puede hacer trabajar un campo sin suficiente mano de obra. Deben partir de los hogares que conocen tan bien y no tienen ningún lugar adónde ir. Todo su mobiliario no vale gran cosa, aunque pudieran esperar una oferta adecuada. Pero no pueden, y así obtienen un mínimo precio. Durante el tiempo en que deambulan por un bocado este poco dinero se acaba, y entonces, ¿qué otra cosa pueden hacer más que robar y ser luego ahorcados? Obviamente también podrían convertirse en vagabundos y mendigos, pero aún así serían pasibles de ser arrestados por vagancia y encarcelados por haraganes aunque no haya en realidad nadie que les dé un trabajo no importa cuánto quieran tener uno.” (p. 70).

Moro presenta así el drama de los campesinos expulsados de sus tierras. Este proceso, iniciado a principios del siglo XVI, fue la primera manifestación de la expropiación de los productores, imprescindible para lograr la escisión entre el productor y los medios de producción, que es una de las condiciones necesarias para el desarrollo del capitalismo. Se trató, además, de una de las primeras expresiones de la migración secular desde la ciudad hacia el campo. Pero el caso descripto por Moro es especialmente terrible, pues los campesinos expulsados no encontraban trabajo en las ciudades, pues todavía no había comenzado el desarrollo de la manufactura en Inglaterra. En este punto, el texto de Moro alcanza el nivel de la denuncia, manifestando una enorme compasión por la suerte de los campesinos y una no menos enorme indignación por el comportamiento de la nobleza.

“El trabajo agrícola es lo que saben hacer [los campesinos], y donde no hay tierra arable no hay trabajo que pueda hacerse. Por otra parte, sólo es necesario un pastor de ovejas o de vacas para apacentar animales en un área que necesitaría muchos brazos para estar apta para la producción de cereales. Por la misma razón los cereales se han vuelto tan valorados en muchos distritos. El precio de la lana también ha aumentado excesivamente y los tejedores más pobres no pueden comprarla, lo cual implica más gente sin trabajo. (…) Y no importa cuántas ovejas pueda haber, los precios no disminuirán, ya que el mercado de ovinos es hoy, si no un estricto monopolio, lo cual implica un solo vendedor, cuanto menos un oligopolio. Quiero decir que está casi enteramente bajo el control de unos pocos hombres ricos, quienes no necesitan vender a menos que tengan ganas de hacerlo y nunca parecen tener ganas a menos que puedan obtener el precio que quieran. (…) Los hombres ricos de los que hablo nunca se han molestado en criar ovejas o vacas ellos mismos. Simplemente le compran a otros huesudos especímenes a bajo precio, los engordan en sus propias pasturas y los revenden con grandes ganancias. (…) Así, unos pocos avaros han convertido una de las ventajas naturales más grandes de Inglaterra en un desastre nacional, ya que es el elevado precio de los víveres lo que obliga a los empleadores a despedir a tantos de sus sirvientes, lo que inevitablemente significa transformarlos en mendigos o ladrones…” (p. 72).

La acumulación de riqueza en pocas manos y la generalización de la pobreza entre los campesinos aparecen ligadas en la descripción de Moro. En este marco, la delincuencia y la mendicidad son tratados como problemas sociales, no como fenómenos morales o que merecen una condenación moral. La conducta mercantil de la aristocracia feudal cierra los caminos para que los trabajadores (los campesinos expulsados de sus tierras) puedan ganarse la vida “honradamente”.  En un párrafo digno de una antología, Moro expresa lo siguiente:

“…no tienen derecho a jactarse de la justicia impartida a los ladrones porque es una justicia más aparente que real o socialmente deseable. Permiten que estas gentes crezcan de la peor manera posible y sistemáticamente corrompidos desde sus más tempranos años. Al final, cuando crecen y cometen los delitos que estaban obviamente destinados a cometer desde que eran niños, los castigan. En otras palabras, ¡crean ladrones y después les imponen una pena por robar!” (p. 73; el resaltado es mío).

Esta forma de tratar la delincuencia, poniéndola en el contexto de una totalidad (la sociedad inglesa) que se encuentra en proceso de transformación a partir de la modificación de la conducta económica de una parte de su elite (los nobles que cercan sus tierras), puede ser considerada como un modelo de análisis social. Es una de las tantas razones que hacen de Utopía un clásico. No creo necesario argumentar acerca de la actualidad que posee esta manera de encarar la cuestión.

El significado de la obra ha quedado ligado a la acepción actual del término utopía, asociado a un modelo de sociedad irrealizable e inalcanzable, útil para efectuar una crítica sentimental de la sociedad existente, pero completamente inoperante al momento de proponer una alternativa a lo existente. No obstante, la Utopía no cuadra con el significado habitual del término. Moro no se queda en el plano de la mera denuncia, sino que también plantea soluciones al problema de la expulsión de los campesinos.

En Utopía encontramos dos tipos de respuestas al problema. Una de ellas, a la que podríamos denominar como enfoque estatal (o reformista, si se me permite el anacronismo) del problema, porque lo aborda desde la óptica del gobierno y de las soluciones posibles dentro del ámbito de éste, es presentada así por Moro:

“Hagan una ley para que cualquiera que sea responsable por la destrucción de una granja o aldea deba reconstruirla él mismo o de lo contrario cederla a alguien que desee hacerlo. Eviten que los ricos acaparen los mercados y establezcan virtuales monopolios. Reduzcan la cantidad de gente que es mantenida sin trabajar. Revivan la agricultura y la industria de la lana para que haya suficiente trabajo honesto y útil para el gran ejército de desempleados, dentro del cual incluyo no sólo a los actuales ladrones, sino a los servidores vagos y ociosos que están prontos a convertirse en ladrones.” (p. 72-73).

Pero Moro es radicalmente escéptico respecto a la capacidad del Estado inglés (y de las monarquías europeas en general) para dar respuesta satisfactoria al problema. A este respecto, las contestaciones de Hitlodeo a los argumentos de Moro acerca de la conveniencia de poner la sabiduría al servicio de la monarquía, expresan la desconfianza irreductible del autor sobre las intenciones de los reyes y las cortes.

“Con respecto al método de trabajo «indirecto» del que hablabas [Hitlodeo responde así a Moro, con quien estaba dialogando] (4) y con el cual habría de intentar que si las cosas no pueden convertirse en buenas, al menos lleguen a ser lo menos malas posibles, no entiendo qué significa. En la corte no puede uno guardar sus opiniones para sí o meramente consentir los delitos que otros cometen. Debes apoyar abiertamente políticas deplorables y suscribir resoluciones igualmente monstruosas. Mostrar el necesario entusiasmo hacia una ley execrable, de lo contrario ser catalogado como un espía o hasta un traidor. Además, ¿qué oportunidad habría para hacer algo bien trabajando con semejantes colegas? Nunca podrás reformarlos y es mucho más probable que ellos te corrompan, no importa qué personaje admirable seas. Asociándote con ellos perderías tu integridad o se la usaría para cubrir su maldad y su estupidez. ¡Estos serían los resultados de tu método indirecto!

Hay una bellísima imagen en Platón que explica por qué una  persona sensible se aleja de la política: ve a la gente apurada en las calles empapándose bajo la lluvia. No puede persuadirla para que entren y se pongan a resguardo. Sabe que si saliera se mojaría igual. Permanece por lo tanto adentro y no pudiendo hacer nada contra la necedad ajena se conforma a sí mismo con el pensamiento: «Bueno, por lo menos yo estoy a cubierto».” (p. 93-94).

La segunda respuesta de Moro implica un salto respecto a la forma habitual de resolver los problemas sociales: para eliminar la pobreza y la delincuencia es preciso abolir la propiedad privada.

En palabras de Moro:

No creo que se pueda obtener verdadera justicia o prosperidad mientras exista la propiedad privada y todo sea juzgado en términos de dinero, a menos que consideres justo que la peor especie de personas tengan las mejores condiciones de vida o puedas denominar próspero a un país en el que toda la riqueza es propiedad de una pequeñísima minoría de personas, las que aun así no son del todo felices, mientras el resto es sencillamente miserable.” (p. 94; el resaltado es mío).

O, en el mismo sentido:

“En otras palabras, estoy convencido de que jamás obtendrán una justa distribución de los bienes o una organización satisfactoria de la vida humana hasta que no sea abolida la propiedad privada en su conjunto. Mientras exista, la gran mayoría de la raza humana, y su mejor parte, seguirá trabajando bajo el peso de la pobreza, la fatiga y las preocupaciones. No digo que este peso no pueda ser aligerado, pero nunca lo sacarán del todo de encima de sus espaldas. Podrán, sin duda, fijar un límite legal a la cantidad de dinero o tierras que un individuo pueda poseer. Podrán mediante una adecuada legislación mantener un equilibrio de poder entre el rey y sus súbditos; declarar ilegal comprar o tan sólo solicitar un cargo público e innecesarios para un funcionario los gastos de representación, evitándose así que luego trate de recuperar sus expendios por medio del fraude y la extorsión – de lo contrario es la riqueza y no la competencia lo que se vuele condición esencial en estos puesto -.
Por cierto que leyes de este tipo pueden aliviar los síntomas, así como un enfermo crónico obtiene alivio con la atención médica constante. Pero no hay esperanza de curación si permanece la propiedad privada.” (p. 95; el resaltado es mío).

En el contexto de la economía mercantil en desarrollo, la única salida posible a la crisis era, según Moro, la abolición de la propiedad privada. Es cierto que no se trataba de una solución novedosa. Platón, cuyo nombre aparece varias veces en la obra, había propuesto la abolición de la propiedad privada entre los gobernantes filósofos, argumentando que de este modo ninguno de ellos antepondría sus intereses particulares a los intereses de la comunidad.

Como quiera que sea, el enfoque adoptado por Moro es mucho más radical que el de sus predecesores. La propiedad privada no es condenada en términos morales, sino que aparece articulada a una determinada forma de organización social, la cual genera pobreza y delincuencia. Moro percibe que propiedad privada está asociada inevitablemente a una forma determinada de organizar el trabajo. Por tanto, abolición de la propiedad privada y reorganización del proceso productivo son medidas que van de la mano. La sociedad no es, pues, un conjunto de instituciones separadas entre sí, sino que se encuentra estructurada en torno a la propiedad privada y el trabajo.

La descripción de las instituciones sociales de los utópicos, en el Libro Segundo, cumple la función de presentar una forma de organización social alternativa a la existente en la Inglaterra de la época. El énfasis está puesto en la abolición de la propiedad privada y en la consiguiente obligación de trabajar para todo el mundo.

“Veamos cómo son sus condiciones de trabajo. Hay un trabajo que todos hacen, sin tomar en cuenta su sexo: es la agricultura. Es parte de la educación de cada niño. Aprenden los principios de la agricultura en la escuela pero regularmente son llevados al campo cerca de la ciudad. Allí no sólo observan cómo se trabaja, sino que ellos mismos realizan algunas tareas como parte de su entrenamiento.

Además de la agricultura que, como dije, es parte del trabajo de todos, cada persona aprende un oficio propio. Puede enseñársele a procesar la lana o el lino, a ser un herrero, un albañil o un carpintero. Éstos son los únicos oficios que tienen una gran demanda. No hay sastres ni modistas; todos en la isla usan el mismo tipo de ropa con pequeñas variantes de acuerdo con su sexo y estado civil, y la moda nunca cambia. (…) De manera tal que todos aprenden alguno de los oficios que nombré, y cuando digo todos, me refiero a hombres y mujeres por igual, sólo que al sexo débil se le asignan los trabajos más livianos, como la hilandería y el tejido, mientras que los hombres realizan los más pesados.” (p. 113).

La pobreza no existe en Utopía porque todos trabajan. Moro llega a la comprensión de que los problemas sociales tienen su origen en la deficiente organización del trabajo, motivada, a su vez, por la propiedad privada. En otra pasaje de antología, Moro compara la situación en Utopía con la de Inglaterra:

“Desde el momento en que trabajan seis horas por día se puede pensar que existe escasez de bienes esenciales, y no es así. Esas seis horas son suficientes y más que suficientes para producir todo lo necesario para una vida confortable. Entenderán por qué es así si tienen en cuenta la gran proporción de la población que en otros países está desocupada. En principio, prácticamente todas las mujeres, lo que representa desde el vamos un cincuenta por ciento de la población, y en países donde las mujeres trabajan, los hombres en cambio haraganean el día entero. Están además todos los sacerdotes y los miembros de las así llamadas órdenes religiosas: ¿cuál es el trabajo que hacen? Agreguen a éstos los ricos, en especial los hacendados, conocidos popularmente como nobles y señores. Incluyan a sus servidores domésticos – me refiero a esas bandas de rufianes armados que mencioné anteriormente -. Para finalizar completemos la lista con todos los mendigos saludables y vigorosos que se hacen los enfermos para excusarse por ser vagos. Una vez que los hayan contado a todos estarán sorprendidos de ver cuán poca gente produce lo que consume la raza humana.

Ahora consideremos cuántas de estas personas se dedican a oficios esenciales: no son muchas. Donde todo se mide por dinero es inevitable que existan docenas de profesiones y oficios innecesarios meramente destinados a proporcionar bienes suntuarios o diversión. Porque aunque la mano de obra existente fuera distribuida entre los pocos oficios realmente necesarios para hacer la vida lo suficientemente confortable, habría sobreproducción y los precios caerían hasta tal punto que los artesanos no podrían sustentar su vida. En cambio, si toda esa chusma abocada a oficios sin importancia y todos los demasiado vagos como para trabajar, cada uno de los cuales consume el doble de lo producido por el trabajo de un obrero, fueran puestos en su totalidad a hacer algo útil, pronto verían que pocas horas de trabajo diario son suficientes para proporcionar todas las necesidades y comodidades de la vida; a las que podríamos agregar todas las formas reales y naturales del placer.” (p. 115-116).

Como puede verse, la diferencia entre Inglaterra y Utopía radica en la organización del trabajo. Lejos de hacer honor al significado que hoy le damos al término, Utopía aborda de un modo concreto el problema de la pobreza y la desigualdad. Todo se explica a partir de la existencia o no de la propiedad privada. Si ésta no existe, es posible organizar el trabajo de un modo tal que todos puedan gozar de la vida.

“Como todos se ocupan de un oficio útil y éste a su vez se ve reducido a lo mínimo indispensable, tienen tantas reservas de todo que de tanto en tanto pueden liberar una gran fuerza de trabajo para arreglar caminos en malas condiciones, y, a menudo, si hay algún requerimiento de este tipo, las autoridades anuncian un día de trabajo más corto. Nunca fuerzan a la gente a trabajar más de lo necesario, ya que el objetivo principal de su economía es otorgar a cada persona tanto tiempo libre del trabajo físico fatigoso como lo permitan las necesidades de la comunidad; podrá así cultivar su mente, lo cual es considerado como el secreto de una vida feliz.” (p. 118-119).

El tema de la propiedad privada es un tópico habitual de la filosofía político, desde Platón en adelante. Lo novedoso del enfoque de Moro es la relación entre propiedad privada y organización del proceso de trabajo. La Utopía se convierte así en una indagación realista del proceso social en su conjunto.  


Villa Jardín, jueves 23 de enero de 2014

NOTAS:

(1) Adorno dice lo siguiente: “…soy de la opinión de que el estudio de los textos centrales del pasado constituye una parte integral del estudio de la sociología. La razón de esto (…) es que muchos de los problemas y momentos de la formación de teorías de los que uno se informa a través de la historia dogmática no están (…) superados. Por el contrario, a través de la creciente tecnificación de las ciencias sociales se han convertido, cada vez más en técnicas a las que se les asignan tareas específicas dentro de la sociedad existente, se pasan por alto, se olvidan cuestionamientos centrales, que sólo pueden encontrarse en los textos sociológicos del pasado, desde Platón y la izquierda socrática hasta, digamos, los pensadores de la generación pasada, como Pareto, Durkheim, Max Weber o Simmel. Especialmente, creo que sólo se puede captar el concepto de totalidad social (…) si se capta en tales viejos textos (entre los cuales, por supuesto, El capital de Marx cumple un papel sobresaliente) de qué modo se ha llegado concretamente en estos intentos a la categoría de totalidad. (…) a pesar de todo lo que pueda objetársele o que pueda ser problemático, es posible reconocer y aprender en la historia dogmática problemas que en la sociología altamente tecnificada y racionalizada de hoy se han perdido.” (Adorno, Theodor, Introducción a la sociología, Madrid, Editora Nacional, 2002, págs. 128-129).

(2) Moro escribió el texto original en latín y en ese idioma apareció la primera edición, publicada en 1516 en Lovaina. Posteriormente vieron la luz las ediciones de París (1517) y de Basilea (1518; edición considerada definitiva). Para la redacción de este ensayo me serví de la traducción española de María Guillermina Nicolini: Moro, Tomás. (2007). Utopía. Buenos Aires: Losada. Salvo indicación en contrario, a esta edición pertenecen todas las citas realizadas.

(3) En rigor, y para respetar la grafía inglesa, debería escribir Thomas More. Sin embargo, y puesto que la inmensa mayoría de los lectores son de lengua castellana, he preferido adoptar la forma española del nombre del autor.


(4) Moro describe el método del trabajo “indirecto” en la corte: “Si no puedes erradicar ideas erróneas o manejar vicios arraigados con la eficacia que te gustaría, no es razón para darle la espalda a la vida pública en su conjunto. No abandonarías un barco en una tormenta sólo porque no puedes controlar los vientos. Por otra parte, no tiene sentido tratar de introducir ideas enteramente nuevas, las cuales obviamente no tendrán peso alguno en las personas que tienen prejuicios en contra. Debes trabajar de forma indirecta. Manejar todo con el mayor tacto de que seas capaz, y aquello que no puede corregir, tratar de que esté lo menos equivocado posible. No serán perfectas las cosas hasta que el hombre sea perfecto y no espero que lo sea hasta dentro de algunos años.” (p. 91-92). En estos pasajes, Moro parece hacer un balance, pesimista por cierto, de su actuación como alto funcionario del rey Enrique VIII. A través de Hitlodeo, critica ácidamente las razones con las que podía justificar esa actuación.

domingo, 12 de enero de 2014

NOTAS PARA UNA CRÍTICA DEL EMPIRISMO: EL INDUCTIVISMO SEGÚN CHALMERS




Cualquiera sea la orientación ideológica que guíe la reflexión en el campo de la filosofía de la ciencia, la cuestión del empirismo es fundamental. Más allá de que sea imposible sostener hoy  una posición empirista al estilo del viejo positivismo, el empirismo, entendido como la aseveración de que el conocimiento científico (cualquier conocimiento en general) tiene que pasar por la prueba de la experiencia para mostrar su veracidad, sigue siendoel punto de partida correcto para encarar la producción de conocimiento.

A continuación van una serie de notas y comentarios al texto de Chalmers, ¿Qué es esa cosa llamada ciencia? (1). La obra es un clásico entre los textos introductorios para los cursos de filosofía de la ciencia o de epistemología.

En estas notas me dediqué a los tres primeros capítulos de la obra, en los que se presenta la posición inductivista y el principio de inducción, para luego someter a discusión sus supuestos en el capítulo 3.

Chalmers resume la posición inductivista ingenua respecto a la ciencia:

“El conocimiento científico es conocimiento probado. Las teorías científicas se derivan, de algún modo riguroso, de los hechos de la experiencia adquiridos mediante la observación y la experimentación. La ciencia se basa en lo que podemos ver, oír, tocar, etc. Las opiniones y preferencias personales no tienen cabida en la ciencia. La ciencia es objetiva. El conocimiento científico es conocimiento fiable porque es conocimiento objetivamente probado.” (p. 11).

En resumidas cuentas, para el inductivista:

            “La experimentación [es] la fuente del conocimiento.” (p. 11).

La ciencia comienza con la observación. El conocimiento científico no es otra cosa que la elaboración de enunciados generales (leyes científicas) a partir de enunciados singulares (enunciados observacionales).

Para el inductivismo, el problema fundamental de la filosofía de la ciencia es:

“¿Por qué medios se pueden obtener de los enunciados singulares, que resultan de la observación, los enunciados generales que constituyen el conocimiento científico? (...) La respuesta inductivista es que, suponiendo que se den ciertas condiciones, es lícito generalizar, a partir de una lista finita de enunciados observacionales singulares, una ley universal.” (p. 14).

El pasaje de los enunciados singulares a los enunciados universales requiere de las siguientes condiciones:

1) El número de enunciados observacionales que constituyen la base de una generalización debe ser grande.

2) Las observaciones se deben repetir en una amplia variedad de condiciones.

3) Ningún enunciado observacional aceptado debe entrar en contradicción con la ley universal derivada.

El inductivismo se expresa en el principio de inducción:

“Si en una amplia variedad de condiciones se observa una gran cantidad de A y si todos los A observados poseen sin excepción la propiedad B, entonces todos los A tienen la propiedad B.” (p. 16).

Los inductivistas están convencidos del carácter lineal del progreso científico:

“El crecimiento de la ciencia es continuo, siempre hacia adelante y en ascenso, a medida que aumenta el fondo de datos observacionales.” (p. 16).

Puesto que nuestra capacidad de observación, ya sea por medio de los sentidos o de los instrumentos de medición, se desarrolla a través de la técnica, la cantidad de observaciones disponibles está en constante aumento. Esto nos permite formular cada vez más y mejores generalizaciones (leyes científicas). En el fondo de esta concepción subyace la idea de que los sentidos y los instrumentos son “neutrales”. En otras palabras, nuestras observaciones no están “contaminadas” por ningún prejuicio (o prenoción) previo.

La ciencia inductivista funciona así:
                          
a) El punto de partida son los hechos adquiridos a través de la inducción (enunciados observacionales – singulares).

b) Mediante el uso de la inducción, se pasa a la formulación de leyes y teorías (enunciados generales).

c) Por medio de la deducción, se derivan predicciones y explicaciones.

Todo es proceso es, siempre según el inductivismo, garantía de objetividad:

“La objetividad de la ciencia inductivista se deriva del hecho de que tanto la observación como el razonamiento son objetivos en sí mismos. (…) No se permite que se inmiscuya ningún elemento personal, subjetivo. (…) La fiabilidad de la ciencia se sigue de las afirmaciones del inductivista acerca de la observación y la inducción. Los enunciados observacionales que forman la base de la ciencia son seguros y fiables porque su verdad se puede determinar haciendo uso directo de los sentidos.” (p. 23-24).

En el capítulo 2, Chalmers presenta el problema de la inducción.

¿Cómo puede justificarse el principio de la inducción?

1) Apelando a la lógica. Una argumentación inductiva puede contener premisas verdaderas y conclusión falsa. Pero esto contradice la noción de razonamiento válido, que afirma que la validez de un razonamiento está dada porque su forma impide que pueda darse el caso de premisas verdaderas y conclusión falsa. Los razonamientos válidos se caracterizan, precisamente, por conservar la verdad de las premisas en la conclusión. Por tanto, la inducción no puede justificarse sobre bases lógicas.

2) Apelando a la experiencia. Sin embargo, y como lo demostró David Hume, utilizar la experiencia para justificar la inducción implica caer en una argumentación circular, puesto que se estaría justificando la inducción a partir de otra inducción (el principio de inducción funcionó en n casos, por tanto, está justificado), la que, a su vez, debería ser también justificada por medio de otra inducción.

Además de estos problemas, el principio de inducción tropieza con:

“La vaguedad y equivocidad de la exigencia de que se realice un «gran número de observaciones en una «amplia variedad» de circunstancias.” (p. 30).

Como no pueden recurrir ni a la lógica ni a la experiencia para justificar el principio de inducción, los inductivistas se refugian en el terreno de la probabilidad:

“Aunque no se puede garantizar que las generalizaciones a las que se ha llegado mediante inducciones lícitas sean perfectamente verdaderas, son probablemente verdaderas. (…) El conocimiento científico no es conocimiento probado, pero representa un conocimiento que es probablemente verdadero.” (p. 32).

De este modo, se construye una versión probabilista del principio de inducción:

“Si en una amplia variedad de condiciones se ha observado un gran número de A y si todos estos A observados poseen sin excepción la propiedad B, entonces probablemente todos los A poseen la propiedad B.” (p. 32).

Pero la probabilidad también conduce a un callejón sin salida. La teoría de la probabilidad postula que la probabilidad de cualquier enunciados universal que haga afirmaciones acerca del mundo es igual a 0, no importa el número de observaciones realizadas.

Hay, por tanto, tres respuestas al problema de la inducción:

1) Escepticismo frente a la ciencia. Hume llegó a la conclusión de que la ciencia no se puede justificar de un modo racional. (p. 35).

2) La evidencia del principio de inducción. Esto implica dejar de lado la experiencia y considerar que la inducción se justifica porque las cosas son así y no pueden ser de otra manera. Para Chalmers, es inaceptable, pues

“Lo que consideramos evidente depende y tiene demasiado que ver con nuestra educación, nuestros prejuicios y nuestra cultura para ser una base fiable de lo que es razonable.” (p. 35).

3) Negar que la ciencia se base en la inducción. Este fue el camino elegido por Popper.

El capítulo 3 está dedicado a la crítica del inductivismo, apoyándose en la tesis de que la observación depende de la teoría.

El inductivismo ingenuo se basa en dos supuestos acerca de la observación:

a) La ciencia comienza con la observación;

b) La observación proporciona una base segura a partir de la cual se puede derivar el conocimiento.

“La ciencia no comienza con los enunciados observacionales, porque una teoría de algún tiempo precede siempre a todos los enunciados observacionales, y los enunciados observacionales no constituyen una base firme de sobre la que puede descansar el conocimiento científico, porque son falibles. (…) Lo que ven los observadores, las experiencias subjetivas que tienen cuando ven un objeto, no está determinado únicamente por las imágenes formadas en sus retinas sino que depende también de la experiencia, el conocimiento, las expectativas y el estado interno del observador.” (p. 44).

El párrafo anterior no debe llevarnos a creer que Chalmers niega la realidad del mundo físico:

Yo acepto, y presupongo a través de todo este libro, que existe un solo y único mundo físico independiente de los observadores.” (p. 46).

El inductivismo rechaza la crítica anterior, afirmando que:

“La sólida base sobre la que se construyen las leyes y teorías que constituyen la ciencia está formada por enunciados observacionales públicos, y no por las experiencias subjetivas privadas de los observadores individuales.” (p. 46).

Pero Chalmers observa que los enunciados observacionales no son neutrales:

“Los enunciados observacionales se hacen siempre en el lenguaje de alguna teoría y serán tan precisos como lo sea el marco conceptual o teórico que utilizan (…) Las teorías precisas, claramente formuladas, constituyen un requisito previo de unos enunciados observacionales precisos. En este sentido, las teorías preceden a la observación.” (p. 48).

“Para establecer la validez de un enunciado observacional (...) es necesario apelar a la teoría y cuanto más firmemente se haya de establecer la validez, mayor será el conocimiento teórico que se emplee.” (p. 50).

La teoría guía la observación y la experimentación:

“Las observaciones y los experimentos se efectúan para comprobar o aclarar alguna teoría, y sólo se deben registrar las observaciones que se consideran relevantes para esa tarea.” (p. 54).

Para responder a las objeciones, se desarrolló un inductivismo sofisticado, que se establece una separación entre modo de descubrimiento (el modo en que se descubre y concibe por primera vez una teoría) y modo de justificación (el modo en que se justifica dicha teoría y, también, como se valoran sus méritos). De esta manera, el inductivismo puede prescindir de la afirmación que sostiene que la ciencia debe comenzar con la observación imparcial y sin prejuicios.

“El descubrimiento y la cuestión del origen de las nuevas teorías son materias que quedan excluidas de la filosofía de la ciencia.” (p. 55).

Para los inductivistas sofisticados, la pregunta es: los conocimientos obtenidos, ¿corresponden a un conocimiento científico lícito o no? (p. 55).

Frente a la postura del inductivismo sofisticado, Chalmers plantea que

“es esencial entender la ciencia como un conjunto de conocimientos que se desarrollan históricamente y que sólo se puede apreciar correctamente una teoría si se presta la debida atención a su contexto histórico.” (p. 56).

Villa del Parque, domingo 12 de enero de 2014

NOTAS:

(1) Utilicé la siguiente edición: Chalmers, Alan F. (2002). ¿Qué es esa cosa llamada ciencia? Buenos Aires: Siglo XXI. Traducción española de Eulalia Pérez Sedeño, Pilar López Máñez y José A. Padilla Villate.

jueves, 9 de enero de 2014

“MEJOR NO HABLAR DE CIERTAS COSAS”: LOS INTELECTUALES Y EL KIRCHNERISMO SEGÚN RICARDO FORSTER

Ricardo Forster escribe un artículo ("La cuestión Milani", Página/12, 5/01/2014) sobre el debate suscitado en torno  al ascenso de César Milani, actual jefe del Estado Mayor del Ejército argentino, al cargo de teniente general. Forster, devenido “filósofo oficial” del kirchnerismo, realiza la hazaña de intervenir en la discusión sin decir una palabra sobre el núcleo de lo que se está debatiendo. Ya sólo por esto podemos decir que se trata de un texto antológico. Pero su artículo presenta interés, además, porque expresa con precisión los límites de la intelectualidad progresista que adhirió al kirchnerismo.

Forster calla sobre Milani. No es que no tenga nada para decir. Simplemente considera innecesario hacerlo. Le basta con afirmar que los gobiernos de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández han realizado una tarea de “reparación” en el campo de los derechos humanos, la cual no tiene precedentes en el mundo. Eso, y la mención al pasar de que los cargos contra Milani son acusaciones que no han sido probadas en sede judicial, es lo único que nuestro filósofo se digna a darnos como opinión sobre el caso en sí. 

¿Por qué Forster, tan dado a escribir largos párrafos ininteligibles para el vulgo, considera innecesario hablarnos de Milani?

En este punto, nuestro filósofo es, por una vez, claro. El caso Milani forma parte de una disputa mucho más general, que se da entre quienes habitan el “reino de las ideas” y quienes moran en el “espacio de la política”. En otras palabras, de un lado están los intelectuales que anteponen la crítica y la discusión de principios; del otro, quienes anclan su reflexión en el terreno complejo de la política, donde hay que hacer concesiones y los compromisos están al orden del día. De un lado, los “principistas”; del otro, los “realistas”. De un lado, los intelectuales de café; del otro, los intelectuales que meten las patas en el “barro de la historia”. Como es obvio, Forster se ubica en el segundo grupo; los intelectuales kichneristas que se atrevieron a mostrar dudas en el tema Milani (por ejemplo, Horacio González), son clasificados en el primero.

Forster no habla de Milani porque escuchó decir que en política hay que hacer concesiones. La enormidad de designar a un militar sobre el que pesan acusaciones de complicidad en la desaparición de personas durante la dictadura es una de esas concesiones. Pero para Forster la cuestión es simple. La lógica política se impone sobre la lógica intelectual. Colorín colorado, este cuento se ha terminado. Hegel es un poroto al lado de nuestro maestro de la dialéctica.

Forster está hablando, en definitiva, de la relación entre la política y los intelectuales. Más concretamente, la relación entre el kirchnerismo y los intelectuales que le son afines. La forma en que Forster concibe el carácter de la relación deja en claro que espera el kirchnerismo de los intelectuales.

Los intelectuales pueden rumiar algún rezongo respecto a Milani. Pueden aludir a principios éticos, a la moral, etc. Pero no pueden cuestionar las razones políticas que motivan el ascenso de Milani. No pueden hacerlo porque la fijación de la política está a cargo de Cristina Fernández. Ella sabe lo que hay que hacer. En el límite, el intelectual sólo puede aplaudir los actos de gobierno, le gusten o no. Si le aprietan los zapatos, si le salen callos, debe sonreír. El zapato es bueno, por más que su pie le indique lo contrario. En el fondo, años de parlotear sobre el pluralismo, sobre la diversidad, sobre la expansión de la democracia, quedan reducidos a la consigna: “Subordinación y valor”.

Pero, ¿es posible acometer transformaciones estructurales recurriendo a la política de la “subordinación y valor”?

Si a Forster le interesara el socialismo, la única “anomalía” posible en tiempos de hegemonía mundial del capitalismo, la respuesta sería no. Pero está claro que el kirchnerismo no es socialismo, ni liberación ni nada que se le parezca. Es, ni más ni menos, un proyecto político dirigido a estabilizar la dominación del capital en Argentina, luego de la crisis de 2001. Alguna vez Perón dijo que “el bolsillo era la víscera más sensible en el ser humano”. Retomando a Perón, una forma de calibrar la naturaleza del proyecto kirchnerista consiste en evaluar las ganancias de los empresarios. Cuando se observa el período 2003-2013 puede verse que los empresarios fueron los grandes ganadores de la Argentina kirchnerista. Es por ello que no ha podido avanzarse ni en la reducción del trabajo informal ni de la pobreza. Si Forster piensa que aumentar las ganancias del empresariado significa oponer un modelo alternativo al “neoliberalismo”, allá él. La regla del bolsillo enunciada por Perón sigue vigente y ella no miente. “Lo que falta”, para usar una expresión tan cara a los progresistas que militan en el kirchnerismo, no es otra cosa que el resultado del funcionamiento del “modelo”.

En este contexto, cobra sentido la relación que propone Forster entre intelectuales y política. En una sociedad tan desigual como la nuestra, donde los ricos viven en barrios privados y los asalariados en barrios donde se corta la luz, los intelectuales pueden parlotear acerca de los principios. Pero no demasiado. En lo concreto, deben acatar las directivas de la conducción. La desigualdad no es buena amiga del debate sobre cuestiones concretas. La filosofía, tal como se desprende del artículo de Forster, cumple dos funciones: por un lado, sirve de adorno al poder, es decir, opera como un diccionario de donde puede extraerse lo políticamente correcto; por otra lado, aliena a muchos intelectuales, que, ya sea por obtener una colocación en alguna repartición estatal, o ya sea para avanzar en la carrera académica, se condenan a sí mismos a una genuflexión continua frente al gobernante de turno y frente a los lugares comunes del pensamiento progresista.

Es por todo esto que Forster se queda sin palabras frente al caso Milani. Es por eso, también, que prefiere ubicar la cuestión en el terreno abstracto del choque entre los “principios” y la “política”. Su rol de intelectual acostumbrado a las agachadas y la ingesta de sapos le impide pensar en el plano de la política concreta. Con el ascenso de Milani, el kirchnerismo puso al ejército en el primer plano de la política argentina. Ello no ocurría desde 1983. Y lo hizo recurriendo a un militar especialista en Inteligencia que participó activamente de la dictadura militar. Aquí no hay ninguna traición a los principios, salvo que se crea que el kirchnerismo encarnó alguna vez un camino de liberación social. Se trata, hablando en criollo, de que el modelo hace agua y de que, por tanto, la represión comienza a vislumbrarse en el centro de la escena. En un contexto de crisis económica, la extrema desigualdad existente en la sociedad argentina requiere de la represión para sostenerse.

Como diría el general, “la única verdad es la realidad”.


General Paz y Avenida San Martín, jueves 9 de enero de 2014